La futura difunta, de Richard Matheson

El hombrecillo abrió la puerta y entró; fuera quedó la deslumbradora luz del sol. Aquel hombrecillo larguirucho, de aspecto simple y ralo cabello gris, rondaría los cincuenta años o poco más. Cerró la puerta sin hacer ruido y se quedó en el lóbrego vestíbulo, en espera de que los ojos se le acostumbraran al cambio de luz. Vestía un traje negro, camisa blanca y corbata negra. Su pálido rostro aparecía sin transpiración a pesar del calor. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra, se quitó el sombrero panamá y avanzó por el pasillo hasta el despacho: sus zapatos negros no hicieron ruido alguno al pisar sobre la alfombra. El empleado de la funeraria levantó la vista de su escritorio para saludarle.

–Buenas tardes.

–Buenas tardes –repuso el hombrecillo, que tenía una voz suave.

–¿Puedo ayudarle en algo?

–Sí –respondió el hombrecillo.

Con un ademán, el empleado de la funeraria le indicó la butaca que había del otro lado de su escritorio y le dijo:

–Por favor.

El hombrecillo se sentó en el borde de la butaca y dejó el panamá sobre su regazo. Observó que el empleado de la funeraria abría un cajón y sacaba un impreso. Después, retiró una estilográfica negra de su base de ónice, y preguntó:

–¿Quién es el difunto?

–Mi esposa –dijo el hombrecillo.

El empleado de la funeraria emitió un cloqueo de condolencia.

–Lo siento.

–Ya —replicó el hombrecillo con una mirada inexpresiva.

–¿Cómo se llamaba?

–Marie Arnoid –respondió el hombrecillo en voz baja.

El de la funeraria escribió el nombre.

—¿Dirección?

El hombrecillo se la dio.

–¿Está ella allí ahora?

–Sí, está allí –respondió el hombrecillo.

El otro asintió.

–Quiero que todo sea perfecto –dijo el hombrecillo–. Quiero lo mejor que haya.

–Claro, claro, por supuesto.

–No me importa lo que cueste –insistió el hombrecillo. Su garganta osciló cuando tragó saliva.

–Ahora ya no me importa nada. Salvo esto.

–Lo comprendo –dijo el de la funeraria.

–Quiero lo mejor que tenga –volvió a insistir el hombrecillo–. Ella es preciosa. Debe tener lo mejor.

–Lo comprendo.

–Siempre tenía lo mejor. Yo me encargaba de ello.

–Claro, claro.

–Asistirá mucha gente –comentó el hombrecillo–. Todo el mundo la quería. Es tan hermosa…, tan joven… Tiene que darle lo mejor. ¿Me comprende?

–A la perfección –le aseguró el de la funeraria–. Le garantizo que quedará más que satisfecho.

–Es tan hermosa –repitió el hombrecillo–. Tan joven.

–No lo dudo –asintió el de la funeraria.

El hombrecillo permaneció sentado, sin moverse, mientras el empleado de la funeraria le formulaba unas preguntas. El tono de voz del hombrecillo no varió mientras hablaba. Sus ojos parpadeaban  tan de vez en cuando que el empleado no los vio moverse ni una sola vez. El hombrecillo firmó el impreso ya rellenado y se incorporó. El de la funeraria hizo lo propio y rodeó el escritorio.

–Le garantizo que quedará usted satisfecho –dijo al tiempo que le tendía la mano.

El hombrecillo se la estrechó. La palma de su mano estaba seca y fría.

–Dentro de una hora iremos a su casa –le indicó el agente funerario.

–Perfecto –repuso el hombrecillo.

El empleado avanzó por el pasillo, al lado del cliente.

–Para ella quiero que todo sea perfecto –dijo el hombrecillo–. Sólo lo mejor.

–Todo saldrá tal como usted desea.

–Se merece lo mejor. –El hombrecillo miró al frente con fijeza–. Es tan hermosa. Todo el mundo la quería. Todo el mundo. Es tan joven, y tan hermosa…

–¿Cuándo ha muerto? –preguntó entonces el de la funeraria.

El hombrecillo no pareció haberle oído. Abrió la puerta, salió a la luz del sol y se puso el panamá. Había recorrido ya la mitad de la distancia  que lo separaba de su coche cuando, con una leve sonrisa en los labios, contestó:

–En cuanto llegue a casa.