Mi Reloj, De Mark Twain
Mi hermoso reloj nuevo había funcionado durante dieciocho meses sin atrasarse ni adelantarse, sin que se rompiese ninguna pieza de su mecanismo o sin que se detuviese. Había llegado a creer infalible su dictamen sobre la hora del día y a considerar eterna su constitución y su anatomía. Pero, al fin, una noche se me olvidó darle cuerda. Lo lamenté como si se tratara de un seguro presagio de calamidades. Sin embargo, poco a poco me obligué a darme ánimos, ajusté el reloj a ojo y ahuyenté mis reparos y supersticiones. Al día siguiente, entré en casa del principal relojero para ponerlo en la hora exacta, y el dueño del establecimiento me quitó el reloj de las manos y procedió a efectuar la operación.
—Está atrasado cuatro minutos, hay que afinar un poco el regulador —dijo.
Intenté detenerlo, intenté hacerle comprender que el reloj marchaba a la perfección. Pero no, aquella berza humana solo era capaz de distinguir que el reloj estaba cuatro minutos atrasado y que el regulador tenía que ser afinado un poco. Así, mientras yo, preso de una enorme angustia, daba vueltas a su alrededor implorándole que dejara quieto el reloj, él, serena y cruelmente, llevó a cabo la vergonzosa hazaña. El reloj empezó a adelantarse. Se adelantaba más y más, día tras día. Al cabo de una semana, había sucumbido a una fiebre rabiosa, su ritmo ascendió a ciento cincuenta pulsaciones a la sombra. Al cabo de dos meses, había dejado muy atrás a los demás relojes de la ciudad, e iba trece días por delante. Mientras disfrutaba de las nieves de noviembre, caían todavía las hojas de octubre. A toda prisa pagué el alquiler, las facturas pendientes y otras cosas por el estilo, de modo tan ruinoso que no lo pude sostener. Llevé el reloj a que lo regularan. El relojero me preguntó si lo había reparado alguna vez. Dije que no, que nunca lo había necesitado. Lo contempló con una mirada de turbia felicidad y, ansiosamente, procedió a abrirlo; luego se colocó una caja en forma de dado en un ojo y examinó el interior de la maquinaria. Dijo que requería una limpieza y lubricación, además de regulado.
—Vuelva en una semana.
Después de haber sido limpiado, lubricado y regulado, mi reloj se atrasó hasta tal extremo que su tictac parecía una campana tocando a difuntos. Empecé a perder los trenes, llegaba tarde a todas las citas, me quedaba muchas veces sin cenar; cada cuatro días, el reloj perdía tres, y yo sin protestar. Gradualmente fue retrocediendo hasta al día anterior, luego al otro, luego a la semana anterior, y, poco a poco, descendió sobre mí el discernimiento de la soledad y el abandono en que me iba consumiendo semana tras semana, mientras el mundo se perdía de mi vista. Me pareció descubrir en mí mismo un furtivo sentimiento de hermandad con la momia del museo y un deseo de intercambiar impresiones con ella. Fui de nuevo al relojero. Desmontó todo el reloj, pieza por pieza, y después dijo que el tambor se había «hinchado». Dijo que en tres días podría reducirlo al tamaño normal. Después de esto, el reloj daba un promedio, pero nada más. Durante la mitad del día, funcionaba como el mismo diablo, y lanzaba tales ladridos y jadeos y convulsiones y estornudos y resoplidos que no podía atender a mis propios pensamientos por causa de tanto alboroto. Mientras le duraba la cuerda, no había ningún reloj del país que fuera más rápido que él. Pero el resto del día, se iba retrasando paulatinamente y remoloneaba hasta que todos los demás relojes que había dejado atrás le alcanzaban de nuevo. Así, por último, al cabo de las veinticuatro horas, se ponía a trotar otra vez, y pasaba por delante de la tribuna de los jueces con toda puntualidad. Daba siempre un promedio con todas las de la ley, y nadie podía decir que cumplía ni más ni menos que su deber. Pero un promedio correcto solo es una inofensiva virtud en un reloj, y por ello llevé el instrumento a otro relojero. Este dijo que el perno real estaba roto. Le respondí que me alegraba de que no se tratase de algo más grave. Para decir la estricta verdad, no tenía la menor idea de lo que era el perno real, pero no me pareció conveniente aparentar tal ignorancia frente a un desconocido. Lo reparó, pero lo que el reloj ganó, por un lado, lo perdió por otro. Ocurría que corría durante un rato, se paraba otro, y luego empezaba a marchar, y así sucesivamente, siguiendo su propio criterio en cuanto a los intervalos. Y al arrancar, pegaba un respingo igual que un mosquetón. Me calmé durante unos cuantos días, pero finalmente llevé el reloj a otro relojero. Lo desmontó y examinó una y otra vez aquellas piezas ruinosas bajo su cristal de aumento. Dijo que parecía haber algo raro en la espiral. La arregló y le volvió a dar cuerda. Ahora funcionaba bien, exceptuando que, al marcar las diez menos diez, las dos agujas se cerraban como un par de tijeras, y a partir de entonces corrían juntas. El hombre más viejo del mundo no hubiese podido sacar nada en claro sobre la hora del día con semejante reloj, y, por consiguiente, fui a que lo repararan de nuevo. El hombre me dijo que el cristal se había encorvado y que el muelle real no estaba bien tirante. También notó que parte de la maquinaria necesitaba medias suelas. Lo tocó todo a placer, y luego mi cronómetro cumplió irreprochablemente, excepto que de cuando en cuando, después de trabajar en silencio unas ocho horas, las piezas interiores se ponían todas a agitarse de pronto y empezaban a zumbar como una abeja. Las manecillas, entonces, giraban y giraban tan alocadamente que su individualidad se perdía por completo, y parecían solo una delicada telaraña extendida por encima de la esfera del reloj. Despachaban veinticuatro horas en seis o siete minutos, y luego se detenían con un estallido. Con gran pesar acudí a otro relojero, y permanecí alerta mientras lo desarmaba hasta la última pieza. Entonces me preparé a someterlo a un rígido interrogatorio, porque la cosa ya empezaba a ponerse seria. Originalmente, el reloj había costado doscientos dólares, y ya, según me parecía, había desembolsado dos mil o tres mil en arreglos. Mientras esperaba y vigilaba, reconocí en aquel relojero a un antiguo conocido mío, un maquinista de barco de vapor en otros tiempos, y no muy bueno, por cierto. Examinó con cuidado todas las piezas, tal como habían hecho los demás relojeros, y luego dictó su veredicto con el mismo aplomo.
—Despide demasiado vapor, hay que colgar la llave inglesa de la válvula de seguridad —dijo.
Le abrí la cabeza allí mismo, y me hice cargo personalmente de los gastos del entierro.
Mi tío Guillermo (hace poco fallecido, ¡ay!) solía decir que un buen caballo es un buen caballo hasta que se escapa una vez, y que un buen reloj es un buen reloj hasta que los relojeros tienen ocasión de meterle mano. Y solía preguntarse en qué habían parado tantos latoneros, armeros, zapateros, maquinistas y herreros fracasados, pero nadie supo nunca qué contestarle.