El primer contacto, de Vladimir Mijanovski

I

Víctor Riábov, comandante de la nave “Valentina”, sintió que volvía en sí y casi simultáneamente un dolor conocido por sus despertares anteriores. Pese a que esto le pasaba ya por enésima vez, no podía acostumbrarse a aguantarlo con serenidad. Se le antojaba que unas agujas heladas se le clavaban en cada célula del cuerpo. Tenía ganas de desentumecerse de inmediato o al menos moverse un poquito. Pero sabía que después de la anabiosis se requería permanecer varios minutos en inmovilidad absoluta. Como gustaba repetir el médico de a bordo, “el organismo debe volver a habituarse a la vida”.

Pronto percibió punzadas en las puntas de los dedos, ligeras primero y agudas luego, pero que a unos diez segundos empezaron a aplacarse para desaparecer con la rapidez con que un trozo de hielo se derrite en agua tibia.

Mientras permanecía aún inmóvil, acostado en su sillón amortiguador de sobrecargas, escudriñaba con la vista el tablero de mando que tenía enfrente.

Qué bien, ninguna lucecita roja, todas eran verdes: cosa poco frecuente. Y lo fundamental era que el avisador automático de averías permanecía mudo, lo cual significaba que la “Valentina” había emergido indemne de su nueva y esta vez última pulsación. Por ende, el comandante de la nave echó un vistazo a la pantalla panorámica del extravisor. En lontananza, o sea, a una distancia inofensiva, divisó unos cuerpos celestes no muy grandes. Pensó que podrían ser asteroides.

Así pues, se dio otro paso camino de regreso a la Tierra. La nave cubriría la distancia que quedaba a fuerza de la mera tracción fotónica.

Advirtió que se disipaba la oscuridad, que se le antojaba agazaparse en los rincones del compartimiento. Comprendió que recobraba ya del todo la visión y echó una impaciente mirada al timer de a bordo; acto seguido el aparato resonó melodiosamente como si obedeciera a la orden mental de Víctor.

¡Ya! Podía levantarse.

Conforme al reglamento, era hora de recorrer los compartimientos principales. Mientras la corriente de aire le llevaba mucha velocidad al de los propulsores fotónicos, corazón nuclear de la nave, se acordó de algo movedizo que había enturbiado en cierto momento la pantalla panorámica. Había experimentado entonces un sentimiento desagradable. ¿Sería temor? En absoluto. Los pequeños asteroides no representaban peligro alguno para la “Valentina”: aun cuando emergiera de entre un montón de ellos, los aparatos desintegradores de a bordo les harían polvo en fracciones de segundo.

Pensó que se debía más bien al factor sorpresa. Así sucede cuando un zambullidor, tras saltar de un trampolín, de repente choca debajo del agua con una lámina de algas que le cosquillean el rostro.

Todos los tripulantes estaban despiertos. Los libres de montar guardia se reunieron en la sala mayor que se veía casi repleta. Irradiaban alegría y entusiasmo por saber que la Tierra estaba ya cercana. Se oían exclamaciones alegres.

—Por fin nos hallamos en el añorado espacio tridimensional!

—¡Navegando a toda vela fotónica!

—¡Derecho a nuestra soleada Tierra!

—¡Por fin! —suspiró aliviado el navegante Iván Grozá, esbozando una sonrisa feliz—. Como se dice, vamos viento en popa. —Sus ojos brillaban sospechosamente humedecidos.

—Ahora todo depende de ti, Iván —le guiñó León Legrand, el nuclearista—. Llévenos a la Tierra.

Los tripulantes de “Valentina” habían escrutado ya las afueras y estudiado los datos que proporcionaban los aparatos.

—No hemos descubierto nada interesante —constató con melancolía el bigotudo jefe de la sección de motores e hizo otro sorbo de té—. Por eso no tiene sentido de que permanezcamos aquí mucho tiempo.

—Hay que explorar aquellos cuerpos celestes —objetó Anga, bióloga de la nave. Los compañeros sentados a ambos lados de la muchacha alborotaron emitiendo aprobación.

—¡Vaya cuerpos celestes! —apostrofó el bigotudo indicando el escarceo apenas visible en la pantalla panorámica—. Son demasiado pequeños como para poder hallar algo en ellos. Además, antes de nosotros ya habían estado aquí varias expediciones.

Anga objetó:

—De hechos correctos, tú haces conclusiones erróneas.

—Pero mira, tesoro, todos los aparatos han comprobado que no hay vestigio alguno de vida —terció el comandante, a quien le gustaba el ímpetu de la joven, pero quien siempre y sobre todo quería ser objetivo en su proceder.

—Víctor, usted sabe mejor que nadie —le replicó Anga— que el sistema de exploración que tenemos está programado con arreglo a cómo el hombre comprende la noosfera. ¿Y si aquí existe una vida completamente diferente?

—No exagere, joven… —rezongó el comandante de la nave—. Durante centenares de años los hombres llevan surcando el Cosmos, y sin embargo…

—Pues yo opto por la exploración de los asteroides —se solidarizó con Anga el navegante.

El comandante masculló:

—Haremos esto: explora cualquiera de ellos a tu elección, Anga.

La joven, aplaudió.

—¿Con quién me desembarco? —preguntó.

—Forma el equipo tú misma.

—Me parece —empezó a discurrir la bióloga— que el más pequeño de los asteroides ofrece mayor interés. Su forma es demasiado correcta. Decidido, pues, volamos allá.

Incluyó en el grupo de desembarco a Iván, por ser su correligionario, o sea, fanático de la idea de que el Cosmos estaba poblado. Nadie dudaba de quién sería otro integrante: León Legrand habría ido en pos de Anga no sólo a un asteroide, sino al fin del mundo. De modo que al captar la mirada suplicante del nuclearista, Anga le dio su parabién.

—Los tres bastamos —sentenció.

El módulo partió de la proa de la “Valentina” y se suspendió sobre el asteroide escogido. Iván meneó la cabeza, dubitativo, e indicó a sus compañeros la curva danzante que se trazó en la pantalla del aparato.

—¿Qué pasa? —le preguntó con impaciencia Anga, quien imaginariamente se encontraba en la superficie por explorar.

—Radioseñales.

—Pero si son débiles —observó desabrida.

—Sí, su intensidad es ínfima —asintió el navegante—. ¿Qué opinas tú, León?

El nuclearista examinó la curva durante varios minutos.

—Un singular estado de la materia —manifestó por fin—. En algún lugar bulle el plasma y se produce la liberación de los electrones.

—¿No será el astro local el que emite esas señales? —supuso Iván.

—No, está descartado.

—Y el solecito de aquí es hermoso, muchachos —pronunció Anga en tono soñador.

Tras elegir un sitio adecuado, Iván posó con destreza su módulo sobre los cuatro estabilizadores a la vez.

—Pero, ¿y si es un cuerpo artificial? Su forma tira demasiado a redonda —dijo de pronto Anga en voz baja.

—No inventes —la tranquilizó León y abrió la escotilla del túnel de acceso.

—Digan lo que digan, no es un cuerpo del todo común —observó el navegante—. Parece haber sido labrado al torno. Y fíjense en aquellos picos de piedra.

—Producto de la erosión eólica —soltó León mientras comprobaba la hermeticidad de su escafandra.

—La erosión eólica es posible sólo cuando hay atmósfera —atajó Anga.

—Dejen de discutir. Ahora lo aclararemos todo en el lugar —medió el navegante.

En el asteroide León tuvo una sensación rara. Como si lo atravesaran unas corrientes heteróclitas excitándole cada nervio, cada célula. Un ritmo incógnito latía imperioso en su cerebro, haciéndolo componer frases extrañas: “Hemos salido. Las cansadas toberas se han amortiguado. Polvo ajeno se arremolina, abrasador. Ebrios de la dicha de conocer, brotan lágrimas de nuestros ojos…”

Además de nuclearista, León Legrand era poeta, pero sólo Anga lo sabía.

Las tres figuras embutidas en escafandras color naranja emprendieron con cautela el camino. A cierta distancia de ellas se desplazaba una carretilla cibernética cargada de aparatos para realizar los análisis inmediatos.

El asteroide giraba a bastante velocidad. Mientras el grupo iba descendiendo del módulo, el astro estaba en su cenit, pero ahora se veía más bien próximo al horizonte.

—Figúrense que antaño los hombres pensaban que era fácil caminar en estado de ingravidez —suspiró el navegante dando saltos torpes.

—A propósito, hablando de la ingravidez. Con las dimensiones de este asteroide yo hubiese debido pesar aquí no menos de un kilogramo, mientras que en realidad… —dijo León y, sin concluir la frase, se despegó del suelo elevándose a unos diez metros, después de lo cual descendió planeando lentamente como una hoja de árbol en otoño.

Anga observó:

—Tú no tienes en cuenta la velocidad de rotación…

—Eso es —replicó Iván con el ceño fruncido, lo cual podía verse a través de la transparente careta de su escafandra—. Es lo que contrarresta nuestro peso en esta superficie.

—Pura coincidencia —repuso León.

—Desconfío de tales coincidencias —espetó el navegante tratando de ver algo que tenía bajo sus pies.

El astro se puso y en seguida sobrevino la noche. Arriba titilaban dibujos desconocidos de constelaciones, y entre ellas se destacaba, luminiscente, la majestuosa silueta de la “Valentina”.

Los expedicionarios conectaron la iluminación, y toda la superficie del asteroide se cubrió de franjas blanquinegras.

—¡Maldita ingravidez! —se enfadó el navegante cuando, hecho un movimiento brusco, se separó del terreno y, describiendo una fatigosa parábola, descendió a bastante distancia de sus compañeros.

—Da las gracias de que el asteroide no gira más rápido aún —bromeó Anga—. De lo contrario nos habríamos esfumado de su superficie como granitos de arena.

—¿A quién dar las gracias? —preguntó Iván.

—Claro está que a la naturaleza —dijo León.

—El Cosmos es un gran mago —añadió Anga.

Los tres iban tomando muestras del suelo, colocándolas en la carretilla automotriz que les seguía. Los análisis rápidos no aportaban ningún dato que fuese curioso, pero las muestras —ellos lo sabían— serían investigadas a fondo más tarde, a bordo de la “Valentina”.

De pronto a León se le antojó sumirse en algo así como una modorra, acusándosele cada vez más en el cerebro enigmáticas señales rítmicas. Durante cierto instante creyó que todo aquello no le pasaba a él, sino a otra persona.

Sumido en imágenes vagas y difusas que emergían de su subconsciente, trastabilló y le faltó poco para caer.

—Anda con cuidado —le dijo Anga tomándole del brazo para impedir que cayese.

Enderezado, el nuclearista miró a sus compañeros. Iván iba caminando ágil y serio, habiéndose ya adaptado a la ingravidez casi total.

Anga se detuvo al divisar bajo el haz de luz un objeto extraño. Se inclinó y lo recogió. El objeto era puntiagudo y semitransparente.

—Semeja esquirla de coraza de un ente —dijo meditabunda, examinando su hallazgo.

—Es un pedacito de roca calcárea —replicó León al acercarse a la joven—. No es nada interesante, déjalo.

Anga titubeó, pero luego guardó el objeto en un contenedor vacío que quedaba en la carretilla-robot.

A León se le hacía cada vez más difícil desplazarse. Se diría que una masa viscosa contenía sus movimientos. De repente las enigmáticas pero persistentes señales rítmicas que latían intensamente en su cerebro llegaron a conformarse en esta frase: “Los faros veloces del Universo expandiéndose a la lejanía”. El nuclearista podía jurar que el autor de la frase era él mismo, aunque el ritmo de esta le fuese impuesto por un extraño. Dando traspiés, caminó un poco más y en su mente nació otra frase: “Quizá, atravesando los espacios, vuelva a emerger en una vuelta de la espiral infinita”.

Tenía la sensación de que alguien extraño le dictaba los ritmos que luego se formaban en palabras. Pero, ¿cómo podía ser eso? León sacudió la cabeza como para ahuyentar visiones. Desconfiaba de cuanto parecía místico. No obstante, nuevas señales rítmicas continuaban resonando en su mente.

La noche, corta en los asteroides, estaba terminando. La luz de los proyectores se hizo innecesaria: el astro iluminaba ya la cercana curva del horizonte.

Los expedicionarios avanzaban siguiendo la ruta que habían trazado cuando la “Valentina” sobrevolaba el asteroide. Acaparaba su atención el objetivo que ellos mismos llamaron Boscaje de Piedra. A juzgar por la distancia recorrida, estaba en las inmediaciones.

De súbito un pequeño objeto que yacía delante despegó de su sitio, así por así, y, trazando un arco, desapareció tras el horizonte.

—Como un ave —se asombró Anga.

—Creo que son jugadas de los campos de fuerzas —opinó León.

—Tal vez —asintió el navegante—. Son extraordinariamente intensos aquí. ¡Jamás he encontrado otros iguales!

—Además cambian según la hora —continuó León desarrollando su idea.

Anga arrugó el entrecejo:

—Oigan, muchachos, ¿no me estarán tomando el pelo? ¿Acaso un campo de fuerza puede arrancar un pedazo de roca y tirarlo más allá del horizonte?

—¡Los campos de fuerza lo pueden todo! —exclamó León.

—Además, el objeto no pesaba casi nada —agregó Iván.

—¡Qué raro! —suspiró Anga y reanudó su camino—. En derredor se desencadenan tormentas de los campos de fuerza y se forman remolinos electromagnéticos, pero nosotros no lo notamos. Para nosotros reinan aquí el silencio y el sosiego eternos.

—¡Qué le vamos a hacer! La evolución no nos dio la aptitud de reaccionar a los campos electromagnéticos —dijo el navegante.

—¿Crees posible que exista un ente vivo que perciba esos campos igual que nosotros, los hombres, percibimos la luz o el calor? —preguntó León a la bióloga.

—En general, nada es imposible —contestó la joven.

—A este propósito se me viene a la memoria Voltaire, quien reveló una asombrosa perspicacia —terció Iván—. ¿Recuerdan que en una de sus novelas filosóficas describió a unos seres gigantescos oriundos de Sirio que tenían centenas de órganos de los sentidos?

—Sería curioso topar con seres semejantes.

En el asteroide reinaba el día. Al poco andar los expedicionarios vieron elevarse por encima de una planicie de aspecto deprimente un sinnúmero de rocas parecidas a estelas.

León sintió que se le oprimía el corazón. Y no era de dicha, sino más bien de dolor. Le flaqueaban las piernas. Más que nada temía que los compañeros notasen su flojera. Pero Anga e Iván observaban absortos el panorama que se les ofrecía. Se acercaron más.

—Es una maravilla de la Naturaleza —opinó el navegante.

Admirada, Anga no pudo contenerse de lanzar un “¡ah!”. Delante de ellos se levantaban rocas de forma geométrica perfecta, coronadas cada una de algo así como un sombrero. Estaban dispuestas en orden escaqueado, a igual distancia la una de la otra. Todas eran más o menos de una misma altura. Sólo un peñasco —el que estaba en el centro— se erguía sobre los demás como Gulliver sobre los liliputienses.

—Medirá no menos de cinco metros —pronunció con su voz de bajo el navegante maravillado, alzando la cabeza.

—Excelente argumento para un poema fantacientífico —farfulló León, en cuyo magín redoblaban sin cesar unos martillitos: “Rocas negras, cubiertas de sombreros calcáreos; vestidos de escafandras, avanzan, sobrecogidos, los expedicionarios, y todo ello está sumido en un mar de fuego esmeraldino”.

Iván cogió el tubito desintegrador que llevaba a la cintura, pero Anga le impidió apretar el botón.

—¿Estás loco? —le gritó airada.

—Pero si iba a cortar un solo cubito de esta sustancia —Iván esbozó una sonrisa contrita—. En la nave podríamos investigarlo mejor.

—¡No lo haremos peor aquí! —replicó la bióloga. Luego hizo un ademán, ordenando a la carretilla-robot acercarse y le formuló la tarea.

Iván guardó de mala gana el desintegrador.

—¿Y tú qué opinas? —preguntó la joven a León.

El nuclearista permanecía callado y sólo miraba estupefacto los ojos fijos en lo que tenía enfrente. En su cerebro seguían vibrando extrañas señales rítmicas, y una fuerza irresistible lo empujaba al peñasco mayor. Se acercó y lo ciñó con sus brazos, bien por la emoción que le embargaba o bien para no caer.

—No me abandona la idea… —dijo con un hilo de voz, moviendo con dificultad los labios—. Me parece que lo que tenemos delante son edificaciones artificiales…

—¿Te sientes mal? —preguntó Iván colocando su mano en el hombro del compañero.

—Yo también me inclino a pensar que estos peñascos son de origen artificial —apoyó de improviso a León la bióloga—. Su forma es demasiado perfecta.

—Los cristales naturales también la tienen —arguyó Iván—. Pero tú no dirás que son artificiales…

El robot informó haber terminado el análisis inmediato de las estructuras de las rocas circundantes, comprendidas las de los peñascos de líneas perfectas.

—Pues, podemos volver —dijo Anga.

El primero en emprender el camino de regreso fue el robot. Le siguieron Anga e Iván.

León no se movió del lugar. Permanecía ciñendo con los brazos, al punto que le alcanzaban, el peñasco más alto y miraba hacia arriba, al sombrero calcáreo; podía pensarse que aguzaba los oídos para escuchar algo. A través de la careta plástica se veía cuán pálido estaba.

Al notarlo, Anga e Iván regresaron a su lado.

—¿No quieres sentarte en la carretilla? —propuso Anga.

León lo rehusó.

Iván lo tomó, solícito, del brazo:

—Vamos, te ayudaré.

Riábov aprobó el proceder de Anga:

—En los cuerpos celestes nada hay que destruir ni desintegrar sin necesidad extrema. Antaño, en los albores de la era cósmica, se cometieron bastantes errores de esta clase. En cuanto a los peñascos que parecen artificiales… Claro que es algo curioso. Los análisis están hechos y nosotros disponemos de las muestras. Tendremos bastante tiempo, tanto durante el vuelo, como después de regresar a la Tierra, para estudiar el material que trajeron para analizar.

De la carretilla-robot, que junto con los tres expedicionarios había pasado por la cámara de desinfección, Anga sacó un contenedor y, de este, la esquirla calcárea.

—¿Qué es esto? —le preguntó Víctor.

—Creo que un trozo de coraza de algún animal o insecto.

—Yo no lo afirmaría tan categóricamente —sonrió el comandante examinando el hallazgo.

Anga se precipitó a la sección de biología para investigar las muestras recogidas.

“Tendría que pasar primero por el compartimiento de León para ver cómo está”, pensó, pero acabó por decidir hacerlo un poco más tarde.

A la joven la encantaba su laboratorio que semejaba un bosque tropical. Las tuberías y las flexibles guías de ondas envolvían como lianas los potentes generadores. Junto a las paredes del local se amontonaban aparatos que en su complejidad no desmerecían de los organismos vivos. Todos eran diferentes, pero la misión de cada uno era detectar las partículas de vida, por muy ínfimas que fuesen, descubiertas en las vorágines del Cosmos y avivar la chispa de esta, por muy débil que fuese.

La joven se deslizó por la escotilla ovalada que se cerró tras ella con un sonido apenas audible. La hermeticidad de cada sección de la “Valentina” era uno de los criterios fundamentales a que se habían atenido los ingenieros al ensamblar esta nave en la Luna.

Los asistentes de Anga se pusieron a trabajar. Iban a estudiar escrupulosamente cuanto habían traído del asteroide, pues comprendían que los análisis rápidos no bastaban.

Anga se acercó a una computadora con la esquirla calcárea. Abstraída, se paró frente al panel alveolar que subía hasta el techo dando vueltas en la mano su hallazgo.

No podía deshacerse de la idea de que ya había visto algo parecido alguna vez…

En su casa vivió durante muchos años una tortuga. Toda la familia le tenía mucho afecto. Anga era a la sazón una mocosa, pero la recordaba muy bien, como siempre le sucedía con los animales.

¿Acaso este objeto que iba a investigar no semejaba un tanto la coraza de aquella tortuga, pese a que carecía de indicio alguno de materia orgánica…?

De regreso en la nave, León estaba como alma en pena: andaba distraído y no podía contestar a las preguntas más sencillas que le hacían.

La sala mayor estaba vacía. León entró y quedó inmóvil, atento a lo que le pasaba. El ritmo de marras no se aplacaba y su constante martilleo le daba un insoportable dolor de cabeza.

León se sentó en un sillón amortiguador de sobrecargas y se puso a contemplar la pintura que colgaba por encima de la pantalla de extravisión y se llamaba Profeta. Antes no se le ocurría reparar en ella, pero hoy no podía quitar del lienzo la vista. De pronto se le antojó que lo estaba mirando con ojos ajenos. ¿Ajenos…? En su mente pululaban imágenes confusas. Se diría que un intelecto extraño le imponía ritmo a sus propias ideas. De súbito estas se compusieron en el siguiente opúsculo: “¡Profeta miserable, cargado de espaldas, canoso y de barba rizada! ¡Demasiado presumes barajando a tu antojo las mentiras y las verdades! Te obedece el vulgo que, ay de él, es ciego. Pero, ¡también lo eres tú! Entre ingerir vino y pan, ostentas tu inteligencia. Hace tiempo que te hubiera gustado abandonar al vulgo, pero a un profeta no le es dado hacerlo. El vulgo te atrae y te arrastra como arrastran una astilla las violentas aguas primaverales”.

Tras murmurar esa última frase, León, extenuado, echó la cabeza al respaldo del sillón. Pero al instante se volvió como si quisiera ver detrás a alguien que le había soplado a los oídos aquella composición. La extensa sala seguía vacía. Los paneles de las paredes irradiaban calor y sosiego vespertinos.

El nuclearista se acordó de haber pasado, camino de la sala mayor, por el compartimiento del navegante. Iván y sus asistentes estaban punteando una carta tridimensional. A ojos vistas una línea venía uniendo el Astro Esmeralda con el lejano y cariñoso Sol, que había calentado la nave de los terrícolas. Los puntos luminiscentes encendiéndose en las entrañas de un cristal formaban algo así como una frágil escalerita conducente a la Tierra. León se había acercado al globo terráqueo en miniatura que Iván tenía en el tablero de mando y le dio maquinalmente un empujoncito. El globo comenzó a girar. “Ahora tú mismo te has percatado de que la Tierra gira”, había bromeado el navegante sin apartarse de su trabajo…

León gimió y, agotado, cerró los ojos.

El vuelo era normal. La aceleración equivalía a menos de un tercio de la máxima, lo cual significaba que, una vez puestos en acción los propulsores fotónicos, la ingravidez en la “Valentina” desaparecería, estableciéndose una ponderabilidad equivalente a la terrestre.

—Es hora de que empecemos a habituarnos a las condiciones de la Tierra —dijo el comandante de la nave en un té tradicional.

La vida en la nave se parecía ahora al máximo a lo que aguardaba a los tripulantes en el planeta del que eran oriundos.

Casi todo el tiempo se ocupaban de analizar y sistematizar los datos y materiales que se habían acumulado. Pero una considerable parte de las muestras recogidas en diferentes puntos de los espacios interplanetarios sería investigada en la Tierra.

Anga y sus asistentes centraron su atención en las muestras que habían sido traídas del asteroide carente de vida.

—En vano sigues en tus trece —comentó cierta vez León y tomó a la joven de la mano, pero ella la retiró en seguida.

—Tu corazón es frío como un trozo de hielo —dijo el nuclearista.

Anga se encogió de hombros:

—¡Que le vamos a hacer!

—Haz que el hielo se derrita.

—No puedo. Hazlo tú, si lo logras.

—Soy incapaz de hacer nada sin que me ayudes…

—Estudia mejor los roentgenogramas de las rocas del pequeño asteroide —Anga cambió bruscamente de tema, pesado para los dos.

León empezó a estudiarlos primero sin ganas, pero luego fue entusiasmándose.

—¡Es lo que hacía falta demostrar! —exclamó por fin—. ¡Puras sustancias inorgánicas!

—Pero antes opinabas que posiblemente eran obra de una civilización extraña.

—Pero ahora he cambiado de idea.

Otra vez Anga dio vueltas al semitransparente pedacito de roca calcárea que siempre llevaba consigo.

León se paseó por el local:

—Mira, en vano porfías. Hemos estudiado tu hallazgo en todos los aspectos. Es una roca calcárea común y corriente, roca muerta con incrustaciones de varios elementos que suelen encontrarse en los meteoritos y en los cuerpos celestes de pequeñas dimensiones.

Silente, Anga metió la esquirla en el bolso, en el que guardaba sus prendas más preciadas.

—¿Cómo te sientes? —preguntó a León a guisa de respuesta.

—No tan mal —le contestó lacónico su amigo.

De día en día León se sentía mejor. El dolor de cabeza era menos frecuente y le dejaron de asediar las extrañas visiones de que venía aparejado.

El hombre hasta lo lamentaba de cuando en cuando, porque no volvió a repetirse la inspiración que sintió en aquella hora memorable cuando se hallaba en la sala mayor vacía, contemplando la pintura. Todo cuanto escribía ahora en secreto le parecía mediocre, amanerado, y quemaba sin compasión sus ensayos poéticos.

Por lo que hacía al opúsculo Profeta, lo había recitado a Anga la misma noche en que en su magín vibraron aquellas frases fogosas, y la joven quedó sobrecogida por su vigor.

—¿No es posible acaso amar por el talento? —le preguntó León, medio en broma medio en serio.

—¿Es que se ama por algo?

—Naturalmente.

—No —denegó Anga—. Se ama porque sí.

—Por lo visto, a bordo de la “Valentina” nadie merece tu amor —dijo León—. Quizá sólo en la Tierra encuentres tu felicidad.

Anga se mostró impasible. Estaba pensando en otra cosa.

Un día León entró alterado en la sección de biología. Tras saludar a secas a los biólogos y biofísicos, preguntó por Anga.

—Está en el invernáculo —le respondieron. Se dirigió allá.

Encontró a Anga bombardeando una orquídea rara con rayos ultravioletas.

León se arrodilló al lado.

—¿Qué ha ocurrido? —le inquirió la joven.

—¡Otra vez!

—¿Has enfermado otra vez?

—Es difícil explicarlo. Recordarás que te conté que de regreso del asteroide estaba solo contemplando en la sala mayor el lienzo…

—Tu Profeta, lo recuerdo incluso de memoria —le interrumpió Anga.

—¡Pues te vengo a decir que no es mío!

—¿Cómo?

—Comprendes que durante todos aquellos instantes se me antojaba que alguien extraño me estaba dictando palabras y frases.

—Claro. Era la Musa.

—No te rías. Te repito que durante todos aquellos instantes se me antojaba que alguien extraño estaba a mis espaldas operando con mis ideas, barajándolas.

Anga le tomó de la mano:

—Vamos a la enfermería.

—¡Allá tus médicos! —exclamó León—. Hace cinco minutos me pasó algo más extraordinario aún. Estaba en mi compartimiento controlando los aparatos nucleares. Cumplida mi tarea, me senté en el sillón para echar un sueñecito.

—¿Estaba alguien más contigo?

—Nadie. Fue igual que la primera vez. Estaba dormitando y de repente me pareció que alguien me preguntaba algo, pero yo no sabía qué contestarle. Luego creí ser capaz de percibir los campos electromagnéticos.

—Fue un sueño —dijo Anga—. Resultado de nuestra conversación en el asteroide.

—No, te equivocas. Yo vi, yo percibí esos campos. Todos esos planos curvos, todas esas espirales entrecruzadas de las líneas de fuerzas, todos esos vectores de tensiones bailando ante mis ojos…

—Alucinaciones.

—¡No! —gritó León—. Más tarde, cuando esa sensación se me pasó, medí escrupulosamente los campos de fuerza en muchos puntos de mi compartimiento y, tras unir con líneas y planos los resultados de mis mediciones, obtuve un cuadro igualito al recién visto.

—Vaya, vaya…

—Pero no es todo. Tras captar el relieve de los campos de fuerza, noté de súbito ir menguando de tamaño y… empecé a volar. Sí, estaba volando por mi compartimiento, te lo juro. ¿Me crees?

—Sigue.

—Volaba como una plumilla. Pero no era a fuerza de las corrientes de aire, pues lograba manejar mis movimientos aprovechando los saltos del campo de fuerza. Luego caí en la cuenta de que yo no era el único, que tenía miles o millones de congéneres. Me sentía ágil y extraordinariamente fuerte, aunque me deprimía la gravedad y ansiaba que desapareciera y sobreviniera la ingravidez. Miraba como con ojos ajenos cuanto me es tan habitual. Cuando vi en la pantalla del extravisor nuestra “Valentina”, me pareció tremendamente grande y fea.

—¿Es todo?

—¡Qué va! Se diría que un ente desconocido me estaba preguntando acerca de la Tierra… Después se me antojó que en mi compartimiento entró el Profeta, el del lienzo, y yo lo tomé por representante de una civilización extraña. Sabes, me sorprendía todo en él, desde su ropa hasta su barba que se me antojó de musgo, del que crece en las rocas del planeta ignoto…. ¡No, tú no comprenderás, tu no me creerás! —Desesperado, León se cubrió el rostro con las manos.

—Procuraré hacerlo —replicó Anga—. Sólo que cuéntame todo, sin omitir detalle alguno, por insustancial que sea.

—Pues, pregúntame.

—Mira, tú dices que te habías sentido un ser distinto del que eres. Ahora bien, ¿cómo eras, o sea, cómo era… ese ser?

León se frotó la frente.

—Es lo que me interesaba a mí mismo, pero yo no podía verme. En general no comprendo qué me sirvió de órgano de la visión, pero no veía mal, aunque de modo completamente insólito.

—Ya que no puedes describirte a ti mismo, descríbeme a otros de tus “congéneres”.

—Pasaban delante de mi rápido, cada cual en sendos coágulos del campo de fuerza, en la maraña de las líneas policromas indicadoras de la tensión. Además, yo estaba demasiado alterado como para captar los detalles. Lo único que recuerdo es que tenían tentáculos velludos que ora se extendían ora se comprimían… Y también… una reverberante mancha de luz en la superficie de… de sus corazas.

—¿Corazas? —exclamó Anga y abrió el bolso del que no se separaba.

—No te preocupes en sacarlo —dijo León con una sonrisa rara—, yo recuerdo perfectamente cómo es tu hallazgo. Pero la coraza de aquellos entes no era semitransparente, sino compacta, sólida.

—Compacta… —repitió desilusionada Anga—. Bueno, ¿y qué hacías tú con aquellos entes?

—Me hallé entre ellos nada más que breves instantes. Luego todo desapareció. Yo me quedé solo empeñado en recordar algo… recordar todo cuanto sabía sobre la Tierra. Y me acordé, figúrate, de los geólogos…

De súbito, León palideció, dejando inconclusa la frase, y perdió el conocimiento.

Anga, desconcertada, pulsó el botón del canal de biocomunicaciones de emergencia y ordenó que acudiese un robot para llevar a León a la enfermería.

Una vez allí, León volvió en sí. Sin abrir los ojos, murmuró algo, transido de dolor. Le parecía que dos barrenas en vertiginosa rotación le taladraban las sienes.

En torno suyo trajinaban los médicos muy preocupados.

—¿Qué tiene? —preguntó alarmada Anga a uno que pasaba al lado de ella.

—Temo que es una enfermedad desconocida —le espetó de paso.

—Ritmos… —pronunció León con un hilo de voz.

—¿Qué dices, querido? —Anga se inclinó ante él.

—Señales rítmicas… Me van a volver loco… —dijo León, agitándose en la cama.

—¿De qué habla? ¿Qué… señales? —preguntó perplejo uno de los médicos.

—Creo adivinar qué es lo que necesita —dijo Anga. Abrió su bolso y, tras rebuscar en él, sacó un tomito manoseado y forrado de plástico. Un día León le había regalado su más preciado libro que ambos gustaban leer juntos en la adolescencia.

Lo abrió al azar y comenzó a leer procurando que su voz sonase clara y pausadamente:

—Ralos bosques otoñales del Norte. Un camino se pierde a lo lejos. La víbora de la angustia me carcome. Aromas de tréboles mustios. Un tallo arranco y penetro en el blanco templo de la vera del camino. Oh, Señor, aparta de este sindiós la desgracia que se me está cerniendo.

Se le cortó la voz. Calló, cerró el tomo y volvió a guardarlo en el bolso.

—Es la primera vez que veo que con la poesía curen —dijo una enfermera jovencita rompiendo el silencio.

—Es una idea muy vieja. Creo que aún Velimir Jlébnikov habló del tratamiento con la armonía.

La respiración de León se hizo más rítmica. Pero al poco volvió a sentirse peor. Se diría que cierta voluntad despiadada escarbaba en su cerebro para extraer la información que le interesaba.

Entretanto, a su mente volvieron en sucesión vertiginosa —sobreponiéndose al poema que por un momento le había aplacado el dolor— las secuencias de un esferofilme sobre unos geólogos terrestres, jóvenes alegres y románticos.

El estado de salud del nuclearista se tornaba cada vez más grave. Si bien las visiones cesaron, no podía volver en sí.

La investigación de sus células cerebrales demostró que se hallaban en el ápice de la excitación nerviosa, cuyo origen era desconocido.

Los médicos de a bordo celebraron un consejo y resolvieron que era necesario someter al enfermo a un choque eléctrico. Era arriesgado, pero no había alternativa.

Los asistentes de León computaron especialmente para su jefe un campo de remolinos, dentro del cual los médicos le colocaron, boca arriba, por varios instantes.

El arriesgado tratamiento surtió su efecto.

Pasados algunos minutos León volvió en sí. Al cabo de un día pudo moverse. Había adelgazado mucho.

Pronto los médicos permitieron visitarlo, pero le recomendaron permanecer acostado, pues estaba aún débil.

La primera que vino a verlo fue Anga. Durante largo rato los dos guardaron silencio. No sabían de qué hablar.

—Te he traído manzanas —dijo por fin la joven.

—Gracias.

—Y estas uvas han madurado en nuestro invernáculo.

—Hace tiempo que no he estado ahí. Toda una eternidad —pronunció impasible León.

—Algo menos —sonrió la joven, pero inmediatamente cambió de tema. Creía inconveniente recordarle a León su última visita al invernáculo.

Hablaban de varias cosas insustanciales cuando Anga empezó a experimentar una vaga inquietud por la indiferencia que se notaba en cada frase de León.

Venían y se iban otros visitantes.

El comandante de la nave trajo a León un espléndido ramo de rosas.

—Gracias, Víctor —dijo con desazón. Y, sin mirarlo, lo dejó sobre la mesa de noche.

Pasados varios minutos en silencio, el comandante se marchó alegando tener ciertos quehaceres urgentes.

Apenas se fue, apareció Iván. Trajo un melón grande y aromático.

—¿Es estupendo, verdad? A propósito, lo escogí por la forma, es igual a la del asteroide por el que dimos un paseo tan formidable. ¿No te parece?

León meneó la cabeza.

—Bueno, hombre, reponte rápido —dijo Iván y se retiró con la misma rapidez que el comandante.

Por fin Anga y León volvieron a quedar solos. La joven preguntó en voz baja:

—¿Te aburres aquí?

—No, simplemente me estoy reponiendo.

—Te he traído un cuaderno.

—¿Para qué?

—¿Cómo para qué? Para que escribas versos. —Se volvió y añadió—: No te asustes, nadie nos oye.

—Jamás he escrito versos —dijo León con un amago de asombro—. Y no me propongo hacerlo.

Sombrío, se arregló la frazada. Anga se inclinó y le recitó las líneas sobre el inspirado profeta, barbiblanco y ciego, quien conducía al vulgo y a quien el vulgo atraía y arrastraba como las violentas aguas primaverales arrastran una astilla.

—Muy buenos los versos —murmuró León.

—Son tuyos.

—¿Míos? Los oigo por primera vez.

Anga ahogó un grito. Sobrecogida por una repentina conjetura inquirió:

—¿Recuerdas nuestro desembarco en el asteroide?

—¿En qué asteroide? —León arqueó las cejas—. No comprendo de qué hablas…

—Bueno, y tus visiones, tus alucinamientos, ¿también los has olvidado? —gritó Anga sin poder ya contenerse.

Se acercó un médico.

—Anga, querida, hable en voz más baja… Yo le he advertido que el paciente no debe alterarse.

—Pero, doctor —rompió en sollozos Anga—. ¡Si él lo ha olvidado todo!

—No exagere. El choque eléctrico provoca a veces sólo la pérdida temporal de la memoria.

León escuchaba con indiferencia, como si no se hablara de él.

Lamentablemente, los médicos se equivocaron.

Con el tiempo, León recuperó la memoria, pero no del todo. De su mente se evaporó por completo cuanto estaba relacionado de una u otra forma con las señales rítmicas de marras.

Anga andaba desesperada. Claro, compadecía a León, quien, a juzgar por todo, perdió para siempre su don de poeta. Y lo que de sus visiones enigmáticas le había contado él no estaba apuntado ni grabado en ningún sitio. Nadie, además de ella, podía confirmar aquellas revelaciones.

A toda vela fotónica la “Valentina” surcaba, airosa, los espacios siderales, dirigiéndose a casa, a la Tierra.

Cada uno de los tripulantes hacía sus propios planes para después del retorno. Comprendían que lo que había propuesto en una tertulia Víctor —ir a descansar todos juntos a alguna isla desértica del Océano Pacífico— reventaría como una pompa de jabón: eran muchos y, por consiguiente, distintos los deseos e ilusiones que tenían.

Pero así y todo, en la nave reinaba una alegre agitación.

El Sol, el añorado Sol no desaparecía ya de las pantallas panorámicas.

De todos, sólo León permanecía impasible.

Por fin, los radistas captaron las señales provenientes de una nave patrullera situada en una órbita circunterrestre. El comandante precisó el tiempo y el lugar de la cuarentena.

—Todo marcha como es debido. ¡Perfecto! —dijo satisfecho.

Por lo que hacía a Anga, la angustia le oprimía el corazón y la asediaban malos presentimientos. Pero no podía decírselo a nadie.

Pasado algún tiempo, la “Valentina” se internó en el Sistema Solar.

 

II

El joven elh —se llamaba Gangarón— iba rumbo al arroyo arrastrándose sobre los cortos tentáculos que se le doblaban bajo el peso de su coraza. El arroyo no se veía aún, pero por entre el matorral llegaba su murmullo, que atraía. Dudaba de que pudiera cumplir su empresa, pero, como era terco, decidió llevarla a cabo.

Por lo demás, no había descendido con la exactitud deseada: el error se debía al campo magnético del Planeta Opaco, de cuyas líneas de fuerzas se valía para desplazarse en el espacio. Así que el itinerario resultó ser más largo de lo que había calculado.

En el negrísimo cielo plagado de estrellas, el Astro Esmeralda hacía rato había pasado por su cenit e iba poniéndose lentamente. Entretanto, Gangarón continuaba andando.

Por cierto, en el clan de los elhes no había nadie más terco ni más curioso que él, salido del cascarón hacía relativamente poco tiempo. En todo caso, desde que los elhes habitaban los asteroides de la zona del Planeta Opaco, muy pocos lo conocieron de cerca. Y sólo Gangarón lo visitaba sistemáticamente.

Quedaron atrás los arbustos, húmedos del rocío, que le parecían ser entes con vida. Según Gangarón, cada uno de ellos tenía su propio mundo y vivía con arreglo a sus propias leyes desconocidas para el joven elh.

Era difícil descender hacia el arroyo por la pendiente escarpada; bajo los elásticos tentáculos del elh, los trocitos de la roca caían al agua con un gluglú y salpicaban.

Gangarón se deslizó con dificultad a la orilla y, tras descansar un ratito, miró arriba. El Astro Esmeralda pendía junto al horizonte.

Los tentáculos le dolían de las sobrecargas. Por cierto, en el agua se sintió un tanto aliviado. Pero en general, en el Planeta Opaco no se sentía seguro del todo, lo mismo que sus congéneres, que preferían vivir en la ingravidez total o casi total, porque no habían logrado connaturalizarse con la fuerza de gravedad, por mucho que se esforzaran.

“El astro quedó suspenso en el abismo. Sencillas, diáfanas, ligeras, las aguas piensan en su cauce y en las nubes cupuliformes”, improvisó de repente Gangarón.

No comprendía por qué nacían en su magín frases por el estilo ni cual era el origen de ese, su maldito don. Porque ni el Viejo Elh y ni siquiera Ku, la amiguita de Gangarón, encontraban sentido alguno en ellas. Algunos elhes creían incluso que se trataba de cierta enfermedad, aunque no lo decían en voz alta. Pero él mismo intuía que precisamente en esas señales rítmicas radicaba, quizá, la justificación y la razón de su propia existencia… ¿Es posible que su don desaparezca junto con él? ¿Es posible que no hubiera nadie a quien su rítmica le fuera consonante?

Entretanto, era la hora de abandonar el Planeta Opaco. El Astro Esmeralda se ocultó poco a poco tras los lejanos montes; sobrevino el crepúsculo. Esto no asustaba a Gangarón, pero siempre prefería estar en el Planeta Opaco bajo la alegre luz de su Astro. Tal vez, porque en su mente surgían entonces con más facilidad las frases rítmicas…

—Dime, ¿a santo de qué visitas aquel reino de la eterna gravedad? —le escrutó el Viejo Elh en tanto que vio a su joven amigo cansado a más no poder. Desde hacia tiempo venía observando a Gangarón y sabía adónde viajaba de vez en cuando, pero nunca se había animado a preguntárselo.

—Para ver el agua y la… vida —respondió Gangarón.

Le era difícil explicarse aun a si mismo qué le pasaba en el Planeta Opaco y por qué siempre tenía un deseo irresistible de volver allá.

Durante la mar de años viajaban los elhes por los campos de fuerza que atravesaban el Universo y se veían solitarios. Las generaciones de estos entes que vivían en la ingravidez se sucedían. En los infinitos espacios nunca les sucedió que se sintiesen, aunque sólo fuese por un instante, componentes innaturales del vacío abismal y de las temperaturas existentes en el Cosmos. Vivían en un mundo que sabían suyo. Un mundo que los había creado y cuyas partículas siempre se consideraban.

Por cierto, cavilaba Gangarón, las fuerzas de gravitación eran en el Planeta Opaco decenas de veces superiores a las que estaban habituados sus congéneres. Pero allí existía vida, la vida que ellos habían ido buscando tanto tiempo en los infinitos espacios interplanetarios. Claro que aquella vida era completamente diferente.

—No estaría mal instalarnos en el Planeta Opaco —dijo indeciso Gangarón—. Es muy extenso, mientras que en los asteroides nos falta superficie libre…

—Pero nos matará la fuerza de gravedad —repuso el Viejo Elh y paró su vista en el astro lejano que fulguraba en el abismo insondable.

El dibujo de las constelaciones cambiaba constantemente. Gangarón no lograba ahuyentar las ideas que le asediaban. Y eso que empleó cuantos métodos conocía: contaba las estrellas, componía frases rítmicas, restituía en la mente la demostración de varios teoremas espaciales. Así y todo, no lograba el reposo.

Miró en derredor. Los elhes, inmóviles, estaban descansando por doquier donde habían podido posarse.

Dentro de un rato saldría el Astro y tan pronto sus primeros rayos iluminarían el asteroide, los elhes se esparcirían volando para ocuparse de sus quehaceres de cada día.

De súbito…

Lo que pasaba parecía un milagro.

En todo caso, jamás los elhes habían visto algo semejante en toda su historia.

En la vacía negrura del Cosmos, atravesada por rayos del Astro Esmeralda, se encendió una nueva estrella deslumbrante. Sólo que no tornasolaba con matices del verde, sino con los del rojo escarlata. Llenándose de ardor interno, venía hinchándose con rapidez. Luego, detenida por un instante, empezó a disminuir en sus dimensiones, aminorándose al tiempo su fulgor.

Al poco se pudo mirar a la nueva formación celestial sin temor a enceguecer. Mirar y deleitarse. Las lenguas color violeta que despedía caían algo así como hojas marchitas de una flor de peregrina belleza, iguales a las que Gangarón había visto en abundancia en el Planeta Opaco.

Luego el joven elh y sus congéneres que se despertaron ya vieron, sobrecogidos, desprenderse del inmenso cuerpo recién aparecido un pequeño cono que se dirigió rumbo al Asteroide Principal.

Pero lo más inverosímil pasó después. Del raro aparato salieron tres figuras enormes de color naranja. Pese a la imponderabilidad, se desplazaban torpemente, moviendo una por una las extremidades inferiores. A la vera de las figuras se desplazaba con la misma torpeza un ente de origen obviamente distinto que las figuras.

Los seres extraños encendieron una fuente de luz y, mientras caminaban, se inclinaban con frecuencia para recoger algo del suelo. Con qué finalidad lo hacían, los elhes no podían comprenderlo.

Uno de los elhes —el del grupo que siempre montaba la guardia en el asteroide—, transido de miedo, remontó el vuelo, pese a la prohibición categórica de que nadie se moviese de su sitio, pasase lo que pasase. Por lo visto, no pudo contenerse…

Mas cuando los tres advenedizos se acercaron al sitio hierático, los elhes se alteraron por completo.

En el Asteroide Principal se había erigido un monte de rocas-estelas. No lo hicieron sólo para dejar su huella en las infinitas rutas del Universo, sino también por querer dar a conocer que allí habían estado seres dotados de razón.

Los elhes estimaban que esas estelas lisas y de forma perfecta deberían atraer la atención del intelecto ajeno hacia el fenómeno insólito. Más tarde resolvieron dejar junto a las mismas las corazas de sus congéneres fenecidos.

Estaban pendientes de cuanto hacían los alienígenas. Les inquietaba si eran seres inteligentes y les interesaba qué les podía aportar el contacto con ellos y si era posible en general.

Cuando uno de los advenedizos apuntó un dispositivo contra el peñasco mayor hecho en material traído del Planeta Opaco —lo cual simbolizaba que los elhes habían encontrado la vida— todos se pusieron en tensión. Pero acto seguido vieron que otro advenedizo, el más pequeño de los tres, impidió al grandote cumplir su propósito.

Gangarón observaba con singular curiosidad el comportamiento del alienígena de mediana estatura. Advirtió ya ciertas regularidades.

Presintiendo las grandes consecuencias que para los elhes podía tener este contacto, Gangarón empezó a pensar frases rítmicas que desde hacia algún tiempo le ayudaban a pensar y a resolver problemas muy difíciles.

Advirtió que sus señales rítmicas hacían impacto justamente en el alienígena de mediana estatura, cuyos movimientos y caminar cambiaron un tanto… Por fin, las tres figuras volvieron al aparato en que habían llegado. De nuevo surgió la llama, y el aparato volador se alejó.

Pero Gangarón continuó siguiendo en su mente al forastero que se había comportado distintamente que los otros dos. Vio en su magín detenerse a aquel junto a unas figuras estáticas en una pared. Se concentró e intentó descifrar lo que acababa de ver. Luego en su mente afloró un cuerpo celeste redondo y envuelto en un halo. Primero era pequeño como un garbanzo, luego fue aproximándose vertiginosamente y aumentando de tamaño. El halo ondulante era de color azul.

—El Planeta Azul… El Gran Planeta… —murmuró admirativo Gangarón. Ahora estaba ya presto a olvidar la alegría que le había causado estar en el Planeta Opaco. El nuevo era… incomprensible.

De repente el planeta desconocido desapareció, surgiendo en vez de él un globo común y corriente, de sustancia transparente, sustancia que los elhes habían visto tantas veces durante sus incesantes travesías por el Universo.

Después en el campo de visión del joven elh apareció otro alienígena, el más alto de los tres. El de mediana estatura se aproximó al globo y le dio un impulso para que girase.

Las ideas de Gangarón cambiaron de rumbo.

El grandote tenía delante de sí un cristal de facetas reverberantes y explicaba algo a su compañero. De súbito atrajo la atención de Gangarón una punteada curva luminiscente de dibujo complicado que atravesaba el cristal. Cada uno de los puntos de esa curva brillaba cual una estrellita, mientras que la propia línea partía del Astro Esmeralda.

Gangarón quedó inmóvil por la tensión al reconocer los dibujos de las constelaciones circundantes… Incrustadas en el cristal, brillaban luciendo su prístina belleza.

—¡Que se vayan ahora! —exclamó ufano Gangarón—. Ahora nosotros sabemos dónde encontrarlos.

—Hoy tuve yo la última sesión de comunicaciones con el alienígena que me interesó —informó más tarde al Viejo Elh—. Logré establecerla, pese a que ellos se habían alejado demasiado. Envié la señal más potente que pude.

—¿No habrá matado al forastero? —inquirió el Viejo Elh, más precavido que su joven congénere.

—Me es difícil responderte —dijo Gangarón en voz muy baja.

En su mente apareció el panorama del planeta nuevo visto a poca altura. El intenso verdor de los bosques sin límites ora se avecinaba mostrándose a primer plano ora volvía a alejarse al punto que desde arriba apenas podían divisarse las azules venas de los ríos.

—Es un planeta asombroso —comentó Gangarón— y más hermoso que el Opaco.

Un día vio las orillas de una corriente grande, parecida en algo al arroyo del Planeta Opaco. Sólo que era mucho más ancha y honda. Desde una orilla apenas se divisaba la otra.

Un declive escarpado conducía a las aguas. En las inmediaciones de la franja costera había varias edificaciones de contornos sencillos, con paredes que se agitaban a los embates del viento.

Amanecía. Faltaba poco para que los primeros rayos del astro brotasen de allende el horizonte.

—El astro que tienen no es de color esmeralda sino escarlata —notó Gangarón.

De una edificación vio salir a un ente, luego a otro y luego a otro más. Los tres se reunieron en una pradera cubierta de rocío y comenzaron a hacer unos movimientos absurdos con sus extremidades. Después se dirigieron corriendo al río.

Durante largo tiempo Gangarón meditaba sobre la información obtenida, empeñado en aprehenderla. Además, tenía el prurito de descifrar el misterio que entrañaba él mismo. ¿Por qué logró leer él los pensamientos de un alienígena? ¿Por qué reaccionó con tanta intensidad a las señales rítmicas completamente incomprensibles para los demás elhes y, al fin, fue el único en hacer eco a esas señales?

¿Tal vez esto se debía a ciertas leyes que regían el Universo, leyes generales incognoscibles por ahora para los elhes y para los terrícolas?

En cierto instante Gangarón creyó incluso que poco le faltaba para desentrañar el enigma.

—¿Qué ha ocurrido aquí en mi ausencia? —oyó de repente a su lado.

Era su amiguita Ku.

Gangarón le habló de la última sesión de biocomunicaciones con el alienígena que se hallaba en la nave.

—Ya no podré comunicarme más con él. Se alejan a demasiada velocidad.

—Pero, ¿estás seguro de que tenemos que volar en pos de ellos?

De súbito Gangarón le dijo que tenía prisa.

—¿Adónde vas? —le inquirió Ku.

—Hay que ejercitar la formación en vuelo con nuestros congéneres. Me temo que hayan perdido la práctica, puesto que hace tiempo que no han volado a largas distancias. Debo conseguir que en el vuelo por emprender no choquen unos contra otros ni se aparten demasiado. ¡Durará años!

—¿Tan lejos queda el planeta?

—Muy lejos. Pero a nosotros, los elhes, no nos deben asustar las distancias.

Gangarón iba a marcharse, pero Ku le hizo otra pregunta:

—Oye, ¿y por qué has podido establecer el contacto biológico solamente con un forastero?

—Es lo que no me deja en paz… Por ahora no puedo penetrar en el secreto de las señales rítmicas. Pero a nadie se lo he dicho. Aparte de ti, nadie lo sabe.

Los elhes no tenían necesidad de darse prisa. En cuanto a la energía para la alimentación, el Cosmos libre se la proporcionaría en forma alternativa y en cantidad suficiente los campos electromagnéticos y de fuerzas.

En su larguísimo camino rumbo al planeta extraño, descansaban donde podían. Por lo general, lo hacían en fragmentos de planetas antaño desintegrados que circulaban en el espacio.

Durante los descansos se arreglaban, comprobando la solidez y la impermeabilidad de sus corazas y, a la señal de Gangarón, volvían a emprender el vuelo.

El Astro Esmeralda quedó ya muy atrás. No obstante, Gangarón se cuidaba de no perder la copia exacta de la carta de navegación de la “Valentina” —la llevaba bajo su coraza— y cada cierto tiempo hacía correcciones pertinentes en el itinerario.

Un día uno de ellos, el que volaba delante de la formación, divisó en la lejanía casi inescrutable una diminuta estrella amarilla y emitió una señal sobre el particular. Gangarón consultó la carta. No había dudas: era el astro al que conducía la punteada línea luminiscente.

Gangarón ordenó disminuir la velocidad y, ufano, miró alrededor. Las multitudes de sus congéneres, que lo seguían formando gigantescos círculos concéntricos, le parecieron infinitas.

 

III

Un acontecimiento estremeció a todos los habitantes de la Tierra. En diferentes puntos del planeta simultáneamente se captaron señales de origen desconocido. Por cierto, eran tan débiles que los aparatos apenas los detectaron.

Con este motivo un observador se acordó de un viejo episodio ocurrido tras el retorno de la famosa “Valentina” después de su duradera exploración del Universo. La bióloga Anga trajo entonces una esquirla semitransparente de roca calcárea. Insistía en que no era un mero pedazo de roca, sino, quizá, parte de la coraza de cierto habitante de los asteroides. Pero no tenía comprobación alguna de ello…

Las observaciones continuaron. Se logró establecer que la fuente de aquellas débiles y confusas señales se desplazaba a bastante velocidad.

Las señales eran extrañas, completamente extrañas. Ni siquiera el cerebro electrónico de un complejo científico pudo descifrarlas, pese a que eran evidentemente ordenadas.

Los radioaficionados terrícolas intercambiaban en todo momento sus opiniones:

—Las señales llevan demasiadas intermitencias casuales y parecen ser de doble carácter.

—La segunda franja de las mismas tiene una rítmica intrínseca que semeja… versos.

Las señales desaparecieron tan inesperadamente como habían aparecido.

Las dimensiones de la Tierra superaron las más audaces conjeturas de los elhes.

En cierto momento Gangarón quiso dar la orden de volver. Pero tras calcular el impulso de cada uno de sus congéneres y la fuerza de la atracción gravitatoria terrestre en el sector del espacio en que se hallaban, comprendió con horror que no podrían salir de allí: les faltarían fuerzas para el regreso. Se hicieron cautivos de este planeta antes de posarse en él.

—¡Dejen de intercambiar señales inmediatamente! —ordenó.

Aquella hermosa pareja, pese a la venerable edad que tenía tanto el marido como la mujer, era conocida en Australia entera y, por supuesto, en Tristown, pequeña ciudad en que vivía varios decenios ya, después de haberse jubilado.

El matrimonio residía en su chalet en un barrio muy tranquilo, lejos del ajetreo urbano. Independientemente del tiempo que hacía, iban a darse un paseo todos los días y por sus salidas se podía comprobar la hora.

Ambos eran muy respetados. A menudo se les invitaba a las tertulias de los jóvenes, a quienes hablaban de la expedición en que habían participado como tripulantes de la “Valentina”, nave ya vieja que en su tiempo se desplazaba en el Cosmos a fuerza de pulsaciones.

Anga nunca dejaba de referirse al hallazgo que había hecho al desembarcar en un pequeño asteroide perteneciente al sistema del Astro Esmeralda. Sacaba de su bolso muy gastado y mostraba al público un pequeño pedazo de roca calcárea, el que con el tiempo había cambiado un tanto, tornándose más transparente aun.

—Puede pensarse que va cambiando a medida que envejece —decía Anga examinando la esquirla por enésima vez.

Los reunidos escuchaban a Anga con la respiración contenida: les hablaba de las asombrosas formas de vida que, tal vez, existían en el Universo y de las enigmáticas sesiones de comunicación habidas con León, sesiones que se interrumpieron tan inesperadamente como se iniciaran.

Sin embargo, lo que Anga contaba parecía a sus oyentes —a los jóvenes sobre todo— una bella fantasía y nada más. De ser verdad, ¿por qué no lo corroboraba el propio León que estaba a su lado?

Más aún, podría decirse que desmentía con su aspecto cuanto decía su esposa, pues sonreía con escepticismo y dando tironcitos de su canosa perilla.

Fuese como fuese, Anga siempre cosechaba aplausos.

Por cierto, no menos éxito tenía León. A quienes más gustaba escucharlo era a los jóvenes aficionados a la técnica y a la física, que acudían adrede de todos los puntos de la Tierra y aun de otros planetas. León les hablaba con amenidad de los últimos problemas de la astrofísica y de la física nuclear, de los cuales siempre estaba al corriente; también les explicaba la estructura de las antiguas velas fotónicas. Le encantaba ayudar a los adolescentes a fabricar distintos aparatos y analizar los inventos que hacían, no perfectos del todo, naturalmente, pero en los cuales sabía realzar la idea clave.

Lo único que no interesaba a León en absoluto era la literatura: cuando en la pantalla del video que tenían en casa aparecía un famoso poeta de turno, bajaba el sonido, por mucho que protestase Anga.

Aquella noche otoñal salieron a dar un paseo como siempre, pese al tiempo húmedo.

Después de haber pasado por la parte céntrica de la villa, decidieron ir hasta el pantano al que conducía un sendero cubierto de hierba. Los habitantes de Tristown acudían a estos parajes raras veces, pero a Anga y León les gustaba oír los conciertos de las ranas.

A izquierda y derecha del sendero crecían arbustos canijos, cuyas hojas estaban marchitas.

La pródiga luz de la Luna llena iluminaba cada bache en su camino, así como los pocos pobos y postes telegráficos que había en las inmediaciones.

—Me olvidé decirte… —rompió el largo silencio Anga—. Por el correo neumático del atardecer hemos recibido una invitación.

—¿A Moscú? —se animó León, quien desde hacía tiempo venía esperando el aviso sobre el estreno del ballet Puentes siderales en el Teatro Bolshói.

—No, a Venus.

—¿Y cuál es el motivo?

—El bicentenario de las gradas de construcción de las naves celestes. Es una fecha notable. Se reunirán en el planeta cuantas eminencias tienen que ver con la astronáutica.

—Sería excelente viajar allá —dijo León—. Pero, ¿a ti no te parece que es un viaje demasiado largo?

—Creo que ya no podemos exponernos a las sobrecargas —respondió Anga lamentándolo.

Hace tiempo que quedó atrás el suburbio. Ahora el sendero serpenteaba en un terreno desértico. En lontananza se divisaban colinas que, en virtud de sus contornos suaves, semejaban ondas que rodeaban el pantano.

—¡Piensa un deseo! —exclamó de súbito Anga—. Está cayendo una estrella.

—¿Tú, una astronauta, no te da vergüenza? —dijo León.

—En otoño siempre caen estrellas —continuó Anga en tono soñador—. Pero, ¡fíjate cuántas son! ¡Toda una lluvia!

Efectivamente, del cielo caía una lluvia de estrellas. Era un espectáculo estupendo.

León sintió una extraña inquietud. Se diría que en su alma revivió algo hacía tiempo olvidado.

La lluvia estelar cesó tan súbitamente como había empezado.

—¡Vamos! —dijo León. No podía explicar por qué, pero algo que tenían delante lo atraía como un imán.

Una intensa gravitación tiraba de los elhes hacia abajo con fuerza irresistible, y no podían sino sometérsele. Al poco tiempo atravesaron las nubes y se les ofreció el panorama del planeta ignoto que era el objetivo de su vuelo y que no les soltaría ya de ninguna manera. Pero tuvieron suerte: no cayeron en un terreno duro, sino en el agua, medio que conocían porque existía en el Planeta Opaco.

El que volaba delante de todos se sumergió en el pantano, y las aguas borbotaron. Le siguieron los demás congéneres.

Gangarón fue el primero en recuperar el sentido.

—¡Que cada uno recoja la información que pueda sobre el entorno! —mandó—. La estudiaremos y resolveremos qué hacer.

Los elhes se diseminaron por el pantano intercambiando réplicas con sendas señales.

—El planeta está cubierto de un líquido —observó un elh joven—. Podemos esparcirnos en toda su superficie.

—Pero hay también mucho terreno firme, en él no podremos sobrevivir —comentó otro, más experto.

En lo que concernía a la energía, la situación estaba peor. Los campos electromagnéticos eran en el nuevo planeta, débiles y obviamente insuficientes para nutrir a los elhes.

Mientras Gangarón meditaba, sombrío, calculando el tiempo que sus congéneres podrían vivir en este planeta inhóspito, sus sensibles dispositivos analizadores captaron ciertas oscilaciones acústicas.

Los sonidos que percibió contenían información inteligible. Gangarón comprendió quién las emitía cuando divisó a lo lejos dos figuras que se desplazaban a duras penas, moviendo una por una sus extremidades inferiores y agitando absurdamente las superiores.

—No me explico por qué he sentido de repente tanta inquietud —dijo León.

—Trabajas demasiado.

—Tengo la sensación de que se me está aflorando en la memoria un recuerdo. Algo muy remoto… Pero no puedo comprender qué es —dijo casi desesperado a su esposa.

Se sentaron en una colina para descansar.

—¿No quieres un sorbo de café? —propuso Anga, quien siempre llevaba un termo cuando iban a pasear de noche.

—No puedo tomar nada —rehusó León—. Me penetra un no sé qué ritmo ignoto. Creo estar volviéndome loco.

Anga le cogió de la mano:

—¡Qué pálido te veo! ¡Oh, y hemos dejado en casa nuestros brazaletes de biollamadas de socorro!

—Tal vez se me pase pronto —León cerró los ojos. Su respiración era fatigosa y entrecortada.

Ahora también Anga comenzó a recordar algo, pero el recuerdo era confuso y se le escapaba.

—Cálmate, querido —decía entretanto. Luego intentó distraerlo—: ¿No te parece que hoy el pantano no se ve como otras veces?

—¿El pantano? —se asombró León.

—Mira, está lleno de nenúfares.

—Sí, se han abierto.

—Jamás se ha visto esto así.

Permanecieron en silencio. Anga decidió tomar café.

—¿No te sientes mejor? —preguntó al esposo.

—No.

—Vámonos, en casa te acostarás enseguida y yo llamaré al médico.

—Espera, déjame descansar un poco. No puedo moverme —murmuró León.

Gangarón no dejaba de escarbar en su memoria. Fuese como fuese, resultaba que estos dos eran los forasteros desembarcados antaño en el Asteroide Principal. La coincidencia le parecía inverosímil. Sin embargo era la verdad.

Una idea vaga aún inquietaba a Gangarón.

Antaño, hace muchísimos años había logrado establecer la comunicación biológica con uno de aquellos forasteros. Con el único de ellos. ¿Y si…?

Anga no terminó su café, echó el resto al suelo y tapó con rapidez el termo.

—¡León! —preocupada llamó a su marido.

León movió los labios sin emitir un solo sonido y puso su cabeza en el regazo de Anga. Ella se desconcertó por completo. No sabía qué hacer ni cómo regresar a casa.

Entretanto, en el pantano se produjo un movimiento raro y horroroso.

De repente León abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

Anga se inclinó y le besó la frente.

—Acabo de estar en los asteroides… En aquellos, circundantes al Astro Esmeralda —dijo con voz débil, mirando alrededor y a duras penas comprendiendo dónde se encontraba en aquel momento.

—Sí, sí —asentía Anga escudriñando con inquietud los ojos de su esposo.

—Tú tenías razón, los asteroides están poblados. Me convencí de ello ahora. La esquirla que tú encontraste durante nuestra expedición es realmente de una coraza.

Anga estaba desesperada, creía que León había comenzado a delirar.

De súbito León se agarró de la cabeza:

—Pero ellos están aquí… están pereciendo… necesitan ayuda.

—¿Quiénes?

—Aquellos entes.

—Sé cuerdo, León —imploró Anga—. Si tú mismo dices que están lejos, en los asteroides.

—¡Qué va! Están aquí, a la vera de nosotros —insistía León—. Te repito, están muy cerca…

Todos los mass-media del Sistema Solar comentaron el insólito descubrimiento que acababa de hacer el matrimonio Legrand. León se vio en el centro de la atención general, por ser el único quien podía mantener relaciones con los entes llegados de una galaxia distinta de la que formaba parte la Tierra. En todos los centros científicos se sostenían debates de cómo colocar a los advenedizos a una órbita circunterrestre donde podrían existir en su ingravidez hasta que se diese con un modo de comunicarse con ellos.

El primer contacto que el género humano iba a establecer con una civilización extraña requería serios preparativos.