El mar cambia, de Ernest Hemingway
—Está bien —dijo el hombre—. ¿Qué decidiste?
—No —dijo la muchacha—. No puedo.
—¿Querrás decir que no quieres?
—No puedo. Eso es lo que quiero decir.
—No quieres.
—Bueno —dijo ella—. Arregla las cosas como quieras.
—No arreglo las cosas como quiero, pero, ¡por Dios que me gustaría hacerlo!
—Lo hiciste durante mucho tiempo.
Era temprano y no había nadie en el café con excepción del cantinero y los dos jóvenes que se hallaban sentados en una mesa del rincón. Terminaba el verano y los dos estaban tostados por el sol, de modo que parecían fuera de lugar en París. La joven llevaba un vestido escocés de lana; su cutis era de un moreno suave; sus cabellos rubios y cortos crecían dejando al descubierto una hermosa frente. El hombre la miraba.
—¡La voy a matar! —dijo él.
—Por favor, no lo hagas —dijo ella. Tenía bellas manos y el hombre las miraba. Eran delgadas, morenas y muy hermosas.
—Lo voy a hacer. ¡Te juro por Dios que lo voy a hacer!
—No te va a hacer feliz.
—¿No podías haber caído en otra cosa? ¿No te podrías haber metido en un lío de otra naturaleza?
—Parece que no —dijo la joven—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Ya te lo he dicho.
—No; quiero decir, ¿qué vas a hacer, realmente?
—No sé —dijo él. Ella lo miró y alargó una mano—. ¡Pobre Phil! —dijo.
El hombre le miró las manos, pero no las tocó.
—No, gracias —declaró.
—¿No te hace ningún bien saber que lo lamento?
—No.
—¿Ni decirte cómo?
—Prefiero no saberlo.
—Te quiero mucho.
—Sí, y esto lo prueba.
—Lo siento —dijo ella—, si no lo entiendes…
—Lo entiendo. Eso es lo malo. Lo entiendo.
—¿Sí? —preguntó ella—. ¿Y eso lo hace peor?
—Es claro —la miró—. Lo entenderé siempre. Todos los días y todas las noches. Especialmente por la noche. Lo entenderé. No tienes necesidad de preocuparte.
—Lo siento…
—Si fuera un hombre…
—No digas eso. No podría ser un hombre. Tú lo sabes. ¿No tienes confianza en mí?
—¡Confiar en ti! Es gracioso. ¡Confiar en ti! Es realmente gracioso.
—Lo lamento. Parece que eso es todo lo que pudiera decir. Pero cuando nos entendemos, no vale la pena pretender que hacemos lo contrario.
—No, supongo que no.
—Volveré, si quieres.
—No, no quiero.
Después no dijeron nada por un largo rato.
—¿No crees que te quiero, no es cierto? —preguntó la joven.
—No hablemos de tonterías.
—Realmente, ¿no crees que te quiero?
—¿Por qué no lo pruebas?
—Haces mal en hablar así. Nunca me pediste que probara nada. No eres cortés.
—Eres una mujer extraña.
—Tú no. Eres un hombre magnífico y me destroza el corazón irme y dejarte…
—Tienes que hacerlo, por supuesto.
—Sí —dijo ella—. Tengo que hacerlo, y tú lo sabes.
Él no dijo nada. Ella lo miró y extendió la mano nuevamente. El cantinero se hallaba en el extremo opuesto del café. Tenía el rostro blanco y también era blanca su chaqueta. Conocía a los dos y pensaba que formaban una hermosa pareja. Había visto romper a muchas parejas y formarse nuevas parejas, que no eran ya tan hermosas. Pero no estaba pensando en eso, sino en un caballo. Un cuarto de hora más tarde podría enviar a alguien enfrente para saber si el caballo había ganado.
—¿No puedes ser bueno conmigo y dejarme ir? —preguntó la joven.
—¿Qué crees que voy a hacer?
Entraron dos personas y se dirigieron al mostrador.
—Sí, señor —dijo el cantinero y atendió a los clientes.
—¿Puedes perdonarme? ¿Cuándo lo supiste? —preguntó la muchacha.
—No.
—¿No crees que las cosas que tuvimos y que hicimos pueden influir en nuestra comprensión?
—«El vicio es un monstruo de tan horrible semblante…» —dijo el joven con amargura— que… —no podía recordar las palabras—. No puedo recordar la frase —dijo.
—No digamos vicio. Eso no es muy cortés.
—Perversión —dijo él.
—¡James! —uno de los clientes se dirigió al cantinero—. Estás muy bien.
—También usted está muy bien, señor —replicó al cantinero.
—¡Viejo James! —dijo el otro cliente—. Estás un poco más gordo.
—Es terrible la manera como uno se pone —contestó el cantinero.
—No dejes de poner el coñac, James —advirtió el primer cliente.
—No. Confíe usted en mí.
Los dos que se hallaban en el bar miraron a los que se encontraban en la mesa y después volvieron a mirar al cantinero. Por la posición en que se encontraban les resultaba más cómodo mirar al encargado del bar.
—Creo que sería mejor que no emplearas palabras como esa —dijo la muchacha—. No hay ninguna necesidad de decirlas.
—¿Cómo quieres que lo llame?
—No tienes necesidad de ponerle nombre.
—Así se llama.
—No —dijo ella—. Estamos hechos de toda clase de cosas. Debieras saberlo. Tú usaste muchas veces esa frase.
—No tienes necesidad de decirlo ahora.
—Lo digo porque así te lo vas a explicar mejor.
—Está bien —dijo él—. ¡Está bien!
—Dices que eso está muy mal. Lo sé, está muy mal. Pero volveré. Te he dicho que volveré. Y volveré en seguida.
—No, no lo harás.
—Volveré.
—No lo harás. A mí, por lo menos.
—Ya lo verás.
—Sí —dijo él—. Eso es lo infernal, que probablemente quieras volver.
—Por supuesto que lo voy a hacer.
—Ándate, entonces.
—¿Lo dices en serio? —no podía creerle, pero su voz sonaba feliz.
—¡Ándate! —dijo el hombre. Su voz le sonaba extraña. Estaba mirándola. Miraba la forma de su boca, la curva de sus mejillas y sus pómulos; sus ojos y la manera cómo crecía el cabello sobre su frente. Luego el borde de las orejas, que se veían bajo el pelo y el cuello.
—¿En serio? ¡Oh! ¡Eres bueno! ¡Eres demasiado bueno conmigo!
—Y cuando vuelvas me lo cuentas todo —su voz le sonaba muy extraña. No la reconocía. Ella lo miró rápidamente. Él se había decidido.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó ella con seriedad.
—Sí —dijo él duramente—. En seguida. —Su voz no era la misma. Tenía la boca muy seca—. Ahora —dijo.
Ella se levantó y salió de prisa. No se volvió para mirarlo. Él no era el mismo hombre que antes de decirle que se fuera. Se levantó de la mesa, tomó los dos boletos de consumición y se dirigió al mostrador.
—Soy un hombre distinto, James —dijo al cantinero—. Ves en mí a un hombre completamente distinto.
—Sí, señor —dijo James.
—El vicio —dijo el joven tostado— es algo muy extraño, James. —Miró hacia afuera. La vio alejarse por la calle. Al mirarse al espejo vio que realmente era un hombre distinto. Los otros dos que se hallaban acodados en el mostrador del bar se hicieron a un lado para dejarle sitio.
—Tiene usted mucha razón, señor —declaró James.
Los otros dos se separaron un poco más de él, para que se sintiera cómodo. El joven se vio en el espejo que se hallaba detrás del mostrador.
—He dicho que soy un hombre distinto, James —dijo. Y al mirarse al espejo vio que era completamente cierto.
—Tiene usted muy buen aspecto, señor —dijo James—. Debe haber pasado un verano magnífico.