El mirón subrepticio, de Henri Barbusse
¿Te das cuenta que no hay nadie?
Y una mano señaló la cama destendida, los percheros sin prendas, la mesa desierta: esa devastación cuidada que muestran las habitaciones vacías.
Después, frente a mis ojos, esa mano se puso a temblar como una hoja. Yo podía escuchar los latidos acelerados de mi corazón. Las voces susurraron:
—Estamos solos… Nadie nos ha visto.
—Se diría que es la primera vez que estamos solos.
—No obstante nos conocemos desde siempre…
Se escuchó una risita.
Daba la impresión que tuvieran urgencia de su soledad, primera etapa de un misterio al que se encaminaban juntos. Se habían escapado de los otros, se los habían quitado de su rededor. Estaban construyendo una soledad prohibida. Pero bien se veía, que, luego de hallar la soledad, ya no sabían qué más buscar.
Entonces escuché un balbuceo desolado, casi un sollozo:
—Nos queremos tanto…
Luego subió hasta mi mirilla una frase tierna, jadeando, ensayando las palabras, poco segura, como un pájaro pequeñito:
—Quisiera quererte más.
Contemplándolos así inclinados uno hacia otro, en la cálida sombra que los envolvía y velaba las edades en sus rostros, se hubiera podido pensar en dos amantes que se acercaban.
¡Dos amantes! Eso era lo que soñaban ser, sin saber bien qué significaba aquello.
Uno de los dos dijo: la primera vez. Era la primera vez que les parecía estar solos, no obstante haber crecido juntos…
Se incorporaron de repente y el delgado rayo de sol que los recorría hasta caer a sus pies, dibujó su forma, les iluminó la cara y el pelo, de manera que su presencia le dio claridad al cuarto.
¿Se irían, me dejarían abandonado? No volvieron a sentarse y todo se sumió otra vez en la penumbra, en el misterio, en su verdad.
Al observarlos experimentaba una mezcla confusa de mi pasado y del pasado del mundo. ¿Dónde estaban? En todas partes, ya que estaban… Ellos están a orillas del Nilo, del Ganges, del Cydno, al borde del eterno curso de las edades. Son Dafnis y Cloe, junto a un matorral de mirto, arropados en la luz griega, iluminados por un verde reflejo del follaje mientras sus rostros se reflejan el uno en el otro. Su balbuceo confuso zumbaba como el batir de alas de abejas, junto al frescor de las fuentes y frente al calor que calcina los campos, cuando en la lejanía se mueve un carro rebosante de gavillas y de azul.
El mundo se abre otra vez, la verdad descarnada aflora. Están desasosegados, les atemoriza la posibilidad de una aparición brusca de alguna deidad; son desventurados y dichosos, están lo más cerca posible pues se han ofrecido uno a otro cuanto pueden. Pero ni siquiera sospechan lo que se brindan. Son demasiado pequeños, demasiado jóvenes; todavía no existen, cada uno es para él mismo un oscuro enigma.
Al igual que todos los seres, que yo, que nosotros, quieren lo que no tienen, mendigan. Pero piden limosna a ellos mismos, piden ayuda a sus presencias, a sus personas.
Él, un hombre, y ya empobrecido por su compañera, arrastrándose hacia ella, le tiende los brazos inseguros y torpes, y no se atreve a mirarla.
Ella, mujer en su plenitud ha echado hacia atrás su cara en la que se destacan sus ojos brillantes, es un tanto regordeta y sonrosada. La piel de su cuello, satinada y tensa, palpita: es, entre su cara y su seno, el punto preciso y delicado de su pulso. Medio cerrada, un poco voluptuosa por lo que ya está emanando de ella, parece una rosa que se respira a sí misma.
Se ven sus piernas torneadas hasta las rodillas, lleva medias amarillas de hilo; el vestido que envuelve su cuerpo le da la apariencia de un ramillete.
Y yo no podía apartar la vista de sus gestos, y bebía ese espectáculo, con el ojo pegado al agujero, como un vampiro.
Al cabo de un largo silencio, él inquirió:
—¿Quieres que nos tratemos de usted?
—¿Por qué?
Parecía absorto en el esfuerzo de concentrar la atención.
—Para volver a empezar —dijo al fin.
E insistió:
—¿Quiere usted?
Ella tembló visiblemente ante esta nueva manera de hablarse, de ese usted que asumía la forma de primer beso.
Se aventuró a decir:
—Parece que fuera una cosa que nos cubría y que de pronto nos quitan…
Ahora él fue un poco más atrevido:
—¿Quiere usted que nos besemos en la boca?
Ella se sintió sofocada y no pudo sonreír del todo.
—Quiero —dijo.
Se abrazaron. Alargaron los labios y se llamaban en voz baja, como en un gorjeo de pájaros.
—Juan…
—Elena…
Era lo primero que inventaban. ¿Besar no es acaso la caricia más tiernamente menuda que se puede hacer y que anuda los lazos más estrechos?
Otra vez me pareció que ese par ya no tenía edad. Al tomarse las manos, juntar los rostros, trémulos y ciegos en la sombra del beso, caían en el estereotipo de todos los amantes.
Pero se detuvieron de pronto, se apartaron de la caricia que no sabían usar todavía.
Tornaron al diálogo inocente de antes. ¿De qué hablaban? Del pasado, tan próximo y breve todavía.
Estaban saliendo del paraíso de la infancia. De su dorado no saber. Conversaron sobre la casa y el jardín donde habían residido. Esa casa los preocupaba. Se levantaba en medio de un jardín cercado por una tapia, de suerte que desde el camino, solamente se veía lo alto del tejado y las habitaciones quedaban al abrigo de las miradas de los transeúntes.
Susurraron:
—Qué grandes eran las alcobas en la casa de nuestra infancia…
En el jardín, tan cuidado y tranquilo, sólo pensaban en las flores… Todavía ayer en aquel jardín eran como hermano y hermana. Con la vista abarcaban la alberca, la alameda cubierta y el cerezo, que en invierno, cuando el césped está blanco, tiene demasiadas flores.
De pronto ella se irguió y dijo:
—No quiero acordarme más.
Él comentó:
—No quiero que nos parezcamos. Ya no deseo que seamos hermanos.
Lentamente abrieron los ojos.
—¡No tocarse más que las manos! —murmuró él con un ligero temblor en la voz.
—Ser hermanos no es nada.
Al fin estaban en la hora de las grandes decisiones, de morder los frutos prohibidos. Era el momento de hacer de ellos lo que quisieran, de responder a la voz ancestral del deseo.
Pocos días antes, al caer la tarde habían saboreado ya las mieles de la desobediencia, cuando salieron al jardín, contra el veto de los mayores.
—Yo tomé su mano —rememoró el muchacho, y percibí su emoción.
Volvieron a juntar sus labios. Sus bocas y sus ojos eran los de Adán y Eva eternizados en la primera experiencia amorosa de todos los mortales. Vagaban en la luz brillante del paraíso sin saberlo; eran sin ser. Cuando —por el efecto del triunfo de la curiosidad prohibida nada menos que por Dios en persona— llegaron a descubrir el secreto, conocieron la separación acariciante y vislumbraron la poderosa voluntad de la carne, el cielo se oscureció. Cayó sobre ellos la certidumbre de un porvenir de dolor. Los ángeles, como buitres, los arrojaron del edén. Rodaron por la tierra, día a día. Habían creado el amor y sustituido la riqueza divina por la pobreza de ser el uno para el otro.
Esos dos adolescentes ocuparon ahora su lugar en el eterno drama. Hablaban dándole al tuteo la importancia reconquistada.
—Quisiera quererte más, con más fuerza, pero no sé cómo… Quisiera hacerte daño y tampoco sé…
No conversaban más, como si hubieran agotado las palabras. Estaban al borde de ellos mismos y yo alcanzaba a percibir el temblor de sus manos. Se dejaban llevar por la inspiración de sus manos, iban a tientas hacia la dicha extraña y trágica, hacia el pecado delicioso que se comete al mismo tiempo, hacia el enlace por el cual dos seres vuelven a nacer, íntimamente confundidos, como un solo ser informe.
No podía distinguirlos… Me pareció que él tendía las manos hacia ella, mientras ella le aguardaba con los ojos resplandecientes. Vislumbraba que, en la ardiente sombra que los envolvía, él estaba a medio vestir y que entre la confusión de las ropas, se erguía triunfante su desnudez… flor inusual, que es la misma cosa que su entraña, que toda su carne, que su corazón… Y que los enlaza como un misterio vivo…
Sin duda, él le había quitado la falda porque hasta mi escondite llegó esta frase exhalada muy bajo, confundida en el silencio terrible:
—Es tu boca de verdad.
Y yo me estremecía por encima de ellos, sintiendo un amor sin límites por la verdad que despedazaba mi cuerpo sobre la pared… Y como si mi aliento los quemara… se levantaron atemorizados. Habían terminado. Y la ardiente aventura cuyo preludio, por casualidad había presenciado, continuaría en otra parte y en otro lugar culminaría.
Se habían incorporado apenas cuando se abrió la puerta. La abuela estaba ahí asomándose. Como si llegara de la oscuridad del pasado. Escudriñaba el cuarto. Los llamaba a media voz, con infinita dulzura.
—¿Están ahí, muchachos?
—¿Qué hacen? Vengan rápido que los están buscando.