Cuando todo cambió, de Joanna Russ
Katy conduce como una maniática. Debemos de haber ido a más de 120 kilómetros por hora en esas curvas. Sin embargo, ella es buena. La he visto desarmar todo el coche y volver a armarlo en un día. En mi lugar natal de Whileaway se acostumbraba a utilizar la maquinaria agrícola, pero yo me niego a luchar contra un mecanismo de cinco marchas a velocidades endiabladas, ya que no fui criada de ese modo; pero incluso en esas curvas, a medianoche, en una carretera rural tan mala como pueden ser las de nuestro distrito, el que Katy conduzca no me asusta.
Lo divertido respecto a mi esposa es que ella no quiere llevar armas de fuego. Incluso ha ido a hacer dedo por la zona de bosques más arriba del paralelo cuarenta y ocho sin llevar armas de fuego durante muchos días seguidos. Y eso sí me asusta.
Katy y yo tenemos tres hijas entre las dos, una de ella y dos mías. Yuriko, mi hija mayor, iba dormida en el asiento trasero, soñando los sueños de amor y de guerra que se tienen a su edad: corriendo hacia el mar, cazando en el Norte, sueños de gente extrañamente hermosa en lugares extrañamente bellos, todas esas cosas maravillosas en que una piensa cuando ha cumplido los doce años. Algún día, muy pronto, como todas ellas, desaparecerá durante semanas y volverá sucia y orgullosa, tras haber matado con su cuchillo su primer puma o su primer oso, arrastrando por el suelo tras ella algún abominable bicho peligroso. Yuriko dice que el modo de conducir de Katy le produce sueño.
Para alguien que ha aceptado tres duelos, yo tengo miedo de la lejanía. Me estoy volviendo vieja, y así se lo dije a mi esposa.
—Tienes treinta y cuatro años —me contestó ella.
Es lacónica hasta el punto del silencio.
Encendió las luces del tablero de instrumentos. Árboles de un verde eléctrico pasan rápidos ante nuestros faros y alrededor del coche. Alargué la mano hacia el tablero junto a la portezuela trasera y saqué el rifle. Lo puse en mi regazo. Yuriko se agitó en el asiento trasero.
El motor del coche es tan suave, dice Katy, que se puede oír la respiración de los que van dormidos en el asiento de atrás. Yuki estaba sola en el coche cuando llegó el mensaje, descifrando con entusiasmo sus rápidos puntitos (es una tontería montar un transceptor cerca de un motor IC; pero la mayoría de los de Whileaway funcionan con vapor). Salió rápidamente del coche, mi larguirucho retoño, gritando con toda la fuerza de sus pulmones hasta que llegó a donde estábamos nosotros. Habíamos sido intelectualmente preparados para esto desde que la colonia fue fundada, desde que fue abandonada; pero esto es diferente. Esto es horrible.
—¡Hombres! —había gritado Yuki, saltando sobre la puerta del coche—. ¡Han vuelto! ¡Hombres verdaderos de la Tierra!
Nos los encontramos en la cocina de la granja cerca del lugar donde habían aterrizado. Las ventanas estaban abiertas, el aire de la noche era muy tibio. Habíamos pasado junto a toda clase de medios de transporte cuando aparcamos aquí: tractores a vapor, camiones, un IC de caja plana, incluso una bicicleta. Lydia, la bióloga del distrito, había salido de su taciturnidad norteña lo suficiente como para tomar muestras, y estaba sentada en un rincón de la cocina negando con la cabeza, asombrada por los resultados.
Incluso se sintió obligada (ella, muy alta, muy rubia, muy tímida, siempre dolorosamente ruborizada), a sacar de donde estaban guardados los viejos manuales de idiomas, aunque yo sé hablar las viejas lenguas en sueños, y despierto. Lydia se muestra inquieta con nosotros; somos meridionales y demasiado temperamentales. Conté veinte personas en aquella cocina, todos los cerebros del Continente Norte. Phyllis Spet, creo que había venido en planeador. Yuki era la única niña presente.
Luego vi a los cuatro.
Son más grandes que nosotros. Más altos y anchos. Dos eran más altos que yo, y yo soy muy alta, metro ochenta centímetros con los pies descalzos. Pertenecen evidentemente a nuestra especie; pero son algo diferentes, indescriptiblemente diferentes, y como mis ojos no pudieron entonces abarcar del todo las líneas de esos cuerpos extraños, no pude decidirme a tocarlos, aunque el que hablaba ruso (qué voces tienen) quería estrechar las manos, una costumbre del pasado, supongo.
Sólo puedo decir que eran monos con rostros humanos. Él estiró una mano pero yo me estremecí. Retrocedí hasta el extremo de la cocina (luego me reí como para excusarme) y entonces, para establecer un buen ejemplo (amistad interestelar, yo diría), le estreché finalmente la mano. Una mano dura, muy dura. Son tan pesadas como caballos de tiro. Con voces profundas y confusas. Yuriko se había colado entre los adultos y estaba mirando a los hombres con la boca abierta.
Él volvió la cabeza (la palabra él no se usaba en nuestro lenguaje en los últimos seiscientos años), y preguntó, en un ruso muy malo:
—¿Quién es esa?
—Mi hija —le contesté, y añadí (con esa atención irracional a las buenas maneras que a veces empleamos en momentos de locura)—. Es mi hija, Yuriko Janetson. Empleamos el patronímico. Ustedes dirían el matronímico.
Él se echó a reír, involuntariamente. Yuri exclamó:
—¡Yo creí que serían guapos! —muy decepcionada por el modo en que la habían recibido.
Phyllis Melgasen Spet, a la que un día mataré, me lanzó desde el otro lado de la habitación una mirada fría, fija y venenosa. Traduje las palabras de Yuki al ruso que empleaba aquel hombre, que en otros tiempos fuera nuestra lingua franca, y el hombre se rio de nuevo.
—¿Dónde está toda la gente? —preguntó del modo más natural.
Volví a traducir y observé las caras que me rodeaban por toda la habitación. Lydia estaba azorada (como siempre), Spet entornando sus ojos y tramando algo, Katy muy pálida.
—Esto es Whileaway —dije.
Él siguió mirando como sin entender.
—Whileaway —dije yo—. ¿Recuerda? ¿Tienen ustedes archivos? Hubo una epidemia en Whileaway.
Él pareció moderadamente interesado. Las cabezas se volvieron al fondo de la habitación, y yo eché un vistazo a la delegada del parlamento de las profesiones locales; al llegar la mañana, cada asamblea local, cada camarilla política de distrito, estaría en sesión plenaria.
—¿Epidemia? —preguntó—. Eso es una tragedia.
—Sí —respondí yo—, una tragedia muy grande. Perdimos la mitad de nuestra población en una generación.
Él pareció debidamente impresionado.
—Whileaway tuvo suerte —expliqué—. Teníamos un gran banco de genes, habíamos sido escogidos por nuestra inteligencia, teníamos una alta tecnología y nos había quedado mucha población en la cual cada adulto era como tres expertos en uno. La tierra es buena. El clima es muy benigno. Ahora somos treinta millones. Las cosas han empezado a desarrollarse muy rápidamente en la industria. Denos setenta años y tendremos más de una ciudad, más de algunos centros industriales, profesiones de plena dedicación, operadores de radio en todo momento, maquinistas; denos setenta años y no todo el mundo tendrá que pasar tres cuartos de su vida en una granja.
Traté de explicar cuán duro es que los artistas puedan dedicarse a su arte sólo en la ancianidad, cuando hay tan pocos, tan pocos que puedan ser libres, como Katy y yo. Traté de explicarle con pocas palabras cómo era nuestro sistema de gobierno, dos cámaras, una por profesiones y otra geográfica; le conté que las camarillas políticas de los distritos se ocupaban de problemas demasiado importantes para confiárselos a las ciudades. Y que el control de la población no era aún un éxito político; pero que nos dieran tiempo y lo sería. Había un punto delicado en nuestra historia: dadnos tiempo.
No había necesidad de sacrificar la calidad de la vida por una loca carrera hacia la industrialización. Vayamos a nuestro propio paso.
Dadnos tiempo.
—¿Dónde está toda la gente? —preguntó de nuevo.
Me di cuenta de que no se refería a la gente, sino a los hombres, y que estaba dando a la palabra el significado que no había tenido en Whileaway durante seis siglos.
—Murieron todos —contesté yo—. Hace treinta generaciones.
Pensé que aquello había sido demasiado fuerte para él. Contuvo la respiración. Pareció como si fuera a caerse de la silla; se llevó la mano al pecho, y miró a su alrededor, hacia todas nosotras con una extraña mezcla de temor y ternura sentimental. Luego dijo:
—Una gran tragedia.
Yo aguardé, sin haber comprendido del todo.
—Sí —dijo, recobrando el aliento de nuevo con aquella sonrisa extraña, aquella sonrisa que te dice que algo está siendo ocultado y va a ser revelado inmediatamente—. Una gran tragedia, pero ya todo ha terminado —y de nuevo miró a su alrededor, a todas nosotras, con una extraña deferencia.
Como si fuéramos inválidas.
—Se han adaptado ustedes de un modo asombroso —dijo.
—¿A qué? —pregunté yo.
Él pareció azorado. Finalmente dijo:
—En el sitio de donde vengo, las mujeres no visten tan sencillamente.
—¿Visten como usted? —pregunté yo—. ¿Como una novia?
Porque los hombres vestían de plata de la cabeza a los pies. Yo nunca había visto nada tan chillón. Él hizo como si fuera a contestar y luego, al parecer, lo pensó mejor y se rio de mí nuevamente. Con un extraño regocijo, como si nosotras fuéramos algo infantil y maravilloso, como si él nos estuviera haciendo un enorme favor, aspiró de modo vacilante y dijo:
—Bueno, aquí estamos.
Yo me quedé mirando a Spet, Spet miró a Lydia, Lydia miró a Amalia, que es la jefe de la asamblea local. Amalia miró a no sé quién. Mi garganta estaba seca. No soporto la cerveza local, pero la bebí a pesar de todo, ya que me la ofreció Amalia (de ella era la bicicleta que habíamos visto afuera al aparcar). Esto iba a durar un largo rato.
—Sí, bueno, aquí están.
Y sonreí como una idiota, y me pregunté en serio si las mentes de los varones terrestres funcionaban de un modo muy diferente a los de las hembras de la Tierra; pero no podía ser así, porque de ser así la raza se habría extinguido hacía tiempo.
La red de emisoras de radio ya había dado la noticia en todo el planeta y ahora teníamos otro locutor ruso, que había aterrizado procedente de Varna. Corté la conversación cuando el hombre empezó a enseñar a todos retratos de su esposa, que parecía la sacerdotisa de algún culto arcano. Él propuso hacer preguntas a Yuki, así que la encerré en una habitación trasera a pesar de sus furiosas protestas y salí al porche. Cuando yo me marchaba, Lydia estaba explicando la diferencia entre partenogénesis (que es tan fácil que cualquiera la puede practicar) y lo que nosotras hacíamos: la fusión del óvulo.
Por eso es por lo que la hija de Katy se parece a mí.
Un transmisor de puntitos en uno de los edificios exteriores parloteaba débilmente para sí mismo; eran las operadoras que coqueteaban y se contaban chistes por la línea.
Había un hombre en el porche. El otro hombre alto. Me quedé mirándolo (me puedo mover muy silenciosamente cuando quiero) y cuando le permití que me viera, él cesó de hablar por el pequeño aparato que le colgaba del cuello. Luego dijo muy tranquilamente, en un ruso excelente:
—¿Sabían ustedes que la igualdad ha sido restablecida en la Tierra?
—Usted es un verdadero terrestre —le contesté—, ¿verdad? El otro es sólo un figurón —era un gran alivio poner en claro las cosas.
Él asintió con la cabeza, afablemente.
—Como personas, no somos muy inteligentes —declaró—. Hemos sufrido muchos daños genéticos en los últimos siglos. Podemos utilizar los genes de Whileaway, Janet.
—Ustedes pueden tener células suficientes como para criar por su cuenta.
Él sonrió.
—No es ese el modo como queremos hacerlo.
Tras él vi a Katy entrar en el cuadrado de luz que era la puerta-pantalla.
Él prosiguió, con voz mesurada y muy educado, sin burlarse de mí, creo yo; pero con esa seguridad en sí mismo de alguien que siempre ha tenido dinero y fuerza para guardar, que no sabe lo que es ser de segunda clase o provinciano. Lo cual es muy extraño, porque el día anterior yo habría dicho que esa era una exacta descripción de mí.
—Le estoy hablando a usted, Janet —me dijo—, porque supongo que usted tiene más influencia popular que nadie. Usted sabe tan bien como yo que su cultura tiene todos los defectos inherentes, y nosotros no queremos (si podemos evitarlo) utilizarlas para nada de eso. Perdón, no debería haber utilizado esa palabra, pero supongo que ustedes se darán cuenta de que este tipo de sociedad es antinatural.
—La humanidad es antinatural —dijo Katy.
Ella tenía mi rifle bajo su brazo izquierdo. La parte superior de su sedosa cabeza no me llega a la clavícula; pero ella es tan dura como el acero. Él empezó a moverse, de nuevo con aquella extraña deferencia sonriente (que su compañero había mostrado conmigo pero él no) y el arma se deslizó en la mano de Katy como si ella hubiera disparado con ella toda la vida.
—Estoy de acuerdo con usted —dijo el hombre—. La humanidad es antinatural. Debería de saberlo. Yo tengo metal en mi dentadura y clavijas de metal aquí —y se tocó el hombro—. Pero a Whileaway le falta algo —hizo un seco chasquido con la lengua.
—Yo no echo de menos nada —dijo Katy—. Excepto que la vida no dure siempre.
—¿Ustedes son…? —preguntó aquel hombre, haciendo un gesto con la cabeza de mí hacia ella.
—Esposas —repuso Katy—. Estamos casadas.
De nuevo el seco chasquido.
—Un buen arreglo económico —dijo él—, para trabajar y cuidar de los niños. Tan bueno como un acuerdo para tener una descendencia al azar, si su reproducción se hace para seguir el mismo patrón. Pero yo pienso, Katharina Michaelason, si no hay algo mejor que ustedes pudieran asegurar a sus hijas. Yo creo en los instintos, y sé que ustedes sienten que les falta algo. Ya lo saben intelectualmente, claro. Aquí sólo hay una mitad de la especie. Los hombres deben volver a Whileaway.
Katy no respondió nada.
—Yo diría, Katharina Michaelason —dijo aquel hombre amablemente—, que usted, entre todas las personas, sería la que más se beneficiaría de tal cambio —y dio unos pasos más allá del rifle de Katy hasta el cuadrado de luz que venía de la puerta.
Creo que fue entonces cuando se dio cuenta de mi cicatriz, la cual realmente no se ve hasta que la luz le da de lado: una fina raya que va de la sien a la barbilla. La mayoría de la gente ni siquiera se fija en ella.
—¿Dónde le hicieron eso? —preguntó, y yo le contesté haciendo una involuntaria mueca:
—En mi último duelo.
Nos quedamos allá parados, el uno encolerizado contra el otro, durante varios segundos (esto es absurdo pero cierto) hasta que él entró y cerró la puerta tras de sí. Katy dijo con voz agria:
—¡Usted, maldito loco! ¿No se da cuenta de cuándo somos insultados? —y esgrimió el rifle como para disparar contra él a través de la pantalla; pero yo se lo agarré antes de que pudiera hacer fuego y de un manotazo aparté el rifle de su blanco.
Katy estaba temblando, y no dejó de susurrar una y otra vez.
—Por eso nunca quise tocarlo, porque sabía que mataría a alguien, sabía que mataría a alguien.
El primer hombre, o sea aquel con el que habíamos hablado primero, estaba aún charlando dentro de la casa, diciendo algo sobre el gran movimiento para recolonizar y redescubrir todo lo que la Tierra había perdido. Hizo hincapié en las ventajas que eso supondría para Whileaway: comercio, intercambio de ideas, educación. También dijo que en la Tierra había sido restablecida la igualdad.
Katy tenía razón, por supuesto; debíamos haberlos quemado allí mismo donde estaban. Cuando una cultura tiene grandes cañones y la otra no tiene ninguno, ya se puede suponer cuál va a ser el resultado.
Quizá los hombres hubieran venido al final en todo caso. Me gusta pensar que dentro de cien años mis nietas podrían rechazarlos u obligarles a detenerse; pero aun entonces será una lucha desigual; yo recordaré toda mi vida a aquellas cuatro personas que encontré, musculosos como toros, y que me hicieron sentirme pequeña, aunque sólo fuera por un momento. Una reacción neurótica, dice Katy.
Recuerdo todo lo que ocurrió aquella noche; recuerdo los nervios de Yuki en el coche, los sollozos de Katy cuando regresamos a casa, como si se le fuera a partir el corazón. Recuerdo cómo rondé incansablemente alrededor de la casa después de que Katy quedara dormida. Los músculos de sus antebrazos son como barras de metal de tanto conducir y probar sus máquinas.
A veces sueño con los brazos de Katy.
Recuerdo una vez que entré en el cuarto de los niños y tomé al bebé de mi esposa, echando un sueñecillo con la punzante y asombrosa calidez de una criatura en el regazo, y finalmente volví a la cocina para encontrar a Yuriko preparándose un tardío bocadillo. Mi hija come como un perro danés.
—Yuki —le pregunté—, ¿crees que podrías enamorarte de un hombre?
Ella me contestó gritando:
—¿Con un sapo de diez pies?
Pero los hombres están viniendo a Whileaway.
Últimamente me paso las noches sin dormir y me pregunto por los hombres que vendrán a este planeta, sobre mis dos hijas y Betta Kataharinason, sobre lo que le ocurrirá a Katy, a mí, a mi vida.
Los diarios de nuestros antepasados son un largo grito de dolor y supongo que me debería alegrar ahora, peor no se pueden tirar así por la borda seis siglos, o incluso (como he descubierto últimamente) treinta y cuatro años. A veces me río de la cuestión que aquellos cuatro hombres eludieron toda aquella tarde y nunca se atrevieron a preguntar: ¿cuál de ustedes hace el papel de hombre?
Dudo mucho que la igualdad haya sido restablecida en la Tierra.
No me hace gracia la idea de que se hayan burlado de mí, de Katy, postergada como si ella fuera un ser débil, de que a Yuki la hubieran hecho sentirse poco importante o tonta, de mis otras hijas despojadas de su plena humanidad o convertidas en extrañas. Y temo que mis propios logros disminuirán hasta convertirse en cosas sin importancia para la curiosidad de la raza humana, las rarezas de las que uno lee en la solapa del libro, cosas para reírse porque son exóticas, curiosas, pero no impresionantes, encantadoras pero no útiles.
Yo encuentro esto más doloroso de lo que pueda decir. Usted convendrá en que para una mujer que ha tenido tres duelos, todos ellos a muerte, sentir tales temores es ridículo. Pero lo que se avecina ahora es un duelo tan grande que no creo tener el coraje necesario para enfrentarlo.
A veces, de noche, recuerdo el nombre original de este planeta, cambiado por la primera generación de nuestras antepasadas, aquellas curiosas mujeres para las cuales, supongo, el verdadero nombre fue un recordatorio tan doloroso después de que los hombres murieran. Lo encuentro divertido, con un humor negro, el que las cosas hayan cambiado totalmente. Pero esto también pasará. Todas las cosas buenas tienen un final.
Quitadme la vida, pero no me quitéis el significado de la vida.