La nariz, de Nikolai Gógol

I

En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski (su apellido no ha llegado hasta nosotros y ni siquiera figura en el rótulo de la barbería, donde sólo aparece un caballero con la cara enjabonada y el aviso de «También se hacen sangrías»), el barbero Iván Yákovlevich se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.

—Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna —anunció Iván Yákovlevich—. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.

(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.) «Que coma pan, el muy estúpido. Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa. Y arrojó un panecillo sobre la mesa.

Por aquello del decoro, Iván Yákovlevich endosó su frac encima del camisón de dormir, se sentó a la mesa provisto de sal y dos cebollas, empuñó un cuchillo y se puso a cortar el panecillo con aire solemne. Cuando lo hubo cortado en dos se fijó en una de las mitades y, muy sorprendido, descubrió un cuerpo blanquecino entre la miga. Iván Yákovlevich lo tanteó con cuidado, valiéndose del cuchillo, y lo palpó. «¡Está duro! —se dijo para sus adentros—. ¿Qué podrá ser?»

Metió dos dedos y sacó… ¡una nariz! Iván Yákovlevich estaba pasmado. Se restregó los ojos, volvió a palpar aquel objeto: nada, que era una nariz. ¡Una nariz! Y, además, parecía ser la de algún conocido. El horror se pintó en el rostro de Iván Yákovlevich. Sin embargo, aquel horror no era nada, comparado con la indignación que se adueñó de su esposa.

—¿Dónde has cortado esa nariz, so fiera? —gritó con ira—. ¡Bribón! ¡Borracho! Yo misma daré parte de ti a la policía. ¡Habrase visto, el bribón! Claro, así he oído yo quejarse ya a tres parroquianos. Dicen que, cuando los afeitas, les pegas tales tirones de narices que ni saben cómo no te quedas con ellas entre los dedos.

Mientras tanto, Iván Yákovlevich parecía más muerto que vivo. Acababa de darse cuenta de que aquella nariz era nada menos que la del asesor colegiado Kovaliov, a quien afeitaba los miércoles y los domingos.

—¡Espera, Praskovia Osipovna! Voy a dejarla de momento en un rincón, envuelta en un trapo, y luego me la llevaré.

—¡Ni hablar! ¡Enseguida voy a consentir yo una nariz cortada en mi habitación!… ¡Esperpento! Como no sabe más que darle correa a la navaja para suavizarla, pronto será incapaz de cumplir con su cometido. ¡Estúpido! ¿Crees que voy a cargar yo con la responsabilidad cuando venga la policía? ¡Fuera esa nariz! ¡Fuera! ¡Llévatela adonde quieras! ¡Que no vuelva yo a saber nada de ella!

Iván Yákovlevich seguía allí como petrificado, pensando y venga a pensar, sin que se le ocurriera nada.

—El demonio sabrá cómo ha podido suceder esto —dijo finalmente, rascándose detrás de una oreja—. ¿Volví yo borracho anoche, o volví fresco? No podría decirlo a ciencia cierta. Ahora bien, según todos los indicios, éste debe ser un asunto enrevesado, ya que el pan es una cosa y otra cosa muy distinta es una nariz. ¡Nada, que no lo entiendo!

Iván Yákovlevich enmudeció, a punto de desmayarse ante la idea de que la policía llegase a encontrar la nariz en su poder y lo empapelara.

Le parecía estar viendo ya el cuello rojo del uniforme, todo bordado en plata, la espada… y temblaba de pies a cabeza. Finalmente, agarró la ropa y las botas, se puso todos aquellos pingos y, acompañado por las desabridas reconvenciones de Praskovia Osipovna, se echó a la calle llevando la nariz envuelta en un trapo.

Tenía la intención de deshacerse del envoltorio en cualquier parte, tirándolo tras el guardacantón de una puerta cochera o dejándolo caer como inadvertidamente y torcer luego por la primera bocacalle. Lo malo era que, en el preciso momento, se cruzaba con algún conocido, que enseguida empezaba a preguntarle:

«¿A dónde vas?, o ¿a quién vas a afeitar tan temprano?», de manera que a Iván Yákovlevich se le escapaba la ocasión propicia. Una vez consiguió dejarlo caer, pero un guardia urbano le hizo señas desde lejos con su alabarda al tiempo que le advertía: «¡Eh! Algo se te ha caído. Recógelo». De modo que Iván Yákovlevich tuvo que recoger la nariz y guardársela en el bolsillo.

Lo embargaba la desesperación, sobre todo porque el número de transeúntes se multiplicaba sin cesar, a medida que se abrían los comercios y los puestos.

Tomó la decisión de llegarse al puente Isákievski, por si conseguía arrojar la nariz al río Neva… Pero, a todo esto, he de pedir disculpas por no haber dicho hasta ahora nada acerca de Iván Yákovlevich, persona honorable bajo muchos conceptos.

Como todo menestral ruso que se respete, Iván Yákovlevich era un borracho empedernido. Y aunque a diario afeitaba mentones ajenos, el suyo estaba eternamente sin rapar. El frac de Iván Yákovlevich (porque Iván Yákovlevich jamás usaba levita) ostentaba tantos lamparones parduzcos y grises que, a pesar de ser negro, parecía hecho de tela estampada; además tenía el cuello lustroso de mugre y unas hilachas en el lugar de tres botones. Iván Yákovlevich era un gran cínico. El asesor colegiado Kovaliov solía decirle mientras lo afeitaba: «Siempre te apestan las manos, Iván Yákovlevich.» A lo que Iván Yákovlevich contestaba preguntando a su vez: «¿Y por qué han de apestarme?» El asesor colegiado insistía: «No lo sé, hombre; pero te apestan.» Por lo cual, y después de aspirar una toma de rapé, Iván Yákovlevich le aplicaba el jabón a grandes brochazos en las mejillas, debajo de la nariz, detrás de las orejas, en el cuello… Donde se le antojaba, vamos.

Nuestro respetable ciudadano se encontraba ya en el puente de Isákievski. Empezó por mirar a su alrededor, luego se asomó por encima del pretil como para ver si había muchos peces debajo del puente y arrojó disimuladamente el trapo con la nariz. Notó como si le hubieran quitado de golpe diez puds de encima: incluso esbozó una sonrisita socarrona. Y entonces, cuando en vez de marcharse a rapar mentones oficinescos se dirigía a tomar un vaso de ponche en cierto establecimiento cuyo rótulo decía «Comidas y té», divisó de pronto al final del puente a un guardia de gallarda apostura y frondosas patillas con su tricornio y su espada. Se quedó frío: el guardia lo llamaba con un dedo y decía:

—Ven para acá, hombre.

Conocedor de las ordenanzas, Iván Yákovlevich se quitó el gorro desde lejos y obedeció a toda prisa con estas palabras:

—¡Salud tenga usía!

—Deja, hombre, déjate de usías y explícame lo que estabas haciendo ahí en el puente.

—Por Dios le juro, señor, que iba a afeitar a un parroquiano y sólo me detuve a mirar si llevaba mucha agua el río.

—¡Mentira! Estás mintiendo. Pero, no te ha de valer. Haz el favor de contestar.

—Estoy dispuesto a afeitar a vuestra merced dos veces por semana, o incluso tres, sin rechistar —contestó Iván Yákovlevich.

—¡Quiá! Déjate de bobadas, amigo. A mí me afeitan ya tres barberos, y lo tienen a mucha honra. Conque haz el favor de contarme lo que estabas haciendo allí.

Iván Yákovlevich se puso lívido… Pero el suceso queda a partir de aquí totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo ocurrido después.

 

II

El asesor colegiado Kovaliov se despertó bastante temprano y resopló —«brrr…»—, cosa que hacía siempre al despertarse, aunque ni él mismo habría podido explicar por qué razón. Kovaliov se desperezó y pidió un espejo pequeño que había encima de la mesa. Quería verse un granito que le había salido la noche anterior en la nariz. Y entonces, para gran asombro suyo, en el lugar de su nariz descubrió una superficie totalmente lisa. Mandó que le trajeran agua y se frotó los ojos con una toalla húmeda: ¡nada, que no estaba la nariz! Comenzó a palparse, preguntándose si estaría dormido. Pero, no; no era una figuración. El asesor colegiado Kovaliov se tiró precipitadamente de la cama, sacudiendo la cabeza con preocupación: ¡no tenía nariz! Pidió su ropa al instante y partió como una flecha a ver al jefe de policía.

A todo esto, bueno sería decir unas palabras acerca de Kovaliov para poner al lector en antecedentes del rango de nuestro asesor colegiado. Los asesores colegiados que han obtenido su título mediante estudios respaldados por certificaciones científicas no pueden ser comparados en modo alguno con aquellos que se han firmado en el Cáucaso. Son dos categorías enteramente distintas. Los asesores colegiados… Pero, Rusia es un país tan peregrino que basta decir algo acerca de un asesor colegiado para que, desde Riga hasta Kamchatka, se den por aludidos todos cuantos poseen igual título… Y lo mismo sucede con todos los demás títulos o grados. Kovaliov era asesor colegiado del Cáucaso. Sólo hacía dos años que ostentaba el título, hecho que no se permitía olvidar ni por un instante. De manera que, para darse más prestancia y fuste, nunca se presentaba como asesor colegiado sino como mayor. «Oye, guapa, pásate por mi casa —solía decir al cruzarse en la calle con alguna vendedora de pecheras almidonadas—. Está en la calle Sadóvaya. Con que preguntes dónde vive el mayor Kovaliov, cualquiera te lo dirá.» Y si se encontraba con una de buen palmito, precisaba confidencialmente: «Pregunta por el piso del mayor Kovaliov, ¿eh, preciosa?» Por eso mismo, también nosotros llamaremos mayor a este asesor colegiado.

El mayor Kovaliov tenía el hábito de pasear todos los días por la Avenida Nevski. Llevaba siempre el cuello de la pechera muy limpio y almidonado. Sus patillas eran como las que todavía usan los agrimensores provinciales y comarcales, los arquitectos y los médicos de regimiento, igual que los funcionarios de policía y, en general, todos esos caballeros de mejillas rubicundas y sonrosadas que suelen jugar muy bien al boston: son unas patillas que bajan hasta media cara y llegan en línea recta a la misma nariz. El mayor Kovaliov lucía multitud de dijes, unos de cornalina, otros con escudos labrados y también de los que llevan grabadas las palabras miércoles, jueves, lunes, etc. El mayor Kovaliov había viajado a San Petersburgo para ciertos menesteres consistentes en buscar un acomodo a tenor con su rango: un nombramiento de vicegobernador, si lo conseguía, o, en todo caso, el de ejecutor en algún Departamento de fuste. El mayor Kovaliov tampoco estaba en contra de casarse, pero sólo en el caso de que acompañara a la novia un capital de doscientos mil rublos. Por todo lo cual podrá comprender ahora el lector el estado de ánimo de este mayor al descubrir un estúpido espacio plano y liso en lugar de su nariz, que no era nada fea ni desproporcionada.

Para colmo de males, no aparecía ni un solo coche de punto por la calle, y el mayor tuvo que caminar a pie, embozado en su capa y cubriéndose la cara con un pañuelo como si fuera sangrando. «Pero, bueno, ¿no será esto una figuración mía? Es imposible que una nariz se extravíe así, estúpidamente», pensó, y entró en una pastelería, con el solo fin de mirarse al espejo. Por fortuna, no había parroquianos en el establecimiento. Unos chicuelos barrían el local y ordenaban los asientos mientras otros, con ojos de sueño, sacaban bandejas de pastelillos recién hechos; sobre las mesas y las sillas andaban tirados periódicos de la víspera manchados de café. «¡Menos mal que no hay nadie! —se dijo Kovaliov—. Ahora podré mirarme.» Se acercó tímidamente al espejo y miró. «Pero, ¿qué demonios de porquería es ésta? —profirió soltando un salivazo—. ¡Si por lo menos hubiera algo en lugar de la nariz!… ¡Pero, es que no hay nada!»

Salió de la pastelería mordiéndose los labios de rabia y, en contra de sus hábitos, decidió no mirar ni sonreír a nadie. De pronto, se detuvo atónito a la entrada de una casa. Ante sus ojos se produjo un fenómeno inexplicable: un carruaje paró al pie de la puerta principal y, cuando se abrió la portezuela, saltó a tierra, ligeramente encorvado, un caballero de uniforme que subió con presteza la escalinata. Cuál no sería el sobresalto, y al mismo tiempo la estupefacción de Kovaliov al reconocer a su propia nariz. A la vista de semejante portento, le pareció que todo daba vueltas a su alrededor. Notó que apenas podía tenerse en pie y, sin embargo, decidió, aunque tiritando como si tuviera fiebre, aguardar a toda costa a que volviera a subir al coche. Efectivamente, a los dos minutos salió la nariz. Vestía uniforme bordado en oro, de cuello alto, y pantalón de gamuza y llevaba la espada al costado. El penacho del tricornio indicaba que poseía el rango de consejero de Estado. Según todas las apariencias, estaba haciendo visitas. Miró a un lado y a otro, llamó de un grito al cochero, subió al carruaje y partió.

El pobre Kovaliov estuvo a punto de volverse loco.

No sabía ni qué pensar de tan extraño suceso. En efecto, ¿cómo podía vestir uniforme una nariz que, la víspera sin ir más lejos, se encontraba en mitad de su cara y no era capaz de desplazarse, ni en carruaje ni a pie, por sí sola? Corrió en pos del vehículo que, felizmente, pronto se detuvo ante la iglesia de Nuestra Señora de Kazán.

Kovaliov corrió hacia el templo, abriéndose paso entre las filas de viejas mendigas —entrapajadas hasta el extremo de que sólo quedaban dos orificios para los ojos— de las que tanto se burlaba antes, y penetró en la iglesia. Había pocos fieles y casi todos se habían quedado cerca de la puerta. Kovaliov se hallaba en tal estado de consternación que ni siquiera tenía ánimos para rezar, y buscaba con los ojos a aquel caballero por todos los rincones. Al fin lo descubrió, un poco apartado. La nariz tenía el rostro totalmente oculto por el gran cuello alto y oraba con extraordinaria devoción.

«¿Cómo lo abordaría? —se preguntó Kovaliov—. A la vista está, por el uniforme, por el tricornio, que se trata de un consejero de Estado. El demonio sabrá…»

Carraspeó varias veces cerca de la nariz, que no abandonaba ni por un instante su devota actitud ni cesaba en sus genuflexiones.

—Caballero… —dijo Kovaliov, haciendo un esfuerzo para darse ánimos—. Caballero…

—¿Qué se le ofrece? —preguntó la nariz volviendo la cara.

—Estoy extrañado, caballero… Me parece… Debería usted saber cuál es su sitio. De repente lo encuentro a usted… ¿Y dónde le encuentro? En una iglesia. Habrá de convenir que…

—Perdone usted, pero no logro entender lo que tiene usted a bien decirme. Explíquese.

«¿Cómo voy a explicarme?» —pensó Kovaliov—, y luego, sacando fuerzas de flaqueza, comenzó:

—Claro que yo… Por cierto, he de decirle que soy mayor y eso de andar por ahí sin nariz, como usted comprenderá, es indecoroso. Sin nariz podría pasar cualquiera de esas vendedoras de naranjas peladas del puente de Voskresenski; pero yo, que aspiro a obtener…, habiendo sido presentado en muchas casas donde hay damas como la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, y otras muchas… Hágase usted cargo… Yo no sé, caballero… —al llegar aquí, el mayor Kovaliov se encogió de hombros—. Usted perdone, pero considerando todo esto desde el punto de vista de las normas del deber y del honor…, usted mismo comprenderá…

—Pues no. No comprendo absolutamente nada —contestó la nariz—. Hable de modo más explícito.

—Caballero… —replicó Kovaliov con aire muy digno—, no acierto a interpretar sus palabras… Me parece que el asunto está bien claro. ¡O pretende usted… ¡Pero si usted es mi propia nariz!

La nariz consideró al mayor y frunció un poco el ceño.

—Está usted en un error, caballero. Yo soy yo, además, que entre nosotros no puede haber la menor relación directa, pues a juzgar por los botones de su uniforme, usted pertenece a otro departamento que yo.

Dicho esto, la nariz volvió la cabeza y prosiguió sus oraciones.

Totalmente confuso, Kovaliov se quedó sin saber qué hacer y ni siquiera qué pensar. En esto se escuchó el encantador rumor de unas vestiduras femeninas. Llegaba una señora de cierta edad, toda encajes, y con ella otra, muy esbelta, con un vestido blanco que dibujaba a la perfección su fina silueta y un sombrero de paja ligero como un pastel.

Un lacayo alto, con frondosas patillas y una buena docena de esclavinas en la librea, se situó detrás de ellas y abrió una tabaquera.

Kovaliov se acercó un poco, estiró el cuello de batista de su pechera, retocó los dijes colgantes de la cadena de oro y, sonriendo a un lado y a otro, fijó su atención en la etérea dama que se inclinaba levemente, parecida a una florecilla de primavera, y elevaba hacia la frente su breve mano blanca de dedos traslúcidos. La sonrisa de Kovaliov se acentuó cuando divisó, bajo el sombrero, su mentón redondo, deslumbrante de blancura, y parte de la mejilla teñida por el color de la primera rosa primaveral. Pero de pronto pegó un respingo como si se hubiera quemado con algo. Recordó que no tenía absolutamente nada en lugar de nariz y se le saltaron las lágrimas. Dio media vuelta con objeto de tildar sin rodeos de farsante y miserable al señor del uniforme, para decirle que no era ni por asomo consejero de Estado, sino única y exclusivamente su propia nariz… Pero ya no estaba allí la nariz. Se conoce que, entre tanto, había salido disparada para continuar sus visitas.

Esta circunstancia sumió a Kovaliov en la desesperación. Salió de la iglesia y se detuvo un instante bajo el pórtico, escudriñando hacia todas partes por si divisaba en algún sitio a su nariz. Recordaba muy bien que llevaba tricornio con penacho y uniforme bordado en oro, pero no se había fijado en el capote, ni en el color del carruaje, ni en los caballos y ni siquiera en si llevaba lacayo detrás y cómo era su librea. Con la particularidad de que habría sido difícil identificar aquel carruaje entre tantos, como circulaban en uno y otro sentido a toda velocidad. Además, aunque lo hubiese identificado, no tenía a su alcance ningún medio para hacerlo detenerse. Hacía un día espléndido y soleado. La Avenida Nevski era un hormiguero de gente. Desde el puente de Politséiski hasta el de Anichkin cubría las aceras una policroma cascada femenina. Kovaliov divisó también a un consejero de la Corte conocido suyo a quien siempre daba el tratamiento de teniente coronel, especialmente si se hallaban ante extraños. Luego vio a Yariguin, jefe de negociado en el Senado, gran amigo suyo, que siempre era pillado en renuncio al boston cuando jugaba el ocho. Y otro mayor, con asesoría del Cáucaso, que agitaba una mano llamándolo…

—¡Maldita sea! —masculló Kovaliov—. ¡Eh, cochero! ¡A la prefectura de policía!

Kovaliov subió al vehículo y se pasó todo el trayecto gritándole al cochero: «¡arrea, hombre, arrea!»

—¿Está en su despacho el señor prefecto? —preguntó a voz en cuello al penetrar en el vestíbulo.

—No, señor —contestó el conserje—. Acaba de salir.

—¡Ésta sí que es buena!

—Y no hace mucho que salió, por cierto —añadió el conserje—. Con haber llegado un momento antes, quizá lo hubiera encontrado.

Sin apartar el pañuelo de su rostro, Kovaliov regresó al coche de alquiler y ordenó con acento desesperado:

—¡Tira!

—¿Hacia dónde? —inquirió el cochero.

—Derecho.

—¡Derecho! ¡Pero, si estamos en un cruce! A la derecha o a la izquierda?

Esta pregunta dejó cortado a Kovaliov y lo obligó a reflexionar de nuevo. En su situación, lo lógico era acudir, antes que nada, a la Dirección de Seguridad, y no por su relación directa con la policía, sino porque sus disposiciones podían ser mucho más expeditas que las de otras instancias. En cuanto a buscar justicia recurriendo a las autoridades superiores del Departamento al que dijo pertenecer la nariz, no tenía sentido, pues de las propias respuestas de la nariz se podía colegir que no había nada sagrado para aquel sujeto y era muy capaz de mentir en esa circunstancia, lo mismo que había mentido al afirmar que nunca se habían visto. De modo que Kovaliov iba a ordenar ya al cochero que lo condujera a la Dirección de Seguridad, cuando de nuevo lo asaltó la idea de que aquel redomado bribón, que con tanta desfachatez se había comportado durante la primera entrevista, podía muy bien aprovechar el tiempo para escabullirse de la ciudad y todas las pesquisas serían entonces inútiles o podían durar un mes entero si Dios no ponía remedio. Finalmente, como si el cielo lo iluminara, decidió personarse en la oficina de publicidad para que apareciera en los periódicos, sin pérdida de tiempo, un anuncio con la descripción detallada de todas las señas, de manera que cuantos se encontraran con él pudieran conducirlo, acto seguido, a su presencia o, por lo menos, darle a conocer su paradero. Nada más tomar esta decisión, ordenó al cochero que lo llevara a la oficina de publicidad, y fue todo el trayecto aporreándole la espalda con el puño, repitiendo: «¡Date prisa, miserable! ¡Date prisa, bribón!». A lo que el cochero sólo contestaba: «¡Ay, señorito!…», sacudiendo la cabeza y arreando con las riendas a su caballo, tan peludo como un perro de lanas. El carruaje se detuvo al fin, y Kovaliov irrumpió todo jadeante en una oficina de reducidas dimensiones. Detrás de una mesa, un empleado canoso y con gafas, que vestía un viejo frac, recontaba las monedas que había cobrado, manteniendo la pluma entre los dientes.

—¿Quién recibe aquí los anuncios? —preguntó Kovaliov en un grito—. ¡Ah! Buenos días.

—Muy buenos los tenga usted —contestó el empleado canoso alzando un momento los ojos y volviendo a posarlos en el dinero que contaba.

—Desearía insertar…

—Perdone. Le ruego que aguarde un instante —profirió el empleado anotando un número en un papel al tiempo que pasaba dos bolas de ábaco con la mano izquierda.

Un lacayo de casa grande, a juzgar por su empaque y por su librea galonada, esperaba junto a la mesa con una nota en la mano y consideró oportuno patentizar su urbanidad:

—Le aseguro, caballero, que el perrillo no vale ochenta kopecs. Es más: yo no daría ni cuatro por él. Pero la Condesa le tiene cariño; sí, le tiene cariño, y ya ve usted: ¡cien rublos a quien lo encuentre! Si hemos de hablar con propiedad, así, como estamos aquí usted y yo, hay personas que tienen gustos disparatados. Puestos a tener un perro, que sea uno de muestra, o un maltés. Y entonces, no hay que reparar en quinientos rublos; ni siquiera en mil, con tal de que sea lo que se dice todo un perro.

El respetable empleado escuchaba todo aquello con aire entendido, aunque sin dejar por eso de calcular las letras del anuncio que le habían entregado. Alrededor se apretujaban viejucas, dependientes de comercio y porteros; todos con alguna nota en la mano. Una era ofreciendo los servicios de un cochero de conducta sobria; otra un carruaje en buen uso, traído de París el año 1814, y otra más una moza de diecinueve años, sabiendo lavar y planchar, así como otras faenas… Se vendía una calesa resistente, aunque le faltaba una ballesta, un joven y brioso caballo rodado de diecisiete años, simientes de nabo y rábano recién recibidas de Londres, una casa de campo con todas sus dependencias, dos cuadras para caballos y un terreno donde se podía plantar un magnífico soto de abedules o abetos… También había un aviso para quienes desearan adquirir suelas usadas, invitándolos a la reventa que se efectuaba diariamente de ocho a tres. El cuarto donde se hacinaba toda aquella gente era pequeño y la atmósfera estaba sumamente cargada; pero el asesor colegiado no podía percibir el olor porque se cubría la cara con el pañuelo y porque su nariz se encontraba Dios sabía dónde.

—Permítame preguntarle, señor mío… Es muy urgente —pronunció al fin con impaciencia.

—Ahora mismo, ahora mismo… Son dos rublos con cuarenta y tres kopecs. Enseguida lo atiendo. Un rublo con sesenta y cuatro kopecs —decía el empleado canoso arrojándoles a viejucas y porteros sus respectivos recibos a la cara—. ¿Deseaba usted? —preguntó al fin dirigiéndose a Kovaliov.

—Pues, quisiera… —contestó Kovaliov—. He sido víctima de una extorsión o de una superchería…, no podría decirlo a ciencia cierta hasta este momento… Sólo quisiera anunciar que quien me traiga a ese canalla será cumplidamente recompensado.

—¿Su apellido, por favor?

—¿Mi apellido? ¡No! ¿Para qué? No puedo decirlo. ¡Con tantas amistades como tengo! La señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado… Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial superior… ¿Y si se enteraran de pronto? ¡Dios me libre! Puede usted poner, sencillamente, un asesor colegiado o, mejor todavía, un caballero con el grado de mayor.

—Y el que se le ha escapado, ¿era siervo suyo?

—¿Quién habla de un siervo? Eso no sería una granujada muy grande. Lo que se me ha escapado es… la nariz…

—¡Jum! ¡Qué apellido tan raro! ¿Y le ha estafado mucho ese señor?

—No me ha entendido usted. Cuando digo nariz, no me refiero a un apellido, sino a mi propia nariz, que ha desaparecido sin dejar rastro. ¡Alguna jugarreta del demonio!

—Pero, ¿de qué modo ha desaparecido? No acabo de hacerme cargo.

—Tampoco podría decir yo de qué modo ha desaparecido; pero lo esencial es que ahora anda de un lado para otro por la ciudad y se hace pasar por consejero de Estado. Por eso le ruego poner el anuncio: para que quien le eche mano me la traiga inmediatamente, sin dilación alguna. Hágase usted cargo: ¿cómo me las voy a arreglar sin un apéndice tan visible? Porque no se trata de un simple meñique del pie, por ejemplo, que va metido dentro de la bota y nadie advierte su falta. Yo suelo ir los jueves a casa de la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado. También me distinguen con su amistad Palagueia Grigórievna Podtóchina, casada con un oficial de Estado Mayor, y su hija, que es un encanto. Conque, dígame usted qué hago yo ahora. No puedo presentarme a ellas de ninguna manera.

El empleado se puso a cavilar, lo que podía colegirse por el modo de apretar los labios.

—Pues, no. No puedo insertar ese anuncio —dictaminó al fin, después de un largo silencio.

—¿Cómo? ¿Por qué no?

—Porque podría desprestigiar a un periódico. Si ahora se pone a escribir la gente que se le ha escapado la nariz, pues… Demasiado se murmura ya de que publicamos muchos disparates y bulos.

—¿Y por qué es esto un disparate? Me parece que no tiene nada de particular.

—Eso se lo parece a usted. Bueno, pues mire: la semana pasada ocurrió algo por el estilo. Se presentó un funcionario, de la misma manera que se ha presentado usted ahora, con una nota que le salió por dos rublos y setenta y tres kopecs, anunciando en todo y por todo que se había escapado un perro de aguas de pelo negro. Al parecer, nada de particular, ¿verdad? Pues resultó un embrollo: se trata del cajero de no recuerdo qué establecimiento.

—Pero el anuncio que yo le traigo no se refiere a ningún perro, sino a mi propia nariz, cosa que equivale casi a mi propia persona.

—No. Yo no puedo insertar en modo alguno un anuncio así.

—Pero, ¡si es verdad que se ha extraviado mi nariz!

—Entonces, eso es cosa de los médicos. Los hay, según cuentan, que son capaces de ponerle a la gente la nariz que quiera. Pero, estoy viendo que es usted un hombre de buen humor y amigo de gastar bromas.

—¡Por Dios santo, le juro que es verdad! En fin, si hasta aquí hemos llegado, ahora verá usted mismo…

—¿Para qué se va a molestar? —protestó el empleado tomando un poco de rapé—. Aunque, si no le hace extorsión —añadió, picado ya por la curiosidad—, me gustaría verlo.

El asesor colegiado retiró el pañuelo de su rostro.

—Es rarísimo, efectivamente —opinó el empleado—. Tiene el sitio de la nariz tan liso como la palma de la mano. Sí, sí, increíblemente liso…

—¿Seguirá discutiendo ahora? Ya lo está viendo: no hay más remedio que publicarlo. Le quedaré especialmente agradecido, y celebro que este suceso me haya proporcionado el placer de conocerle…

Como puede verse, el mayor llegó incluso a rebajarse un poco en esta ocasión.

—Claro que publicarlo no cuesta ningún trabajo —dijo el empleado—, aunque no veo que saque provecho alguno de ello. Si tanto interés tiene, cuéntele el caso a alguien que tenga la pluma fácil para que lo describa como un fenómeno de la naturaleza y lo publique en La abeja del Norte —aquí sorbió otro poco de tabaco— para instrucción de la juventud —aquí se limpió la nariz— o simplemente como un hecho curioso.

El asesor colegiado estaba totalmente apabullado. Bajó los ojos, que tropezaron con la cartelera de espectáculos al pie de un periódico. Iba a sonreír al leer el nombre de una encantadora actriz y echaba ya mano al bolsillo para comprobar si llevaba algún billete de cinco rublos, pues los oficiales superiores, en opinión de Kovaliov, debían sentarse en el patio de butacas, cuando el recuerdo de la nariz echó por tierra toda su alegría.

Al propio empleado pareció afectarle la situación peliaguda de Kovaliov. Y creyó oportuno mitigar un poco su pesar con algunas palabras de simpatía.

—En verdad lamento mucho el percance que le ha sucedido. ¿No quiere usted tomar un poco de rapé? Disipa los dolores de cabeza y los disgustos. Incluso va bien para las hemorroides.

Con estas palabras, el empleado presentó a Kovaliov su tabaquera escamoteando con bastante agilidad la tapa que representaba a una señora con sombrero.

Esta acción impremeditada sacó de sus casillas a Kovaliov.

—No comprendo cómo se le ocurren esas bromas —dijo irritado—. ¿No está viendo que me falta, precisamente, lo necesario para aspirar el rapé? ¡Al diablo con su tabaco! Ahora no puedo ni verlo, aunque me lo ofreciera de la mejor marca y no esa porquería que fabrica Berezin.

Dicho lo cual, salió profundamente contrariado de la oficina de publicidad para dirigirse a casa del comisario de policía; hombre muy aficionado al azúcar. En el recibimiento, que hacía las veces de comedor, había gran cantidad de pilones de azúcar, amistosa ofrenda de los comerciantes. La sirvienta estaba quitándole al comisario las botas altas de reglamento; la espada y demás atributos guerreros pendían ya pacíficamente en sus rincones; el imponente tricornio había pasado a manos del hijo del comisario, un niño de tres años, y el propio comisario se disponía, después del batallar cotidiano, a gozar de una calma deliciosa.

Kovaliov se presentó cuando el comisario decía, entre un desperezo y un resoplido: «¡Vaya dos horitas de siesta que me voy a echar!» De lo cual podía colegirse que la llegada del mayor era totalmente intempestiva. Y no creo que le hubiera recibido con excesiva afabilidad aun trayéndole en ese momento unas libras de té o una pieza de paño. El comisario era gran amante de todas las artes y los productos manufacturados, aunque por encima de todo prefería los billetes de banco. «Esto sí que es bueno —solía decir—. No hay nada mejor. No piden de comer, ocupan tan poco sitio que siempre caben en el bolsillo y si se caen, no se rompen.»

El comisario dispensó a Kovaliov una acogida bastante fría y dijo que después de comer no era el momento de realizar investigaciones, que era mandato de la propia naturaleza descansar un poco después de alimentarse suficientemente (de lo cual pudo deducir el asesor colegiado que el comisario no ignoraba las sentencias de los sabios de la Antigüedad), que a ninguna persona de orden le arrancan la nariz y que anda por el mundo buen número de mayores de toda calaña que ni siquiera tienen ropa interior decente y frecuentan lugares poco recomendables.

Lo que se llama un buen revolcón. Preciso es señalar que Kovaliov era un hombre sumamente susceptible. Podía perdonar cuanto dijeran de su persona, pero de ningún modo lo que se refiriese a su categoría o a su título. Incluso opinaba que en las obras de teatro se podía pasar por alto todo lo relativo a los oficiales subalternos, pero que de ahí para arriba era inadmisible cualquier ataque. El recibimiento dispensado por el comisario lo ofuscó tanto que sacudió la cabeza y dijo muy digno, abriendo un poco los brazos: «Confieso que, después de observaciones tan afrentosas por su parte, yo no puedo añadir nada…», y se retiró.

Llegó a su casa tan cansado que casi no podía tenerse. Había caído la tarde. Después de tantas gestiones infructuosas, su domicilio le pareció tristón y de lo más repugnante. Cuando entró en el recibimiento descubrió a Iván, su criado, tumbado de espaldas en un mugriento sofá de cuero y dedicado a escupir al techo con tanta puntería que muchas veces acertaba en el mismo sitio. Indignado ante tal indiferencia, Kovaliov le pegó un sombrerazo en la frente rezongando: «Tú siempre haciendo estupideces, ¡cerdo!».

Iván se levantó de un brinco y corrió a quitarle la capa.

Al entrar en su cuarto, el mayor se dejó caer cansado y abatido en un sillón y al fin dijo, después de unos cuantos suspiros:

—¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué habré hecho yo para merecer este castigo? Si me hubiera quedado sin un brazo, o sin una pierna, habría sido preferible; incluso sin orejas, aunque estaría mal, aún podría pasar. Pero, ¿qué diablos es un hombre sin nariz? No es un pajarraco ni es un ciudadano honrado. Nada; una cosa que se puede tirar sencillamente por la ventana. Y bueno que el percance hubiera ocurrido en la guerra o en un duelo o por culpa mía. Pero, ¡es que mi nariz ha desaparecido sin más ni más, tontamente!… Aunque, no; no puede ser —añadió después de pensarlo un poco—. Es inconcebible que desaparezca una nariz: de todo punto inconcebible. O estoy soñando, o es una figuración; seguro. O quizá me haya bebido por equivocación, en vez de agua, el vodka de friccionarme la cara después del afeitado. El estúpido de Iván no lo volvería a su sitio, y yo me lo bebí.

Para convencerse de que, efectivamente, no estaba borracho, el mayor se pegó tal pellizco que no pudo reprimir un grito. Aquel dolor lo persuadió de que era realidad todo lo que hacía y lo que le pasaba. Se acercó sigilosamente al espejo, y primero cerró los ojos con la esperanza de que quizá apareciera la nariz en su sitio cuando los abriera, pero al instante pegó un respingo y retrocedió exclamando:

—¡Qué asco de cara!

En efecto, aquello era incomprensible. Si se hubiera perdido un botón, una cuchara de plata, un reloj o cosa por el estilo… Pero, ¡perderse aquello! Y dentro de casa, además… Sopesando todas las circunstancias, el mayor consideró como más probable la hipótesis de que el culpable sólo podía ser la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, que pretendía casar a su hija con Kovaliov. Y él, aunque le agradaba cortejarla, eludió un compromiso definitivo. De manera que cuando la señora Podtóchina le declaró sin ambages que deseaba dársela en matrimonio, él recogió velas poco a poco en sus asiduidades, alegando que todavía era joven y que aún necesitaba hacer méritos en su carrera unos cinco años para cumplir los cuarenta y dos. Y entonces, seguramente por venganza, la señora Podtóchina urdió aquello de desfigurarle, pagando a cualquier bruja agorera, pues no podía admitirse en modo alguno que la nariz hubiera sido cercenada: nadie había entrado en su habitación. Iván Yákovlevich, el barbero, lo afeitó el miércoles, y Kovaliov conservó su nariz íntegra durante todo el miércoles e incluso el jueves a lo largo de todo el día. Eso lo recordaba y lo sabía muy bien. Además, hubiera notado dolor y, desde luego, la herida no habría podido cicatrizarse tan pronto y quedar lisa como la palma de la mano. Se puso a cavilar en si debía denunciar en toda regla a la señora Podtóchina ante los tribunales o personarse él en su casa y echarle en cara su acción. Vino a interrumpir sus reflexiones un destello de luz que penetró por todas las rendijas de la puerta y era indicio de que Iván había encendido ya una vela en el recibimiento. Enseguida apareció el propio Iván con ella, iluminando la estancia. El primer movimiento de Kovaliov fue echar mano de un pañuelo y cubrirse el lugar que su nariz ocupaba todavía la víspera para que aquel estúpido no se quedara con la boca abierta ante un hecho tan insólito en su señor.

Apenas se había retirado Iván a su cuchitril cuando una voz desconocida se dejó oír en el recibimiento:

—¿Vive aquí el asesor colegiado Kovaliov?

—Adelante. Aquí está el mayor Kovaliov —contestó él mismo, levantándose precipitadamente para abrir la puerta.

Entró un guardia de buena prestancia, con patillas no muy claras ni tampoco oscuras y mejillas bastante llenas: el mismo que al comienzo de nuestro relato vimos en un extremo del puente Isákievski.

—¿Es usted el caballero que ha perdido la nariz?

—En efecto.

—Pues ha aparecido.

—¿Qué me dice usted? —lanzó un grito el mayor Kovaliov, y se quedó sin habla de la alegría, mirando fijamente al guardia plantado delante de él, en cuyos mofletes y labios abultados se reflejaba la trémula luz de la vela—. ¿Cómo ha sucedido?

—Por pura casualidad. Le echamos mano cuando casi estaba en camino: iba a tomar ya la diligencia para marcharse a Riga. Y el pasaporte había sido extendido hace ya tiempo a nombre de cierto funcionario. Lo extraño es que, al principio, yo mismo lo tomé por un caballero. Afortunadamente llevaba las gafas, y enseguida me di cuenta de que se trataba de una nariz. Porque le diré que yo soy miope y, si se coloca usted delante de mí, yo sólo veo su cara, pero sin distinguir la nariz, la barba ni nada. Mi suegra, es decir, la madre de mi esposa, tampoco ve nada.

Kovaliov estaba como loco.

—¿Dónde está? ¿Dónde? Voy corriendo…

—No tiene usía por qué molestarse. Suponiendo que le haría a usted falta, la traigo yo. Y, ya ve usted qué raro: el autor principal del hecho es un pícaro barbero de la calle Voznesénskaia que ahora está detenido en el cuartelillo. Hace ya tiempo que yo andaba tras él por borracho y ratero. Anteayer, sin ir más lejos, robó una docena de botones en una tienda. En cuanto a la nariz de usía, está exactamente igual que estaba.

Con estas palabras, el guardia metió la mano en un bolsillo, de donde extrajo la nariz envuelta en un papel.

—¡Ésa es! ¡Sí, sí! —gritó Kovaliov—. Hoy tiene usted que quedarse a tomar una taza de té conmigo.

—Aceptaría con sumo gusto, pero no puedo de ninguna manera: desde aquí tengo que acercarme al manicomio. Han subido mucho los precios de todas las subsistencias… Yo debo mantener a mi suegra, la madre de mi esposa, que vive con nosotros, y a mis hijos. El mayor, sobre todo, es un chico listo, que promete mucho, pero carezco totalmente de posibilidades para darle estudios…

Kovaliov se dio por enterado y, tomando de encima de la mesa un billete de diez rublos, lo puso en manos del guardia que abandonó la estancia después de pegar un taconazo y cuya voz oyó Kovaliov casi al instante en la calle aleccionando, con acompañamiento de puñetazos, a un estúpido mujik que se había metido en la acera con su carreta.

Después de marcharse el guardia, permaneció el asesor colegiado unos minutos como aturdido y sólo al cabo de ese tiempo, tal era el desconcierto que le produjo la inesperada alegría, recobró la capacidad de ver y sentir. Tomó con precaución la nariz en el cuenco formado por las dos manos y volvió a observarla atentamente.

—Es ella, claro que sí —decía el mayor Kovaliov—. Aquí está, en el lado izquierdo, el granito que le salió ayer.

El mayor estuvo a punto de soltar la risa de alegría.

Pero no hay nada eterno en el mundo. Por eso, la alegría del primer instante no es ya tan viva a los dos minutos, al tercero se debilita más aún y al fin se diluye inadvertidamente con el estado de ánimo habitual, lo mismo que el círculo formado en el agua por la caída de una piedra acaba diluyéndose en la superficie lisa. Kovaliov se puso a cavilar y sacó en claro que todavía no estaba todo terminado: la nariz había aparecido, sí; pero faltaba ponerla y ajustarla en su sitio.

—¿Y si no se pega?

El mayor se quedó lívido al hacerse esta pregunta.

Presa de un miedo indescriptible corrió a la mesa y acercó el espejo, no fuera a colocarse la nariz torcida. Le temblaban las manos. Con cuidado y mucho tiento aplicó la nariz en el lugar de antes. ¡Qué espanto! La nariz no se pegaba… La acercó a su boca, le echó el aliento para calentarla y de nuevo la aplicó a la superficie lisa que se extendía entre sus mejillas; la nariz no se sujetaba de ninguna manera.

—¡Vamos! Pero, ¡vamos! ¡Quédate ahí! —le decía.

Pero la nariz parecía de madera y caía sobre la mesa con un ruido extraño, como si fuera un corcho. Una mueca contrajo el rostro del mayor. «¿Será posible que no se pegue?», se preguntaba asustado. Pero, por muchas veces que colocó la nariz en el lugar adecuado, todos sus esfuerzos continuaron siendo estériles.

Llamó a Iván y lo mandó en busca del médico que vivía en el entresuelo de la misma casa, ocupando el mejor piso. Aquel médico era hombre de gran prestancia, que poseía unas magníficas patillas negras, y una esposa lozana; rebosante de salud, se desayunaba con manzanas y cuidaba esmeradamente el aseo de su boca, enjuagándose cada mañana durante casi tres cuartos de hora y puliéndose los dientes con cinco cepillos distintos. El doctor acudió al instante. Después de inquirir el tiempo transcurrido desde el percance, levantó la cara de Kovaliov agarrándolo por la barbilla y le pegó tal papirotazo en el lugar antes ocupado por la nariz que el mayor echó violentamente la cabeza hacia atrás hasta pegar con la nuca en la pared. El médico dijo que aquello no era nada, lo invitó a apartarse un poco de la pared, le hizo volver la cabeza hacia la derecha y, después de palpar el sitio donde antes se encontraba la nariz, dijo «ummm». Luego le mandó volver la cabeza hacia el lado izquierdo, profirió otra vez «ummm» y, finalmente, le pegó con el pulgar otro papirotazo que hizo respingar al mayor Kovaliov lo mismo que un caballo cuando le miran los dientes. Después de esta prueba, el médico sacudió la cabeza diciendo:

—No. No puede ser. Preferible es dejarlo así, porque podría quedar peor. Arreglo tiene, desde luego, y yo mismo se la pondría quizá ahora mismo. Pero le aseguro que sería peor para usted.

—¡Ésta sí que es buena! ¿Cómo voy a quedarme sin nariz? —protestó Kovaliov—. Peor que ahora, imposible. ¿Qué demonios es esto? ¿Dónde me presento yo con esta facha? Yo tengo muy buenas relaciones. Hoy mismo debo asistir a dos veladas. Conozco a mucha gente: la señora Chejtariova, esposa de un consejero de Estado, la señora Podtóchina, casada con un oficial del Estado Mayor… Aunque, después de su actual comportamiento, mi único trato con ella puede ser a través de la policía. Por favor se lo ruego —prosiguió Kovaliov suplicante—. ¿No hay ningún remedio? Póngamela como sea, aunque no quede bien, con tal de que se sostenga. Incluso podría sujetarla un poco con la mano en los casos de apuro. Además, como no bailo, tampoco es de temer ningún movimiento brusco que la perjudique. Y en lo referente a agradecerle su visita, tenga por seguro que, en la medida de mis posibilidades…

—Crea usted —intervino el doctor en un tono que no era ni alto ni bajo, pero sí sumamente persuasivo y magnético— que yo nunca ejerzo por el dinero. Eso sería contrario a mis normas y a mi arte. Cierto que cobro mis visitas, pero con el único fin de no agraviar a nadie al negarme. Desde luego, yo podría ajustar su nariz. Sin embargo, y lo afirmo por mi honor, si mi palabra no le basta, quedaría mucho peor. Deje actuar a la naturaleza. Las frecuentes abluciones frías lo mantendrán a usted, aun sin nariz, tan sano como si la tuviera, se lo aseguro. En cuanto a la nariz, le aconsejo que la meta en un frasco de alcohol o, mejor todavía, añadiendo una solución de dos cucharadas de vodka fuerte y vinagre caliente. Entonces podrá sacar por ella una cantidad respetable. Yo mismo se la compraría si no se excede en el precio.

—¡No, no! No la vendería por nada del mundo —protestó el mayor desesperado—. ¡Prefiero que desaparezca!

—Perdone usted, pero yo quería hacerle un favor —replicó el médico saludando—. ¡En fin! Por lo menos, habrá usted visto mi buena intención.

Con estas palabras, el médico abandonó muy dignamente la estancia. Kovaliov no se había fijado siquiera en su rostro, ya que, en su profundo abatimiento, sólo acertó a ver los puños de la camisa pulcra y blanca como la nieve asomando por las mangas del frac negro.

Al día siguiente, y antes de presentar querella, se decidió a escribir a la señora del oficial de Estado Mayor para ver si accedía a devolverle de buen grado lo que era suyo. La carta decía lo siguiente:

 

«Muy señora mía, Alexandra Grigórievna:

»No alcanzo a comprender tan extraño proceder por parte suya. Tenga la seguridad de que, obrando de este modo, no ganará usted nada ni me obligará en modo alguno a casarme con su hija. Crea usted que me hallo perfectamente enterado de la historia de mi nariz como también de que usted y nadie más que usted ha sido la principal causante de ella. El súbito desprendimiento, la fuga y el disfraz de mi apéndice nasal, apareciendo primero bajo el aspecto de un funcionario y luego con el suyo propio, no son ni más ni menos que consecuencia de las hechicerías practicadas por usted o por quienes se ejercitan en menesteres tan nobles como los suyos. Por mi parte, considero deber mío advertirle que si el susodicho apéndice no se reintegra hoy mismo a su sitio, me veré en la obligación de apelar a la defensa y la protección de las leyes.

»Por lo demás, con todos mis respetos, tengo el honor de quedar de usted, seguro servidor

Platón Kovaliov.»

 

«Muy señor mío, Platón Kuzmich:

«Su carta me ha dejado sumamente sorprendida. Le confieso a usted con toda sinceridad que nunca esperé nada parecido y menos aún lo referente a los injustos reproches de usted. Pongo en su conocimiento que jamás he recibido en mi casa, ni con disfraz ni bajo su aspecto propio, al funcionario a quien usted alude. No niego que me ha visitado Filipp Ivánovich Potánchikov. Pero, aunque él aspiraba, es cierto, a la mano de mi hija —y tratándose de una persona de conducta buena y sobria, así como de muchos estudios—, yo nunca le he dado la menor esperanza. También menciona usted la nariz. Si con ello quiere dar a entender que yo me proponía dejarle con tres cuartas de narices, o sea, darle una negativa rotunda, me sorprende que sea usted quien lo diga, sabiendo como sabe que mi intención es muy otra y que si usted se compromete ahora mismo y en debida forma con mi hija, yo estoy dispuesta a acceder sin dilación, pues tal ha sido siempre el objeto de mis más fervientes deseos, en espera de lo cual quedo siempre al servicio de usted

Alexandra Podtóchina.»

 

«No, seguro que no ha sido ella —se dijo Kovaliov después de leer la misiva—. ¡Imposible! En la forma que está escrita la carta, no puede ser obra de quien haya cometido un delito. —El asesor colegiado era hombre entendido en la materia; pues, hallándose todavía en la región del Cáucaso, había sido encargado varias veces de instruir sumario—. ¿Cómo ha podido suceder esto? ¿De qué manera? Sólo el demonio lo entendería», concluyó desalentado.

Entretanto, corrían ya por toda la capital los rumores acerca de tan extraordinario suceso, adornado con toda clase de exageraciones, como suele ocurrir. Precisamente por entonces se hallaban las mentes orientadas hacia lo sobrenatural, pues hacía poco tiempo que a todos intrigaban los experimentos sobre los efectos del magnetismo. Además, como la historia de las sillas danzantes de la calle Koniúshennaia era todavía reciente, nada tiene de particular que al poco tiempo se empezara a comentar que la nariz del asesor colegiado solía pasearse a las tres en punto de la tarde por la Avenida Nevski. Y a diario acudía allí una multitud de curiosos. Alguien anunció que la nariz se encontraba en la tienda de Junker, y frente al establecimiento se formó tal aglomeración que hubo de intervenir la policía. Un especulador con aspecto respetable, que usaba patillas y solía vender pastas variadas a la puerta del teatro, fabricó especialmente unos magníficos y sólidos bancos de madera que alquilaba, a razón de ochenta kopecs por persona, a cuantos curiosos deseaban subirse en ellos para ver mejor. Un benemérito coronel salió de su casa con ese único fin antes que de costumbre y a duras penas logró abrirse paso entre el gentío; pero, cuál no sería su indignación al ver en el escaparate de la tienda, en lugar de la nariz, una simple camiseta de lana y una litografía representando a una jovencita que se subía una media mientras un petimetre con chaleco de solapas y barbita la espiaba desde detrás de un árbol. Dicha litografía llevaba ya más de diez años colgada en el mismo sitio. Al retirarse, el coronel dijo contrariado: «¿Cómo se puede soliviantar a la gente con bulos tan estúpidos e inverosímiles?».

Luego cundió la especie de que no era por la Avenida Nevski sino por el jardín de Taurida por donde se paseaba la nariz del mayor Kovaliov y eso, desde hacía ya mucho tiempo. Tanto, que cuando Jozrev-Mirza se alojó allí, le sorprendió sobremanera aquel extraño capricho de la naturaleza.

Allá fueron algunos estudiantes de la Academia de Cirugía. Una ilustre y noble dama rogó al vigilante del jardín, por carta especial, que mostrara a sus hijos el raro fenómeno y, a ser posible, se lo explicara de modo instructivo y a la vez edificante para ellos.

Todos estos hechos fueron acogidos con gran regocijo por los caballeros asiduos de las veladas de sociedad y aficionados a distraer a las señoras con curiosas historias, cuyo repertorio se encontraba por entonces agotado. Una minoría de respetables personas de orden estaba sumamente descontenta. Un señor decía, muy sulfurado, que no comprendía cómo era posible que se propalaran absurdos infundios en nuestro siglo ilustrado y que le sorprendía que el gobierno no prestara atención al hecho. Al parecer, ese señor era de los que quisieran complicar al gobierno en todo; incluso en las trifulcas cotidianas que tiene con su esposa. Luego… Pero, a partir de aquí, de nuevo queda el suceso totalmente envuelto en brumas y no se sabe nada en absoluto de lo acaecido después.

 

III

En el mundo ocurren verdaderos disparates. A veces, sin la menor verosimilitud; súbitamente, la misma nariz que andaba de un lado para otro con uniforme de consejero de Estado y que tanto alboroto había armado en la ciudad volvió a encontrarse como si tal cosa en su sitio, es decir, exactamente entre las dos mejillas del mayor Kovaliov. Esto sucedió ya en el mes de abril, el día 7. Al despertarse y lanzar una mirada fortuita al espejo, descubrió el mayor que allí estaba la nariz. Echó mano de ella, y allí estaba, sí! «¡Al fin!», exclamó Kovaliov y, de la alegría, estuvo a punto de ponerse a bailar, tal y como estaba, descalzo, por toda la habitación; pero la entrada de Iván se lo impidió. Enseguida pidió agua para lavarse y, mientras se aseaba, lanzó otra mirada al espejo. ¡Allí estaba la nariz! Cuando se secaba con la toalla, miró una vez más: ¡allí estaba la nariz!

—Mira a ver, Iván: parece como si tuviera un granito en la nariz —dijo al tiempo que pensaba—: «Menudo disgusto si Iván me dice ahora: Pues no, señor; no veo ningún grano ni tampoco veo la nariz.»

Pero Iván contestó:

—No; no hay ningún grano. No tiene nada en la nariz.

«Esto ya está bien, ¡qué demonios!», se dijo el mayor chascando los dedos. En ese momento asomó por la puerta el barbero Iván Yákovlevich, pero con tanto temor como un gato al que acaban de atizar por robar tocino.

—Lo primero que debes decirme es si traes las manos limpias —lo interpeló ya desde lejos Kovaliov.

—Sí. Claro que están limpias.

—¡Mentira!

—Le juro que están limpias, señor.

—Bueno. Ya veremos.

Kovaliov se sentó. Iván Yákovlevich le puso el paño y, con la brocha, convirtió su barba y parte de las mejillas en algo parecido a la crema que se suele servir en los convites onomásticos de los comerciantes.

«¡Bueno!… —exclamó Iván Yákovlevich para sus adentros contemplando la nariz, y luego torció la cabeza hacia el lado opuesto para verla de perfil—. ¡Mírenla ustedes!… ¡Ahí está! Aunque la verdad es que, si se para uno a pensar…», agregó, y estuvo mirando todavía un buen rato la nariz. Finalmente, con toda la delicadeza y todo el esmero que se puede uno imaginar, levantó dos dedos para sujetarla por la punta, pues tal era el sistema de Iván Yákovlevich.

—¡Eh, eh, tú! ¡Cuidado! —gritó Kovaliov.

Más aturdido y confuso todavía, Iván Yákovlevich retiró la mano. Al fin comenzó a pasar la navaja por debajo del mentón y, aunque le resultaba muy incómodo y difícil rapar sin tener sujeto el órgano del olfato, logró vencer todos los obstáculos y terminar de afeitar ingeniándoselas para atirantar la piel con su áspero dedo pulgar apoyado unas veces en la mejilla y otras veces en la mandíbula inferior del mayor.

Cuando todo estuvo listo, Kovaliov se apresuró a vestirse inmediatamente, tomó un coche de punto y se fue derechito a una pastelería. Nada más entrar, gritó desde lejos: «¡Un chocolate, muchacho!» y al instante se dirigió hacia un espejo. ¡Tenía la nariz! Dio media vuelta lleno de alegría y contempló con aire sarcástico, entornando un poco los párpados, a dos militares: la nariz de uno de ellos tenía apenas el tamaño de un botón de chaleco. Luego se dirigió a las oficinas del Departamento donde estaba gestionando un puesto de vicegobernador o de ejecutor, en su defecto. Al cruzar la antesala, se miró a un espejo: ¡allá estaba la nariz! Más tarde fue a visitar a otro asesor colegiado —o mayor, si se quiere—, gran amigo de chanzas, a cuyas mordaces observaciones solía contestar Kovaliov: «¡Demasiado te conozco a ti. Eres un criticón!» Durante el trayecto, iba pensando: «Si el mayor no revienta de risa al verme, seguro es que cada cosa está en su sitio.» Pero el asesor colegiado se quedó tan campante. «Perfecto, perfecto, ¡qué demonios!», se dijo Kovaliov. Después se encontró con la señora Podtóchina, esposa de un oficial de Estado Mayor, y su hija. Las saludó y fue acogido con exclamaciones de júbilo: por tanto, no se advertía en él ningún defecto. Conversó con ellas un buen rato y, sacando adrede la tabaquera, se complació largamente delante de ellas en atascar su nariz de rapé por ambos conductos, mascullando para sus adentros: «Así, para que se enteren, cabezas de chorlitos. Y con la hija no me caso, desde luego. Así por las buenas, par amour, ¡ni pensarlo!» A partir de entonces, el mayor Kovaliov volvió a pasearse como si tal cosa por la Avenida Nevski, a frecuentar los teatros y acudir a todas partes. Y también su nariz campaba en medio de su rostro como si tal cosa, sin aparentar siquiera que hubiera faltado nunca de allí. Después de todo esto pudo verse al mayor Kovaliov siempre de buen humor, sonriente, rondando absolutamente a todas las mujeres bonitas e incluso detenido una vez delante de una tienda de Gostínni Dvor para comprar el pasador de una condecoración, si bien por motivos desconocidos, ya que él no era caballero de ninguna orden.

¡Ahí tienen ustedes lo sucedido en la capital norteña de nuestro vasto imperio! Y únicamente ahora, atando cabos, vemos que la historia tiene mucho de inverosímil. Sin hablar ya de que resulta verdaderamente extraña la separación sobrenatural de la nariz y su aparición en distintos lugares bajo el aspecto de consejero de Estado. ¿Cómo no se le ocurrió pensar a Kovaliov que no se podía anunciar el caso de su nariz en los periódicos a través de la Oficina de Publicidad? Y no lo digo en el sentido de que me parezca excesivo el precio del anuncio: es una nadería y yo estoy lejos de ser una persona roñosa. ¡Pero, es que resulta desplazado, violento, feo! Y otra cosa: ¿cómo fue a parar la nariz al interior de un panecillo y cómo es que Iván Yákovlevich…? Nada, nada, que no lo entiendo. ¡No lo entiendo de ninguna manera! Pero lo más chocante, lo más incomprensible de todo es que los autores sean capaces de elegir semejantes temas. Confieso que esto es totalmente inconcebible, es como si… ¡Nada, nada, que no lo entiendo! En primer lugar, que no le da ningún provecho a la patria; en segundo lugar… Bueno, pues, en segundo lugar, tampoco le da provecho. No sé lo que es esto, sencillamente…

Aunque, sin embargo, con todo y con ello, si bien, naturalmente, se puede admitir esto y lo otro y lo de más allá, es posible incluso… Porque, claro ¿dónde no suceden cosas absurdas? Y es que, no obstante, si nos paramos a pensar, seguro que hay algo en todo esto. Se diga lo que se diga, sucesos por el estilo ocurren en el mundo. Pocas veces, pero ocurren.