La nada, de Leonidas Andréiev
Se estaba muriendo un alto dignatario, viejo, importante; un gran señor que tenía mucho apego a la vida. Era para él muy penoso morir, no creía en Dios ni comprendía por qué moría y le dominaba el terror. Era horrible ver cómo sufría.
Su vida era grande, rica y llena de interés; su corazón y su cerebro estaban siempre preocupados y satisfechos. Pero estaban cansados, agotados, casi como todo su cuerpo por otra parte, que se iba enfriando poco a poco. Sus ojos y sus oídos, acostumbrados a ver y oír siempre lo bello, estaban igualmente cansados, y la alegría misma pesaba demasiado sobre su pobre corazón, harto trabajado. Cuando todavía no se estaba muriendo pensaba en la muerte; algunas veces con cierto placer. Se decía que le daría el reposo, que le libraría de todos aquellos abrazos, muestras de estimación y relaciones que tanto le fastidiaban. Sí, lo pensaba con placer; pero ahora, estando a punto de morir, sentía que un horror indescriptible penetraba en su alma.
Quisiera vivir todavía un poco, aunque no fuera más que hasta el lunes próximo, mejor aún hasta el miércoles o jueves. Pero no sabía con precisión el verdadero día de su muerte, ya que en la semana hay solamente siete.
Y precisamente aquel día desconocido se presentó ante él un diablo muy ordinario, como muchos. Se introdujo en la casa disfrazado de cura; pero el alto dignatario comprendió en seguida que el diablo no había ido allí por ir, y se puso alegre. «Una vez que el diablo existe la muerte no es realidad; por el contrario, la inmortalidad es algo real. En rigor, si la inmortalidad no existe se puede prolongar la vida vendiendo el alma en condiciones ventajosas». Esto era evidente, casi claro.
Pero el diablo tenía un aspecto cansado y aburrido. Durante un rato bastante largo no dijo nada y miró a su alrededor con una mueca de disgusto, como si se hubiera equivocado de dirección. Esto inquietó al dignatario, que se apresuró a ofrecer un sillón al diablo. Pero aun después de sentado el diablo conservaba su aire aburrido y guardaba silencio.
«¡Helos aquí tales como son! —pensó el dignatario examinando con curiosidad al visitante—. ¡Dios mío, qué hocico tan desagradable! Ni en el infierno debe pasar por guapo.»
—Yo me lo figuraba a usted de otro modo —dijo en voz alta.
—¿Qué? —preguntó el diablo haciendo un gesto.
—Yo no me lo figuraba a usted así.
—¡Tonterías!
Todo el mundo le decía lo mismo al verle por primera vez y esto le fastidiaba.
«Y sin embargo, no puedo ofrecerle té o vino —se dijo el dignatario—. Quizá ni siquiera sepa beber.»
—¡Bueno, ya está usted muerto! —comenzó el diablo con tono flemático.
—¿Qué es lo que dice usted? —exclamó indignado el dignatario—. ¡Estoy vivo todavía!
—No diga tonterías —respondió el diablo, y continuó—: Está usted muerto… Y bien, ¿qué hacemos ahora? Este es un asunto serio y hay que tomar una decisión…
—Pero ¿es de veras que… estoy muerto? Puesto que hablo…
—¡Ah, Dios mío! Cuando sale usted de viaje, ¿no tiene que pasar por la estación antes de subir en el tren? Ahora está usted en la estación, precisamente…
—¿En la estación?
—Sí.
—Ahora comprendo. Entonces, ¿esto ya no es yo? ¿Y dónde estoy yo? Es decir, mi cuerpo…
—En una habitación vecina. Le están lavando ahora con agua caliente.
Al dignatario le dio vergüenza, sobre todo cuando pensó en su vientre cubierto de espesas capas de grasa. Pensó además que son siempre las mujeres quienes lavan a los muertos.
—¡Esas costumbres estúpidas! —dijo con cólera.
—Eso no es cuenta mía —objetó el diablo—. No perdamos tiempo y vamos al grano… Tanto más cuanto que empieza usted a oler mal.
—¿En qué sentido?
—En el sentido más ordinario; se empieza usted a pudrir y eso huele muy mal. ¡Pero ya estoy harto de sus preguntas! Tenga la bondad de escuchar bien lo que voy a decirle: no lo he de repetir.
Y en términos lleno de enojo, con una voz cansada de repetir siempre la misma cosa, expuso al dignatario lo que sigue:
El viejo dignatario muerto tenía ante sí dos perspectivas a elegir: o pasar a la muerte definitiva, o bien aceptar una vida de un género especial un poco extraño, capaz de provocar dudas. Tenía libre la elección. Si elegía lo primero sería la nada, el silencio eterno, el vacío…
«¡Dios mío, eso precisamente era lo que me daba siempre horror!», pensó el dignatario.
—Eso era el reposo imperturbable —dijo el diablo examinando con curiosidad el techo tallado—. Desaparecerá usted sin dejar ninguna huella, sin existencia. Tendrá un fin absoluto, no hablará usted jamás, ni pensará, ni deseará nada, ni experimentará alegría ni dolor; nunca pronunciará la palabra «yo». En fin, no existirá usted ya, se extinguirá, cesará de vivir, se hará nada…
—¡No, no quiero! —gritó con fuerza el dignatario.
—¡Y, sin embargo, eso sería el reposo! Eso también vale algo. Un reposo tal que es imposible imaginársele más perfecto.
—¡No, no quiero reposo! —dijo decididamente el dignatario mientras su corazón cansado no imploraba más que reposo, reposo, reposo.
El diablo alzó sus hombros peludos y continuó con un tono fatigado, como el viajante de un almacén de modas al fin de una jornada de trabajo.
—Pero, por otro lado, voy a proponerle a usted la vida eterna…
—¿Eterna?
—Que sí. En el infierno. No es eso precisamente lo que usted hubiera deseado, pero así y todo es la vida. Tendrá usted algunas distracciones, conocimientos interesantes, conversaciones… y sobre todo conservará su «yo». En fin, habrá de vivir usted eternamente.
—¿Y sufrir?
—Pero ¿qué es eso del sufrimiento? —y el diablo hizo una mueca—. Eso parece terrible hasta que uno se acostumbra. Y debo decirle a usted que es precisamente de la costumbre de lo que se lamentan allí.
—¿Hay allí mucha gente?
—Bastante… Sí, se lamentan tanto que últimamente hasta hubo perturbaciones bastante graves: reclamaban nuevos suplicios. Pero ¿dónde encontrar esos suplicios nuevos? Y, sin embargo, aquellas gentes gritaban: «¡Esto es la rutina! ¡Esto se ha hecho trivial!»
—¡Qué brutos son!
—Sí, pero vaya usted a llamarles a la razón. Felizmente, nuestro Maestro…
El diablo se levantó respetuosamente y su rostro adquirió una expresión aún más desagradable. El hombre hizo también un gesto cobarde para manifestar su respeto.
—Nuestro Maestro ha propuesto a los pecadores que se martiricen ellos mismos…
—¿Una especie de autonomía? —dijo sonriendo el dignatario.
—Sí, lo que usted quiera… Ahora los pecadores se rompen la cabeza… ¡Vamos, querido, hay que decidirse!
El otro reflexionó, y teniendo ahora plena confianza en el diablo le preguntó:
—¿Qué me recomendaría usted?
El diablo frunció las cejas.
—No, en cuanto a eso… no soy amigo de dar consejos.
—Entonces no quiero ir al infierno.
—Muy bien, será como usted guste. No tiene usted más que poner su firma.
Desplegó ante el dignatario un papel muy sucio, que más bien parecía un moquero que un documento tan importante.
—Firme aquí —y señaló con su garra—. Digo, no, aquí no. Aquí se firma cuando se elige el infierno. Para la muerte definitiva es aquí donde hay que firmar.
El dignatario, que había cogido ya la pluma, la dejó en seguida sobre la mesa y suspiró.
—Naturalmente —dijo con un tono de reproche—, eso a usted lo mismo le da. Pero a mí… Dígame, si gusta: ¿con qué se martiriza allí a los pecadores? ¿Con el fuego?
—Sí, con el fuego también —respondió con flema el diablo—. Tenemos días de asueto.
—¿De veras? —exclamó con alegría el hombre.
—Sí, los domingos y días de fiesta se descansa. Y además hemos introducido la semana inglesa: los sábados no se trabaja más que desde las diez de la mañana hasta el medio día.
—¡Vaya, vaya! ¿Y por Navidad?
—Por Navidad, lo mismo que por Pascuas, se dan tres días libres. Aparte de esto se da un mes de vacaciones en el verano.
—¡Vamos, eso es muy liberal! —exclamó el otro con alegría—. No me lo esperaba… Pero dígame, en rigor ¿aquello es malo, lo que se dice malo, malo?
—¡Tonterías! —respondió el diablo.
El dignatario tuvo un sentimiento de vergüenza. El diablo estaba visiblemente de mal humor; probablemente no había dormido aquella noche, o bien hacía mucho tiempo que estaba mortalmente aburrido de todo aquello: de dignatarios muriéndose, de la nada, de la vida eterna…
El dignatario vio barro en la pierna derecha del diablo. «No son muy limpios», se dijo.
—Entonces —repuso el hombre—, ¿es la Nada?
—La Nada —repitió el diablo como un eco.
—¿O la vida eterna?
—O la vida eterna.
El hombre se puso a reflexionar. En la habitación vecina habían terminado ya el servicio fúnebre en su honor y él seguía reflexionando. Y los que le veían en su lecho mortuorio, con su rostro grave y severo, no adivinaban qué extraños pensamientos asaltaban su cráneo frío. Tampoco veían al diablo. Olía a incienso, a cirios ardiendo y alguna otra cosa más.
—La vida eterna —dijo el diablo pensativo, cerrando los ojos—. Se me ha recomendado muchas veces que les explique lo que eso quiere decir. Creen que no me expreso con suficiente claridad, pero ¿es que estos idiotas la pueden comprender?
—¿Es de mí de quien habla usted?
—No solamente de usted… Hablo en general. Cuando se piensa en todo esto…
Hizo un gesto de desesperación. El dignatario intentó manifestarle su compasión.
—Le comprendo. Es un oficio penoso el suyo, y si yo por mi parte pudiera…
Pero el diablo se enfadó.
—¡Le ruego a usted que no toque a mi vida personal o me veré obligado a enviarle a usted al diablo! Se le presenta una cuestión y usted no tiene más que responder: ¿la muerte o la vida eterna?
Pero el dignatario seguía reflexionando y no podía decidirse. Fuera porque su cerebro comenzara a abismarse o porque nunca hubiera sido muy sólido, el dignatario se inclinaba más bien a la vida eterna. «¿Qué es eso del sufrimiento?», se decía. ¿No había sido toda su vida una serie de sufrimientos? Y, sin embargo, amaba la vida. No temía los sufrimientos. Pero su corazón cansado pedía reposo, reposo, reposo…
En este momento se le conducía ya al cementerio. A las puertas del departamento de donde había sido jefe se detuvo el cortejo y los curas dieron comienzo a un oficio religioso. Llovía, y todo el mundo abrió los paraguas. El agua a chorros caía de los paraguas, corría por el suelo y formaba charcos en el pavimento.
«Mi corazón está cansado hasta de las alegrías», continuaba reflexionando el dignatario que conducían al cementerio. «No pide más que reposo, reposo, reposo. Quizá sea demasiado estrecho mi corazón, pero estoy terriblemente cansado…»
Y estaba casi decidido por la Nada, la muerte definitiva. Se había acordado de un corto episodio. Fue antes de caer enfermo. Tenía gente en casa, se reían. Él también reía mucho, a veces hasta llorar de risa. Y, sin embargo, precisamente en el momento en que se creía más feliz sintió de repente un deseo irresistible de estar solo. Y para satisfacer este deseo se escondió, como un muchacho que teme que lo castiguen en un rinconcito.
—¡Pero despache usted! —le dijo el diablo con tono disgustado—. ¡El fin se acerca!
Hizo mal en pronunciar aquella palabra; el dignatario casi se había decidido por la muerte definitiva, pero la palabra «fin» le espantó y experimentó un deseo irresistible de prolongar su vida a cualquier precio. No comprendiendo ya nada, perdiéndose en sus reflexiones, no pudiendo tomar decisión neta, remitió la solución al Destino.
—¿Se puede firmar con los ojos cerrados? —preguntó tímidamente.
El diablo le echó una mirada bizca y respondió:
—¡Siempre tonterías!
Pero probablemente todos aquellos tratos le tenían fatigado; reflexionó un instante, suspiró y puso de nuevo ante el dignatario el pequeño papel, que más bien parecía un moquero sucio que un documento importante.
El otro tomó la pluma, sacudió la tinta, cerró los ojos, puso el dedo sobre el papel y… precisamente en el último momento, cuando había firmado ya, abrió un ojo y miró.
—¡Ah, qué es lo que he hecho! —gritó con horror, arrojando la pluma.
—¡Ah! —le respondió como un eco el diablo.
Las paredes repitieron esta exclamación. El diablo, marchándose, se echó a reír. Y cuanto más se alejaba, más ruidosa se hacía su risa, semejando una serie de truenos…
En este momento se procedía ya al entierro del alto dignatario. Los pedazos de tierra húmeda caían pesadamente, con un ruido sonoro, sobre la tapa del ataúd. Podría creerse que el ataúd estaba vacío, que no había nadie dentro: tan sonoro era aquel ruido.