Desde lugares sombríos, de Richard Matheson
El doctor Jennings giró hacia el bordillo y las ruedas de su Jaguar levantaron una ola de barro. Pisó con fuerza el freno, sacó la llave con la mano izquierda mientras con la derecha tanteó en busca del maletín que tenía a su lado. Un instante después se hallaba en la calle esperando un hueco en el tráfico por el que poder cruzar.
Alzó la mirada hacia las ventanas del apartamento de Peter Lang. ¿Estaría bien Patricia? Había sonado asustada por teléfono… trémula, cercana al pánico. Jennings bajó los ojos y frunció el ceño ante la hilera de coches que no dejaban de pasar. Luego, cuando se produjo un hueco en la procesión, se lanzó a la carrera.
La puerta de cristal se cerró automáticamente a su espalda mientras atravesaba el vestíbulo. ¡Padre, date prisa! ¡Por favor! ¡No sé qué hacer con él! La voz sobrecogida de Patricia reverberó en su mente. Entró en el ascensor y apretó el botón del décimo piso. ¡No puedo contártelo por teléfono! ¡Tienes que venir! Jennings tenía la vista clavada delante sin ver nada, ajeno al susurro de las puertas al cerrarse.
Ciertamente, la relación de tres meses de Patricia con Lang había sido problemática. Aun así, no se sentiría justificado para pedirle que la rompiera. A Lang no se le podía clasificar entre los ricos ociosos. Cierto, jamás había tenido que enfrentarse a un trabajo en sus veintisiete años de vida. Pero no era indolente o inútil. Era uno de los cazadores más importantes del mundo, y se movía en el mundo que había elegido con elegante autoridad. Y a pesar de su aire jactancioso, en él había una vena de humor siempre dispuesta a manifestarse y un sentido básico de la justicia. Pero lo más importante era que parecía amar mucho a Patricia.
Sin embargo, este problema, fuera cual fuere, había surgido mientras el doctor se hallaba fuera.
Jennings parpadeó y enfocó la vista. Las puertas del ascensor estaban abiertas. Marchó rápidamente pasillo abajo, mientras los zapatos producían un ruido crujiente en los baldosines encerados del suelo.
Había una nota escrita a mano pegada a la puerta. Pasa. Jennings experimentó un temblor ante la visión de la apresurada letra de Pat. Cobrando ánimos, entró…
Y se paró en seco. El salón se encontraba revuelto, las sillas y las mesas tiradas, las lámparas rotas, un puñado de libros lanzados por el cuarto, y por todas partes se veían diseminados cristales rotos, cerillas y colillas de cigarrillos. Docenas de manchas de licor ensuciaban la moqueta blanca. En el bar, una botella volcada goteaba whisky por el borde de la barra; un chirrido regular inundaba la habitación procedente de los gigantescos altavoces de pared. Jennings se quedó boquiabierto.
Peter debe de haberse vuelto loco.
Se quitó el sombrero y el abrigo, y luego se acercó al equipo de alta fidelidad y lo apagó.
¿Padre?
—Sí —Jennings oyó con alivio el sollozo de su hija y se apresuró a ir al dormitorio.
Se encontraban en el suelo bajo la ventana. Pat estaba de rodillas abrazando a Peter, que había encorvado su cuerpo desnudo hasta quedar acurrucado, los brazos apretados contra la cara. Cuando Jennings se arrodilló junto a ellos, Patricia le miró con ojos dominados por el terror.
—Intentó tirarse por la ventana —dijo—, intentó matarse.
—Bueno —Jennings apartó los brazos temblorosos de ella y trató de levantar la cabeza de Lang. Peter jadeó, reculando para evitar su contacto y de nuevo volvió a encogerse en una bola de extremidades y torso. Jennings observó su silueta contraída, el movimiento de músculos en la espalda y hombros de Peter. Parecía que había serpientes retorciéndose bajo la piel tostada por el sol—. ¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó.
—No lo sé —su rostro era una máscara de agonía—. No lo sé.
—Ve al salón y sírvete una copa —ordenó su padre—. Yo me ocuparé de él.
—Intentó saltar por la ventana.
—Patricia.
Ella empezó a llorar y Jennings giró la cara; lo que necesitaba eran lágrimas. De nuevo trató de estirar el inflexible nudo que era el cuerpo de Peter. Una vez más el joven jadeó y se apartó de él.
—Trata de relajarte —dijo Jennings—. Quiero que te tumbes en la cama.
—¡No! —exclamó Peter; la voz era un susurro denso por el dolor.
—No puedo ayudarte, muchacho, a menos que…
Jennings calló, con expresión sorprendida. En un instante el cuerpo de Lang había perdido su rigidez. Estaba extendiendo las piernas y los brazos se apartaban de su tensa posición ante la cara.
Peter levantó la cabeza. El rostro, cubierto por una barba oscura, estaba lívido, los ojos perdidos, era la cara de un hombre que aguanta un tormento insoportable.
—¿Qué pasa? —preguntó Jennings, consternado.
Peter sonrió, una mueca desagradable.
—¿No se lo ha contado Patty?
—¿Contado qué?
—Me están embrujando —repuso Peter—. Algún…
—Cariño, no —suplicó Pat.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Jennings.
—¿Una copa? —dijo Peter. ¿Cariño?
Patricia se puso con cierta inseguridad de pie y se dirigió al salón. Jennings ayudó a Lang a echarse en la cama.
—¿Qué es todo esto? —preguntó.
Lang dejó caer pesadamente la cabeza sobre la almohada.
—Lo que dije —contestó—. Embrujado. Maldecido. Hechicero — lanzó una risita débil—. El bastardo esquelético me está matando. Ya lleva tres meses… casi desde que Pat y yo nos conocimos.
—¿Estás…?— empezó Jennings.
—La codeína es ineficaz —dijo Lang—. Incluso la morfina… nada. —Jadeó en busca de aire—. Sin fiebre, sin escalofríos. No tengo ningún síntoma para la asociación de médicos. Sencillamente… alguien me está matando. —Miró a través de párpados entrecerrados—. ¿Gracioso?
—¿Hablas en serio?
Peter bufó.
—¿Quién demonios lo sabe? —comentó—. Quizá sea delirium tremens. Dios sabe que hoy he bebido lo suficiente como para… —La maraña de su pelo oscuro se deslizó por la almohada cuando miró en dirección a la ventana—. Infiernos, ya es de noche —dijo. Giró con rapidez—. ¿Hora?
—Las diez pasadas —dijo Jennings—. ¿Qué hay de…?
—Martes, ¿verdad? —inquirió Lang. Jennings se le quedó mirando—. No, veo que no. —Lang empezó a toser secamente—. ¡Una copa! —gritó.
Cuando sus ojos se dirigieron a la puerta, Jennings miró por encima del hombro. Patricia había vuelto.
—Se ha caído todo —dijo con voz de niña asustada.
—De acuerdo, no te preocupes —musitó Lang—. No la necesito. Pronto estaré muerto.
—¡No hables así!
—Cariño, me encantaría morirme ahora mismo —dijo Peter, mirando al techo. Su ancho pecho se alzó de manera irregular al respirar—. Lo siento, cariño, no hablaba en serio. Oh, oh, ya empieza de nuevo. —Lo dijo con tanta suavidad que su ataque los cogió por sorpresa.
Bruscamente, empezó a forcejear en la cama, sus piernas de músculos agarrotados pateando como si fueran pistones, los brazos cruzados sobre la piel tensa de su cara. Un ruido como el chillido de un violín osciló en su garganta y Jennings vio que le caía saliva por la comisura de los labios. El médico fue a toda velocidad en busca de su maletín.
Antes de llegar a cogerlo, el cuerpo agitado de Peter se había caído de la cama. El joven se irguió, gritando, con la boca abierta con el frenesí de un animal esclavizado. Patricia trató de contenerlo, pero, con un rugido, él la apartó bruscamente a un lado y fue trastabillando hacia la ventana.
Jennings salió a su encuentro con la hipodérmica. Durante varios momentos quedaron abrazados en una forcejeante lucha, el distendido rostro de Peter a unos centímetros de la cara del médico, las manos de venas hinchadas en busca de la garganta de Jennings. Lanzó un grito ronco cuando la aguja atravesó su piel y, dando un salto hacia atrás, perdido el equilibrio, se desplomó. Intentó incorporarse, los ojos enloquecidos clavados en la ventana. Entonces, la droga entró en su sangre y se quedó sentado en la postura flácida de un muñeco de trapo. El sopor vidrió sus ojos.
—El bastardo me está matando —musitó.
Le tendieron en la cama y cubrieron sus lentos espasmos.
—Me está matando —repitió Lang—. El negro bastardo.
—¿De verdad cree eso? —preguntó Jennings.
—Padre, míralo —contestó ella.
—¿Tú también lo crees?
—No lo sé —sacudió la cabeza con gesto impotente—. Lo único que sé es que le he visto cambiar de lo que era a… esto. No está enfermo, padre. No tiene nada. —Experimentó un escalofrío—. Sin embargo, se está muriendo.
Jennings apartó los dedos del agitado pulso del joven.
—¿Le han visto?
Ella asintió cansinamente.
—Sí —respondió—. Cuando empezó a empeorar, fue a ver a un especialista. Pensó que quizá su cerebro… —Sacudió la cabeza—. No tiene nada malo.
—Pero, ¿por qué dice que le están…? —Jennings se vio incapaz de pronunciar la palabra.
—No lo sé —dijo ella—. A veces, parece creerlo. La mayor parte del tiempo bromea.
—Pero, ¿en qué se basa…?
—Un incidente en su último safari —repuso Patricia—. En realidad no sé qué pasó. Un nativo zulú lo amenazó; dijo que era un hechicero y que iba a… —Se le quebró la voz—. Oh, Dios, ¿cómo algo así puede ser verdad? ¿Cómo puede suceder?
—La cuestión, pienso, es si Peter en realidad cree que está sucediendo —comentó Jennings. Se volvió hacia Lang— . Y, por su aspecto…
—Padre, me he estado preguntando si… si, tal vez, la doctora Howell podría ayudarlo.
Jennings la miró un momento. Luego, dijo:
—Tú crees en ello, ¿verdad?
—Padre, trata de comprenderlo. —Había un deje tembloroso de pánico en su voz—. Tú sólo has visto a Peter de vez en cuando. Yo he visto cómo le sucedía día tras día. ¡Algo le está destruyendo! No sé qué es, pero probaré cualquier cosa para frenarlo. Cualquier cosa.
—De acuerdo —apoyó una mano tranquilizadora en la espalda de ella—. Ve a llamarla por teléfono mientras yo lo ausculto.
Una vez se hubo ido al salón —la conexión del dormitorio había sido arrancada de la pared—, Jennings bajó la manta y contempló el cuerpo bronceado y musculoso de Peter. Temblaba con vibraciones ínfimas… como si, dentro del encarcelamiento químico de la droga, cada nervio aislado palpitara todavía.
Jennings apretó los dientes. En alguna parte en el centro de su percepción sintió que la exploración médica sería inútil. No obstante, experimentaba desagrado por lo que podía estar preparando Patricia. Iba contra la naturaleza científica, ofendía la razón.
También le asustaba.
Jennings vio que el efecto de la droga ya casi había desaparecido. Por lo general, habría dejado a Lang inconsciente de seis a ocho horas. Y ahora —en cuarenta minutos— estaba en el salón con ellos, echado en el sofá enfundado en su bata, diciendo:
—Patty, es ridículo. ¿Qué va a conseguir otra doctora?
—¡Muy bien, entonces, es ridículo! —exclamó ella—. ¿Qué quieres que hagamos… simplemente quedarnos inmóviles y observar cómo…? —fue incapaz de terminar.
—Shhh —Lang acarició su cabello con dedos temblorosos—. Patty, Patty. Tranquila, cariño. Quizá pueda con ello.
—Tú vas a poder con ello —Patricia le besó la mano—. Es por los dos, Peter. No seguiré sin ti.
—No hables de esa manera —Lang se retorció en el sofá—. Oh, Dios, empieza de nuevo. —Forzó una sonrisa—. No, me encuentro bien —le dijo—. Sólo… es una especie de hormigueo. —La sonrisa se transformó en una repentina mueca de dolor—. ¿Así que esta doctora Howell va a solucionar mi problema? ¿Cómo? ¿Qué es, una quiropráctica?
—Es una antropóloga.
—Estupendo. ¿Qué va a hacer, explicarme los orígenes étnicos de la superstición? —Lang habló rápidamente, como si intentara superar el dolor con las palabras.
—Ha estado en Africa —dijo Pat—. Ella…
—Yo también —cortó Peter—. Un sitio maravilloso para visitar. Pero no juegues con los médicos brujos. —Su risa se tornó en un grito jadeante—. ¡Oh, Dios, negro esquelético y bastardo, si te tuviera aquí! —Sus manos se extendieron en dos garras, como si quisiera ahorcar a un atacante invisible.
—Perdón…
Se volvieron sorprendidos. Una mujer joven y negra les miraba desde la entrada del salón.
—Había una tarjeta en la puerta —explicó.
—Por supuesto; lo habíamos olvidado —Jennings ya se había puesto de pie.
Oyó que Patricia le susurraba a Lang:
—Quería decírtelo. Por favor, no tengas prejuicios.
Peter la miró fijamente, su expresión incluso más sorprendida:
—¿Prejuicios?
Jennings y su hija cruzaron la estancia.
—Gracias por venir —Patricia apretó su mejilla contra la de la doctora Howell.
—Es agradable verte, Pat —dijo la doctora Howell. Por encima del hombro de Patricia le sonrió al médico.
—¿Has tenido algún problema en llegar hasta aquí? —preguntó éste.
—No, no, el metro nunca me falla.
Lurice Howell se desabotonó el abrigo y giró cuando Jennings alargó el brazo para ayudarla. Pat miró el bolso que Lurice había dejado sobre el suelo; luego observó a Peter.
Lang no apartó los ojos de Lurice Howell mientras ella se le acercaba, flanqueada por Pat y Jennings.
—Peter, te presento a la doctora Howell —dijo Pat—. Fuimos juntas a Columbia. Enseña antropología en el City College.
Lurice sonrió.
—Buenas noches —saludó.
—No tan buenas —repuso Peter.
Desde el rabillo del ojo Jennings vio la forma en que Patricia se puso rígida.
La expresión de la doctora Howell no se alteró. Su voz no cambió.
—¿Y quién es ese negro esquelético y bastardo que desearía tener aquí? —preguntó.
La cara de Peter se puso momentáneamente en blanco. Luego, con los dientes apretados para luchar contra el dolor, repuso:
—¿Qué se supone que significa eso?
—Una pregunta —dijo Lurice.
—Si está planeando dirigir un seminario sobre relaciones raciales, olvídelo —musitó Lang—. No me encuentro con ánimos para ello.
—Peter.
Observó a Pat a través de ojos llenos de dolor.
—¿Qué quieres? —demandó—. Ya estás convencida de que tengo prejuicios, así que… —Dejó caer la cabeza de nuevo sobre el apoyabrazos del sofá y cerró los ojos—. Dios, clávame un cuchillo —jadeó.
La sonrisa tensa había desaparecido de los labios de la doctora Howell. Al hablar, miró a Jennings con seriedad.
—Lo he examinado —dijo él—. No hay señal de deterioro físico, ni rastro de lesión cerebral.
—¿Cómo va a saberlo? —contestó ella con calma—. No es una enfermedad. Es ju—ju.
Jennings se quedó mirando.
—Tú…
—Ya empezamos —dijo Peter con voz ronca—. Ya lo tenemos. —Se volvió a sentar, clavando los dedos pálidos en los cojines—. Ésa es la respuesta. Ju—ju.
—¿Lo duda? —preguntó Lurice.
—Lo dudo.
—¿Del mismo modo en que duda de sus prejuicios?
—Oh, Jesús, ¡Dios! —Lang se llenó los pulmones con un sonido gutural, de aspiración—. Estaba herido y quería algo que odiar, así que elegí a ese asqueroso bastardo para…—Se dejó caer hacia atrás pesadamente—. Al demonio. Piense lo que quiera —se llevó una mano paralizada a los ojos—. Sólo déjenme morir. Oh, Jesús, Dios, déjenme morir. —De repente, miró a Jennings—. ¿Otra inyección? —suplicó.
—Peter, tu corazón no puede…
—¡Al demonio mi corazón! —La cabeza de Peter se movía hacia adelante y hacia atrás—. ¡Entonces media dosis! ¡No puede negárselo a un moribundo!
Pat se llevó el borde de su tembloroso puño a los labios, tratando de no llorar.
—¡Por favor! —dijo Peter. Una vez que la inyección hubo surtido efecto, Lang se tumbó, la cara y el cuello llenos de sudor—. Gracias —musitó. Los pálidos labios se retorcieron en una sonrisa cuando Patricia se arrodilló a su lado y comenzó a secarle el rostro con una toalla—. Hola, amor —susurró. Los ojos apagados de Peter se volvieron hacia la doctora Howell—. Muy bien, lo siento, mis disculpas —comentó con cortesía—. Le doy las gracias por venir, pero no creo en eso.
—Entonces, ¿por qué está funcionando? —preguntó Lurice.
—¡Ni siquiera sé lo que está pasando! —espetó Lang.
—Creo que sí —dijo la doctora Howell; su voz surgía con premura—. Y yo lo sé, señor Lang. El ju—ju es la magia pagana más terrible del mundo. Siglos de creencia colectiva serían suficientes para conferirle un poder aterrador. Tiene ese poder, señor Lang. Usted lo sabe.
—¿Y cómo lo sabe usted, doctora Howell? —contrarrestó él.
—Cuando tenía veintidós años —repuso ella—, pasé un año en un pueblo zulú realizando trabajo de campo para mi doctorado. Mientras estuve allí, la ngombo se encariñó conmigo y me enseñó casi todo lo que sabía.
—¿Ngombo? —preguntó Patricia.
—Creía que los hechiceros eran hombres —comentó Jennings.
—No, la mayoría son mujeres —indicó Lurice—. Mujeres astutas y observadoras que trabajan muy duramente en su profesión.
—Fraudes —dijo Peter.
Lurice le sonrió.
—Sí —comentó—. Lo son. Fraudes. Parásitos. Holgazanes. Alarmistas. Sin embargo… ¿qué cree usted que le está haciendo sentir como si mil arañas se arrastraran por su cuerpo?
Por primera vez desde que entrara en el apartamento Jennings vio una expresión de miedo en la cara de Peter.
—¿Sabe eso? —le preguntó Lang.
—Sé por todo lo que está pasando —afirmó la doctora Howell—. Yo misma lo pasé durante aquel año. Una hechicera de un pueblo próximo me lanzó una maldición de muerte. Kuringa me salvó de ella.
—Cuéntemelo.
Jennings notó que la respiración del joven se estaba acelerando. Le sorprendió darse cuenta de que la segunda inyección ya empezaba a perder su efecto.
—¿Que le cuente qué? —dijo Lurice—. ¿Sobre los dedos de largas uñas desgarrando sus entrañas? ¿Sobre la sensación que tiene de que debe encogerse hasta formar una bola con el fin de aplastar a la serpiente que se va extendiendo en su vientre? —Peter se la quedó mirando con la boca abierta—. ¿La sensación de que su sangre se ha convertido en ácido? —prosiguió Lurice—. ¿Que si se mueve se desintegrará porque sus huesos han sido chupados hasta quedar huecos? —Los labios de Peter empezaron a temblar—. ¿Esa sensación de que su cerebro está siendo devorado por una manada de ratas peludas? ¿Que sus ojos están a punto de derretirse y chorrear por sus mejillas como si fueran jalea? ¿Que…?
—Ya basta —el cuerpo de Lang tuvo unos escalofríos espasmódicos.
—Sólo he dicho esas cosas para convencerle de que lo sabía —comentó Lurice—. Recuerdo mi propio dolor como si lo hubiera sufrido esta misma mañana en vez de hace siete años. Puedo ayudarle si me deja, señor Lang. Haga a un lado su escepticismo. Usted cree en ello, o no podría hacerle daño, ¿no lo ve?
—Cariño, por favor —pidió Patricia.
Peter la miró. Luego su mirada regresó a la doctora Howell.
—No debemos esperar mucho más, señor Lang —le advirtió ella.
—De acuerdo —él cerró los ojos—. De acuerdo, inténtelo. Por todos los infiernos que no puedo empeorar.
—Deprisa —suplicó Patricia.
—Sí —Lurice Howell dio media vuelta y cruzó el cuarto para ir a coger su bolso.
Fue al recogerlo que Jennings captó la expresión en su rostro… como si se le acabara de ocurrir alguna complicación formidable. Ella los miró.
—Pat —dijo—, ven aquí un momento.
Patricia se incorporó de inmediato y se acercó a ella. Jennings las observó durante un momento antes de volver a posar los ojos en Lang. El joven empezaba a retorcerse de nuevo. Ya le vuelve, pensó Jennings.
—¿Qué?
Jennings miró a las mujeres. Pat contemplaba a la doctora Howell con expresión aturdida.
—Lo siento —dijo Lurice—. Debí informarte desde el principio, pero no hubo ninguna oportunidad.
Pat titubeó.
—¿Ha de ser de esa manera? —preguntó.
—Sí.
Patricia miró a Peter con aprensión dubitativa en los ojos. Luego, bruscamente, asintió.
—Muy bien —repuso—. Pero date prisa.
Sin pronunciar otra palabra, Lurice Howell entró en el dormitorio. Jennings observó a su hija mientras ésta miraba con fijeza la puerta cerrada.
La puerta del dormitorio se abrió y salió la doctora Howell. Jennings, que en ese instante giraba desde su posición junto al sofá, contuvo el aliento. Lurice estaba desnuda hasta la cintura y debajo llevaba una falda fabricada con diversos pañuelos de colores anudados entre sí. Sus piernas y pies estaban desnudos. Jennings la miró boquiabierto. La blusa y falda que había llevado antes no habían revelado nada de la sinuosa belleza de su cuerpo.
Jennings desvió la vista a Pat; su expresión al mirar a la doctora Howell era inconfundible.
El doctor volvió a observar a Lurice; la expresión de ella al observar la cara del joven era más difícil de interpretar.
—Por favor, compréndanlo, jamás he hecho esto antes —dijo Lurice, avergonzada por su silencio escrutador.
—Lo comprendemos —repuso Jennings, una vez más incapaz de quitarle los ojos de encima.
Un punto rojo y brillante estaba pintado en cada una de sus mejillas cetrinas, y sobre su cabello rizado llevaba un penacho de plumas parecido a un yelmo, cada una de una tonalidad castaña con un ojo vívido en el extremo. Sus pechos sobresalían de una maraña de collares hechos de dientes de animales, madejas de cuentas y abalorios de brillantes colores y tiras de piel de serpiente. En el brazo izquierdo —atado alrededor del bíceps con un hilo de lana de angora— colgaba un pequeño escudo de piel moteada de buey.
Avanzó hacia ellos con un desafío tímido, casi infantil… como si su vergüenza estuviera equilibrada por el conocimiento de su esplendor físico. Jennings quedó sorprendido al ver que tenía el estómago tatuado, cientos de diminutos ribetes que formaban un dibujo de círculos concéntricos alrededor de su ombligo.
—Kuringa insistió en ello —explicó Lurice como si él se lo hubiera preguntado—. Fue su precio por enseñarme sus secretos. —Sonrió fugazmente—. Conseguí disuadirla de limarme los dientes hasta dejarlos puntiagudos.
Jennings percibió que estaba hablando para esconder su vergüenza y sintió una oleada de simpatía hacia ella mientras dejaba el bolso en el suelo, lo abría y empezaba a extraer su contenido.
—Los ribetes se levantan haciendo pequeñas incisiones en la carne —dijo ella— y metiendo en cada incisión una pizca de pasta. —Depositó en la mesita un frasco con un líquido grumoso y un puñado de piedras pequeñas y lustrosas—. La pasta tuve que hacerla yo misma. Tuve que coger un cangrejo de tierra con las manos y arrancarle una de sus pinzas. Tuve que desollar una rana viva y la mandíbula de un mono. —Dejó en la mesita un haz de lo que parecían ser lanzas diminutas—. La pinza, la piel y la mandíbula, junto con algunos ingredientes de plantas, los molí hasta convertirlos en una pasta.
Jennings se mostró sorprendido cuando ella extrajo un disco de la bolsa y lo puso en el tocadiscos.
—Cuando diga «Ahora», doctor —pidió—, ¿querrá poner la aguja sobre el disco?
Jennings asintió en silencio.
Cuando se acuclilló para colocar los diversos objetos sobre el suelo, se hizo evidente que bajo la falda de pañuelos Lurice iba completamente desnuda.
—Bueno, puede que no viva —dijo Peter, la cara casi blanca ya—, pero da la impresión de que voy a tener una muerte fascinante.
—Siéntense los tres formando un círculo —dijo Lurice.
El educado refinamiento de su voz, procedente de los labios de lo que parecía una diosa pagana impactó a Jennings mientras se acercaba a ayudar a Lang.
El ataque tuvo lugar cuando Peter intentó ponerse de pie. En un instante, se vio sumido en él, contorsionándose en el suelo, el cuerpo doblado, las rodillas y los codos golpeando la alfombra. De repente, se dio la vuelta, echó atrás la cabeza y los músculos de la espalda se le tensaron con tanta fuerza que su espalda se arqueó hacia arriba desde el suelo. Una espuma blanquecina salía de las comisuras de su boca, sus ojos abiertos parecían congelados en sus cuencas.
—¡Lurice! —chilló Pat.
—No hay nada que podamos hacer hasta que pase —dijo Lurice. Miró a Peter con ojos consternados. Entonces, cuando la bata de él se abrió y se retorció desnudo en la alfombra, apartó la cara, y el rostro se le tensó con una expresión que Jennings, para su inquietud, interpretó como una expresión de miedo. Luego, él y Pat se agacharon para tratar de contener el afligido cuerpo de Lang—. Suéltenlo —ordenó Lurice—. No hay nada que puedan hacer.
Patricia le lanzó una mirada centelleante de asustada animosidad. Cuando el cuerpo de Peter por fin experimentó un último temblor y quedó inmóvil, cruzó la bata sobre su cuerpo y volvió a anudarle el cinturón.
—Ahora. Formen el círculo; deprisa —dijo Lurice, obligándose con claridad a abandonar algún terror interior—. No, debe sentarse solo —indicó cuando Patricia se situó junto a él, sosteniéndole la espalda.
—Se caerá —dijo Pat con una corriente subterránea de resentimiento en la voz.
—Patricia, si quieres mí ayuda…
Con cierta vacilación, mientras sus ojos iban de las facciones asoladas por el dolor de Peter a la expresión atormentada de la cara de Lurice, Patricia se apartó de él y se quedó quieta.
—Con las piernas cruzadas, por favor —indicó Lurice—. ¿Señor Lang? —Peter gruñó, con los ojos medio cerrados—. Durante la ceremonia, le pediré algo en pago, bastará algo personal, insignificante.
Peter asintió.
—De acuerdo, empecemos —dijo él—. No podré aguantar mucho más.
Los pechos de Lurice se alzaron, temblando, cuando aspiró una bocanada de aire.
—A partir de ahora silencio —murmuró.
Nerviosa, se sentó frente a Peter e inclinó la cabeza. A excepción de la estertórea respiración de Lang, en la habitación reinó un silencio mortal.
Jennings pudo oír débilmente, en la distancia, los sonidos del tráfico. En vano intentó desterrar de su mente los malos presagios. No creía en esto. Sin embargo, aquí estaba sentado, con las piernas cruzadas que ya empezaban a acalambrarse. Aquí estaba sentado Peter Lang, obviamente próximo a la muerte y sin ningún síntoma que lo explicara. Aquí estaba sentada su hija, aterrada, luchando mentalmente contra lo que ella misma había iniciado. Y aquí, lo más extraño de todo, estaba sentada no la doctora Howell, una inteligente profesora de antropología y una mujer culta y civilizada, sino una Bruja Africana semidesnuda con sus instrumentos de magia bárbara.
Hubo un sonido traqueteante. Jennings parpadeó y miró a Lurice. En la mano izquierda asía un haz de lo que parecían lanzas pequeñas. Con la derecha estaba cogiendo piedras lustrosas y diminutas del montón. Las agitó en la palma como si fueran dados y las arrojó sobre la moqueta, la mirada clavada en su caída.
Observó el dibujo que trazaron en la alfombra; luego volvió a cogerlas. Frente a ella, la respiración de Peter se hacía cada vez más ardua. Y si sufría otro ataque, se preguntó Jennings, ¿Tendría que iniciarse de nuevo la ceremonia?
Se retorció en el instante en que Lurice quebró el silencio.
—¿Por qué vienes aquí? —preguntó. Miró a Peter con frialdad, casi con ojos coléricos—. ¿Por qué me consultas? ¿Es porque no tienes éxito con las mujeres?
—¿Qué? —Peter la contempló con perplejidad.
—¿Alguien en tu casa está enfermo? ¿Es la razón por la que vienes a mí? —preguntó Lurice, con voz imperiosa. De repente, Jennings se dio cuenta de que ella ahora era por completo una hechicera interrogando a su paciente varón, arrogantemente despectiva respecto a su rango inferior—. ¿Estás enfermo? —Casi escupió las palabras, echando hacia atrás los hombros. Jennings miró de manera involuntaria a su hija. Pat permanecía sentada como una estatua, las mejillas pálidas, los labios formando una línea fina y casi blanca—. ¡Habla, hombre! —ordenó Lurice, la ngombo altiva.
—¡Sí! ¡Estoy enfermo! —El pecho de Peter se sacudió en busca de aire—. Estoy enfermo.
—Entonces, habla de tu enfermedad —dijo Lurice—. Cuéntame cómo llegó a ti.
O bien Peter ya se hallaba en tal estado de dolor que cualquier noción de resistencia quedó destruida… o había sido atrapado por la fascinación de la presencia de Lurice. Probablemente era una combinación de ambas cosas, pensó Jennings mientras observaba cómo Lang empezaba a hablar, la voz dominada, los ojos presos de la mirada ardiente de Lurice.
—Una noche entró ese hombre furtivamente en el campamento —dijo—. Trataba de robar algo de comida. Cuando le perseguí, se puso furioso y me amenazó. Dijo que me mataría.
La voz del joven era tan mecánica que Jennings se preguntó si Lurice había hipnotizado a Peter.
—Y llevaba, en una bolsa a su costado… —la voz de Lurice parecía impulsarle como el de una hipnotizadora.
—Llevaba un muñeco —dijo Peter. La garganta se le contrajo al tragar saliva—. Me habló.
—El fetiche te habló —repitió Lurice—. ¿Qué te dijo?
—Dijo que moriría. Dijo que, cuando la luna fuera como un arco, yo moriría.
Bruscamente, Peter tembló y cerró los ojos. Lurice volvió a tirar los huesos y los contempló. De repente, arrojó las lanzas diminutas.
—No es Mbwiri ni Hebiezo —dijo—. No es Atando ni Fuofuo ni Sovi. No es Kundi o Sogbla. No es un demonio del bosque lo que te devora. Es un espíritu maligno que pertenece a un ngombo que ha sido ofendido. El ngombo ha traído el mal a tu casa. El espíritu maligno del ngombo se ha pegado a ti en venganza por tu ofensa contra su amo. ¿Lo entiendes?
Peter apenas fue capaz de hablar. Asintió con movimientos espasmódicos.
—Sí.
—Di: Sí, lo entiendo.
—Sí —tembló—. Sí, lo entiendo.
—Me pagarás ahora —le dijo ella.
Peter la miró durante varios momentos antes de bajar la vista. Sus dedos rígidos buscaron en los bolsillos de la bata y salieron vacíos. De repente jadeó y los hombros se encorvaron hacia delante cuando un espasmo de dolor recorrió su cuerpo. Hurgó en los bolsillos una segunda vez como si no estuviera seguro de que se hallaran vacíos. Luego, frenéticamente, se quitó el anillo del dedo anular de la mano izquierda y lo extendió. La mirada de Jennings saltó a su hija. Su cara era como de piedra mientras observaba a Peter entregar el anillo que ella le había regalado.
—Ahora —dijo Lurice.
Jennings se puso de pie y, tambaleándose debido a la insensibilidad de sus piernas, se acercó al tocadiscos y colocó el brazo de la aguja en su sitio. Antes de que hubiera regresado al círculo, el cuarto quedó inundado con el batir de tambores, un cántico de voces y un batir de palmas bajo e irregular. Con los ojos clavados en Lurice, Jennings tuvo la impresión de que todo se estaba desvaneciendo en los extremos de su visión, que Lurice, sola, era visible bajo una luz levemente nebulosa.
Ella había dejado el escudo de piel de buey en el suelo y sostenía el frasco en la mano. Quitó el tapón y bebió el contenido de un único trago. De manera vaga Jennings se preguntó qué era lo que había bebido.
La botella cayó con un ruido sordo sobre la moqueta.
Lurice empezó a bailar.
El comienzo fue lánguido. Al principio sólo se movieron sus brazos y hombros, el inquieto y sinuoso gesto sincronizado con la cadencia de los tambores. Jennings la miró, imaginando que su corazón había alterado su ritmo al de los tambores. Observó la contorsión de sus hombros, los movimientos serpentinos que hacía con los brazos y las manos. Oyó el crujido de sus collares. El tiempo y el espacio habían desaparecido para él. Podía haber estado sentado en el claro de una selva, contemplando las contorsiones somnolientas de su danza.
—Batid las manos —ordenó la ngombo.
Sin titubeos, Jennings empezó a batir al ritmo de los tambores. Miró a Patricia. Ella hacía lo mismo, los ojos todavía clavados en Lurice. Sólo Peter permaneció inmóvil, la mirada al frente, los músculos de su mandíbula temblando mientras apretaba los dientes. Durante un fugaz momento, Jennings volvió a ser un médico que observaba preocupado a su paciente. Luego, girando, se vio atraído otra vez a la insensata fascinación de la danza de Lurice.
Los tambores comenzaron a acelerar el ritmo, tornándose más sonoros. Lurice inició un movimiento dentro del círculo, girando despacio, los brazos y hombros aún en gestos ondulantes. Sin importar dónde se situara, sus ojos quedaban clavados en Peter, y Jennings se dio cuenta de que sus ademanes eran en exclusiva para Lang… movimientos de aproximación, de acercamiento, como si lo que buscara fuera tentarlo a ir a su lado.
De repente, ella se inclinó, se sacudió con abandono, oscilando los pechos de lado a lado y agitando los collares con su salvaje rostro flotando a centímetros de la cara de Peter. Jennings sintió que los músculos de su estómago se contraían cuando Lurice pasó sus dedos en forma de garra sobre las mejillas de Peter, luego se irguió y giró, los hombros echados hacia atrás con negligencia, exhibiendo los dientes en una mueca de celo salvaje. Al instante, ya había dado la vuelta para mirar de nuevo a su cliente.
Se inclinó una segunda vez, en esta ocasión avanzando y retrocediendo delante de Peter con movimiento felino, con un canturreo rabioso en la garganta. Por el rabillo del ojo Jennings vio que su hija adelantaba el torso. La expresión de su cara era terrible.
De repente, los labios de Patricia se abrieron como en un grito silencioso. Agachándose, Lurice se había cogido los pechos con dedos penetrantes y los empujaba a la cara de Peter. Éste la miró con el cuerpo tembloroso. Canturreando de nuevo, Lurice retrocedió. Bajó las manos y Jennings se puso tenso al ver que se estaba quitando la falda de pañuelos. En un momento había caído sobre la alfombra y ella volvió a centrarse en Peter. Fue en ese instante cuando Jennings comprendió lo que había bebido.
—No —la voz llena de veneno de Patricia le hizo girar con el corazón acelerado. Ella se estaba poniendo de pie.
—¡Pat! —susurró.
Ella le miró y, durante un momento, se observaron. Luego, con un violento temblor, volvió a dejarse caer al suelo y Jennings ya no le prestó atención.
Lurice estaba de rodillas delante de Peter, meciéndose hacia adelante y atrás y frotándose los muslos con las manos. Parecía que no podía respirar. Su boca abierta no dejaba de aspirar aire con ruidos jadeantes. Jennings vio que le caían gotas de sudor por las mejillas; las vio brillar en su espalda y hombros. No, pensó. La palabra salió de manera automática, la vocalización de algún terror alienígena que pareció crecer, ahogarle. No. observó las manos de Lurice volver a coger sus pechos. Los tambores palpitaban y aullaban en sus oídos. El corazón le latía con fuerza.
¡No!
Las manos de Lurice se habían extendido súbitamente y abierto la bata de Lang. La respiración de Patricia era ronca, sorprendida. Jennings sólo captó un vistazo de su cara distorsionada antes de que su mirada volviera a verse atraída hacia Lurice. Tragado por el frenético batir de los tambores, el aullido de la voz canturreante, las explosivas palmadas, sintió como si su cabeza empezara a atontarse, como si la habitación se moviera. En una neblina de ensueño, vio las manos de Lurice estirarse hacia Peter. Vio una expresión de pesadilla en la cara del hombre cuando la tortura cerró un vicio a su alrededor… un tormento que era tanto carnalidad como agonía. Lurice se acercó a él. Más cerca. Ahora su cuerpo bañado en sudor se contorsionó a centímetros del suyo propio.
—¡Dámelo! —su voz fue bestial, voraz—. ¡Dámelo!
—Apártate de él. La advertencia gutural de Patricia sacó a Jennings del trance. Giró y la vio adelantarse hacia Lurice… quien, en ese instante, se pegó al cuerpo de Peter.
Jennings se lanzó hacia Pat, sintiendo que debía hacerlo. Ella se retorció con frenesí en sus manos, mientras su aliento cálido caía sobre sus mejillas, y con el cuerpo violento en su cólera.
—¡Apártate de él! —le gritó a Lurice—. ¡Quítale las manos de encima!
—¡Patricia! —espetó Jennings.
—¡Suéltame!
El grito de agonía de Lurice los paralizó. Aturdidos, la vieron separarse de Peter y caer de espaldas, con las piernas dobladas y los brazos cruzados sobre la cara. Jennings experimentó una oleada de horror. Dirigió la mirada hacia el rostro de Peter. La expresión de dolor se había desvanecido. Sólo permanecía una perplejidad atontada.
—¿Qué pasa? —preguntó Patricia.
La voz de Jennings sonó hueca, atemorizada.
—Se lo ha quitado —dijo.
—Oh, Dios mío… —contempló a su amiga, espantada.
La sensación que tiene de que debe encogerse hasta formar una bola con el fin de aplastar a la serpiente que se va extendiendo en su vientre. Las palabras invadieron la mente de Jennings. Observó el ondulante reptar de músculos bajo la carne de Lurice, la contorsión espasmódica de sus piernas. En el otro extremo de la habitación, el disco terminó, y, en la súbita quietud, pudo oír un agudo gemido que vibraba en la garganta de Lurice. La sensación de que su sangre se ha convertido en ácido, que, si se muere, se desintegrará porque sus huesos han sido chupados hasta quedar huecos. Con ojos perturbados, Jennings la observó padecer la agonía de Peter. La sensación de que su cerebro está siendo devorado por una manada de ratas peludas, que sus ojos están a punto de derretirse y chorrear por sus mejillas como si fueran jalea. Las piernas de Lurice se enderezaron. Giró hasta ponerse de espaldas y empezó a mover los hombros. Sus piernas se encogieron hasta que sus pies quedaron apoyados sobre la alfombra. Su estómago osciló con una respiración torturada, los pechos hinchados oscilaron de lado a lado.
—¡Peter!
El horrorizado susurro de Patricia hizo que Jennings levantara la cabeza con brusquedad. Los ojos de Peter brillaban mientras miraba el cuerpo tenso de Lurice. Había empezado a apoyarse sobre las rodillas, con una expresión inhumana en las facciones. En ese momento sus manos se alargaron hacia Lurice. Jennings lo cogió de los hombros, pero Peter no pareció darse cuenta. No dejó de estirarse hacia Lurice.
—Peter. —Lang intentó hacerlo a un lado, pero Jennings apretó con más fuerza—. Por el amor de Dios… ¡usa la cabeza, hombre! —le ordenó—. ¡La cabeza!
Peter parpadeó. Miró a Jennings con los ojos de un hombre que acababa de despertar. Jennings apartó las manos y dio rápidamente media vuelta.
Lurice yacía inmóvil de espaldas, con los ojos oscuros mirando al techo. Se inclinó sobre ella y apoyó la yema de un dedo bajo su pecho izquierdo. Los latidos de su corazón casi eran imperceptibles. Le miró de nuevo los ojos. Tenían la mirada vidriosa de un cadáver. De repente, se cerraron y un temblor prolongado, torturador, recorrió a Lurice. Jennings la observó con la boca abierta, incapaz de moverse. No, pensó. Era imposible. No podía estar…
—¡Lurice! —gritó.
Ella abrió los ojos y le miró. Después de unos instantes, sus labios se movieron débilmente e intentó sonreír.
—Ya ha acabado —susurró.
El coche avanzaba por la Séptima Avenida con las ruedas siseando en el barro. Junto al asiento de Jennings, la doctora Howell iba inmóvil debido a la extenuación. Una avergonzada y arrepentida Pat la había bañado y vestido, después de lo cual Jennings la había ayudado a subirse a su coche. Justo antes de dejar el apartamento, Peter había intentado darle las gracias, pero, incapaz de hallar las palabras, le había besado la mano y dado media vuelta sin decir nada.
Jennings la miró.
—¿Sabes? —dijo—, si yo no hubiera visto lo que de verdad sucedió esta noche, no me lo creería jamás. Todavía no estoy seguro de creerlo.
—No resulta fácil de aceptar.
—¿Le contaste a Patricia lo que iba a pasar?
—No —repuso Lurice—. No podía contarle todo. Intenté prepararla para el impacto que se le avecinaba, pero, por supuesto, tuve que reservar parte. De lo contrario quizá habría rechazado mi ayuda… y su novio habría muerto.
—Era un afrodisíaco lo que había en esa botella, ¿verdad?
—Sí —contestó ella—. Debía soltarme. Si no, las inhibiciones personales me habrían impedido hacer lo que era necesario.
—¿Qué pasó justo antes del final…? —comenzó Jennings.
—¿El aparente deseo del señor Lang por mí? —preguntó Lurice—. Sólo fue un trastorno del momento. La súbita extracción del dolor le dejó, durante unos segundos, sin voluntad propia. Si lo desea, sin una contención civilizada. Era un animal el que me quería, no un hombre.
Minutos después Jennings aparcó delante del edificio de apartamentos de la doctora Howell y se volvió hacia ella.
—Creo que los dos sabemos cuánta enfermedad dejaste expuesta… y curaste esta noche —comentó.
—Espero que sí —dijo Lurice—. No por mí, sino… —sonrió un instante—. No por mí realizo esta plegaria —recitó—. ¿Lo conoce?
—Me temo que no.
Escuchó en silencio mientras la doctora Howell volvía a recitarlo. Luego, cuando él hizo ademán de bajarse del coche, ella le contuvo.
—Por favor, no hace falta. Ahora me encuentro bien.
Abriendo la puerta, bajó y se detuvo en la acera. Durante unos momentos se miraron. Después, Jennings alargó el brazo y le apretó la mano.
—Buenas noches, querida —dijo.
Lurice Howell le devolvió la sonrisa.
—Buenas noches, doctor.
Jennings la observó atravesar la calzada y entrar en el edificio. Luego, poniendo de nuevo el coche en marcha, dio un giro en forma de U y emprendió el regreso a la Séptima Avenida. Mientras conducía, en voz baja repitió el poema de Countee Cullen que Lurice le había recitado:
No por mí realizo esta plegaria
Sino por esta raza mía
Que extiende desde lugares sombríos
Oscuras manos en busca de pan y vino.
Los dedos de Jennings se apretaron sobre el volante.
—Usa tu cabeza, hombre —dijo—. Tu cabeza.