El pánico, de Kobo Abe
Cada vez que lo recuerdo me invade el arrepentimiento. Tuve mi oportunidad, tal vez una oportunidad única, pero mi prejuicio no solo me impidió aprovecharla para conseguir el empleo ideal, sino que también me convirtió en sospechoso de un homicidio y por eso fui enviado al tribunal. Por tomar al pie de la letra el refrán que dice: «mala experiencia ajena es lección buena», debo dejar esta crónica como una advertencia para quienes estén desempleados en la actualidad o desesperados por lo tedioso de su presente.
Todo comenzó a la salida de la oficina de empleos. La desolación se leía en mi rostro. Estaba deprimido, y con razón, pues lo único que me habían ofrecido en la oficina era un miserable puesto como asistente en una peluquería. Dicho sea de paso, soy un hombre de treinta y dos años de edad, un poco flaco pero sano, sin ningún defecto físico. De ideas conservadoras y honesto por naturaleza, amo el trabajo manual y he terminado los estudios humanísticos en un colegio superior. Mi único punto débil consiste en mis ojos, miopes desde hace poco, pero esto no es un problema realmente, solo necesito algo de dinero para comprar unos lentes. Una vez me dijeron que padecía de una enfermedad congénita que me impide consumir demasiadas vitaminas, pero de todas maneras esto no llega al grado de ser un obstáculo para obtener un empleo decente. Realmente, el puesto de asistente en una peluquería me pareció humillante…
—No te dieron un buen empleo, ¿verdad? —me dijo un hombre, que permanecía mirando hacia la puerta, con un cigarro entre los labios y un pie sobre el porche, como si estuviera al acecho de alguien, y enseguida se puso a caminar a mi lado. Iba a seguir de largo al suponer que me tomaba por otra persona, pero el hombre se rio, ofreciéndome una cajetilla nueva de cigarros—. Mira, yo estoy a cargo del reclutamiento de candidatos para trabajar en Comercio Pánico, y tú me pareces una persona ideal para nuestra empresa. ¿Por qué no vas a la prueba?
Recobré repentinamente el ánimo, como si me hubiera cambiado de camisa, y asentí varias veces sin poder formular una sola frase, atragantado por una sensación de júbilo excesivo. Al darse cuenta de mi estado, el hombre me entregó una hoja de papel y se fue sin rumbo, saludando apenas con una mano. Me senté bajo la sombra del pino plantado frente a la entrada de la oficina y me dediqué a completar la hoja.
Formulario de solicitud para la prueba de Comercio Pánico S. A. (Num. 84)
Tenía una serie de columnas para indicar los datos:
Edad, antecedentes, pasatiempo, especialidad, deseo (Nota. No hace faltar colocar ni el nombre ni la dirección. En cuanto a la última columna, «deseo», exprésese con toda confianza, a mayores detalles, mejor resultado).
En el reverso decía:
Al terminar de llenar las columnas, guarde este formulario en el bolsillo del pantalón y vaya a las ocho de la noche al sitio indicado en el mapa de la izquierda para buscar al señor K, a quien identificará por las gafas de montura blanca, la chaqueta azul y una herida en la mejilla izquierda.
(Nota. Obedezca la instrucción. Fuera de las respuestas estrictamente necesarias, no diga nada más). Nuestra empresa maneja casi todo, salvo electricidad, agua y gas. Una vez empleado le explicaremos los detalles, pero nuestra administración sigue el último modelo de la teoría moderna. Entienda que todos los datos son confidenciales para evitar la copia ilegal de otras empresas. Le deseamos la mejor suerte y el mayor éxito en la prueba.
El mapa estaba dibujado con lápiz. Parecía variar según el formulario. El sitio indicado era un bar, el Pez Volador, de la zona comercial que está en la salida Este de la estación I.
Sí, recordaba haber ido ahí una vez. No creí necesario explorar la zona de antemano, pero tenía el temor de violar la confidencialidad requerida en el formulario si sucumbía ante el deseo de comunicar esta buena nueva a mi esposa cuando estuviera en casa. Debía matar el tiempo hasta las siete pasadas, no sé si entrando al cine o jugando al pachinko.
Sonaría exagerado si dijera que es una buena noticia, puesto que ustedes no conocen el estado de ánimo que yo tenía en ese momento. Desde luego, el asunto no dejaba de parecerme extraño. ¿Quién se atrevería a decir «una persona ideal» a un desconocido? ¿Por qué no exigían ni el nombre ni la dirección en el formulario? Pero un desempleado confía con facilidad en gente extraña: también me gustó mucho el nombre extranjero de la empresa, Pánico. Las frases extrañas del formulario tenían una resonancia majestuosa; el hombre que me dio el formulario me parecía muy simpático y pulcro. No sabría explicar en qué consistía su pulcritud, solo creo que me dejó una impresión fantasmal. En fin, tuve confianza en que el hombre jamás se aprovecharía de mi desdicha.
Entré al Pez Volador a las ocho en punto. K era un hombre cuarentón de cutis blanco, con cejas gruesas y ojos hundidos; se destacaba notablemente entre otros dos clientes que lo acompañaban. Cuando le pregunté si era el señor K, me invitó a su lado y me ofreció sake con una sonrisa de oreja a oreja, como si fuéramos viejos amigos. Me decepcioné al ver que ya estaba bastante embriagado. «Qué desafortunado soy, ya se vino abajo este empleo por causa de este tipo, que parece más bien un inspector degradado. Mejor hubiera ido a la peluquería», dije para mis adentros. Quise rechazar el sake que me ofrecía, mirándolo a la cara con un gesto severo, pero K insistió con un murmullo, como si tratara de cumplir una promesa. Ante su enfática insistencia, no tuve más remedio que aceptarlo.
Yo estaba en ayunas y el sake surtió un efecto inmediato. K estuvo conversando todo el tiempo con una mujer que estaba del otro lado, sin abordar nunca el tema de la prueba. Quise hacer algo, pero de pronto me sentí embotado. De ahí en adelante sólo me acuerdo de algunos fragmentos incoherentes. K cantó y yo lo acompañé. La mujer se rio y me reí también. K me despegó de la mesa. Escuché un ruido de la puerta automática, y ya, ahí se acaba mi recuerdo. Nunca me he emborrachado tanto como esa vez, ni antes ni después.
Me desperté al amanecer. Justo al otro lado de la ventana se veía una maraña de cables, y cruzó el primer tren de la mañana con un ruido que estremecía la pared. Al desaparecer, el tren dejó una bruma azulada en la ventana. Parecía la habitación de un departamento. Me encontraba acostado sobre el tatami con la cabeza junto a la ventana. ¿Qué me habría pasado? Sentí la cabeza pesada como si me hubieran inyectado alquitrán, y me ardía la boca, que estaba completamente seca por dentro. Me acordé vagamente de lo que había pasado la noche anterior. Quise levantarme, y al rozar mi cuerpo, sentí algo viscoso en la palma de la mano. También había algo metálico y resistente en aquel líquido pegajoso.
Prendí la luz y la apagué inmediatamente. No podía creer lo que había visto en ese instante. Sangre… sangre… sangre… Era sangre lo que tenía en mi mano. Empapado en sangre, desde las mejillas hasta el cuello, K permanecía acostado con la cabeza pegada a la pared, en ángulo vertical hacia donde yo estaba. Una navaja ensangrentada se veía entre el cuerpo de K y el mío. Sentí que se congelaba el aire hasta transformarse en un material vidrioso. Me quedé inmóvil, con la respiración entrecortada. ¿Qué había pasado?… ¿Por qué todo esto?… De pronto recuperé la página perdida de mi memoria. No, todo esto no tenía nada que ver conmigo, había que huir, eso era todo. Me lavé las manos en el lavabo tratando de quitar la sangre y me fui sin perder tiempo. Al dar la vuelta a la derecha en la segunda esquina, me encontré con la salida Oeste de la estación I, del lado opuesto al Pez Volador. Entré en la estación sin que nadie me viera. Al comprar el pasaje, noté que aún tenía rastros de sangre en mis manos. Saqué el pañuelo para taparme la nariz y traté de simular una hemorragia. Fue una acción torpe, instintiva como la de una bestia. Me di cuenta demasiado tarde, cuando ya viajaba en el tren, de que ni siquiera me había traído la navaja para no dejar una evidencia tan clara.
Las preocupaciones seguían, una tras otra. Mejor hubiera borrado mis huellas digitales, hubiera requisado el cuerpo de K para despojarlo de su identificación, hubiera cerrado el departamento con la llave —que estaba insertada en el gozne interior— para que no detectaran tan fácilmente el cadáver, hubiera desplazado el cuerpo más hacia el interior para que no lo pudieran ver a través de la ventana. Al percatarme de que había perdido el formulario guardado en el bolsillo del pantalón, me desesperé al grado de quedarme paralizado, como si estuviera muerto… Ya no me quedaba nada por hacer.
Cuando regresé a casa, me desplomé en el futón sin ánimo para responder a las preguntas de mi esposa, y quise dormir hasta el mediodía. Cuando desperté, ella armaba una maqueta de papel, fijándose en las que vienen impresas en esas revistas que reparten en las clínicas ginecológicas. Seguro creyó descubrir algo absurdo en mi actitud, ya que no quiso dirigirme la palabra y tenía un gesto de fastidio. Me alivié al ver que no sospechaba nada y luego tomé una cantidad exorbitante de agua, pensando para mis adentros, que ella no me comprendería, de ninguna manera, mientras yo me encontraba en una situación tan desesperante. Tomé casi un litro. «¿Y ahora qué vas a hacer?», me encaró de repente. «Qué sé yo», le respondí en mis pensamientos, calculando silenciosamente la necesidad de contar con su cooperación para inventar una coartada. En un momento pensé que me convenía contarle todo, pero luego se me ocurrió que lo mejor era quedarme callado para no generar más sospechas. Al permanecer silencioso durante un largo rato, me dormí de nuevo sin darme cuenta.
Me desperté ya muy avanzada la tarde. Mi esposa no estaba en casa. Busqué comida en todos los rincones sin resultado alguno. Acosado por una pequeña lámpara imaginaria que parpadeaba en el interior de mi cerebro, sufrí un retortijón en el estómago. Maldije con los dientes rechinantes a K, por haberse emborrachado tanto y haberme dado algún motivo para matarlo. Fui a la casa de un vecino para leer el periódico vespertino. Leí tres periódicos distintos, pero no encontré noticias sobre el homicidio sucedido a la salida Oeste de la estación I. Sentí un alivio efímero hasta que me entró la sospecha de que todo esto formaba parte de alguna trama muy bien planificada.
Al tantear en el bolsillo en busca de un papel para sonarme la nariz, encontré dos billetes arrugados de mil yenes cada uno. O sea que había matado a K solo por robar estos miserables dos mil yenes. Con esa prueba ante mis ojos… ¡carajo, me arruiné la vida por dos mil yenes!… Sí, nada menos que la vida entera… ¡Mierda! Me horroricé. No pude controlar el temblor del cuerpo.
Sin esperar a que volviera mi esposa, me fui a una zona abandonada después de haber viajado más de media hora en tren, luego saqué un billete de mil yenes para comprar una cajetilla de cigarros y el otro lo gasté en un restaurante de soba. Al regresar a mi vecindad me di cuenta de que alguien me seguía. Seguro era el mismo hombre con aspecto de estudiante que se encontraba en el restaurante. No fui a mi casa directamente y anduve sin rumbo durante casi una hora. Después de confirmar que ya nadie me seguía, regresé y entregué a mi esposa, casi tirándoselos, los nueve billetes de cien yenes. Ella solo me miró estupefacta. Salí a la calle nuevamente y me puse en marcha sin saber a dónde dirigirme. Vi dos películas, cené en un puesto ambulante y pasé la noche en una posada del barrio A.
Al amanecer me encontré más solitario que nunca. Una extraña lucidez me hacía sentirme un hombre completamente distinto de lo que había sido el día anterior. La luz me enceguecía. Ya no me servía la rutina, que antes era mi refugio. El dinero que me quedó después de pagar la posada, setecientos veinte yenes en total, era el único lazo que me ataba al mundo circundante. Un resquicio en una valla, una salida inesperada, una callejuela, cualquier hueco me infundía terror. Me hacía falta una valentía enorme para decidirme a cruzar cada una de las calles. Todas las vías parecían conducirme a las puertas del infierno.
Mi estado físico era deplorable, todo mi cuerpo era una maraña de hilos enredados. Compré cinco periódicos diferentes. Sin embargo, tardé bastante en reconocer que solo buscaba noticias sobre el homicidio. Tampoco encontré nada en relación con K esa mañana. Tardé otro rato en saber que ya no tenía nada más que leer. Pedí cualquier cosa en un comedor popular para saciar el hambre. Me di cuenta de que seguía tratando de comer cuando ya no había nada en el plato. Todo esto incrementó aún más mi pavor. Pensé irme a un sitio donde me dejaran estar tranquilo, donde no tuviera nada que hacer. Entonces caminé sin rumbo en busca de algún refugio, sin encontrar nada.
En la tarde me dirigí a la misma posada del día anterior. Al recordarlo ahora, me parece que daba vueltas alrededor de un solo punto pese a mi voluntad de huir. En una esquina cerca de la posada, me di cuenta de que me seguían la pista de nuevo. El sospechoso se esfumó por una vereda que había entre los edificios. Seguramente me había estado vigilando todo el día. Ya completamente despojado de certeza para medir el tiempo, permanecí petrificado a la espera de mi perseguidor, pero jamás volvió a aparecer.
No habrá necesidad de relatar en detalle lo que hice durante los tres días siguientes. Me acostumbré con celeridad al nuevo hábito de vivir sin mi rutina. Llegué a odiar todo lo cotidiano, donde un acto sucedía como consecuencia del otro. Al aceptar esa temible rutina, me vi obligado a estar consciente del homicidio cometido y lo recordaba obsesivamente. Solo un hombre feliz sería capaz de soportar esa clase de tortura. Quería desbaratar la realidad en pequeños fragmentos, tal como yo mismo me encontraba.
Empecé a robar siguiendo un impulso natural. Después todo fue pan comido. El espacio se llenó de tantas cosas, que me sentía vivir en la selva. Tanto el pasado como el futuro se escondieron detrás de lo material para dejar el presente en su estado más sencillo. A pesar de que el terror no disminuía nunca, estaba a punto de olvidar que era un homicida. Un par de zapatos al pasar frente a una casa… trescientos veinte yenes. Una boina olvidada en la rejilla del tren… cuarenta yenes. Dos libros de la librería de usados… sin precio. Una pañoleta de otro huésped de la posada… para mi uso personal. Un par de zapatillas en el patio de una escuela primaria… diez yenes. Una manta que permanecía colgada de noche en el tendedero… ciento ochenta yenes. Quinientos cincuenta yenes en total en los tres días.
De vez en cuando me sorprendía repitiéndome silenciosamente: «¿Por qué, por qué?». Y me sentía tan desolado al acordarme de mi esposa que me daban tremendas ganas de llorar. Sin embargo, el resto del tiempo estaba insensible como una piedra. Mientras tanto, el periódico guardaba silencio sobre el homicidio.
… Al cuarto día.
No pude dormir debido a la preocupación que sentía por mi esposa. Como los pobres no confiamos en la autoridad, no había riesgo de que ella reportara mi caso a la policía, pero al menos quería entregarle algo de dinero. Extrañamente, me sentía obligado a hacerlo. Se me ocurrió un plan para robar zapatos, que eran la presa más fácil y me reportaba mejor rendimiento económico. Con tres pares sumaría más de mil yenes.
Desde el día anterior ya tenía en la mira una casa que se veía tan lujosa desde afuera. Unos cuantos zapatos menos no iban a causarles un daño significativo a sus dueños, y su jardín descuidado indicaba un acceso bastante fácil. También juzgué conveniente la altura del muro que protegía muy bien el zaguán de las miradas indiscretas. Alrededor de las diez di unas vueltas al frente de la casa. La ventana que había encontrado abierta en la primera vuelta estaba cerrada en la segunda. Me atreví a irrumpir en la tercera vuelta. Un perro confiado se me acercó moviendo amistosamente la cola. Afuera del zaguán estaban apiñadas unas cajas vacías y había un montón de sillas destartaladas.
La puerta estaba medio abierta. Al abrirla más para ingresar al interior, el perro lanzó un chillido agudo, luego ladró un poco, pero huyó espantado hacia las cajas apiladas al ver mi puño amenazante. Tomando precaución para poder marcharme a la carrera en cualquier momento, permanecí con los oídos atentos, pero no percibí ninguna presencia humana. Me metí sigilosamente con el cuerpo ladeado. Vi zapatos verdes con tacones altos, y botines negros, sucios y tirados en desorden. Percibí un aire oloroso a tierra mojada.
Se escuchó encima de mi cabeza el grito terrorífico de una mujer. Al voltearme vi un rostro. Tenía las fosas nasales excesivamente grandes y los labios pintados de profundo carmesí; era una mujer cuarentona que gritaba como idiota, medio agachada, con los puños entrelazados sobre el pecho, sacudiendo su cabello desgreñado. Dejé los zapatos. Busqué la puerta procurando una vía de escape. La mujer no dejó de gritar. Me horroricé en el mismo instante. Un machete que estaba apoyado contra la pared se reveló ante mis ojos. Lo tomé en mis manos, diciéndole a la mujer con voz ronca: «¡Deja de gritar!». La mujer tembló, subiendo aún más el tono de sus gritos. Le lancé el machete, que se quedó clavado en medio de su rostro. El perro, que se le había acercado sin que me diera cuenta, empezó a lamer la sangre derramada sobre la cara de la mujer. Me dio asco y vomité poniéndome en cuatro patas. Quería vaciarme por completo.
—Apúrate, hermano —me dijo alguien, sacudiéndome con una mano colocada sobre mi hombro. Era mi perseguidor. Me resigné a todo, pero el perseguidor sonreía—. Apúrate —me repitió, tomándome por el brazo, y me enseñó un envoltorio hecho con una pañoleta, que contenía los zapatos.
No entendí nada. Seguí sintiéndome como una piedra que se precipitaba sobre la barranca. El perseguidor se volteó hacia el jardín desierto cuando atravesó la puerta, hizo una reverencia y dijo con voz nítida: «Disculpen la molestia». Un hombre desconocido que pasó por casualidad siguió de largo sin dirigirle siquiera la mirada.
El perseguidor me llevó al mismo departamento, cerca de la estación I. Esfumado el último pedazo de esperanza, me sumergí en un pozo hondo y oscuro ante la convicción de que se trataba de una investigación policial. Reconocí la habitación en que había matado a K. Un cuarto deprimente y sin muebles. Mientras pensaba que nadie lo alquilaría después del homicidio, bajé titubeante la mirada al piso de tatami y encontré manchas negras que parecían absorberme como cuevas insondables. Me agarré a la pared para evitar la caída.
El perseguidor se lavaba la cara. Pensé en que tal vez me quedaba una sola salida. Avancé sigilosamente hacia su espalda, cuando el hombre se volvió de golpe y sonriente, se haló el cabello para despegarlo de su cabeza. Por debajo se asomó el cuero cabelludo, donde relucían algunos pelitos crespos. Sacó las gafas de montura blanca para colocárselas con parsimonia. Era K.
—Bien hecho —se rio K.
No pude mantenerme en pie pues las rodillas me temblaban. Me desplomé apoyado contra la pared. K se sentó a mi lado como para consolarme y lanzó una bocanada de humo hacia arriba.
—Aprobado, hombre —me dijo, dándome una palmada en el hombro—. Todo esto formaba parte de la prueba. Los hombres sin vocación se hubieran entregado fácilmente a la policía. Nadie les haría caso, desde luego. Has mostrado una notable madurez. Te acostumbraste rápido a la vida fuera de la ley. Vas a trabajar de aprendiz conmigo durante un mes. Te iré explicando más en detalle la organización de la empresa. Seguro vas a tener buena promoción, ya que has cometido hasta un homicidio durante la prueba. El sueldo de aprendiz es de ocho mil quinientos mensuales, y ahora mismo te voy a dar la mitad. Pronto tienes que aprender de memoria esta libreta de instrucciones y el glosario de la empresa, que está en el reverso. A las ocho va a ser la entrevista de los nuevos miembros con el gerente, que te va a entregar la insignia de la compañía. Por el momento no hay nada más que hacer, así que relájate, puedes dormir la siesta si quieres. Literalmente estás en tu casa, porque de ahora en adelante este departamento estará a tu disposición. Bueno, yo me retiro con tu permiso. A las siete y media vengo a buscarte…
—Pero qué prueba tan terrible —dije como ahogado—. Hubiera podido evitar todo esto si me lo hubiera dicho antes. Aunque tenga un puesto fijo, no podré estar tranquilo con el miedo de que me puedan detener en cualquier momento. Yo soy el auténtico homicida al fin y al cabo. Qué crueldad.
—No te preocupes —se rio K—. Vamos a inventar algún sustituto. Hay varios empleados nuestros en la policía que se encargarán de poner todo en orden. Dedícate a tu trabajo, que una vez aprobado estarás a bordo de un barco seguro.
—¿En qué consiste el trabajo?
—En una palabra, se trata de robar.
—¡No, qué va! —me levanté sobresaltado—. Me pareció extraño desde el comienzo. ¡No, yo reniego de semejante barbaridad! —me fui a la carrera, tirando el dinero recibido. K me siguió para hablarme.
—Te vas a arrepentir. Sin protección de la empresa, te van a agarrar sin falta dentro de ocho horas. ¡Por homicidio, para colmo! Te van a condenar a la horca, te lo advierto…
Corrí a ciegas. No era la primera vez que me arrepentía. ¿Acaso no me arrepentiría de haberme incorporado a una empresa de ladrones? Pero me fui calmando a medida que se me cortaba la respiración. Sentado en un depósito de madera, asenté mi cabeza entre las dos manos. Supe por primera vez que la cara también podía temblar. Comercio Pánico… robar… la empresa… Por mínima que sea, yo también tengo dignidad. Sé que he cometido robos insignificantes, pero fueron tan solo intentos para que me dieran algo de comer. ¡Qué empresa tan descarada! Yo merezco algo más decente. Sin embargo, no podía estar seguro del todo. Me encontraba inquieto como si no me ubicara en un sitio fijo. Metí los dedos en el bolsillo y encontré la libreta de instrucciones que me había dado K. La empecé a leer como suplicando un auxilio. Luego de la introducción decía: «El fundamento ideológico de nuestra empresa consiste en las siguientes frases conocidas de Marx», y se citaba un fragmento, levemente modificado, de la teoría del valor agregado (esto me lo enseñó después un policía amable).
Los criminales no solo producen crímenes sino códigos penales, por eso existen los textos didácticos, que se publican con el fin de que los profesores de derecho penal puedan vender sus cursos como mercancías. Como afirma el célebre profesor Rocher, esos textos constituyen, aun cuando se escriban como una mera distracción personal de esos profesores, aportes al enriquecimiento nacional.
Los criminales también producen jueces, oficiales, policías, verdugos y jurados. A su vez, estos profesionales inventan nuevos métodos para desarrollar capacidades inherentes en la mente humana para así satisfacer deseos constantemente renovados. Piénsese tan solo en la tortura, por ejemplo, que ha logrado estimular el proceso de mecanización y subyugar a los trabajadores manuales a la labor productiva.
Por otro lado, los criminales producen, según la circunstancia, impresiones morales o trágicas, cultivando así el sentido estético del pueblo. De esta manera, los criminales ofrecen tanto diversiones como actividades artísticas en una sociedad cada vez más monótona.
Los criminales hacen aportes enormes a la producción global. Los ladrones desarrollaron el mecanismo de las chapas y los falsificadores de monedas la técnica de impresión de billetes. Los estafadores crearon la demanda de microscopios. Por eso, los criminales son indispensables en la sociedad.
Aquí fundamos Comercio Pánico con el objetivo de sistematizar los crímenes y así acelerar el proceso de desarrollo social. Esperamos que, con base en este principio, todos nuestros empleados colaboren orgullosamente con el aumento de la felicidad social.
De repente se me cruzó una sombra negra delante de los ojos. De los dos lados me agarraron por los brazos con una fuerza arrolladora.
—Ven, acompáñanos al cuartel, por favor —se escuchó una voz melindrosa cuando me pusieron las esposas.
Les argumenté con los datos sobre el departamento, que yo era un empleado de Comercio Pánico y traté de convencerlos de mi inocencia. Los policías me acompañaron al departamento sin soltar ninguno de mis brazos. El administrador del edificio no me reconoció, diciendo que ese departamento estaba desocupado. Gentilmente, los policías esperaron hasta las ocho en la entrada del edificio. K no apareció. Los policías me golpearon y me esposaron de nuevo. Mi mujer, que acudió ante la petición de la autoridad, comenzó a llorar y a dar gritos al verme. No tuve más remedio que confesar todo. Sin embargo, jamás lograron confirmar la existencia de Comercio Pánico. Además, como cosa extraña, se me había desaparecido la libreta, que era la única evidencia de la empresa. Ya no me esforcé más.
Aunque esto no deja de ser una mera conjetura mía, mantengo secretamente la sospecha de que al menos uno de los dos policías que me detuvieron era empleado de Comercio Pánico.