La sombra de la guillotina, de Washington Irving
Cuando la claridad del día siguió su camino hacia el oeste, dejando al sol oculto tras oscuros nubarrones, París se sumió en una negra y fría noche de invierno. La lluvia comenzó a caer, como si hubiera estado aguardando la llegada de las tinieblas. Un viento helado, salido tal vez de las entrañas del polo, ayudó a barrer de almas y cuerpos las calles de la ciudad. Al filo de la medianoche, una sombra se dirigió, calado el hongo hasta las orejas y envuelta en fusca y amplia capa, a la única casa que aún mantenía una tenue luz encendida en la sórdida calle.
El solitario viandante empujó la desafinada puerta de madera que tenía ante sí y penetró en el local. Se trataba de una mugrienta taberna de ennegrecidas e inexpresivas paredes, cuyo único y discordante adorno eran unas raídas y no menos mugrosas escarapelas tricolores de la todavía incipiente Revolución. El recién llegado denotaba un cierto aire de distinción: era alto y flaco, y su mirada parecía la de alguien que ha contemplado los mayores horrores del mundo, pues sus ojos aparecían negros y penetrantes. Atravesó la solitaria estancia, muy decidido y, dirigiéndose al bodeguero, pidió un doble de coñac.
Su momentáneo interlocutor cumplió el encargo. Pero este, un personaje grueso, bajo, de nariz colorada, mirada bonachona y delantal sucio trató de mantener una conversación, pues seguramente estaba atendiendo al último cliente de la noche:
—Mala hora para andar por estas calles. A no ser que vengáis de algún sitio cercano. Supongo que os habréis puesto perdido de agua.
El desconocido, tras beber un largo trago de licor, contestó:
–Vuelvo del edificio solitario que se encuentra al final de esta calle.
El otro le contempló asombrado.
–Pero, eso es…
–Sí, ¡el manicomio! –añadió el cliente, sonriendo al comprobar el efecto que causaban sus palabras–. No tema. Estoy todavía muy lejos de que se me pueda considerar un huésped de ese lugar. Simplemente soy un visitante.
Más tranquilo, el tabernero siguió hablando:
–Entonces, señor, a no ser que tengáis un familiar recluido, no veo que os ha llevado a ir allí una noche tan desapacible como esta.
–¿Qué puede usted saber, amigo mío, de los ocultos motivos que conducen a los hombres a la casa de los locos? Aunque tal vez, si le cuento el horror que he padecido esta tarde en una de sus gavias, es posible que llegue a comprender las razones que tanto le extrañan. Soy médico. De esos que remueven el interior de los cadáveres intentando descubrir de qué modo suplantaron el papel de un vivo. Esta mañana ha fallecido un paciente, un joven. Mientras examinaba sus vísceras, me han contado su historia.
* * *
Se trataba de un estudiante, creo que alemán o austríaco, llamado Gottfried Wolfgang, que llevaba cierto tiempo residiendo en París. Según he sabido, al mismo tiempo que cursaba sus estudios en una universidad germana, la de Notinga, inició el aprendizaje y la práctica de ciertas ciencias esotéricas. Al principio todo parecía indicar que se trataba de una mera distracción. Pero, muy pronto, su carácter impresionable venció a su sentido común y empezó a tener visiones. Creía que se hallaba rodeado de espíritus malignos que pretendían apoderarse de su alma para conducirle con ellos a las cámaras de tortura de sus infernales moradas. Como fruto de sus inquietantes alucinaciones, su salud comenzó a decaer peligrosamente. Sin embargo, lejos de rehuir el contacto con tan peligrosas enseñanzas, siguió tratando de ampliar el campo de sus conocimientos. Durante el día se encerraba en extrañas y ponzoñosas bibliotecas, consultando viejos libros de brujería, y por la noche, aterrorizado, se recluía en su habitación.
Cuando sus padres descubrieron el progresivo desvarío que amenazaba al joven, decidieron enviarle a una ciudad donde reinase la alegría y la diversión. De esta manera, fechas después, Gottfried llegó a París. Pero su presencia coincidió con los albores de la Revolución. El delirio popular sedujo enseguida su espíritu emotivo, y las teorías políticas y filosóficas de la época le entusiasmaron.
Sin embargo, las sangrientas escenas que se desarrollaron a continuación hirieron su sensibilidad, le desilusionaron de la sociedad y del mundo, y le animaron, más que nunca, a hacer una vida de recluso. Se retiró a una habitación solitaria del Barrio Latino, paraíso de los estudiantes. Y allí, en una calle sombría, cerca de los austeros muros de La Sorbona, continuó sus especulaciones favoritas. Pasaba jornadas enteras en las grandes bibliotecas parisinas, esos panteones de autores difuntos, hojeando los viejos mamotretos polvorientos, a fin de satisfacer su morboso apetito. Era como una especie de vampiro literario, que se alimentaba de textos muertos.
A pesar de la soledad y la reclusión, Wolfgang mantenía un ardiente temperamento, cuyo fuego estuvo atizando durante mucho tiempo con la imaginación. Era demasiado tímido e ignorante de las cosas de este mundo para tener éxito entre las mujeres. Pero sentía una gran admiración por la belleza femenina y, muy a menudo, pensaba en las figuras y rostros que había visto en la calle, y su imaginación los revestía de perfecciones y encantos que sobrepasaban a la realidad.
Cuando su espíritu se exaltaba de tal suerte, le dominaba una visión que le producía unos efectos extraordinarios. Se le aparecía un rostro femenino de belleza trascendental, y la impresión que le desencadenaba era tan honda que a duras penas podía rehacerse. Aquel rostro llenaba sus pensamientos de día y sus sueños durante la noche. Y llegó a enamorarse perdidamente de aquella mujer soñada. Su pasión se convirtió en una de esas ideas fijas, que se adueñan de los espíritus melancólicos y que, a veces, se toman por locura.
Así era Gottfried Wolfgang y ese su estado de ánimo en el momento que empieza la historia que me contaron. Regresaba a su casa, en una noche borrascosa, por las sombrías y viejas calles de La Marais, el más antiguo barrio de París. El sordo rugido del trueno hacia temblar las casas y las estrechas callejas. Llegó a la plaza de Gréve, donde se llevaban a cabo las ejecuciones públicas. Los rayos centelleaban sobre las altas torres del viejo Ayuntamiento y su fulgor iluminaba la plaza. Al encontrarse tan cerca de la guillotina retrocedió horrorizado. El terror estaba en todo su apogeo y el terrible instrumento de muerte, siempre a punto, relucía con la sangre de los justos y los valientes. Aquel mismo día, el siniestro aparato había trabajado activamente segando cabezas, y allí estaba, en el corazón de la ciudad silenciosa y dormida, esperando nuevas víctimas.
Wolfgang sintió que el corazón se le oprimía y decidió alejarse. Pero, en aquel momento, vio una figura encogida al pie de los escalones que daban acceso al tablado. Unos cuantos relámpagos seguidos le permitieron observarla mejor: era una simple silueta femenina, vestida de negro, sentada en el último de los escalones. Tenía el busto inclinado hacia adelante y la cara escondida entre las rodillas; sus largas trenzas, oscuras y despeinadas, llegaban al suelo, mojadas por la lluvia que caía a torrentes. Wolfgang permaneció inmóvil. Había algo terriblemente patético en aquella solitaria imagen de la angustia. La dama daba la sensación de pertenecer a la alta sociedad. En aquellos tiempos difíciles más de una bella cabeza acostumbrada a la blandura del plumón, no tenía donde apoyarse. Sin duda, debía tratarse de una viuda, a la cual la siniestra cuchilla acababa de dejar sola, con el corazón destrozado y que permanecía allí, en el lugar donde le habían arrebatado aquello que le era más querido.
Gottfried se acercó y le dirigió la palabra en un tono que revelaba una profunda simpatía. Ella levantó la cabeza y le miró con gesto extraviado.
¡Cuál no sería el asombro de Wolfgang al contemplar, bajo la luz de los relámpagos, el rostro que llenaba sus sueños: lívido y desesperado y, sin embargo, de una belleza arrebatadora!
Agitado por sentimientos violentos y contradictorios, le dirigió la palabra de nuevo, temblando. Se extrañó de verla sola, en una hora tan avanzada de la noche, bajo la furiosa tormenta, y se ofreció a conducirla a casa de algún amigo. Ella señaló la guillotina con un gesto muy expresivo.
–Ya no me quedan amigos en este mundo –dijo, sin ninguna esperanza.
–¿Y no tiene usted dónde ir?
–Sí… ¡Mi tumba!
Al escucharla, el corazón del estudiante alemán se estremeció de emoción.
–Si un extraño pudiese hacerle un ofrecimiento –propuso Wolfgang, sin quererse rendir–, no corriendo el riesgo de ser mal comprendido, yo me permitiría brindarle mi humilde morada por alojamiento, y a mí mismo como su más devoto amigo. Yo tampoco tengo a nadie, soy un extraño en este país. Pero si mi vida puede servirle de algo, está a su servicio y la sacrificaré gustoso para evitarle daño u ofensa.
Los modales graves y fervientes del joven produjeron su efecto. Incluso su acento extranjero, que demostraba que no tenía nada en común con la chusma parisina, habló en su favor. Además, el verdadero entusiasmo posee una elocuencia incuestionable. La angustia de la señora cedió un tanto bajo la protección del estudiante.
Le ayudó a cruzar el puente Nuevo y la plaza en la que la estatua de Enrique IV yacía tirada en el suelo derribada por el populacho. La tormenta se había calmado, aunque todavía sonaba el rugido de los truenos en la lejanía. París parecía reposar. Aquel gran volcán de las pasiones humanas dormía durante un rato para recuperar las fuerzas necesarias que alimentarían la erupción del día siguiente. El estudiante condujo a su protegida a través de las viejas calles del Barrio Latino, rodeó los muros de La Sorbona y llegó al miserable hostal donde tenía su habitación. El portero que le abrió manifestó su sorpresa al ver al melancólico Wolfgang en compañía de una mujer.
Al entrar en su morada, el joven alemán se avergonzó de la pobreza y el desorden de su hospedaje. No tenía más que una habitación: una sala de viejo estilo, adornada con pesadas esculturas y extravagantemente amueblada con restos marchitos de un antiguo esplendor. Se trataba, en efecto, de uno de esos hoteles cercanos al Luxemburgo, que antaño habían pertenecido a la nobleza. La habitación estaba llena de libros, papeles y todas esas cosas propias de un estudiante, la cama se hallaba situada en un rincón, en una especie de alcoba.
Cuando hubo encendido una bujía y pudo contemplar la belleza de la desconocida, se sintió más emocionado que nunca. Su rostro era pálido, pero de una blancura radiante, realzada por la aureola de una espesa cabellera negra; sus enormes ojos brillaban con una expresión un tanto esquiva; sus formas, bajo el traje oscuro, eran de una armonía perfecta. De toda su persona emanaba un aire de nobleza, a pesar de la sencillez de su atavío. Lo único que tenía cierta coquetería en toda su ropa era un pañuelo de negro terciopelo que llevaba en el cuello prendido con un alfiler de brillantes.
El estudiante se sentía un poco embarazado al pensar en la mejor manera de acomodar de una forma conveniente al pobre ser abandonado que había tomado bajo su protección. Pensaba en cederle su habitación y buscar otra para él. Sin embargo, se notaba tan fascinado, su espíritu y sus sentidos se hallaban tan atraídos, que no podía apartarse de su presencia. También la actitud de ella era rara y sorprendente. Ya no pensaba en la guillotina y hasta su dolor parecía calmado. Las atenciones de Wolfgang que, al principio ganaron su confianza, ahora habían conquistado además su corazón. Evidentemente, ella era también muy apasionada, y los seres apasionados se compenetran muy pronto.
Bajo la embriaguez del momento, el estudiante le declaró su amor; le contó la historia de su sueño misterioso, de cómo ella se había adueñado de su corazón mucho antes de conocerla. La dama admitió que se sentía también atraída hacia él por una fuerza inexplicable. La época predisponía a todos los atrevimientos, tanto en las ideas como en las acciones; los prejuicios y viejas supersticiones habían sido barridos. Ahora todo sucedía bajo los auspicios de la «Diosa Razón».
Incluso los espíritus más honorables consideraban el matrimonio como una fórmula en desuso, otra más en el fárrago de contrasentidos del Antiguo Régimen. Se habían puesto de moda los contratos sociales, y Wolfgang era demasiado teórico para no dejarse influir por las doctrinas liberales de la época.
–¿Por qué separarnos? –preguntó–. Nuestros corazones desean estar juntos, a los ojos de la razón y del honor ya estamos unidos. ¿Qué necesidad tienen las almas nobles de fórmulas vulgares?
La dama escuchaba con emoción. Evidentemente compartía las mismas ideas.
–Tú no tienes ni casa ni familia –añadió Wolfgang–. Déjame ser todo eso para ti; o mejor, seámoslo el uno para el otro. Y si la fórmula es necesaria, observémosla. He aquí mi mano. Me uno a ti para siempre.
–¿Para siempre? –inquirió gravemente la desconocida.
–¡Para siempre! –respondió él.
La dama tomó la mano que le tendía.
–Entonces soy tuya –murmuró, y se echó en brazos del joven estudiante.
Se entregaron al contrato de los besos, al reconocimiento de que realmente eran el uno del otro. Lentamente se sumieron en una delirante felicidad, que se prolongó durante todo el resto de la noche. A la mañana siguiente, Gottfried salió muy temprano para buscar alojamiento. Necesitaba algo más espacioso y conforme a su nuevo estado. Su esposa continuaba durmiendo y no quiso despertarla. Cuando volvió, la encontró tendida en el lecho con la cabeza echada hacia atrás, bajo el brazo. Le habló, pero no recibió contestación. Se acercó para despertarla y cambiarla de aquella incómoda postura, y la tomó de la mano. Pero esta se hallaba fría e inerte. Su rostro era una máscara lívida y dura. En una frase escueta: estaba ante un cadáver.
Sobrecogido de espanto, dio la alarma en toda la casa. A continuación se desarrolló una escena de confusión y horror. Acudió la policía y cuando el oficial penetró en la estancia y vio el cadáver, se echó a temblar.
–¡Dioses inmortales! –exclamó–. ¿Cómo ha podido llegar esta mujer hasta aquí?
–¿La conoce? –preguntó Wolfgang precipitadamente.
–¡Que si la conozco! –repitió el oficial–. La guillotinaron ayer.
Se acercó. Deshizo el nudo del negro pañuelo que llevaba al cuello el cadáver, y la cabeza de este rodó hasta el suelo.
El estudiante empezó a gemir en un acceso de delirio.
–¡El demonio! ¡Es el demonio que se ha apoderado de mí…! ¡Estoy condenado para siempre!
Desde aquel instante, Wolfgang perdió totalmente la razón. Sus visiones se repitieron con mayor frecuencia y tuvo que ser internado en el manicomio. Y hoy mismo, presa de una extraña agitación, ha muerto en su celda. Tras finalizar mi examen, yo mismo he firmado el certificado de defunción, y he escrito a sus padres comunicándoles la triste nueva.
* * *
Nada más que el médico terminó de hablar, el bodeguero le miró en silencio durante unos instantes. Luego, tras servirle más licor y escanciar él mismo una copa, afirmó:
–Para mí está muy claro, señor. Se ve que el estudiante alemán era un tímido que no se atrevía a acercarse a las mujeres. Su locura hizo el resto. Una noche, desesperado, robó el cadáver de una mujer del cementerio y lo llevó a su casa. A la mañana siguiente, cuando se le pasó el furor, se dio perfecta cuenta de lo que había hecho y se volvió más loco de lo que estaba. Hoy sus remordimientos habrán sido más fuertes y su corazón no lo ha podido resistir.
El médico le miró seriamente.
–En efecto, eso es lo que pensábamos todos los que estábamos en el manicomio, hasta que abrimos la mano cerrada del cadáver y cayó al suelo este objeto –dijo, sacando de uno de sus bolsillos una cinta de terciopelo negro, cuyo broche era un bonito alfiler de diamantes.