El refugio, de Guy de Maupassant

Semejante a todos los mesones de madera plantados en los Altos Alpes, al pie de los ventisqueros, en esos callejones pedregosos y desnudos que cortan los blancos picachos de las montañas, el refugio de Schwarenbach ampara a los viajeros que siguen el paso del Jemmi.

Está abierto durante seis meses y lo habita la familia de Juan Hauser; luego, en cuanto las nieves se amontonan, llenan el valle y hacen impracticable el descenso a Loëche, las mujeres, el padre y los tres hijos, se van dejando la casa al cuidado del viejo guía Gaspar Hari, que allí se queda con el joven Ulrico Kunsi, y Sam, un perrazo montañés.

Los dos hombres y el perro viven en aquella cárcel de nieve hasta que vuelve la primavera, no teniendo ante los ojos más que la inmensa y blanca pendiente de Balmhorn, con los picachos pálidos y brillantes que la rodean, y encerrados, bloqueados, enterrados en la nieve que se alza en torno suyo, y rodea, oprime, aplasta la casuca, se amontona sobre el tejado, llega hasta las ventanas y tapia la puerta.

Es el día en que la familia Hauser regresa a Loëche, pues el invierno se acerca y el descenso empieza a ser peligroso.

Primero salen tres mulas, que los tres hijos llevan de la brida, y la madre, Juana Hauser, y su hija Luisa, montan en otra. Las tres primeras llevan el equipaje.

El padre sigue en compañía de los dos guardianes que han de escoltar a la familia hasta que empiece la bajada.

Contornean primero la ya helada laguna del fondo de la hoya formada por las rocas que están frente al refugio; cruzan luego el valle, blanco como una sábana y completamente dominado por los picos nevados.

Una lluvia de sol cae sobre ese desierto blanco, resplandeciente y helado, iluminándolo con llama cegadora y fría; en ese océano de montañas la vida no aparece por ninguna parte; en la desmesurada soledad no se advierte el menor movimiento, y ningún ruido viene a turbar su profundo silencio.

Poco a poco, el guía joven, Ulrico Kunsi, un suizo enorme y largo de piernas, deja atrás al viejo Hauser y a Gaspar Hari para reunirse a las dos mujeres.

La más joven le ve acercarse y parece que le llama con sus ojos tristes. Es una campesina rubia, cuyas lechosas mejillas y pálidos cabellos parece que han perdido el color viviendo entre los hielos.

Cuando alcanza a la mula que las lleva, apoya la mano en la grupa y afloja el paso. La madre le dirige la palabra y enumera con infinitos detalles todas las recomendaciones necesarias para la invernada, pues el mozo no se ha quedado nunca allá arriba, en tanto que el viejo Hari ha pasado ya catorce inviernos.

Ulrico Kunsi escucha sin que al parecer comprenda, y no aparta los ojos de la joven un solo instante. De cuando en cuando contesta «Sí, señora», pero su pensamiento le lleva muy lejos, y su tranquilo rostro permanece impasible.

Así llegan hasta el lago Daube, cuya superficie helada y tersa se extiende hasta el fondo del valle. A la derecha, Daubenhorn muestra sus negras rocas junto a las enormes morrenas del ventisquero de Loemmerm que domina Wildstrubel.

Al acercarse a la garganta de Jemmi, donde empieza el descenso hacia Loëche, distinguen el inmenso horizonte de los Alpes de Valais, de los cuales los separa el profundo y anchuroso valle del Ródano.

A lo lejos se ve un pueblo con blancas cimas, desiguales, aplastadas o puntiagudas, y brillando todas al sol; luego Mischabel con sus dos cuernos, Wissehorn, mole enorme, Brumegghorn, la alta y temible pirámide de Cervino, y la montaña del Diente Blanco, esa coqueta monstruosa.

Luego, por debajo de ellos, en un agujero inmenso, en el fondo de un abismo terrible, distinguen Loëche, cuyas casas semejan granos de arena lanzados en esa grieta enorme que acaba y cierra el Jemmi y que a lo lejos abre el Ródano.

Junto a un sendero que avanza serpenteando con innumerables vueltas y rodeos, fantástico y maravilloso, desde lo alto de la enhiesta montaña hasta la pequeña población que casi invisible se extiende a sus pies, detienen la mula y las mujeres echan pie a tierra.

Los dos viejos se han unido a ellas.

—¡Vaya! —dice Hauser—. Adiós y buena suerte. Hasta el año próximo.

El viejo Hari repite:

—Hasta el año próximo.

Y se besan. Luego, la esposa de Hauser le ofrece las mejillas y la joven hace lo mismo.

Cuando le toca el turno a Ulrico Kunsi, murmura al oído de Luisa: «No olvide a los que se quedan aquí arriba». Y ella contesta un «no» tan débil, que más que oírlo lo adivina.

—Adiós —repite Juan Hauser—, adiós y salud.

Y pasando delante de las mujeres empieza a bajar.

Pronto desaparecen tras una revuelta del camino, mientras los dos hombres se dirigen hacia el refugio de Schwarenbach.

Andan lentamente, uno al lado del otro, y silenciosos. Ya no hay remedio: durante cuatro o cinco meses estarán solos…

Gaspar Hari empieza a referir su vida en el otro invierno. Allí lo había pasado con Miguel Canal, ya demasiado viejo para arriesgarse a aquella larga soledad, pues un accidente puede ocurrir el día menos pensado. Y no se habían aburrido, desde luego que no; todo consistía en tomar partido desde el primer momento, y al fin se acaba por inventar distracciones, juegos y muchos pasatiempos.

Ulrico Kunsi le escucha con los ojos bajos, viendo con la imaginación a los que, siguiendo todos los repliegues de Jemmi, bajan hacia la población.

No tardan en distinguir el refugio, apenas visible, y tan pequeño que semeja un puntito negro al pie de aquella gigantesca ola de nieve.

Cuando abren, Sam, el perrazo rizado, empieza a dar saltos en torno suyo.

—Vamos, hijo mío —dice Gaspar—. Como nos hemos quedado sin mujeres, nosotros mismos tenemos que prepararnos la comida. Tú mondarás las patatas.

Y los dos, sentados en banquetas de madera, se ponen a preparar la sopa.

La mañana del día siguiente parece interminable a Ulrico. El viejo Hari fuma y luego escupe en el hogar, mientras el joven se asoma a la ventana para contemplar la resplandeciente montaña que se alza frente a la casa.

Por la tarde sale, recorre el trayecto hecho la víspera, y procura descubrir en el suelo las huellas de los cascos de la mula que llevó a las dos mujeres. Luego, cuando llega a la vertiente del Jemmi, se tiende boca abajo al borde del abismo y fija los ojos en Loëche.

La población, metida en aquel pozo de rocas, no está invadida aún por la nieve por más que la tiene muy cerca, pero detenida por los pinares que protegen sus alrededores. Y sus bajas casitas desde arriba parecen ladrillos colocados en una pradera.

La hija de Hauser está allí, en una de aquellas moradas grises. ¿En cuál? Ulrico Kunsi está demasiado lejos para distinguirla. ¡Cuánto le gustaría bajar, ahora que aún es posible!

Pero ya el sol ha desaparecido tras la cima de Wildstrubel, y el joven vuelve al refugio. El viejo Hari sigue fumando. Al ver a su compañero le propone una partida de cartas, y se sientan frente a frente, uno a cada lado de la mesa.

Y durante largo rato juegan a ese juego sencillísimo que se llama brisca, y luego, cuando han cenado, se acuestan.

Los días que siguen se parecen al primero, claros y fríos, sin nevadas. El viejo Gaspar pasa sus tardes acechando las águilas y los raros pájaros que se aventuran por esos picos helados, mientras Ulrico va regularmente hasta la garganta del Jemmi para contemplar la aldea. Luego juegan a las cartas, a los dados, al dominó, y ganan y pierden insignificancias que únicamente sirven para dar interés a la partida.

Una mañana Hari se levanta y llama a su compañero. Una nube de blanca espuma, movible, espesa y ligera, cae sobre ellos, los rodea, y sin ruido los sumerge poco a poco dentro de un tupido y pesado colchón. Y eso dura cuatro días y cuatro noches. Precisan libertar puertas y ventanas, practicar un paso y tallar escalones para poder encaramarse sobre el durísimo polvo al que doce horas de helada continua, han hecho más consistente que el granito de las peñas.

En adelante viven como prisioneros sin aventurarse apenas a salir de su morada. Se han repartido la labor que ejecutan regularmente. Ulrico Kunsi se ha encargado del lavado, de todo lo que se relaciona con la limpieza, y él es también quien parte la leña mientras Gaspar Hari guisa y alimenta la lumbre. Sólo interminables partidas de cartas o dados vienen a interrumpir su trabajo regular y monótono. Y no se pelean nunca pues los dos son de temperamento tranquilo y plácido, como tampoco nunca dan muestra de impaciencia o mal humor, ni pronuncian palabras agrias, pues para pasar el invierno en el refugio han hecho provisión abundante de resignación.

A veces el viejo Gaspar coge la escopeta y sale en busca de gamuzas: de cuando en cuando mata alguna y cuando esto ocurre, en el refugio de Schwarenbach hay gran festín con carne fresca.

Una mañana, siguiendo su costumbre, sale. El termómetro marca dieciocho grados bajo cero; y como el sol no ha salido aún, el cazador espera sorprender a los bichos en las cercanías de Wildstrubel.

Ulrico se queda solo y no se levanta hasta las diez. Le gusta dormir, pero en presencia del viejo guía, siempre activo y madrugador, no se atreve a entregarse a su pasión favorita.

Almuerza lentamente con Sam, que también pasa sus días y sus noches durmiendo junto a la lumbre, y luego, sintiéndose triste, advierte su soledad y echa de menos la cotidiana partida de cartas que para él ha llegado a constituir una necesidad invencible.

Entonces sale al encuentro de su compañero que debe volver a las cuatro.

La nieve ha nivelado el profundo valle llenando las grietas, borrando los dos lagos, acolchando las rocas, formando entre los altos picachos una extensión inmensa y regular, cegadora y helada.

Desde hace tres semanas Ulrico no ha ido a contemplar la población desde el borde del abismo, y quiere ir antes de trepar por las vertientes que conducen a Wildstrubel. También Loëche se encuentra cubierto de nieve, y bajo el pálido manto apenas se distinguen las casas.

Luego, torciendo a la derecha, se interna en el ventisquero de Loemmern. Anda con el paso largo de los montañeses, hundiendo su férreo bastón en la nieve casi tan dura como las piedras. Y con su mirada penetrante busca a lo lejos el puntito negro y movible que ha de encontrar en la sábana inmensa.

Cuando llega al borde del ventisquero se detiene, preguntándose si el viejo habrá tomado otro camino, y luego bordea las morrenas con paso rápido e inquieto.

La tarde cae; la nieve toma tintes rosados, y un vientecillo seco y helado corre con bruscas intermitencias por aquella superficie de cristal. Ulrico da un grito de llamada, agudo y prolongado, y su voz se pierde en el silencio de muerte que reina en las montañas, y va lejos, muy lejos, corriendo por las capas inmóviles y profundas de espuma glacial, como grito de pájaro por las olas del mar; luego se extingue… y nadie le contesta.

Prosigue la marcha. El sol se ha puesto a lo lejos, tras las cimas que los reflejos del cielo arrebolan todavía, pero las profundidades del valle van tomando un marcado tinte gris. Y el joven, sin saber por qué, siente miedo. Le parece que el silencio, el frío, la soledad, y la muerte invernal de los montes penetran en él y van a detener y helar su sangre, agarrotar sus miembros y convertirle en un ser inmóvil y helado. Y echa a correr dirigiéndose al refugio. Piensa que el viejo habrá llegado durante su ausencia; que habrá tomado otro camino, y que estará sentado junto a la lumbre y con una gamuza muerta a sus pies.

No tarda en distinguir el refugio. Por la chimenea no sale humo, y Ulrico, corriendo a toda prisa, llega y abre la puerta. Sam sale a recibirle y acariciarle, mas el viejo Gaspar no ha vuelto aún.

Asustado, Kunsi empieza a dar vueltas como si fuese a encontrar a su compañero oculto en un rincón. Luego enciende lumbre y hace la sopa, en espera de que el anciano vuelva de un momento a otro.

De tiempo en tiempo sale a ver si le distingue a lo lejos. Llega la noche, la noche de las montañas, pálida, lívida, que allá en el horizonte ilumina el arco finísimo de la luna, próximo a desaparecer tras los picachos.

Luego el joven entra, se sienta, se calienta las manos y los pies, y piensa en mil accidentes posibles.

Gaspar ha podido romperse una pierna, caer en un hoyo, dar un paso en falso y dislocarse el tobillo, y estará tendido en la nieve, aterido, dolorido, angustiado, perdido, pidiendo tal vez socorro a gritos, llamando con todas las fuerzas de sus pulmones en el silencio de la noche.

Pero ¿dónde? ¡La montaña es tan grande, tan escarpada, tan vasta y tan peligrosa! Sobre todo en esa estación. Para encontrar a un hombre en aquellas inmensidades, lo menos se necesitaban ocho días y veinte guías para que las recorriesen en todas direcciones.

Con todo, Ulrico Kunsi se decide a salir con Sam si el viejo Gaspar no ha vuelto a la una.

Y empieza sus preparativos.

Mete en un saco víveres suficientes para dos días, toma sus grapas de acero, se arrolla al cuerpo una cuerda larga, delgada y fuerte, y examina atentamente su bastón de hierro y el hacha que sirve para tallar escalones en el hielo. Luego espera. La lumbre arde en la chimenea, el perro ronca iluminado por las llamas, y el reloj late como un corazón, regularmente, en su sonora caja de madera.

Espera, con el oído atento, procurando descubrir hasta los ruidos más lejanos y estremeciéndose cuando el ligero vientos roza las paredes.

Dan las doce, y se estremece. Como se siente mal dispuesto, prepara agua para tomar una taza de café bien caliente antes de ponerse en marcha.

Cuando el reloj da la una, se pone en pie, despierta a Sam, abre la puerta y se aleja con dirección a Wildstrubel. Y durante seis horas sube, escalando rocas, empleando sus grapas, tallando hielo, avanzando siempre y subiendo a veces, atando a la cuerda al perro que no puede trepar una pendiente demasiado empinada. A las seis llega a una de las cumbres donde el viejo Gaspar acostumbra a esperar a las gamuzas, y allí aguarda a que se levante el día.

Por encima de su cabeza el cielo empieza a palidecer, y de repente, un extraño fulgor, nacido no se sabe dónde, ilumina bruscamente el vastísimo océano de cimas pálidas que a cien leguas se extiende en torno suyo. Cualquiera creería que la vaga claridad sale de la misma nieve y se esparce por el espacio. Poco a poco, los picachos lejanos, los más altos, se tiñen de color de rosa, color de carne, y el rojizo sol aparece tras los enormes gigantes de los Alpes Berneses.

Ulrico Kunsi se pone en marcha. Anda como los cazadores, encorvado, examinando las huellas, y diciendo a su perro: «Busca, Sam, busca».

Baja la montaña registrando los abismos con los ojos, llamando a veces, dando gritos prolongados, pronto apagados en la muda inmensidad. Entonces, para escuchar, pega el oído al suelo, y, creyendo percibir una voz, empieza a correr, llama de nuevo, y como no le contestan, se sienta agotado y desesperado. A las doce come un poco y hace comer a Sam, tan rendido como él mismo.

Luego continúa sus pesquisas.

La noche le sorprende y aún camina; ya ha recorrido cincuenta kilómetros de montaña. Como está demasiado lejos del refugio para volver, y demasiado cansado para resistir mucho tiempo, practica un agujero en la nieve y allí se mete con su perro envolviéndose en una manta: y el hombre y la bestia se tienden uno junto a otro calentando mutuamente sus helados cuerpos.

Ulrico no duerme, se ve asaltado por visiones y presa de continuos escalofríos. Cuando despierta está amaneciendo.

Sus piernas, por lo rígidas, parecen dos barras de hierro.

Su angustia casi le obliga a chillar, y cuando cree percibir una voz, la emoción le paraliza.

Mas, piensa de repente que él también morirá de frío en aquella soledad, y el espanto de esa muerte aguijonea su energía y reanima su vigor.

Y se encamina hacia el refugio cayendo, levantándose, seguido a lo lejos por Sam que cojea y sólo se mantiene sobre tres patas.

No llegan a Schwarenbach hasta las cuatro de la tarde. La casa está vacía, y el joven enciende lumbre, come y se duerme, tan rendido, que no piensa nada.

Y duerme muchas horas, muchas, con sueño invencible y pesado. De pronto oye una voz, un grito, un nombre: «Ulrico» y sacudiendo su profundo letargo se pone en pie. ¿Habrá soñado? ¿Será una de esas llamadas que las almas inquietas oyen en sueños? No, pues vuelve a oído, vibrante esta vez, y penetra por sus oídos entrando en su carne hasta la punta de sus nerviosos dedos. Sí, es cierto, han gritado y llamado a Ulrico. Alguien está cerca de la casa, no puede dudado, y abriendo la puerta grita: «¿Eres tú, Gaspar?» y grita con toda la fuerza de sus pulmones.

Nadie contesta, ni un sonido, ni un murmullo, ni un gemido… nada. En el cielo, la noche: en la tierra, la nieve lívida.

Sopla un viento helado que corta las piedras y no deja nada vivo en aquellas alturas abandonadas. Y pasa a bocanadas bruscas más secas y mortíferas que el viento de fuego del desierto. Ulrico grita otra vez: «¡Gaspar!… ¡Gaspar!… ¡Gaspar!».

Y espera. ¡En la montaña todo permanece mudo! Entonces el espanto le sacude hasta los huesos. De un salto se mete en el refugio cierra la puerta y corre los cerrojos; tiritando se desploma en una silla, y seguro de que su compañero le ha llamado en el momento de exhalar el último suspiro.

De esto está seguro, como se está seguro de que se vive o de que se come pan. El viejo Gaspar Hari ha agonizado durante dos días y tres noches en alguna parte, en una sima, en uno de esos barrancos inmaculados y profundos cuya blancura es más siniestra que las tinieblas de los subterráneos. Ha estado agonizando durante dos días y tres noches, y al morir, hace un momento, pensaba en su compañero; y su alma, al verse libre, ha volado hasta el albergue donde dormía Ulrico y le ha llamado haciendo uso de esa virtud misteriosa y terrible que las almas de los muertos tienen para atormentar a sus vivos. Y el alma sin voz, había llamado a la suya: le había dado su último adiós, tal vez un reproche, o acaso le había maldecido por no haberle buscado bastante.

Y Ulrico la siente allí, muy cerca, detrás de la pared, detrás de la puerta que acaba de cerrar. El alma de Gaspar vaga como un pájaro nocturno que con sus plumas roza una ventana iluminada, y el joven, aterrorizado, está a punto de lanzar alaridos. Quiere huir y no se atreve a salir, no se atreve ni se atreverá nunca, pues el fantasma estará allí, noche y día, dando vueltas alrededor del refugio, mientras el cuerpo del viejo guía no se encuentre y reciba sepultura cristiana en la bendita tierra de un cementerio.

Cuando sale el sol, Kunsi recobra un poco su perdida seguridad y prepara su comida, hace la sopa para el perro, y luego se sienta, inmóvil, torturado, pensando en el viejo echado sobre la nieve.

Pero, en cuanto la noche cubre de nuevo la montaña, le asalta el mismo terror. Y empieza a dar vueltas por la cocina apenas alumbrada por la llama de un velón, y la recorre a largos pasos, andando de un extremo a otro, escuchando, escuchando siempre si el horrible grito de la noche anterior no rasgará el pesado silencio que reina fuera. El miserable se siente solo, solo como ningún hombre se ha sentido, solo en la desierta inmensidad de nieve, solo a dos mil metros sobre la tierra habitada, por encima de las casas humanas, por encima de la vida que se agita, bulle y palpita, solo bajo el helado cielo. Deseos locos de escapar, no importa dónde y no importa cómo, se apoderan de él, deseos de llegar a Loëche precipitándose al abismo; pero ni siquiera se atreve a abrir la puerta, pues está seguro de que el otro, el muerto, le cerrará el paso para no quedarse solo allá arriba.

A media noche, cansado de andar y abrumado por la angustia y el miedo, se queda dormido en la silla, pues teme a la cama como se teme un lugar de apariciones.

Y repentinamente, el estridente alarido de la otra noche le desgarra los oídos, alarido tan penetrante que Ulrico extiende los brazos para rechazar al espectro, y cae de espaldas.

Sam, a quien el ruido despierta, ladra como ladran los perros aterrados, dando aullidos, y empieza a dar vueltas buscando de dónde viene el peligro. Al llegar junto a la puerta olfatea con fuerza, con el pelo erizado, la cola recta y gruñendo.

Kunsi, medio loco, se pone en pie, y cogiendo la silla grita: «No entres, no entres o te mato». El perro excitado con esta amenaza, ladra con furia al invisible enemigo que la voz de su amo desafía.

Sam se calma poco a poco y vuelve a echarse junto al hogar, pero sigue inquieto, con la cabeza levantada, con los ojos brillantes, y gruñe y enseña los dientes.

Ulrico, a su vez, consigue dominarse; pero como se siente próximo a desfallecer de terror, abre un armario, saca una botella de aguardiente y bebe varias copas. Sus ideas empiezan a confundirse, se afirma su valor, y por sus venas circula fiebre ardorosa.

Al día siguiente apenas come, limitándose a tomar alcohol, y por espacio de varios días vive borracho como un bruto. Cada vez que el recuerdo de Gaspar Hari acude a su imaginación se pone a beber hasta que la embriaguez le derriba al suelo. Y allí se queda, boca abajo, borracho perdido, los miembros rotos y la frente apoyada en el pavimento. Pero apenas ha digerido el líquido ardoroso y enloquecedor, el grito penetrante de «Ulrico» le despierta cual bala que le hubiese taladrado el cráneo. Y se levanta tambaleándose, extendiendo las manos para no caer, y llamando a Sam en su auxilio. Y el perro, que parece tan loco como su amo, se precipita a la puerta, la araña con las patas y la roe con sus dientes, mientras el joven, con el cuello inclinado y en alto la cabeza, traga, como si bebiese agua después de una larga caminata, el aguardiente que ha de dormir sus pensamientos, sus recuerdos, y su espantoso terror.

En tres semanas agota sus provisiones de alcohol, pero la continua borrachera no hace más que adormecer, con sueño letárgico, su espanto, que ahora crece tanto más terrible y furioso cuanto que no lo puede calmar. La idea fija, exasperada con un mes de embriaguez, y creciente en la absoluta soledad, se hunde en su cerebro como una barrena. Y recorre la morada como fiera enjaulada pegando el oído a la puerta para averiguar si el otro está allí, y le desafía a través de la pared.

Cuando, rendido por la fatiga, se duerme, la voz le despierta y le obliga a ponerse en pie.

Al fin, una noche, como hacen los cobardes cuando se ven reducidos al último extremo, se precipita a la puerta y la abre de par en par para ver al que le llama y obligarle a que calle.

El aire frío que le azota el rostro helándole los huesos le hace cerrar y atrancar la puerta sin notar que Sam se queda fuera. Luego, temblando, echa leña al fuego y se sienta para calentarse; pero de pronto se estremece: alguien gime y araña la pared.

Desesperado grita: «Vete» y una queja, prolongada y dolorida, le responde. Entonces el terror le hace perder la poca razón que le queda, y repite «Vete, vete…» dando vueltas y buscando un rincón donde esconderse.

El otro, gimiendo siempre, da vueltas en torno de la casa y se frota contra las paredes. Ulrico se abalanza al aparador lleno de vajilla y provisiones, y levantándolo con fuerza sobrehumana lo arrastra hasta la puerta para formar una barricada. Allí amontona cuanto le queda: muebles, colchones, esteras, sillas, y tapa la ventana como se hace cuando se está sitiado por el enemigo.

Pero el de fuera exhala lúgubres gemidos, a los que el joven responde con gemidos idénticos.

Y pasan días y noches sin que ni uno ni otro dejen de quejarse. Uno dando vueltas alrededor de la casa, arañando los muros como si quisiese derribarlos, y el otro dentro, siguiendo sus movimientos, encorvado, con el oído pegado a la pared y respondiendo a sus llamadas con gritos espantosos.

Una noche Ulrico no oye nada y se sienta tan rendido por la fatiga, que no tarda en dormirse como un tronco.

Despierta sin acordarse de nada, sin pensamiento alguno, como si durante el sueño le hubiesen vaciado la cabeza… Tiene hambre y se pone a comer.

El invierno ha terminado. El paso de Jemmi vuelve a ser practicable, y la familia Hauser se pone en marcha para dirigirse al refugio.

En cuanto llegan arriba de la cuesta las mujeres montan en su mula y hablan de los dos hombres que pronto han de ver.

Y les extraña que ninguno de ellos haya bajado unos días antes, tan pronto como los caminos dejaron de ser peligrosos, para darles noticias de su larga invernada.

Al fin, distinguen el refugio todavía cubierto de nieve. La puerta y la ventana están cerradas, pero por la chimenea sale humo, cosa que tranquiliza al viejo Hauser. Mas, al acercarse, distinguen un esqueleto de animal despedazado por las águilas, un gran esqueleto tendido frente la puerta.

Todos lo examinan: «Debe ser Sam» dicen, y llaman. «Eh, Gaspar». Desde el interior responde un grito, un grito agudo que parece exhalado por una bestia. Y el viejo Hauser repite: «Eh, Gaspar» y otro grito semejante al primero, se hace oír.

Entonces los tres primeros hombres, el padre y los dos hijos, procuran abrir la puerta. Esta resiste; cogen en el establo una viga larga, y como ariete la lanzan con toda su fuerza. La madera cruje, cede, las planchas vuelan en mil pedazos, y un espantoso ruido sacude la casa. Detrás del aparador hecho añicos distinguen a un hombre de pie, a un hombre con cabellos que le caen por encima de los hombros y una barba que le llega al pecho, que los mira con ojos muy brillantes, y que cubre su cuerpo con jirones…

No lo reconocen, pero Luis Hauser exclama: «Es Ulrico, mamá». Y la madre, aunque la sorprenden los blancos cabellos, se convence de que es Ulrico.

Este deja que se acerquen, que le toquen, pero no contesta a ninguna de las preguntas que le hacen. Y le llevan a Loëche donde los médicos declaran que ha perdido la razón.

Nadie ha sabido nunca lo que fue de su compañero.

Y la pobre Luisa Hauser, este verano ha estado a punto de morir de una enfermedad de tristeza y languidez que se atribuye al frío y a las nieves de la montaña.