El informe de la minoría, De Philip K. Dick

El primer pensamiento que tuvo Anderton al ver al joven fue: «Me estoy poniendo calvo, gordo y viejo». Pero no lo expresó en voz alta. En su lugar, echó el sillón hacia atrás, se incorporó y salió resueltamente al encuentro del recién llegado extendiendo rápidamente la mano en una cordial bienvenida. Sonriendo con forzada amabilidad, estrechó la mano del joven.

—¿Señor Witwer? —dijo, tratando de que sus palabras sonaran en el tono más amistoso posible.

—Así es —repuso el recién llegado—. Pero mi nombre es Ed para usted, por supuesto. Es decir, si usted comparte mi disgusto por las formalidades innecesarias.

La mirada de su rubio semblante, lleno de confianza en sí mismo, mostraba que la cuestión debería quedar así definitivamente resuelta. Serían Ed y John: todo iría sobre ruedas con aquella cooperación mutua desde el mismo principio.

—¿Tuvo usted dificultad en hallar el edificio? —preguntó a renglón seguido Anderton, con cierta reserva, ignorando el cordial comienzo de su conversación instantes atrás. Buen Dios, tenía que asirse a algo. Se sintió lleno de temor y comenzó a sudar.

Witwer había comenzado a moverse por la habitación como si ya todo le perteneciese, como midiendo mentalmente su tamaño. ¿No podría haber esperado un par de días como lapso de tiempo decente para aquello?

—Ah, ninguna dificultad —repuso Witwer, con las manos en los bolsillos. Con vivacidad, se puso a examinar los voluminosos archivos que se alineaban en la pared—. No vengo a su agencia a ciegas, querido amigo, ya comprenderá. Tengo un buen puñado de ideas de la forma en que se desenvuelve el Precrimen.

Todavía un poco nervioso, Anderton encendió su pipa.

—¿Y cómo funciona? Me gustaría conocer su opinión.

—No mal del todo —repuso Witwer—. De hecho, muy bien.

Anderton se le quedó mirando.

—¿Esa es su opinión particular?

—Privada y pública. El Senado está satisfecho con su trabajo. En realidad, está entusiasmado. —Y añadió—: con el entusiasmo con que puede estarlo un anciano.

Anderton sintió un desasosiego interior, que supo mantener controlado, permaneciendo impasible. Le costó, no obstante, un gran esfuerzo. Se preguntaba qué era realmente lo que Witwer pensaba, lo que se encerraba en aquella cabeza. El joven tenía unos azules y brillantes ojos… turbadoramente inteligentes. Witwer no era ningún tonto. Y sin la menor duda, debería estar dotado de una gran dosis de ambición.

—Según tengo entendido —dijo Anderton— usted será mi ayudante hasta que me retire.

—Así lo tengo entendido yo también —replicó el otro, sin la menor vacilación.

—Lo que puede ser este año, el próximo… o dentro de diez. —La pipa tembló en las manos de Anderton—. No tengo prisa por retirarme ni estoy bajo presión alguna en tal sentido. Yo fundé el Precrimen y puedo permanecer aquí tanto tiempo como lo desee. Es una decisión puramente mía.

Witwer aprobó con un gesto de la cabeza, con una expresión absolutamente normal.

—Naturalmente.

Con cierto esfuerzo Anderton habló con un tono de voz algo más frío.

—Yo deseo solamente que las cosas discurran correctamente.

—Desde el principio —convino Witwer—. Usted es el jefe. Lo que usted ordene, eso se hará. —Y con la mayor evidencia de sinceridad, preguntó—: ¿Tendría la bondad de mostrarme la Organización? Me gustaría familiarizarme con la rutina general, tan pronto como sea posible.

Conforme iban caminando entre las oficinas y despachos alumbrados por una luz amarillenta, Anderton dijo:

—Le supongo conocedor de la Teoría del Precrimen, por supuesto. Presumo que es algo que debe darse por descontado.

—Conozco la información que es pública —repuso Witwer—. Con la ayuda de sus mutantes premonitores, usted ha abolido con éxito el Sistema Punitivo Post-criminal de Cárceles y Multas. Y como todos sabemos, el castigo nunca fue disuasorio, ni pudo proporcionar mucho consuelo a cualquier víctima ya muerta.

Ya habían llegado hasta el ascensor y mientras descendían hasta niveles inferiores, Anderton dijo:

—Tendrá usted ya una idea de la disminución del porcentaje de criminalidad con la metodología del Precrimen. Lo tomamos de individuos que aún no han vulnerado la Ley.

—Pero que seguramente lo habrían hecho —repuso Witwer convencido.

—Felizmente no lo hicieron… porque les detuvimos antes de que pudieran cometer cualquier acto de violencia. Así, la Comisión del Crimen por sí misma es absolutamente una cuestión metafísica. Nosotros afirmamos que son culpables. Y ellos, a su vez, afirman constantemente que son inocentes. Y en cierto sentido, son inocentes.

El ascensor se detuvo y salieron nuevamente hacía otro corredor alumbrado con igual luz amarillenta.

—En nuestra sociedad no tenemos grandes crímenes —continuó Anderton—, pero tenemos todo un Campo de Detención lleno de criminales en potencia, criminales que lo serían efectivamente.

Se abrieron y cerraron una serie de puertas, hasta llegar al ala del edificio que se ocupaba del problema analítico. Frente a ellos surgían unos impresionantes bancos de equipo especializado, receptores de datos, y ordenadores que estudiaban y reestructuraban el material que iba llegando. Y más allá de la maquinaria, los premonitores sentados, casi perdidos a la vista entre una red inextricable de conexiones y cables.

—Ahí están —dijo Anderton—. ¿Qué piensa usted de ellos?

A la luz incierta de aquella enorme habitación, los tres idiotas farfullaban palabras ininteligibles. Cada palabra soltada al azar, murmurada sin ton ni son en apariencia, era analizada, comparada, reajustada en forma de símbolos visuales y transcritos en tarjetas perforadas convencionales que se introducían en las ranuras de los ordenadores. A todo lo largo del día, aquellos idiotas balbuceaban entre sí o aisladamente, prisioneros en sus sillas especiales de alto respaldo, sujetados de forma especial en una rígida posición por bandas de metal, grapas y conexiones.

Sus necesidades físicas eran atendidas automáticamente. No tenían necesidades espirituales en ningún sentido. Al igual que vegetales, se movían, se retorcían y existían. Sus mentes permanecían nubladas, confusas, perdidas en las sombras. Pero no las sombras del presente. Las tres murmurantes criaturas con sus enormes cabezas y estropeados cuerpos estaban contemplando el futuro. La maquinaria analítica registraba sus profecías y los tres idiotas premonitores hablaban, mientras que las máquinas escuchaban cuidadosamente.

Por primera vez, la confiada cara de Witwer pareció perder seguridad. En sus ojos apareció una desmayada expresión de sentirse enfermo, como una mezcla de vergüenza y de shock moral.

—No es… agradable —murmuró—. Nunca pude imaginarme que fueran tan… —Luchó con su mente para encontrar la palabra adecuada—. Tan… deformes.

—Sí, deformes y retrasados —convino Anderton al instante—. Especialmente aquella chica, Dona. Tiene cuarenta y cinco años, pero el aspecto de una niña de diez. El talento lo absorbe todo: su facultad especial de premonición del porvenir altera el equilibrio del área frontal. Pero, ¿para qué vamos a preocuparnos? Conseguimos sus profecías. Aquí tienen cuanto necesitan. Ellos no comprenden absolutamente nada de esto, pero nosotros sí.

Algo sobrecogido por el espectáculo, Witwer atravesó la habitación y se dirigió hacia la maquinaria. De un recipiente tomó un paquete de fichas.

—¿Son estos los nombres que han surgido?

—Desde luego que sí. —Y frunciendo el ceño, Anderton tomó las fichas de manos de Witwer—. No he tenido aún la oportunidad de examinarlas —explicó guardándose para sí la preocupación que aquello le causaba.

Fascinado, Witwer observaba cómo las máquinas de tanto en tanto expulsaban una ficha sobre un recipiente. Después continuaban con otra y una tercera. De los discos que zumbaban con un murmullo constante, surgían fichas, una tras otra.

—¿Los premonitores ven muy lejos en el futuro? —preguntó Witwer.

—Solo ven una extensión relativamente limitada —le informó Anderton—. Una semana o dos como mucho. Muchos de sus datos son inútiles para nuestro trabajo… simplemente sin importancia para nuestra investigación. Pasamos esas informaciones a otras agencias. Agencias, que a cambio nos pasan otros informes interesantes. Cada agencia importante tiene su subterráneo de «monos» guardados como un tesoro.

—¿Monos? —dijo Witwer mirándole con desagrado—. Oh, sí, ya comprendo. Es una curiosa forma de expresarlo.

—Muy adecuada —automáticamente, Anderton recogió las últimas fichas expulsadas por los ordenadores—. Algunos de estos nombres, tienen que ser totalmente descartados. Y la mayor parte de los que quedan se refieren a delitos poco importantes, como los de evasión de impuestos, asalto o extorsión. Como estoy seguro que usted ya sabe, el Precrimen ha rebajado las fechorías en un 99%. Apenas si se dan casos actualmente de traición o asesinato. Después de todo, el delincuente sabe que lo confinaremos en un Campo de Detención una semana antes de que tenga la oportunidad de cometer el crimen.

—¿En qué ocasión se cometió el último asesinato? —preguntó Witwer.

—Hace cinco años.

—¿Y cómo ocurrió?

—El criminal escapó de nuestros equipos. Teníamos su nombre… de hecho teníamos todos los detalles del crimen, incluido el nombre de la víctima. Sabíamos también el momento exacto y el lugar preciso del planeado acto de violencia que iba a cometerse. Pero a despecho nuestro y de todo, el criminal consiguió llevarlo a cabo. —Anderton se encogió de hombros—. Después de todo, resulta imposible cogerlos a todos. —Barajó las fichas con las manos—. Sin embargo, conseguimos evitar la mayoría.

—Un crimen en cinco años —murmuró Witwer, en cuya voz se advertía que retornaba la confianza perdida—. Es realmente un récord impresionante… algo para sentirse orgulloso.

—Yo estoy orgulloso —repuso con calma—. Hace treinta años descubrí la teoría… allá en aquellos días cuando los crímenes se producían abundantemente. Vi proyectado hacia el futuro algo de un incalculable valor social.

Alargó el paquete de tarjetas a Wally Page, su subordinado a cargo del equipo de «monos».

—Vea usted cuáles necesitamos —le dijo—. Utilice su propio criterio.

Mientras Page desaparecía con las fichas, Witwer dijo pensativamente:

—Pues creo que es una gran responsabilidad.

—Sí, lo es —convino Anderton—. Si dejamos que un criminal se escape —como ocurrió hace cinco años— tenemos una vida humana en nuestra conciencia. Nosotros somos los únicos responsables. Si fallamos, alguien puede perder la vida.

Amargamente, recogió tres nuevas fichas acabadas de surgir del ordenador.

—Es una cuestión de confianza pública.

—¿Y no se sienten ustedes tentados a…? —Witwer vaciló—. Quiero decir, algunos de los hombres que ustedes detienen por este procedimiento tendrán que ofrecerles muchas posibilidades.

—En general enviamos un duplicado de las tarjetas del archivo al Cuartel General Superior del Ejército. Allí se comprueba cuidadosamente. Así pueden también seguir nuestro trabajo. —Anderton, lanzó un vistazo a la parte superior de una de las fichas recién salidas—. Así, aunque nosotros deseásemos aceptar un…

Se detuvo de repente, con los labios apretados.

—¿Ocurre algo? —preguntó Witwer alarmado.

Cuidadosamente, Anderton dobló la ficha y la depositó en uno de sus bolsillos.

—Ah… nada —murmuró—. No es nada, nada en absoluto.

La dureza de la voz de Anderton puso alerta a Witwer.

—Con sinceridad, a usted le disgusto yo.

—Es cierto —admitió Anderton—. No me gusta. Pero…

En realidad, no era aquél el motivo. No parecía posible; no era posible. Algo iba mal en todo aquello. Perplejo, trató de aclararse su mente confusa.

Sobre aquella ficha estaba escrito su nombre. En la primera línea… ¡Y acusado de un futuro asesinato! De acuerdo con las señales codificadas, el Comisario del Precrimen John A. Anderton iba a matar a un hombre… y dentro de la próxima semana.

Con una absoluta y total convicción, él no podía creer semejante cosa.

 

II

 

En la oficina exterior, hablando con Page se hallaba la esbelta y atractiva joven esposa de Anderton, Lisa. Estaba enzarzada en una animada y aguda conversación de política y apenas si miró de reojo cuando entró su marido acompañado de Witwer.

—Hola, querida —saludó Anderton.

Witwer permaneció silencioso. Pero sus pálidos ojos se animaron al posar su mirada sobre la cabellera de la mujer vestida de uniforme. Lisa era un oficial ejecutivo del Precrimen, pero una vez había sido, según ya conocía Witwer, la secretaria de Anderton.

Dándose cuenta del interés que se reflejaba en el rostro de Witwer, Anderton se detuvo reflexionando. Colocar la ficha en las máquinas requeriría un cómplice del interior del Servicio, la ayuda de alguien que estuviese íntimamente conectado con el Precrimen y tuviese acceso al equipo analítico. Lisa era un elemento improbable. Pero la posibilidad existía.

Por supuesto que la conspiración podría hacerse en gran escala y de forma muy elaborada, implicando mucho más que el sencillo hecho de insertar una cartulina perforada en cualquier lugar del proceso. Los datos originales en sí mismos tendrían que ser deliberadamente cambiados. Por el momento, no había forma de decir de qué modo podría llevarse a cabo tal alteración. Un frío nervioso le recorrió la espalda, al comenzar a entrever las posibilidades del asunto. Su impulso original —abrir las máquinas decididamente y suprimir todos los datos— resultaba inútilmente primitivo. Probablemente los registros concordaban con la ficha: no haría sino incriminarse a sí mismo en el futuro. Disponía de aproximadamente veinticuatro horas. Después, la gente del Ejército desearía comprobar seguramente las fichas y descubrirían la discrepancia. Y encontrarían en sus archivos el duplicado de una ficha de la que él se habría apropiado. Él solo tenía una de las dos copias, lo que significaba que la ficha que se hallaba doblada en su bolsillo estaría a aquellas horas sobre la mesa de Page a la vista de todo el mundo.

Desde el exterior del edificio le llegó el tronar y los aullidos de una patrulla de coches de la policía. ¿Cuántas horas pasarían antes de que fueran a detenerse en la puerta de su casa?

—¿Qué te ocurre, cariño? —le preguntó Lisa inquieta—. Tienes el aspecto del que ha visto a un fantasma. ¿Te encuentras bien?

—Oh, sí, perfectamente.

Lisa se dio cuenta en el acto del escrutinio admirativo del que estaba siendo objeto por parte de Witwer.

—¿Es este caballero tu nuevo colaborador, querido? —preguntó.

Un poco distraído y confuso, Anderton se apresuró a presentar a su nuevo colega. Lisa sonrió en amistoso saludo. ¿Pasó entre ellos como un encubierto entendimiento? No pudo decirlo. Santo Dios, ya estaba empezando a sospechar de todo el mundo… no solamente de su esposa y de Witwer sino de una docena de miembros de su personal.

—¿Es usted de Nueva York? —preguntó Lisa.

—No —replico Witwer—. He vivido la mayor parte de mi vida en Chicago. Estoy en un hotel… uno de esos grandes hoteles del centro de la ciudad. Espere… tengo el nombre escrito en una tarjeta por aquí en cualquier parte.

Mientras se rebuscaba por los bolsillos, Lisa sugirió:

—Tal vez le gustaría cenar con nosotros. Tendremos que trabajar en íntima cooperación y pienso que realmente deberíamos conocernos mejor.

Asombrado, Anderton se sintió deprimido. ¿Qué oportunidades serían las que proporcionaría la actitud amistosa de su mujer? Profundamente conturbado se dirigió impulsivamente hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —preguntó Lisa asombrada.

—Vuelvo con los «monos» —repuso Anderton—. Quiero hacer una comprobación relativa a unos datos desconcertantes, antes de que el Ejército los vea.

Ya estaba fuera en el corredor antes de que ella pudiese pensar en una forma razonable de detenerlo. Rápidamente se dirigió hacia la rampa del extremo opuesto. Estaba ya a punto de desaparecer de la vista cuando Lisa apareció jadeante de la carrera emprendida tras él.

—Pero, ¿qué es lo que te ocurre, hombre de Dios? —Tomándole por una manga y tirando fuerte hacia ella, se sitúo a su lado—. Sabía que te marchabas —exclamó Lisa bloqueándole el camino—. ¿Qué te pasa? Todo el mundo va a pensar que tú… —se contuvo controlándose para añadir—: Quiero decir, que te estas comportando de una forma errática y extraña.

Una multitud de gente les envolvió, la muchedumbre usual de la tarde. Ignorando a todo el mundo, Anderton apretó el brazo de su mujer.

—Voy a salir fuera —dijo—, mientras que aún es tiempo.

—Pero, ¿por qué?

—Estoy siendo tratado de una forma deliberadamente maliciosa. Ese hombre ha venido a quedarse con mi trabajo. El Senado quiere echarme sirviéndose de él.

Lisa le miró asombrada.

—Pero sí parece una persona encantadora…

—Sí, encantadora como una serpiente de agua.

Lisa reflejó en su rostro su desconcierto.

—No lo creo. Querido, creo que estás bajo los efectos de un exceso de trabajo. —Sonriendo inciertamente balbuceó—. No resulta realmente creíble que Ed Witwer esté tratando de minarte el terreno. ¿Cómo podría hacerlo, aunque quisiera? Seguramente que Ed…

—¿Ed?

—Ese es su nombre, ¿no es así?

Los ojos de Lisa se dilataron de asombro y de desconcierto y brillaron en una muda protesta.

—Cielo santo, estás sospechando de todo el mundo. Parece como si creyeses que yo también estoy mezclada en alguna clase de conspiración contra ti, ¿verdad?

Su marido consideró un instante la cuestión.

—Pues… no estoy muy seguro.

Lisa se le aproximó con ojos acusadores.

—Eso no es cierto. Ni tú mismo lo crees. Tal vez deberías marcharte de vacaciones por un par de semanas. Necesitas desesperadamente un descanso. Toda esta tensión y este trauma producido por la llegada de un joven… Estás actuando como un paranoico. ¿Es que no puedes verlo? Dime, ¿tienes alguna prueba de lo que estás diciendo?

Anderton sacó su billetera y extrajo de ella la ficha doblada.

—Examina esto cuidadosamente —le dijo a su mujer.

El color se escapó de las mejillas de Lisa, dejando escapar un sonido entrecortado.

—La trama es claramente evidente —le dijo Anderton—. Esto dará a Witwer un claro pretexto, legal al mismo tiempo, para suprimirme de aquí inmediatamente. No tendrá que esperar a que yo presente mi dimisión. Ellos saben que puedo prestar aún unos años más de servicio.

—Pero…

—Y eso acabará con el sistema de equilibrio y de comprobación. El Precrimen dejará de ser una agencia independiente. El Senado controlará la Policía y después… —Sus labios se apretaron en un rictus amargo—. Absorberán igualmente al Ejército también. Bien, eso sería una consecuencia lógica. Indudablemente, siento hostilidad y resentimiento hacia Witwer, y por supuesto que tengo motivos para proceder así. A nadie le gusta ser reemplazado por un joven y puesto en la lista de los inútiles. En su día eso resultaría totalmente plausible, excepto que no tengo ni la más remota intención de matar a Witwer. Pero no puedo probarlo. Y así las cosas ¿Qué es lo que puedo hacer?

En silencio, con la cara blanca por una intensa palidez, Lisa sacudió la cabeza.

—Pues yo… yo no sé, querido. Si solo…

—Ahora mismo —declaró abruptamente Anderton—. Me voy a casa y empaquetaré mis cosas. Creo que es lo mejor que puedo hacer.

—Y vas realmente a… ¿Esconderte por ahí?

—Así voy a hacerlo. Me iré, aunque sea a las colonias lejanas del Sistema de Centauro si es preciso. Ya se ha hecho antes con éxito y aún dispongo de veinticuatro horas para hacerlo —se volvió resueltamente—. Vuelve al interior. No hay nada que hablar de que vengas conmigo.

—¿Imaginaste que lo haría? —preguntó Lisa.

Sorprendido, Anderton la miró fijamente.

—¿No lo hubieras hecho? No, ya veo que no me crees. Todavía piensas que estoy imaginando todo esto… —Y sacudió nerviosamente la ficha entre las manos—. Ni incluso con esta evidencia estás convencida.

—No —convino rápidamente Lisa—. No lo estoy. Creo que no has considerado bien de cerca la cuestión, querido. El nombre de Ed Witwer no está en ella.

Incrédulo, Anderton tomó la ficha de manos de su mujer.

—Nadie dice que tú tengas que matar a Ed Witwer —continuó Lisa rápidamente en un tono vivaz—. La ficha debe ser verdadera, ¿comprendes? Pero nada tiene que ver con Ed Witwer. Él no está intrigando contra ti, ni ninguna persona más tampoco.

Demasiado confuso para responder, Anderton permaneció sin quitar los ojos de la ficha de cartulina. Ella tenía razón. Ed Witwer no estaba catalogado como su víctima. Sobre la línea quinta, la máquina había estampado nítidamente otro nombre: LEOPOLD KAPLAN

Aturdido, volvió a guardarse la ficha en el bolsillo. Jamás había oído ese nombre en toda su vida.

 

III

 

La casa se hallaba fría y solitaria y casi inmediatamente Anderton comenzó a hacer los preparativos para su viaje. Mientras empaquetaba las cosas, una serie de frenéticos pensamientos cruzaban su mente. Posiblemente estaba equivocado respecto a Witwer, pero, ¿cómo podía estar seguro? En cualquier caso, la conspiración contra él era mucho más compleja de lo que había creído a primera vista. Witwer solo podría ser una marioneta animada por cualquier otro personaje, por algún distante y poderoso elemento oculto en la penumbra del fondo.

Había sido un error haber mostrado la ficha a Lisa. Sin duda alguna, ella se lo contaría con todo con detalle al propio Witwer. Nunca había salido de la Tierra, ni comprobado qué clase de vida podría llevar en cualquier planeta fronterizo.

Mientras se hallaba así preocupado, el piso de madera crujió tras él. Se volvió rápidamente para enfrentarse con el cañón azulado de una pistola atómica.

—No le llevará mucho tiempo —dijo, mirando fijamente al hombretón cuadrado de hombros, de labios apretados, que, vistiendo un abrigo marrón oscuro, le apuntaba con el arma atómica—. ¿Ni siquiera dudó ella un instante?

El rostro del intruso no pareció tener respuesta adecuada.

—No sé de lo que está usted hablando —dijo—. Vamos, venga conmigo.

Paralizado, Anderton soltó una pesada chaqueta de pieles que sostenía en la mano.

—Usted no pertenece a mi Agencia. ¿Es usted acaso un oficial de Policía?

Protestando y a empujones fue llevado a toda prisa hacia un coche cubierto que esperaba en la calle. La puerta se cerró con estrépito al arrancar el coche, habiendo entrado previamente tres hombres armados en el interior junto con él. El automóvil salió disparado hacia la autopista que salía alejándose de la ciudad. Impasibles y remotos, los rostros que le rodeaban permanecían inalterables con los movimientos del vehículo, al pasar los inmensos campos, oscuros y sombríos, que desfilaban rápidamente ante sus ojos.

Anderton aún trataba inútilmente de captar las implicaciones de lo sucedido, cuando de repente, el coche se desvió de la carretera general y descendió a un garaje de aspecto sombrío con la entrada semioculta. Alguien gritó una orden. La pesada puerta metálica de acceso se descorrió y unas luces brillantes iluminaron el recinto. El chofer apagó el motor.

—Lamentarán ustedes esto —protestó Anderton indignado—. ¿Sabe usted quién soy yo? —concluyó dirigiéndose al que parecía ser el jefe de la partida.

—Lo sabemos —repuso el hombre del abrigo marrón.

A punta de pistola, Anderton fue conducido por unas escaleras y después, por un corredor alfombrado. Se hallaba, al parecer, en una lujosa residencia privada, construida ocultamente en un área devastada por la guerra.

Al extremo del corredor se abría una habitación, más bien un estudio, provisto de gran cantidad de libros y ornamentado, por lo demás, con exquisito gusto. Dentro de un círculo de luz y con el rostro oculto parcialmente por las sombras, un hombre a quien jamás había visto permanecía sentado esperando su llegada.

Conforme se aproximaba Anderton, aquel hombre se quitó unos lentes sin aros, con cierto nerviosismo, y se humedeció los labios. Era de avanzada edad, tal vez unos setenta, y se apoyaba en un bastón con empuñadura de plata. Su cuerpo era delgado y su actitud curiosamente rígida. Sus escasos cabellos grises los llevaba peinados muy pegados al cráneo. Sus ojos únicamente denotaban alarma.

—¿Es Anderton? —preguntó con cierta indiferencia al hombre del abrigo marrón—. ¿Dónde lo encontró usted al fin?

—En su casa —replicó el otro—. Estaba preparando el equipaje… según esperábamos.

El anciano del sillón se estremeció visiblemente.

—Haciendo el equipaje… Mire —dijo dirigiéndose a Anderton—. ¿Qué es lo que le ocurre? ¿Es que se ha vuelto loco de remate? ¿Cómo podría usted matar a un hombre a quien no ha conocido nunca?

Aquel hombre anciano, según pudo deducir inmediatamente Anderton, era Leopold Kaplan.

—Primeramente, haré a usted una pregunta —repuso Anderton rápidamente—. ¿Se da usted cuenta de quién soy yo? Soy el Comisario de la Policía General. Puedo encerrarle durante veinte años por esto.

Iba a continuar diciendo más cosas, pero una súbita idea le interrumpió.

—¿Cómo lo descubrió usted? —preguntó. Involuntariamente, su mano se dirigió hacia el bolsillo donde tenía escondida la ficha doblada—. No habrá sido por otra…

—No fui notificado por su agencia —dijo Kaplan interrumpiéndole, con visible impaciencia—. El hecho de que nunca haya oído hablar de mí no me sorprende demasiado. Leopold Kaplan, General del Ejército de la Alianza Federada del Bloque Occidental, estoy retirado desde el fin de la Guerra Anglo-China y la abolición de la AFBO.

Aquello iba teniendo sentido, pensó Anderton, que siempre había sospechado que el Ejército poseía inmediatamente los duplicados de las fichas para su propia protección.

Sintiéndose más aliviado, preguntó:

—Bien, aquí me tiene usted. ¿Y ahora, qué?

—Evidentemente —repuso Kaplan—, no voy a destruirle, para librarme de lo que indica una de esas estúpidas fichas. Pero siento curiosidad acerca de usted. Me parece increíble que un hombre de su talla pudiese contemplar a sangre fría el asesinato de un extraño por completo a usted. Tiene que haber aquí algo más implicado en todo esto. Francamente me siento embrollado. Si esto representa alguna clase de estrategia de la Policía… —se encogió de hombros—. Seguramente que usted no habría permitido que el duplicado de la ficha hubiera llegado a nosotros.

—A menos que tal ficha se haya introducido en los ordenadores deliberadamente —sugirió otro de los hombres.

Kaplan escrutó con sus brillantes ojos a Anderton.

—¿Qué tiene usted que decir?

—Esa es exactamente la cuestión —repuso Anderton—. La predicción de tal ficha fue deliberadamente fabricada por algún grupo del interior de la Agencia de Policía. La ficha ha sido preparada y a mí se me ha tendido una trampa. Así, he sido relevado automáticamente de toda mi autoridad… Mi asistente interviene entonces y afirma que ha prevenido el crimen en la forma usual y eficiente del Sistema Precrimen. Ni que decir tiene que no hay crimen ni intento de tal crimen.

—Yo estoy por completo de acuerdo con usted en que no habrá tal asesinato —afirmó Kaplan autoritariamente—. Estará usted bajo custodia de la Policía. Intento hallarme bien seguro de eso.

Horrorizado, Anderton protestó:

—¿Va usted a devolverme allí? Si permanezco detenido, jamás estaré en condiciones de probar que…

—No me preocupa lo que usted intente probar o no —dijo Kaplan interrumpiéndole—. Todo mi interés radica en tenerle a usted fuera de combate. —Y fríamente añadió—: Para mi propia protección.

—Ya estaba dispuesto a marcharse —comentó uno de los hombres.

—Así es —ratifico Anderton sudando—. Tan pronto como me echen el guante seré internado en uno de esos Campos de Detención. Witwer se pondrá al frente… y ya puedo considerarme perdido. —Su rostro se ensombreció—. Y mi esposa también. Están actuando todos de acuerdo, según las apariencias.

Por un momento Kaplan pareció vacilar.

—Es posible —concedió mirando a Anderton severamente. Después sacudió la cabeza—. No, no puedo correr ningún riesgo. Esto es una conspiración contra usted y lo lamento, créame. Pero es algo que no me concierne en absoluto. —Y dirigiéndose a sus hombres les dijo—: Llévenlo al edificio de la Policía y entréguenlo a la más alta autoridad.

Y mencionó el nombre del Comisario en funciones, esperando la reacción de Anderton.

—¡Witwer! —repitió Anderton incrédulo como en un eco.

Todavía sonriendo ligeramente, Kaplan se volvió y conectó la radio.

—Witwer ya ha asumido el mando. Ni que decir tiene que formará con todo esto un buen tinglado.

Se oyó un zumbido estático y después, de repente, la radio comenzó a sonar en la habitación a bastante volumen. Una voz profesional y bastante ruidosa leía un mensaje informativo:

«…todos los ciudadanos tienen la orden estricta de no dar refugio por ningún concepto a ese individuo peligrosamente criminal. Las extraordinarias circunstancias de un criminal que ha escapado hacia la libertad en condiciones de cometer un acto de violencia, es un caso único en estos tiempos. Todos los ciudadanos quedan advertidos mediante este boletín informativo, de que las leyes en vigor implican que tanto individual como colectivamente tienen la obligación de cooperar totalmente con la Policía para aprehender a John Allison Anderton, quien, por medio de la metodología del Sistema Precriminal es declarado de ahora en adelante un asesino potencial y por tal motivo ha perdido su derecho a la libertad y a todos sus privilegios».

—Se ve que no ha perdido el tiempo —murmuró Anderton, abatido. Kaplan tocó un botón y la radio enmudeció.

—Lisa tiene que haber ido directamente a él —dijo Anderton especulando amargamente.

—¿Por qué tendría que esperar? —preguntó Kaplan—. Usted expresó sus intenciones claramente.

El viejo general hizo una señal a sus hombres.

—Llévenle a la ciudad. Me siento a disgusto con este hombre en mi proximidad. En ese aspecto, estoy de acuerdo con el Comisario Witwer. Quiero que sea neutralizado lo más pronto posible.

 

IV

 

Una lluvia fina y helada se abatía sobre las calles mientras el coche atravesaba las oscuras avenidas de Nueva York hacia el edificio de la Policía.

—Puede usted ponerse en su lugar —dijo uno de los hombres a Anderton—. Si usted estuviese en su puesto habría actuado de igual forma.

Pensativo y resentido Anderton se mantenía callado mirando hacia adelante.

—De cualquier forma —continuó aquel hombre— usted solo es uno entre muchos más. Miles de personas han ido a parar a esos Campos de Detención. No se encontrará solo.

Abrumado por las circunstancias, Anderton miraba a los transeúntes apresurándose a lo largo de las aceras mojadas por la lluvia. Solo se daba cuenta de la tremenda fatiga que sentía. Mecánicamente iba comprobando los números de las casas calculando la proximidad a la Estación de Policía.

—Ese Witwer se ve que sabe aprovechar las oportunidades y sacar ventaja de cualquiera de ellas —observó uno de los hombres—. ¿Le conoce usted?

—Muy poco.

—Deseaba su puesto… y por eso ha conspirado contra usted. ¿Está usted seguro?

—¿Importa mucho eso ahora? —repuso Anderton con un gesto.

—Era por pura curiosidad. —Y el hombre suspiró lánguidamente—. Entonces, ahora es usted el ex Comisario Jefe de la Policía. La gente que se encuentra en esos Campos estará deseando verle. Y conocer cómo es su cara.

—Sin duda.

—Witwer seguramente que no perderá el tiempo. Kaplan tiene suerte… con un personaje así al frente de la Policía. —Y el hombre miró a Anderton casi con lástima—. Pero usted está seguro de que es un complot, ¿verdad?

—Por supuesto que sí.

—No habría usted tocado ni un solo cabello de Kaplan, ¿verdad? Por primera vez en la historia, el Precrimen se ha equivocado. Un hombre inocente perseguido por culpa de una de esas fichas… Tal vez haya muchas otras personas inocentes, ¿no es verdad?

—Es muy posible —repuso Anderton.

—Tal vez la totalidad de ese Sistema se venga abajo. Seguramente que usted no va a cometer ningún crimen… y tal vez ninguno de los otros tampoco. ¿Es ésa la razón por la que dijo a Kaplan que quería marcharse? ¿Deseaba usted probar tal vez que el Sistema es falso? Sepa que soy un hombre de amplia mentalidad si quiere hablarme de ello.

Otro de los hombres se inclinó sobre él y preguntó:

—Entre usted y yo, ¿existe realmente algún complot? ¿Ha sido usted falsamente acusado?

Anderton suspiró. Hasta tal punto vacilaba en su interior. Tal vez se hallaba atrapado en un circuito sin salida, sin motivo, sin principio y sin fin. De hecho, estaba casi dispuesto a conceder que era la víctima de una fantasía neurótica, excitada por la creciente inseguridad que le rodeaba. Sin lucha, estaba a punto de renunciar a todo. Un enorme peso le aplastaba dejándole sofocado y sin energías para nada. Estaba luchando contra algo imposible… y todas las cartas estaban en su contra.

Un repentino chirrido de los neumáticos le llamó la atención. Frenéticamente el conductor trataba de controlar el coche en aquel momento, dando golpes de volante y usando el freno, al mismo tiempo que un enorme camión cargado de pan, surgido de la niebla, se le venía encima. De haber acelerado, tal vez habría salvado la situación. Pero era demasiado tarde para corregir el error. El coche patinó, y dio unos bandazos para ir a estrellarse contra la delantera del camión.

Bajo Anderton, el asiento actuó como un resorte empujándole hacia la puerta. Sintió un dolor súbito e intolerable en el cerebro como si fuera a estallarle, encontrándose de rodillas sobre el pavimento. Cerca de él creyó oír el crepitar de unas llamas y unas fajas de luz serpentear entre la niebla dirigiéndose hacia el coche.

Unas manos acudieron en su ayuda. Poco a poco se dio cuenta de que iba siendo arrastrado lejos del automóvil.

A lo lejos se oían las sirenas de los coches de patrulla.

—Vivirá usted —dijo una voz en su oído, en tono estático y urgente. Era una voz que jamás había oído antes y le resultaba tan extraña como la lluvia que le batía el rostro—. ¿Puede oír lo que le estoy diciendo?

—Sí —repuso Anderton. Con la manga acudió en auxilio de un corte que ya le sangraba abundantemente de la mejilla. Confuso, trató de orientarse—. Usted no es…

—Deje de hablar y escuche. —El hombre que le hablaba era un tipo fornido, casi obeso. Sus enormes manos le sostenían ahora fuera de la calzada y contra la pared de ladrillo de una calle adyacente, lejos del fuego y del coche—. Tuvimos que hacerlo de esta forma. Era la única alternativa. No tuvimos mucho tiempo disponible. Creímos que Kaplan le retendría en su residencia por más tiempo.

—Entonces, ¿esto ha sido preparado previamente? —preguntó Anderton parpadeando en su enorme confusión.

—Desde luego. —Y aquel hombretón soltó un juramento—. ¿Quiere usted decir que también ellos creían…?

—Yo pensé… —comenzó a decir Anderton y se detuvo al darse cuenta de que encontraba dificultades al hablar, uno de los dientes frontales lo había perdido en el accidente—. La hostilidad hacia Witwer… sentirme reemplazado, y luego mi esposa… el resentimiento natural…

—Deje de engañarse a sí mismo —le interrumpió el desconocido—. Lo sabe usted muy bien. Todo el asunto fue calculado meticulosamente. Tenían cada fase bajo control. La ficha fue colocada el día en que Witwer apareció. Y ya tienen cuanto desean. Witwer Comisario y usted un criminal perseguido.

—¿Quién está detrás de todo eso?

—Su esposa.

Anderton sacudió la cabeza.

—¿Está usted seguro?

Aquel individuo se puso a reír.

—Puede apostar por su esposa. —Miró rápidamente a su alrededor—. Aquí viene la Policía. Siga por esa calle estrecha, tome un autobús, y váyase al barrio pobre de los suburbios, alquile una habitación y cómprese un puñado de revistas para tener algo en que estar ocupado. Ah, cómprese otras ropas. Es usted lo suficientemente listo como para ocuparse de sí mismo. No trate de salir de la Tierra. Controlan todos los sistemas de transporte. Si consigue escapar durante los próximos siete días estará usted salvado.

—¿Quién es usted? —preguntó Anderton.

—Mi nombre es Fleming.

Aquel hombre se apartó y con cuidado comenzó a andar por la estrecha calle fuera de las luces. El primer coche de Policía ya había llegado a la calzada y sus ocupantes se lanzaron sobre el destrozado coche de Kaplan. En el interior, los ocupantes se movían débilmente comenzando a gemir dolorosamente a través de la maraña de acero, cristales y plástico bajo la lluvia.

—Considérenos como una sociedad protectora —dijo Fleming sin ninguna expresión especial en su rostro mojado por la lluvia—. Una especie de Fuerza de Policía que vigila a la Policía. Queremos que las cosas marchen como deben.

Con su enorme manaza le dio un empujón hacia el interior del callejón. Anderton se sintió lanzado lejos de él, estando a punto de caer en medio de las sombras y escombros que medio llenaban aquella callejuela.

—Siga y no se detenga —le repitió Fleming—. Y no desprecie este paquete. —Y le arrojó un abultado sobre que Anderton recogió—. Estudie eso con cuidado y creo que podrá sobrevivir.

 

V

 

La carta de identidad le describía como Ernest Temple, electricista, de paso por Nueva York, con esposa y cuatro hijos en Buffalo. Un carnet manchado de sudor le daba autorización para trabajar en sitios distintos, viajando constantemente sin dirección fija. Un hombre que necesita trabajar, debe viajar.

Mientras cruzaba la ciudad en un autobús casi vacío, Anderton estudió la documentación de Ernest Temple. Sin duda alguna aquellos documentos de identidad se habían hecho a tanteo por todas las medidas y datos que allí aparecían. Tras un rato se preguntó de quién serían las huellas digitales y como habrían conseguido la longitud de onda de su cerebro. Sin duda no resistirían una comprobación rigurosa. Pero al menos era una documentación como principio. Era algo. Con los documentos, iban mil dólares en billetes. Se guardó el dinero y los documentos y después se volvió hacia lo escrito claramente en el sobre que había contenido los carnets. Al principio no le encontró el menor sentido. Durante algún tiempo, lo estuvo considerando, realmente perplejo.

 

La existencia de una mayoría implica lógicamente, una minoría correspondiente.

 

El autobús ya había entrado en una vasta región de suburbios pobres de la ciudad en aquella jungla de hoteles baratos y tiendas humildes que habían surgido en aquella área tras las destrucciones de la guerra. Llegó a una parada y Anderton se preparó a salir.

Unos cuantos pasajeros observaron al paso su mejilla herida y sus ropas destrozadas. Ignorando a aquella gente, echó a andar por el borde de la acera bajo la persistente lluvia.

El conserje del hotel no le prestó la menor atención, después de haberle cobrado el dinero de la pensión. Anderton subió la escalera hasta el segundo piso y entró en una habitación reducida con olor humedad. Era pequeña, pero estaba limpia. Tenía cama, armario, tocador, un calendario, silla, lámpara y una radio con contador de tiempo mediante monedas.

Puso en la ranura una moneda de veinticinco centavos y se dejó caer pesadamente en la cama. Todas las emisoras importantes estaban transmitiendo el boletín de la Policía. Era algo nuevo, excitante, desconocido para las generaciones actuales. ¡Un criminal escapado de la Policía! El público estaba ávidamente interesado.

«…este hombre ha usado la ventajosa posición de la que gozaba para burlar a la Policía —estaba diciendo el locutor con una indignación muy profesional—. Debido a su alto cargo, ha tenido acceso a los datos previos y la confianza depositada en él le ha permitido evadir el proceso normal de detención y localización. Durante el período de su mando, ha ejercitado su autoridad para enviar individuos sin cuento, potencialmente culpables, a los Campos de Confinamiento, desperdiciando así las vidas de esas inocentes víctimas. Este hombre, John Allison Anderton, fue el instrumento de creación del Sistema Precriminal, la predicción profiláctica de la criminalidad a través del ingenioso uso de los mutantes premonitores, capaces de adivinar el futuro y transferir oralmente esos datos a la maquinaria analítica. Esos tres premonitores en sus funciones vitales…».

La voz disminuyó al entrar en el diminuto cuarto de baño de la habitación. Una vez allí se despojó de la chaqueta y la camisa y dejó correr el agua fresca del grifo del lavabo. En la pequeña vitrina encontró un poco de yodo, vendaje, una máquina de afeitar, peine y cepillo de dientes, amén de otras pequeñas cosas que podía necesitar. A la mañana siguiente, tendría que procurarse otras ropas de segunda mano y comprar otros objetos necesarios, adecuados a su nueva situación. Después de todo, ahora era un obrero electricista en busca de trabajo y no un Comisario de Policía víctima de un accidente.

En la otra habitación, la radio continuaba sonando. Solo de forma subconsciente atento a ella, permaneció frente al espejo examinándose el diente roto por el choque.

«…el sistema de los tres premonitores mutantes tuvo su génesis a mediados de este siglo. ¿Cómo se comprueban los resultados en un ordenador electrónico? Alimentando la máquina con datos que se insertan en una segunda máquina de idéntico diseño. Pero dos ordenadores no son suficientes. Si cada uno ellos, llega a una respuesta diferente es imposible decir a priori cuál es la correcta. La solución, basada en un cuidadoso estudio del método estadístico es utilizar un tercer ordenador que compruebe los resultados de los dos primeros. De esta forma, se obtiene lo que se llama el informe de la mayoría. Puede presumirse con gran probabilidad que el acuerdo de dos de los tres ordenadores indica cuál de los resultados de tal alternativa es el correcto. No sería verosímil que dos ordenadores llegasen a idénticas soluciones incorrectas…».

Anderton arrojó la toalla que tenía en la mano y corrió hacia la otra habitación, volcándose literalmente sobre el aparato de radio para captar mejor la emisión.

«…la unanimidad de los tres premonitores es un fenómeno posible pero muy rara vez conseguido, según explica el Comisario en funciones, el Sr. Witwer. Es mucho más corriente obtener un informe de mayoría de dos premonitores más un informe de minoría del tercer mutante, con una variación muy ligera, referida usualmente al tiempo y al lugar. Esto se explica por la teoría de los múltiples futuros. Si existiese solamente un sendero del tiempo, la información premonitora no tendría importancia, ya que no existiría ninguna posibilidad de alterar el futuro».

Anderton comenzó a recorrer frenéticamente la pequeña habitación de un lado a otro. El informe de la mayoría… solo dos de los premonitores mutantes habían coincidido en el material anotado en la ficha, Aquél era el significado del mensaje del paquete que le habían entregado. El informe del tercer premonitor, esto es, el informe de la minoría, tenía también su importancia.

¿Por qué?

Consultó el reloj y vio que era ya pasada la medianoche. Page estaría libre de servicio. No estaría de vuelta en el bloque de los «monos» hasta la tarde siguiente. Era una débil oportunidad, pero valía la pena aprovecharla. Tal vez Page quisiera encubrirle, o tal vez no. Tenía que arriesgarse a saberlo.

Tenía que ver “el informe de la minoría”.

 

VI

 

Entre el mediodía y la una de la tarde, las calles hormigueaban de gente. Eligió esa hora, en el momento de más tráfico del día, para hacer su llamada. Eligió una cabina telefónica pública del interior de una tienda, marcó el número tan familiar de la Policía y esperó la respuesta. Deliberadamente seleccionó solo el canal del sonido, descartando el de la imagen, pues a despecho del cambio sufrido por las ropas y su atuendo general, podía ser reconocido.

La persona que recibió la llamada era nueva para Anderton. Con precaución deliberada, le dio la extensión de Page. Si Witwer estaba cambiando todo el personal y poniendo en su lugar a sus satélites, podría hallarse hablando con una persona totalmente extraña.

—¿Sí? —sonó la voz de Page, al fin.

Sintiéndose aliviado, Anderton miró a su alrededor. Nadie estaba dedicándole la menor atención, los clientes de la tienda merodeaban alrededor de las mercancías en su rutina diaria.

—¿Puede usted hablar? —preguntó—. ¿O hay algo cerca que se lo impide?

Se produjo un momento de silencio. Tuvo la certeza de estar viendo al propio Page luchar con la incertidumbre de lo que tenía que hacer en aquel momento. Por fin, llegó la respuesta:

—¿Por qué… me llama usted aquí?

Ignorando la pregunta, Anderton continuó:

—No reconocí la voz del recepcionista. ¿Hay nuevo personal?

—Sí, de nueva marca —repuso Page con voz ahogada—. Tenemos grandes cambios estos días.

—Así lo tengo entendido —repuso Anderton—. ¿Y su trabajo? ¿Continúa todavía en pie?

—Espere un momento. —El receptor fue puesto de forma que unos pasos que se aproximaban llegasen claramente a oídos de Anderton. Fueron seguidos por el ruido de una puerta que se cerraba. Page volvió al teléfono—. Ahora podemos hablar mejor. Dígame.

—¿Cuánto mejor?

—No mucho. ¿Dónde está usted?

—Paseando por Central Park —repuso Anderton—. Disfrutando de la luz del sol. —Por lo que había supuesto, Page había ido a asegurarse de que la conversación se registraba en cinta magnetofónica. En aquel momento, con toda seguridad, una patrulla aérea estaría ya en su busca. Pero no tenía más remedio que aprovechar aquella oportunidad—. Ahora trabajo en un nuevo oficio. Soy electricista.

—Ah, ¿sí? —repuso Page asombrado.

—Pensé que tendría usted algún trabajo para mí. Si puede usted arreglarlo, podría dejarme caer por ahí y examinar el equipo básico de computación. Especialmente los datos y los bancos analíticos del bloque de los «monos».

Tras una pausa, Page contestó:

—Pues… creo que podría arreglarse, si es tan importante para usted.

—Lo es —le aseguró Anderton—. ¿Cuándo sería mejor para usted?

—Bien —contestó Page como luchando consigo mismo—. Espero a un equipo de reparaciones que viene a echar un vistazo al equipo de comunicaciones. El Comisario en funciones quiere que sea mejorado, para que pueda operar con mayor rapidez. Podría usted venir entonces.

—Lo haré. ¿Hacia qué hora?

—Digamos a las cuatro de la tarde en punto. Entrada B, nivel 6. Allí… le encontraré a usted.

—Muy bien, gracias —dijo Anderton y comenzó ya a colgar—. Espero que todavía esté usted en su puesto cuando llegue.

Colgó y salió rápidamente de la cabina. Un momento después, se hallaba mezclado con la ingente muchedumbre que atestaba las calles y entró en una cafetería próxima. Nadie podría localizarle allí. Tenía por delante una espera de tres horas y media. Aquello podría ser demasiado tiempo. Sería la espera más larga de toda su vida.

Lo primero que Page le dijo al verlo fue:

—Está usted loco de remate. ¿Por qué diablos ha vuelto?

—No he vuelto por mucho tiempo.

Con cuidado, Anderton comenzó a deambular alrededor del bloque de los «monos» cerrando sistemáticamente una puerta tras otra.

—No deje que entre nadie. No puedo correr ningún riesgo inútil.

—Tendría usted que haberse marchado cuando consiguió escapar —le dijo Page, siguiéndole con el rostro descompuesto y alterado—. Witwer ha revuelto el cielo y la tierra y ha conseguido que todo el país esté sobre su pista como un lobo rabioso.

Ignorándole, Anderton abrió el control principal del banco de la maquinaria analítica.

—¿Cuál de los tres «monos» dio el informe de la minoría?

—No me pregunte a mí… Yo me marcho.

Page pasó junto a él, se detuvo un instante y se marchó cerrando la puerta de la habitación. Anderton se quedó solo.

El de en medio. Lo conocía bien. Era el de figura de enano que permanecía sentado entre cables y conexiones desde hacía quince años. Al aproximarse Anderton, ni siquiera levantó los ojos. Con la vista ausente contemplaba un mundo que no existía, ajeno a la realidad física que yacía a su alrededor.

«Jerry» tenía veinticuatro años. Originalmente había sido clasificado como un idiota hidrocefálico, pero cuando llegó a los seis años de edad los análisis psicológicos determinaron su talento premonitor, enterrado bajo los tejidos alterados de sus circunvoluciones cerebrales. Llevado a la escuela especial de entrenamiento del Gobierno, su talento latente había sido ampliamente cultivado. A los nueve años, su talento premonitor había alcanzado un nivel utilizable. «Jerry», sin embargo, continuaba yaciendo en el caos sin meta de su idiotez congénita, su especial facultad premonitora había absorbido el resto de su personalidad.

Agachándose, Anderton comenzó a desarmar los escudos protectores que guardaban las cintas grabadas y almacenadas en la maquinaria analítica. Utilizando esquemas, fue siguiendo la pista de los diferentes circuitos de los ordenadores a los que «Jerry» y su equipo estaban conectados. Consultando el plano, a los pocos instantes estuvo en condiciones de seleccionar la sección del registro que se refería a su ficha en particular.

En sus proximidades, había montado un aparato magnetofónico. Conteniendo la respiración, insertó la cinta, activó la máquina y escuchó. Solo le llevó un instante. Desde la primera declaración del informe, resultó claro lo ocurrido. Tenía lo que deseaba, podía dejar ya de buscar.

La visión de «Jerry» estaba desenfocada, desfasada. A causa de la naturaleza errática de la premonición, estaba examinando un área de tiempo ligeramente diferente de la de sus compañeros. Para él el informe de que Anderton cometería un asesinato era un suceso para ser integrado con todos los demás. Aquella afirmación —y la reacción de Anderton— era un dato más.

Sin duda alguna, el informe de «Jerry» reemplazaba al informe de la mayoría. Habiendo sido informado de que cometería un crimen, Anderton habría cambiado de parecer y no lo habría hecho. La previsión del crimen había evitado su comisión. La profilaxis había ocurrido simplemente al haber sido informado. Y se había creado un nuevo sendero del tiempo.

Temblando, Anderton volvió a rebobinar la cinta y pulsó el botón correspondiente. A gran velocidad, obtuvo una copia del informe. Allí tenía la prueba de que la ficha no era válida: obsoleta. Todo lo que tenía que hacer era mostrársela a Witwer…

Su propia estupidez le dejó helado. Sin duda alguna, Witwer había visto el informe y a pesar de ello, había asumido el papel de Comisario y dado órdenes a la Policía. Witwer no se volvería atrás y le tendría sin cuidado la inocencia de Anderton.

Entonces, ¿qué podía hacer? ¿Quién más podía estar interesado?

—¡Estúpido loco! —gritó con ansiedad una voz a su espalda.

Se volvió rápidamente. Su esposa permanecía de pie en una de las puertas, vestida con su uniforme de la Policía y reflejando en los ojos una frenética desesperación.

—No te preocupes —repuso él brevemente—. Me voy ya.

Con el rostro distorsionado, Lisa se precipitó tras él.

—Page me dijo que estabas aquí pero no podía creerlo. No debió haberte dejado entrar. ¿Es que no comprendes quién eres?

—¿Quién soy? —preguntó cáusticamente Anderton—. Antes de responder sería mejor que escucharas este registro.

—¡No quiero escucharlo! ¡Quiero que te marches de aquí! Ed Witwer sabe que alguien anda por aquí. Page está tratando de mantenerlo ocupado… —Ella se interrumpió, moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¡Está aquí! Forzará la entrada para llegar hasta aquí.

—¿No has logrado ninguna influencia? Vamos, sé graciosa y encantadora. Probablemente se olvide de mí.

Lisa le miró con un amargo reproche.

—Hay una nave aparcada en el techo del edificio. Si quieres marcharte lejos… —Su voz se entrecortó y quedó en silencio. Después, añadió—: Yo me marcharé dentro de un minuto. Si quieres venir…

—Iré —dijo Anderton.

No tenía otra elección. Se había asegurado aquel registro, su prueba; pero no había pensado en la forma de salir de allí. Contento, corrió tras la esbelta figura de su mujer, sorteando todos los obstáculos del bloque de los monos y después hacia una puerta y un corredor.

—Es una nave muy rápida —le dijo ella por encima del hombro—. Está provista de combustible para casos de emergencia… dispuesta a salir en el acto. Yo iba a supervisar algunos de los equipos.

 

VII

 

Tras el volante del crucero ultrarrápido de la Policía, Anderton resumió el contenido del informe de la minoría obtenido. Lisa escuchó sin hacer comentarios, con las facciones contraídas y las manos nerviosamente enlazadas en la falda. Bajo la nave discurría el terreno destruido por la guerra, en un vasto panorama de ruinas y desastre. Un espantoso paisaje lleno de cráteres, como un mapa lunar, moteado de tanto en tanto por algunas pequeñas granjas y fábricas.

—Me gustaría saber —dijo Lisa, cuando su marido hubo terminado— cuántas veces habrá ocurrido esto antes.

—¿Un informe de la minoría? Muchísimas veces.

—Quiero decir, que uno de esos premonitores se haya desfasado. Usando el informe de los otros como datos…, y reemplazándolo. —Sus ojos se oscurecieron y añadió—: Tal vez una enorme cantidad de personas de las que se encuentran en los Campos de Detención, están en tus mismas condiciones.

—No —insistió Anderton. Pero ya comenzaba a sentirse incómodo ante tal pensamiento—. Yo estaba en condiciones de ver la ficha, y poder leer el informe. Eso es lo que hice.

—Pero… —y Lisa hizo un gesto significativo—. Tal vez todos ellos habrían reaccionado de la misma forma. Podríamos haberles dicho a todos ellos la verdad.

—Habría sido un riesgo demasiado grande —repuso Anderton con testarudez.

Lisa soltó una nerviosa carcajada.

—¿Riesgo? ¿Oportunidad? ¿Incertidumbre? ¿Con los premonitores a mano?

Anderton se concentró en la conducción de la nave.

—Este es un caso único —repitió—. Y tenemos ahora un problema inmediato. Ya discutiremos los aspectos teóricos más tarde. He de llevar este registro a las personas idóneas antes de que tu brillante amigo pueda demolerlo.

—¿Quieres hablar de eso a Kaplan?

—Ciertamente que voy a hacerlo. —Y dio unas palmadas sobre el registro que yacía en el asiento entre ambos—. Estará muy interesado. Es la prueba de que su vida no está en peligro y eso debe tener una importancia vital para él.

Lisa sacó los cigarrillos del bolso.

—Y supones que querrá ayudarte…

—Puede que lo haga… o tal vez no. Es un riesgo que vale la pena correr.

—¿Cómo te las arreglaste para desaparecer tan pronto? Un disfraz tan completo y efectivo es difícil de obtener.

—Con dinero se consigue todo —repuso Anderton evasivamente.

Mientras fumaba, Lisa insistió:

—Probablemente Kaplan te protegerá… Es muy influyente.

—Yo creí que solo era un General retirado.

—Técnicamente, eso es lo que es. Pero Witwer se hizo con su expediente. Kaplan encabeza una extraña Organización de Veteranos. Actualmente, es como una especie de club, con un número restringido de miembros. Altos oficiales solamente… de varias nacionalidades, procedentes de ambos bandos de la guerra. Aquí en Nueva York mantienen una sede en una gran mansión, disponen de tres publicaciones y ocasionalmente de emisiones de televisión, todo lo cual les cuesta una pequeña fortuna.

—¿Qué es lo que intentas decir?

—Solo esto. Me has convencido de que eres inocente. Es decir, resulta obvio que no cometerás ningún asesinato. Pero tienes que darte cuenta ahora de que el informe original, el informe de la mayoría no era una falsedad. Nadie lo falsificó. Ed Witwer no lo creó. No existe complot alguno contra ti y nunca lo hubo. Si aceptas ese informe de la minoría como genuino, habrás aceptado también el de la mayoría.

—Pues… supongo que sí —admitió Anderton de mala gana.

—Ed Witwer —continuó Lisa— está actuando con una completa buena fe. Él cree realmente que tú eres un criminal en potencia… ¿y por qué no? Tiene sobre la mesa de su despacho el informe de la mayoría y tú tienes la ficha en tu cartera.

—La destruí —repuso Anderton con calma.

Lisa se inclinó sobre su marido.

—Ed Witwer no ha actuado con la intención de ocupar tu puesto —dijo—. Ha actuado con la misma buena fe con que siempre actuaste tú. Él cree en el Sistema Precrimen. Y desea que continúe. He hablado con él y estoy convencida de que dice la verdad.

—¿Querrás entonces llevar este registro magnetofónico a Witwer? —preguntó Anderton—. Si lo hiciera yo… lo destruiría.

—No tiene sentido, eso es absurdo —replicó Lisa—. Los originales han estado en sus manos desde el principio. Pudo haberlos destruido en cualquier momento en que lo hubiera deseado.

—Sí, eso es cierto —admitió Anderton—. Es muy posible que no lo supiera.

—Por supuesto. Fíjate en esto. Si Kaplan consigue hacerse con ese registro, la Policía se desacreditará. ¿No puedes ver por qué? Si tú demuestras que el informe de la mayoría fue un error, el Sistema está acabado. Tienes que continuar así… si queremos que el Sistema Precrimen sobreviva. Tú solo piensas en tu propia seguridad. Pero piensa por un momento sobre del Sistema en sí. ¿Qué significa más para ti, tu propia seguridad personal o la existencia del Sistema?

—Mi seguridad —repuso Anderton, sin vacilar lo más mínimo.

—¿Estás seguro?

—Si el Sistema ha de sobrevivir encerrando a gente inocente, entonces merece ser destruido. Mi seguridad personal es importante porque yo soy un ser humano. Y además…

Del fondo del bolso Lisa sacó rápidamente una pistola…

—Tengo —le dijo a su marido huraña— en este momento el dedo puesto en el gatillo. Jamás he usado un arma antes de ahora. Pero tendré que hacerlo si te opones.

Tras una pausa, Anderton preguntó:

—¿Quieres que dé la vuelta al aparato? ¿Es eso lo que pretendes?

—Sí, hacia el edificio de Policía. Lo siento. Si pones tu propio egoísmo por encima del interés general y todo lo bueno del Sistema…

—Guárdate el sermón —repuso Anderton—. Volveré. Pero no voy a oír la defensa de un código de conducta que ningún hombre inteligente estaría dispuesto a suscribir.

Los labios de Lisa se contrajeron en una delgada línea. Sosteniendo la pistola frente a él, no le quitaba la vista de encima. Unos cuantos objetos de la guantera del aparato cayeron esparciéndose en el fondo de la cabina al dar la nave una vuelta en redondo para volver a la ciudad. Tanto Anderton como su mujer iban sujetos por los cinturones de seguridad. Pero no así el tercer miembro de la tripulación.

De reojo Anderton vio un cierto movimiento a su espalda. Un ruido le llegó simultáneamente, el choque de un hombretón que había perdido instantáneamente su equilibrio y chocaba contra la pared metálica del aparato. Lo que siguió, ocurrió rápidamente. Fleming se incorporó con una increíble rapidez, desarmando en un abrir y cerrar de ojos a Lisa. Anderton se hallaba demasiado asombrado para reaccionar. Lisa se volvió… vio a aquel hombre y soltó un chillido histérico. La pistola le fue arrebatada de un zarpazo, y empuñada por el desconocido viajero.

—Lo siento —dijo Fleming—. Pensé que iba a hablar más. Eso es lo que yo esperaba.

—Entonces, estaba usted aquí cuando… —comenzó a decir Anderton, y se detuvo.

Fleming y sus hombres le habían vigilado estrechamente. La existencia de la nave de Lisa había sido anotada a su debido tiempo y tomada en cuenta, y cuando Lisa se debatía con su marido entre marcharse o no para ponerse a seguro, Fleming había saltado al compartimiento posterior de la nave aérea.

—Tal vez sea mejor que me entregue usted ese registro —dijo Fleming, mientras que lo tomaba en sus enormes manos—. Tiene usted razón, Witwer lo habría reducido a cenizas.

—¿Entonces, Kaplan…?

—Kaplan está trabajando directamente con Witwer. Por eso su nombre aparece en la quinta línea de la ficha. Cuál sea el verdadero jefe actualmente es algo que ignoro. Posiblemente ninguno de los dos. —Fleming tiró la pistola a un lado y sacó su pesada arma del Ejército—. Hizo usted una completa tontería al salir con su mujer. Ya le dije que ella también se hallaba tras todo este asunto.

—No puedo creerlo —murmuró Anderton perplejo—. Si ella…

—No lo comprende bien. Esta nave se dispuso por orden de Witwer. Ellos deseaban que se marchase usted lejos del edificio para que nosotros no pudiéramos dar con su paradero. Con usted lejos, separado de nosotros, no habría tenido la menor oportunidad.

Una extraña mirada brilló en los ojos de Lisa.

—Eso es incierto —farfulló—. Witwer jamás vio este aparato. Yo iba a supervisar…

—Casi consigue usted huir con él —interrumpió Fleming inexorable—. Tendremos mucha suerte si las patrullas de Policía no se nos vienen encima. No hubo tiempo de comprobarlo. —Y se agachó directamente frente al asiento de Lisa—. Lo primero que debemos hacer es deshacernos de esta mujer. Page ha dado cuenta a Witwer de su nuevo disfraz y los detalles habrán sido radiados en todas direcciones.

Todavía agachado, Fleming agarró a Lisa. Arrojando su arma a Anderton, la cogió por la garganta. Horrorizada, Lisa intentó arañarle frenéticamente. Ignorándola, Fleming cerró sus manazas sobre el delicado cuello de la mujer, comenzando a ahogarla poco a poco.

—No habrá heridas de bala —explicó jadeante—. Tendrá que parecer… un accidente. Eso suele ocurrir a menudo. Pero en este caso, habrá que romperle el cuello primero.

Pareció extraño que Anderton hubiera esperado tanto. Pero conforme se hundían las manos de Fleming cruelmente en la suave piel de su mujer, Anderton cogió la pesada pistola por el cañón y asestó un golpe seco en el cráneo de Fleming por detrás de la oreja. Las monstruosas manos de Fleming se aflojaron. Abatido fulminantemente, la cabeza de Fleming cayó y todo su cuerpo chocó contra la pared de la cabina. Trató aún de recuperarse, pero Anderton volvió a golpearle y esta vez se desplomó como un fardo.

Jadeando fatigosamente por recobrar el aliento Lisa permaneció un momento inclinada, con el cuerpo estremecido. Después, gradualmente, el color volvió a su rostro.

—¿Puedes hacerte cargo de los controles? —preguntó Anderton, sacudiéndola.

—Sí… creo que sí. —Casi mecánicamente se puso al volante—. Creo que lo haré bien. No te preocupes por mí.

—La pistola es un arma de reglamento del Ejército —comentó Anderton—. Pero no procede de la guerra. Es un último modelo. Creo que tenemos una oportunidad…

Saltó hacia la parte trasera del aparato donde Fleming yacía extendido por el suelo de la cabina. Sin tocar la cabeza del caído, le desabrochó la ropa y comenzó a registrarle todos los bolsillos. Un momento más tarde, la cartera manchada de sudor de Fleming estaba en sus manos.

Tod Fleming, de acuerdo con su identificación, era un Mayor del Ejército agregado al Departamento de Inteligencia Militar. Entre varios otros, aparecía un documento firmado por el General Kaplan, estableciendo que Fleming se hallaba bajo la especial protección de su propio grupo, la Liga Internacional de Veteranos.

Fleming y sus hombres actuaban a las órdenes del General Leopold Kaplan. El camión cargado de pan, el accidente, todo había sido deliberadamente preparado.

Aquello significaba que Kaplan le había sustraído deliberadamente de las manos de la Policía. El plan arrancaba desde el primer contacto en su propia residencia, cuando Kaplan le mandó capturar y le encontró preparando su equipaje. Con cierta incredulidad, Anderton comprendió lo que realmente había sucedido. Desde el principio, todo había sido una estrategia elaborada para tener la seguridad de que Witwer fracasaría en su intento de arrestarle.

—Ahora veo que me estabas diciendo la verdad —dijo Anderton a su esposa, al volver al asiento delantero—. ¿Podremos hablar con Witwer?

Ella hizo un gesto afirmativo, indicando el circuito de comunicaciones del tablero.

—¿Qué… encontraste?

—A ver si conseguimos ver a Witwer. Quiero hablar con él tan pronto como pueda. Es muy urgente.

Lisa marcó rápidamente la llamada en el dial, por el canal privado de Policía y del Cuartel General de Nueva York. Al momento se iluminó la pequeña pantalla y las facciones de Ed Witwer aparecieron en ella.

—¿Se acuerda de mí? —le preguntó Anderton.

Witwer se quedó mudo de asombro.

—¡Buen Dios! ¿Qué ha ocurrido? Lisa, ¿le trae usted misma? —Enseguida se fijó en el arma que sostenía en sus manos y su rostro se endureció—. Mire —gritó furioso—. ¡No vaya a hacerle daño! Sea lo que sea lo que usted piensa, ella no es responsable de nada.

—He descubierto algo importante —le contestó Anderton—. ¿Puede ayudarnos? Es posible que necesitemos ayuda a nuestro regreso.

—¿Regreso? —dijo Witwer mirándole sin dar crédito a lo que oía—. ¿Es que viene usted aquí tal vez? ¿Viene a entregarse por sí mismo?

—Así es, en efecto. —Y hablando rápidamente, Anderton añadió—: Hay algo que tiene usted que hacer inmediatamente. Cierre absolutamente el bloque de los «monos». Tenga la certeza de que nadie entra, ni Page, ni nadie. Especialmente gente del Ejercito.

—Kaplan —repuso la imagen en miniatura.

—¿Qué pasa con él?

—Estuvo aquí. Acaba… de marcharse.

Anderton creyó que se le detenía el corazón.

—¿Qué estuvo haciendo?

—Recogiendo datos. Transcribiendo duplicados de los premonitores sobre usted. Insistió en que lo necesitaba solamente para su propia protección.

—Entonces ya lo tiene —dijo Anderton—. Es demasiado tarde.

Alarmado, Witwer casi gritó:

—¿Qué es lo que quiere decir? ¿Qué está ocurriendo?

—Se lo diré a usted, cuando esté de vuelta en mi oficina.

 

VIII

 

Witwer salió a su encuentro en el tejado del edificio de la Policía. Mientras la pequeña nave tomaba contacto con la terraza, una escolta de policías mantenía una estrecha vigilancia. Anderton se aproximó inmediatamente al joven de cabellos rubios.

—Ya tiene lo que deseaba —le dijo—. Ahora puede encerrarme y enviarme a un Campo de Detención. Pero creo que no será suficiente.

Los pálidos ojos de Witwer parpadearon con incertidumbre.

—Me temo que no comprendo.

—Es culpa mía. Nunca debí abandonar el edificio de Policía. ¿Dónde está Wally Page?

Ya le echamos el guante y está a bien cuidado —replicó Witwer—. No nos molestará más.

—Le ha detenido usted por una razón equivocada. Permitirme entrar en el bloque de los «monos» no era ningún crimen. Pero pasar información al Ejército, sí que lo es. Ha tenido usted a todo un regimiento trabajando para el Ejército. —Y se corrigió a sí mismo, añadiendo—. Es decir, lo he tenido.

—He retirado la orden de captura hacia usted. Ahora los equipos están tras Kaplan.

—¿Alguna suerte hasta ahora?

—Se marchó de aquí en un camión blindado del Ejército. Le seguimos, pero el camión entró en unos barracones militarizados. Ahora tienen una gran cantidad de tanques gigantes R3 del tiempo de la guerra bloqueando la calle. Será toda una guerra civil el poder abrirse paso.

Con lentitud y vacilante, Lisa salió del aparato. Aún parecía pálida y estremecida, mostrando claramente las señales de violencia de Fleming en la garganta.

—¿Qué le ha ocurrido a usted, Lisa? —le preguntó Witwer. Y enseguida advirtió la silenciosa e inerte figura de Fleming en el interior—. Bien, ahora supongo que ya habrá dejado de creer que yo conspiraba contra usted —concluyó mirando fijamente a Anderton.

—Sí.

—No pensará usted que yo… he intrigado para arrebatarle el puesto.

—Seguro que sí. Todo el mundo es culpable en este asunto. Y yo estoy conspirando para evitarlo. Pero hay algo más… de lo que usted no es responsable.

—¿Por qué afirmaba usted que era demasiado tarde al volver para entregarse? Dios mío, tendremos que confinarle en un Campo. La semana pasará y Kaplan todavía estará vivo.

—Estará vivo, sí —concedió Anderton—. Pero puede probar que estaría vivo aun si yo estuviera paseando por las calles libremente. Tiene la información que demuestra que el informe de la mayoría no es válido. Puede destruir el Sistema Precrimen. Sí, con las dos caras de la moneda, cara o cruz, él gana… y nosotros perdemos. El Ejército nos desacredita, y su estrategia sale triunfante.

—Pero, ¿por qué arriesgan tanto? ¿Qué es exactamente lo que quieren?

—Después de la Guerra Anglo-China, el Ejército perdió mucha de su autoridad. Ya no era lo que fue en los días de la Alianza del Bloque Occidental, en que lo gobernaban todo, tanto los asuntos militares como los domésticos. Y tenían su propia Policía.

—Como Fleming —murmuró Lisa.

—Terminada la guerra, el Bloque Occidental fue desmilitarizado. Los altos oficiales como Kaplan, fueron retirados y apartados del mando. Y a nadie le gusta eso. —Anderton hizo un gesto—. Yo puedo simpatizar con él a ese respecto. No ha sido el único.

—Dice usted que Kaplan ha vencido —dijo entonces Witwer—. ¿Hay algo que pueda hacerse?

—No voy a matarle. Nosotros lo sabemos y él también lo sabe. Probablemente vendrá hacia nosotros con algún arreglo especial. Continuaremos en nuestras funciones, pero el Senado abolirá nuestra base real de apoyo. No creo que le gustase, ¿verdad?

—Pues yo diría que no, francamente —repuso Witwer—. Uno de estos días estaré a la cabeza de esta agencia. —Y se sonrojo un tanto—. No inmediatamente, por supuesto.

La expresión de Anderton se tornó sombría.

—Es una lástima que publicase usted a los cuatro vientos el informe de la mayoría. Si hubiera permanecido callado, lo hubiéramos retirado con cuidado. Pero todo el mundo lo sabe ahora. No podemos retractarnos ya.

—Supongo que no —contestó Witwer—. Tal vez yo… no realicé este trabajo tan bien como suponía.

—Lo hará, con el tiempo. Será usted un gran oficial de Policía. Usted tiene confianza en la bondad del Sistema, pero tendrá que aprender a tomar las cosas con calma, Anderton se apartó entonces de su interlocutor—. Voy a estudiar los datos de los registros del informe de la mayoría. Quiero descubrir exactamente de qué forma tenía que matar a Kaplan. Eso puede proporcionarme ideas interesantes.

Los datos de los registros del premonitor «Dona» y del premonitor «Mike» estaban separadamente archivados. Operando en la maquinaria responsable de los análisis de «Dona», abrió el escudo protector y extrajo el contenido. Como antes, el código le informó de que los registros eran importantes y en un momento, lo pasó por la copiadora.

Resultó aproximadamente lo que había sospechado. Aquél era el material utilizado por «Jerry», el desfasado, para hacer su propia premonición.

En él, los agentes de la Inteligencia Militar de Kaplan raptaban a Anderton de su domicilio. Llevado a la villa de Kaplan, donde estaba el Cuartel General de la Liga Internacional de Veteranos, a Anderton se le daba un ultimátum: o desmontar voluntariamente todo el Sistema Precrimen o encararse con la hostilidad del Ejercito.

En aquella descartada línea del tiempo, Anderton, como Comisario de Policía, había acudido al Senado en busca de apoyo. Pero no lo había obtenido. Para evitar la guerra civil, el Senado había ratificado el desmembramiento del Sistema de Policía y decretado un retorno a la «Ley Militar para Situaciones de Urgencia». Al mando de un grupo de policías fanáticos, Anderton había localizado a Kaplan y le había disparado lo mismo que a otros altos oficiales componentes de la Liga de Veteranos. Solo Kaplan había muerto. Los otros habían sido detenidos. Y el golpe había tenido un completo éxito.

Luego, pasó la cinta con el material previsto por «Mike». Ambos debían ser iguales, ambos premonitores se habrían combinado para presentar una imagen unificada de los acontecimientos. «Mike» comenzó por donde «Dona»: Anderton se había dado cuenta del complot de Kaplan contra la Policía. Pero algo estaba equivocado. Confuso, rebobinó el registro y lo volvió a pasar de nuevo desde el principio. Incomprensiblemente, algo no marchaba bien. De nuevo rebobinó el registro y escuchó atentamente. El informe de «Mike» era totalmente diferente del de «Dona».

 

Una hora más tarde había terminado su comprobación, dejó a un lado los registros y abandonó el bloque de los «monos». Tan pronto como salió de allí, le preguntó Witwer:

—Bien, ¿qué es lo que ocurre? Parece que hay algo que va mal.

—No —repuso lentamente Anderton—. No exactamente mal. —Y se encaminó hacia la ventana mirando al exterior.

Las calles estaban abarrotadas de gente. Marchando por el centro de la avenida principal, pasaba una masa de tropas uniformadas de cuatro en fondo, con armas automáticas, cascos; soldados en son de guerra, con sus uniformes de combate portando los estandartes de la Alianza del Bloque Occidental, que flameaban al frío viento de la tarde.

—Un golpe del Ejército —explicó Witwer con voz débil—. Yo estaba equivocado. No van a hacer ningún trato con nosotros. ¿Por qué tendrían que hacerlo? Kaplan va a hacerlo público.

—¿Va a leer el informe de la minoría? —dijo Anderton sin sorpresa en la voz.

—Aparentemente. Irán a solicitar al Senado que seamos desmantelados y tomar nuestra autoridad. Van a afirmar que hemos estado arrestando a gente inocente, con los procedimientos usuales de la Policía: gobernar con el terror.

—¿Y supone usted que el Senado cederá?

—No quisiera suponerlo.

—Pues yo sí. Lo harán. Lo que estoy viendo concuerda con lo que me había imaginado, con lo que he sabido. Estamos metidos en una trampa y solo hay una dirección que tomar. Tanto si nos gusta como si no, tendremos que hacerlo. —Y sus ojos relampaguearon vivamente.

Witwer se sintió sobrecogido por una repentina aprensión.

—¿Hacer qué?

—Una vez que se lo diga, se preguntará por qué no se le ocurrió a usted. Sencillamente, voy a matar a Kaplan. Es la única salida que nos queda para evitar que nos desacredite.

—Pero… —balbuceó Witwer— el informe de la mayoría ha sido reemplazado.

—Yo puedo hacerlo —le informó Anderton. ¿Está usted familiarizado con las leyes que tratan del asesinato en primer grado?

—Cadena perpetua.

—Por lo menos. Probablemente, usted podrá influir y conmutarla por el exilio. Yo sería enviado a uno de los planetas alejados de las colonias, a la buena y vieja frontera.

—¿Y prefiere usted eso?

—¡Diablos, no! Pero sería en todo caso, el menor de los males. Y tiene que hacerse. —No veo de qué forma podría usted matar a Kaplan.

Anderton sacó el imponente revólver atómico de Fleming.

—Usaré esto.

—¿Y supone que no le detendrán antes?

—¿Por qué tendrían que hacerlo? Ellos tienen el informe de la minoría que dice que yo he cambiado de opinión.

—Entonces, ¿el informe de la minoría es incorrecto?

—No —repuso Anderton—. Es absolutamente correcto. Pero voy a matar a Kaplan de todos modos.

 

IX

 

Nunca había matado a ningún hombre. Incluso jamás había visto a un hombre asesinado, aun habiendo sido Comisario de Policía durante treinta años. Para aquella generación, el asesinato deliberado era algo que no existía en la memoria de las gentes. Sencillamente, es que nunca había ocurrido.

Un coche de Policía le llevó al bloque en que estaba formado el pelotón del Ejército. Allí, en las sombras, examinó con todo cuidado el funcionamiento de su arma, provista por Fleming sin quererlo. Parecía intacta. Ya no tenía dudas de cuál había de ser su papel y estaba absolutamente seguro de lo que iba a ocurrir dentro de media hora. Se guardó cuidadosamente oculta la pistola y abrió la portezuela del coche.

Nadie le dedicó la menor atención. Imponentes masas de gente cruzaban en todas direcciones, tratando de ponerse cerca para escuchar lo que el Ejército iba a hacer público. Los uniformes del Ejército predominaban en la zona dispuesta al efecto y una línea de tanques desplegados ponía su formidable nota de fuerza en el ambiente.

El Ejército había erigido una plataforma con micrófonos, a la que se subía por unas escaleras. Tras el sitial del locutor, flameaban al viento los orgullosos estandartes de la Alianza del Bloque Occidental con el emblema de los poderes combinados que habían tenido en tiempos de guerra. Por una curiosa deformación del curso del tiempo, la Liga Internacional de Veteranos reunía en su seno a altos oficiales del campo enemigo. Pero un general era un general y las sutiles distinciones se habían desvanecido con el curso de los años.

Ocupando las primeras filas de asientos aparecía el Estado Mayor del mando de la Alianza. Tras ellos, venían los más jóvenes elementos de la Organización Militar. Las banderas Regimentales ondeaban en una gran variedad de colores y símbolos. De hecho, aquello parecía más bien una exhibición festiva. Rodeados por un cordón de policías, más a distancia, aparecían muchos de paisano, manteniendo el orden, aunque más bien como informadores. Si el orden tenía que ser mantenido, sería el Ejército el que se ocuparía de hacerlo.

Un murmullo atronador rodeó por todas partes a Anderton mientras se esforzaba por introducirse entre la densa muchedumbre. Un vivo sentimiento de anticipación le mantenía rígido y tenso, a punto de explotar. La multitud parecía presentir que algo muy importante iba a suceder. Con grandes dificultades, Anderton fue pasando una fila tras otra hasta llegar a la parte delantera donde se hallaban sentados los altos oficiales de la Liga.

Kaplan estaba entre ellos. Pero, ahora, era de verdad el general Kaplan. El traje, el reloj de oro de bolsillo, el bastón de plata, sus ropas de estilo conservador… todo había desaparecido. Para la ocasión, Kaplan se había vestido con su antiguo uniforme de los días de gloria y de poder. Rígido e impresionante, estaba rodeado por todos aquellos otros generales que formaban su Estado Mayor. Sobre su uniforme brillaban un sinnúmero de condecoraciones y las estrellas de su rango. Sus botas relucían como espejos y llevaba al cinto su decorativa espada corta, y sobre la cabeza su gorra de dorada visera.

Dándose cuenta de la presencia de Anderton, el general Kaplan se apartó del grupo de generales y se dirigió hacia él. Su expresión denotaba cuán alegremente agradecía allí la presencia del Comisario de Policía.

—Esto es una grata sorpresa —dijo saludándole y estrechándole la mano—. Tenía la impresión que había sido arrestado por el Comisario en funciones.

—Todavía estoy fuera de su alcance —comentó Anderton, indicando el paquete que le había sido entregado por Fleming la noche del accidente.

A despecho de sus nervios, el general Kaplan parecía de buen humor.

—Esta es una gran ocasión para el Ejército —le dijo—. Creo que le agradará oír lo que voy a manifestar en público, al relatar los espurios cargos esgrimidos contra usted.

—Me parece magnífico —repuso Anderton.

—Quedará bien claramente establecido que fue usted injustamente acusado —continuó Kaplan, repitiendo lo que ya sabía Anderton—. ¿Tuvo Fleming la oportunidad de explicarle la situación?

—Hasta cierto punto. ¿Va usted a dar lectura al informe de la minoría?

—Voy a compararlo con el de la mayoría —repuso Kaplan, haciendo una señal a un ayudante que se aproximó en el acto con una cartera—. Todo está aquí… toda la evidencia que necesitábamos. No le importará a usted servir de ejemplo, ¿verdad? Su caso simboliza los arrestos injustos de incontables individuos. —con cierto nerviosismo, Kaplan miró su reloj de pulsera—. He de empezar ya. ¿Quiere venir conmigo a la plataforma?

—¿Por qué?

Fríamente, pero con cierta reprimida vehemencia, Kaplan dijo de nuevo:

—Así el pueblo puede ver la prueba viviente. Usted y yo juntos… la víctima y el asesino. Permaneciendo uno junto a otro, demostrando la falsedad del Sistema, el enorme fraude con que la Policía ha estado actuando.

—Bien, con mucho gusto —repuso Anderton—. ¿Qué estamos esperando?

Desconcertado, el general Kaplan se dirigió hacia la plataforma. De nuevo, miró algo inquieto a Anderton, como preguntándose en el fondo, por qué había aparecido por allí y qué es lo que sabría. Su incertidumbre aumentó al subir a lo alto de la plataforma y colocarse en el podium del locutor.

—¿Comprende usted en su totalidad qué es lo que voy a decir? —le dijo Kaplan—. La exposición de los hechos tendrá unas repercusiones considerables. Hará que el Senado reconsidere la validez básica del Sistema Precrimen.

—Lo comprendo —afirmó Anderton con los brazos cruzados—. Adelante.

Un sordo rumor cayó sobre la muchedumbre señalando el silencio. Mientras, Kaplan sacaba de la cartera los papeles y los disponía frente a él.

—El hombre que está a mi lado —comenzó Kaplan— es familiar a todos ustedes. Se hallarán sorprendidos de verle, ya que hasta hace pocas horas la Policía le había señalado como un criminal peligroso.

Los ojos de la multitud se concentraban en Anderton. Ávidamente, escrutaron a aquel hombre denunciado como asesino potencial, ocupando un lugar tan destacado junto a los generales.

—Hace unas pocas horas, sin embargo —continuó Kaplan con voz más fuerte—, la Policía canceló la orden de arresto. ¿Suponen ustedes que ha sido porque el excomisario Anderton ha querido entregarse por sí mismo? No, eso no es exactamente cierto. Está aquí conmigo. No se ha entregado pero la Policía tampoco tiene ya interés en su captura. John Allison Anderton es inocente de todo crimen pasado, presente y futuro y las alegaciones contra él fueron fraudes patentes, diabólicas distorsiones de un falso Sistema Penal basado en una falsa premisa, corrompido, absurdo y desacreditado, una vasta e impersonal maquinaria de destrucción que conduce a hombres y mujeres hacia la condenación.

Fascinada, la multitud miraba alternativamente a Kaplan y a Anderton. Todos estaban familiarizados con la situación básica.

—Muchos hombres —continuó Kaplan —han sido detenidos y encarcelados bajo la estructura del Sistema llamado Precrimen, acusados no de crímenes cometidos, “sino de crímenes que deberían cometer”. Y se aseguraba como dogma de fe que esos hombres, si se les permitía vivir en libertad, cometerían en el futuro las felonías predichas. Pero es mentira que exista ningún conocimiento cierto del futuro. Tan pronto como se obtiene cualquier información premonitora, queda cancelada por sí misma. La afirmación de que este hombre iba a cometer un crimen, es una pura paradoja. El simple hecho de poseer él mismo los datos, lo hace totalmente falso. En cualquier caso, sin excepción, el informe de los tres premonitores ha invalidado sus propios datos. Si no se hubiesen hecho esos arrestos, es seguro que no se habría cometido ningún delito.

Anderton escuchaba ociosamente aquella sarta de argumentos, dedicando apenas atención al discurso del viejo general. La muchedumbre, no obstante, estaba atenta con el mayor interés. El general Kaplan continuó haciendo un resumen del informe de la minoría, explicando en qué consistía y de qué forma se había obtenido.

Del interior de la chaqueta Anderton sacó la pistola y la empuñó firmemente. Kaplan estaba ya terminando con el material recogido de «Jerry». Con sus delgados dedos, iba a tomar los informes de «Dona» y después de «Mike».

—Este fue el informe de la mayoría —explicó—. La afirmación, hecha por el primero de los dos premonitores de que Anderton cometería un asesinato. Y ahora voy a mostrar a ustedes el material automáticamente invalidado. —se detuvo un instante, se afirmó las lentes sobre la nariz y comenzó lentamente a leer los informes.

Una extraña expresión apareció repentinamente en su rostro. Se detuvo, vaciló y dejó caer los papeles de la mano. Como un animal acorralado, dio media vuelta, se agachó y quiso apartarse del lugar del locutor.

Por un instante, Anderton observó su faz distorsionada. Levantó el arma, dio rápidamente unos pasos hacia adelante e hizo fuego. Los ocupantes de la primera fila se lanzaron súbitamente en socorro de Kaplan, atónitos por lo que estaba sucediendo. Kaplan se estremeció un instante y como un pájaro destrozado, dio vacilante un paso y cayó desde la plataforma hasta el suelo. Kaplan, como afirmaba el informe de la mayoría, estaba muerto. Su delgado pecho era un espantoso agujero humeante, una terrible cavidad llena de cenizas y vísceras quemadas en un cuerpo que aún se retorcía en su agonía.

Anderton, enfermo de angustia, corrió entre las paralizadas filas de los altos oficiales. La pistola que aún sostenía en la mano le garantizaba momentáneamente el paso, entre el terrible desconcierto sembrado en la tribuna. Bajó rápidamente la plataforma y se mezcló entre la gente, demasiado perpleja para darse cuenta de nada. El incidente ocurrido ante sus mismos ojos resultaba incomprensible. Les llevaría tiempo la comprensión que reemplazaría lo que en aquel momento era solamente un terror ciego.

En la periferia de la multitud, Anderton fue detenido por la Policía.

—Tiene suerte de haber escapado —le dijo uno, mientras el coche salía disparado de la zona.

—Supongo que sí —repuso Anderton, remotamente. Se sentó tratando de rehacerse. Estaba tembloroso y agitado. De repente, se inclinó hacia adelante sintiéndose invadido de unas terribles náuseas.

—Pobre diablo —murmuró con simpatía uno de los policías.

A través del vértigo y las náuseas, Anderton fue incapaz de determinar si el comentario del policía iba dirigido a él o a Kaplan.

 

Cuatro corpulentos policías atendían a Lisa y a John Anderton en sus preparativos de marcha, empaquetando sus enseres y propiedades. En cincuenta años, el ex Comisario de Policía había acumulado una vasta colección de objetos materiales. Sombrío y pensativo miraba desfilar el equipaje dirigiéndose a los camiones que aguardaban.

Con los camiones, se fueron directamente al aeropuerto… y desde allí irían a Centauro X, por el sistema de transporte interestelar. Un viaje demasiado largo para un hombre ya viejo. Un viaje que jamás tendría regreso posible.

Lisa se preocupó de que cargaran con cuidado todos sus utensilios.

—Supongo que podremos hacer uso de todos estos aparatos electrónicos. Todavía siguen empleando la electricidad en Centauro X.

—Espero que no tengas que preocuparte demasiado —repuso su marido.

—Pronto nos acostumbraremos —replicó Lisa, dirigiéndose una leve sonrisa—. ¿No lo crees, querido?

—Así lo espero. Con toda seguridad no tendrás que lamentarlo. Si yo hubiera pensado…

—Nada de lamentaciones —le aseguró Lisa—. Bien, ayúdame a cargar todo esto.

En el último instante, Witwer llegó en un coche patrulla.

—Antes de que se marche —dijo a Anderton— tendrá que darme una explicación sobre lo ocurrido con los premonitores. El Senado me está pidiendo aclaraciones sobre el particular. Quieren saber si el informe de la minoría fue un error… o qué ha sido. —Y confusamente concluyó—. Todavía no puedo explicármelo. El informe de la minoría estaba equivocado, ¿no es cierto?

—¿Qué informe de la minoría? —preguntó Anderton, divertido.

Witwer parpadeó confuso.

—Vaya, debí habérmelo figurado. Entonces, ahí está la cuestión…

—Hubo tres informes de minoría —dijo Anderton al joven, divirtiéndose con su azoramiento—. Los tres informes fueron consecutivos —siguió explicando—. El primero fue el de «Dona». En aquella línea temporal, Kaplan me dijo lo del complot y según eso, yo lo habría matado inmediatamente. «Jerry» en fase ligeramente por detrás de «Dona», usó su informe como datos. Integró mi conocimiento del informe. En él, en el segundo sendero del tiempo, todo lo que yo deseaba era conservar mi puesto. No era a Kaplan a quien quería matar. Era mi propia posición y mi vida lo único que me interesaba.

—¿Y el informe de «Mike» fue el tercero? ¿Llegó después del informe minoritario? —Y Witwer se corrigió a sí mismo—. Quiero decir, ¿llegó en último lugar?

—Sí, el de «Mike» fue el último de los tres. Encarado con el conocimiento del primer informe, yo había decidido no matar a Kaplan. Eso produjo el informe número dos. Pero de cara a ese informe, se produjo la situación que Kaplan deseaba crear. La consecuencia fue recrear la posición número uno. Yo había descubierto lo que Kaplan estaba haciendo. El tercer informe invalidaba el segundo en la misma forma que el segundo invalidaba al primero. Aquello nos llevaba a la posición en que habíamos comenzado.

—Bien, vamos, todo está dispuesto —dijo Lisa jadeante.

—Cada uno de los informes era distinto —concluyó Anderton—. Cada uno de ellos era único. Pero dos de ellos concordaban en un punto. Si me dejaban en libertad, yo mataría a Kaplan. Eso creaba la ilusión de un informe de la mayoría. Y eso es ahora… una ilusión. «Dona» y «Mike» previeron el mismo acontecimiento, pero en dos períodos del tiempo diferentes, ocurriendo bajo situaciones totalmente distintas. «Dona» y «Jerry» se equivocaron y el llamado informe de la minoría se insertó en medio del de la mayoría. De los tres, «Mike» estaba en lo correcto, ya que no se produjo informe después del suyo para invalidarlo. Eso lo resume todo.

Ansiosamente Witwer, en los últimos momentos, mostró una extremada preocupación.

—¿Podría ocurrir eso de nuevo? ¿Deberíamos entonces repasar todo el equipo?

—Puede ocurrir solo en una circunstancia, explicó Anderton—. Mi caso fue único, puesto que yo tenía acceso a los datos. Podría ocurrir de nuevo, pero solo al próximo Comisario de Policía. Por lo tanto, pise con cuidado.

Brevemente se estrecharon las manos por última vez.

—Será mejor que mantenga los ojos bien abiertos —informó al joven Witwer—. Recuerde que podría ocurrirle a usted mismo en cualquier ocasión.