La puerta abierta, de Charlotte Riddell
Hay personas que no creen en fantasmas. Por la misma razón en la que hay personas que no creen en nada, personas a las que su incredulidad lleva incluso a negar cuanto concierne a la puerta abierta de Ladlow Hall.
Dicen que no estaba del todo abierta, sólo entornada, y hasta que hubieran podido cerrarla de haber querido hacerlo; dicen también que todo el caso no es más que un delirio y que incluso se trata de una conspiración, pues dudan hasta de que pueda haber sobre la faz de la tierra un lugar como Ladlow Hall, pues ya lo buscaron sin éxito la primera vez que estuvieron en Meadowshire.
Así es como han saludado esta historia, no publicada hasta el presente, algunos de mis amigos y conocidos. Otra cosa es cómo pueda ser recibida por los extraños. Voy a relatar, pues, qué me sucedió exactamente, cómo fueron los hechos, para que así puedan los lectores aceptarlos o rechazarlos según la apreciación que hagan del interés de la historia. No me es preciso pedir fe y comprensión para esta historia de fantasmas, ni buscarla a lo largo y ancho del mundo. Si así fuera, abandonaría la pluma definitivamente.
Acaso, antes de continuar, deba establecer la premisa siguiente: hubo un tiempo en el que yo mismo no creí en los fantasmas. Si me hubieran preguntado una mañana de verano de hace un montón de años, al encontrarme en el Puente de Londres, si en mi opinión eran posibles tales apariciones, hubiera respondido sin la menor duda: No. Pero en aquellos tiempos me era por completo desconocida la historia de la puerta abierta.
Ahora, con el permiso de ustedes, paso a referirla sin más demora.
—¡Sandy!
—¿Qué se le ofrece?
—¿Te gustaría ganarte unas monedas?
—¡Claro que sí!
Algo interrumpió bruscamente el diálogo, pero eso era habitual en las oficinas. Aclaro además que yo no me llamo Sandy, aunque los demás oficinistas y cajeros me digan así a causa de que mi aspecto, según ellos, es el propio de un escocés blancuzco y pelirrojo, como uno de esos personajes, a buen seguro, a los que ven en el teatro. De esto quizá pueda colegirse que no soy precisamente un tipo bien parecido, lo cual es cierto; en realidad soy el espécimen más feo de toda mi familia, cosa que me resulta imposible negar, como tampoco puedo negar que realmente estuve mucho tiempo descontento conmigo mismo en todo, absolutamente en todo, y que no me placía nada mi empleo como chupatintas en una oficina de subasteros y agentes comerciales, y que mucho menos me gustaban mis jefes. En suma, y aunque pueda parecer extraño, lo cierto es que estos me demostraban una cordial antipatía.
—Bueno —siguió diciendo Parton, mi jefe directo desde hacía varios años, un sujeto que se complacía especialmente en burlarse de mí y fastidiarme—, pues te diré qué tienes que hacer.
—¿Qué he de hacer? —pregunté, pues temía que estuviera burlándose de mí una vez más.
—¿Recuerdas la casa que hemos alquilado a Carrison, el mayorista de té?
Carrison comerciaba con China y poseía una flotilla de barcos y varios almacenes. Pero no sabía muy bien qué pretendía Parton, así que me limité a asentir.
—Alquiló esa casa por varios años, pero no puede vivir ahí, según parece. Nuestro supervisor general ha dicho esta misma mañana que dará un par de soberanos a quien descubra cuál es el problema, además de pagarle el viaje hasta allí, claro.
—¿Dónde es? —pregunté sin volverme hacia él, aunque apoyando bien los codos sobre mi mesa y tapándome la cara con las manos.
—Está en Meadowshire, en pleno corazón de la hermosa campiña.
—¿Y qué es lo que le pasa? —pregunté.
—Pues que no puede cerrar una puerta.
—¿Cómo?
—Que una puerta siempre está abierta, si prefieres que te lo diga así —respondió Parton.
—Me está tomando el pelo.
—Podría ser, pero no es el caso, y te aseguro que Carrison tampoco pretende burlarse de nosotros. Tenías que haberlo visto, todo encorajinado; y Fryer se preocupó mucho al verlo así, igual que yo mismo. Después de eso se cruzaron varias cartas, y en la última Carrison amenazaba con acudir a sus abogados. Aunque me temo que por esa vía no hallará la solución.
—Y dígame —me interesé por primera vez en el asunto—, ¿por qué no se puede cerrar esa puerta?
—Dicen por ahí que es una casa embrujada.
—¡Qué estupidez! —exclamé.
—Bueno, hemos pensado que eres la persona idónea para cazar a ese fantasma. Lo pensé en cuanto el viejo Fryer me contó el caso.
—Y si no pueden cerrar la puerta —dije mientras seguía el curso de mis pensamientos—, ¿por qué no la dejan abierta?
—No tengo la menor idea. Sólo sé que hay dos soberanos esperando un dueño. Y que te he hecho el regalo de contarte todo esto, por si te los quieres ganar.
Y sin decir más, Parton se quitó el sombrero y comenzó a dedicarse a su trabajo, que consistía en ver qué hacían los empleados a su cargo.
Hay una cosa que debo comentar acerca de nuestras oficinas: no se puede decir que fuésemos muy serios en el trabajo. Algo, por lo demás, que me parece pasa en todas las oficinas. Pero sí puedo afirmar que ocurría en las nuestras. Siempre estábamos bromeando, charlando, contando historias estúpidas, dejando para más tarde el trabajo por hacer, mirando el reloj, contando las semanas que faltaban para el próximo día de San Lubbock, contando los días que faltaban para el próximo sábado.
No es menos cierto, sin embargo, que todos queríamos ganar más, y que nos parecía que nuestros salarios eran bajos. Yo ganaba veinte libras al año, lo que apenas me daba para comer decentemente. Mi madre y mis hermanas me hacían ver este punto con mucha claridad, y cuando necesitaba dinero para ropa odiaba mencionárselo a mi pobre y atribulado padre. Al parecer habíamos dispuesto de mayores comodidades en otro tiempo, pero la verdad es que ya no recordaba cuándo. Mi padre tuvo una pequeña propiedad en el campo, años atrás, pero no pagó a tiempo a cierto banco, tampoco recuerdo qué banco, y se la embargaron por no satisfacer los intereses de un crédito. En suma, que vivíamos todos con unas cien libras al año, gracias a los esfuerzos y a la buena administración que hacía mi madre.
Claro que quizá nos hubiéramos manejado mejor, cuando mi padre tuvo aquella propiedad en el campo, de no haber sido tan cursis, y de no haber tratado de vivir siempre por encima de nuestras posibilidades, al extremo de hacer que nuestros acreedores nos trataran finalmente con vara de hierro. Antes de aquel triste final, una de mis hermanas contrajo matrimonio con el hijo menor de una muy distinguida familia, pero aunque es verdad que vivían muy bien, siempre nos mantuvo a raya. Mi hermano, por su parte, era también un simple chupatintas que se esforzaba en mantener las apariencias, como toda la familia.
Aquello debió ser realmente triste para mi padre, siempre agobiado por las deudas, siempre devolviendo letras de cambio, siempre luchando contra la escasez de dinero. En lo que a mí respecta, creo que me hubiese vuelto completamente loco de no haber contado con el feliz refugio que me brindaba la casa de mi tía, a la que acudía cuando estaba triste y no hallaba consuelo. Era la hermana de mi padre, pero como decía mi madre, que se negaba a reconocer la relación, se había casado con alguien inferior a ella. Compréndanse, pues, las razones por las que aquellos dos soberanos de que me había hablado Parton tintineaban en mi cabeza.
Necesitaba el dinero. Puedo jurar que nunca había dispuesto de seis peniques para mis gastos, así que si me ganaba aquellos dos soberanos bien podría comprarme algunas cosas que me apetecían mucho y regalar a mi padre un paraguas nuevo. Primero pensé en ganarme los dos soberanos, claro; después pregunté cuánto nos pagaba el señor Carrison por el alquiler de aquella casa de Ladlow Hall, y luego me dije que a buen seguro me pagaría él mismo más de dos soberanos si conseguía largarle de allí al fantasma. Acaso pudiera sacar de todo aquello unas diez libras, o hasta veinte libras. Por eso no dejé de pensar en ello el resto del día, y por eso soñé aquella noche con todo eso y, mientras me vestía a la mañana siguiente para ir a trabajar, resolví hablar del asunto con el propio señor Fryer.
Lo hice. Le dije al caballero en cuestión que Parton me había contado el caso, y que si él, el señor Fryer, no tenía nada que objetar, trataría con mucho gusto de resolver aquel misterio. Añadí que estaba acostumbrado a vivir en casas deshabitadas —lo que no era cierto— y que no perdería los nervios, por ello, en ningún caso. También le dije que no creía en fantasmas, por lo que no les tenía miedo, así como tampoco se lo tenía a los ladrones.
—Nunca imaginé que sería usted capaz de algo así —me dijo—. Claro está, si no hay solución, no hay paga. Permanezca en la casa durante una semana entera, y si al cabo de ese tiempo es usted capaz de cerrar la puerta, echar el cerrojo y asegurarla bien, incluso con clavos, si hace falta, envíeme un telegrama y me presentaré allí para comprobarlo. Si no lo consigue, limítese a regresar. Por otra parte, no tengo inconveniente en que alguien le acompañe, si así lo quiere usted.
Le di las gracias, pero asegurándole que no precisaba de compañía.
—Hay una cosa que sí me gustaría, señor —dije.
—¿De qué se trata? —me interrumpió.
—De un poco más de dinero —respondí—. Si cazo a ese fantasma y lo expulso, creo que merecería algo más.
—¿Y cuánto cree usted que merecería cobrar en ese caso? —me preguntó el señor Fryer.
Su tono me hizo bajar la guardia. Se mostraba tan educado y conciliador que respondí con modestia.
—Bueno —dije—, si el señor Carrison no puede habitar ahora su casa, y teniendo en cuenta lo que paga de alquiler por ella, y el alto porcentaje que nos llevamos de dicho pago, quizá no tenga usted inconveniente en darme veinte libras.
Fryer se volvió para abrir uno de los libros que tenía sobre su escritorio, pero me di cuenta de que no leía nada.
—¿Cuánto tiempo lleva usted con nosotros? Es usted Edlyd, ¿verdad? —me preguntó.
—Mañana hará once meses, señor —respondí.
—Y cobra usted semanalmente. Cuatro veces al mes, ¿no es así?
—Así es, señor —me percaté de que me temblaba la voz, aunque no sabía decirme entonces qué era lo que me daba miedo.
—Bien, pues tenga usted la bondad de venir por su paga hoy mismo, antes de irse. Le pagaré tres meses de sueldo, y todo arreglado, ¿de acuerdo?
—Creo que no le comprendo, señor —comencé a decir, pero me interrumpió de inmediato.
—Pues yo sí lo comprendo, y ya he tenido bastante. Ya he tenido suficiente con usted y con los aires que se da; y ya estoy harto de su indiferencia, por no hablar de su insolencia. Nunca he tenido un empleado que me haya desagradado tanto como me desagrada usted. Se atreve usted a venir y dictarme condiciones, ¡qué descarado! No, usted no irá a Ladlow. ¡Pobre diablo! Cualquiera se conformaría con media guinea por hacer eso y a usted no le valen dos soberanos. Y eso que aún es usted joven.
—¿Quiere decir que me echa del trabajo, señor? —le pregunté con desesperación—. No creo haberle ofendido.
—Será mejor que no diga más —me interrumpió—, ya estoy harto de oírle. Me parece que usted nunca se ha enterado de cuál es su lugar en este negocio, y creo que no será capaz de enterarse. No sé cómo pude ser tan imbécil como para contratarle. Al parecer tenía usted ciertas relaciones interesantes, pero nada de eso; sus relaciones no me sirven de nada. Creo que no tiene usted un solo amigo que me haya dado a ganar un penique. Y me parece que tampoco ha traído usted ningún buen negocio a esta casa, ni siquiera un negocio que lo beneficiara a usted mismo, y cuanto antes acabe usted en Australia —aquí se mostró muy enfático— y lo perdamos de vista, mejor será para todos y más tranquilo me sentiré yo.
No dije una palabra. No podía. Sus ademanes eran suficientemente explícitos; no era el momento de que yo intentara decir o hacer algo. Sacó cinco libras de su caja y las arrojó sobre la mesa; luego me extendió un recibo, me pidió con un gesto que lo firmara y también con un gesto me dijo que me largase de allí. Tanto me temblaba la mano que apenas podía sostener la pluma entre los dedos. Tuve, no obstante, la presencia de ánimo suficiente como para meter la mano en mi bolsillo y sacar una libra, cuatro peniques y tres chelines que por suerte llevaba conmigo.
—No puedo cobrar por un trabajo que no he hecho —dije poniendo a mi vez aquel dinero sobre la mesa, para darle el cambio a Mr. Fryer. Lo hice a la vez con ardor y con pena—. Buenos días —añadí y me fui con la mayor dignidad posible.
Antes, sin embargo, tomé de mi escritorio las pocas pertenencias que allí tenía, ordené los papeles, y le dije a Parton si era tan amable de entregar la llave a Fryer.
—¿Qué ha ocurrido? —me preguntó—. ¿Es que te marchas?
—Sí, me largo —dije.
—¿Te ha echado?
—Exactamente.
—Bueno, yo… —comenzó a decir Parton.
No quise pararme a oír ningún comentario, así que dije adiós a quienes habían sido hasta entonces mis compañeros de trabajo y me sacudí de los pies el polvo de la oficina. No quería regresar a casa, sin embargo, así que me pasé el tiempo vagando sin rumbo fijo, basta que me di cuenta de que había llegado a Regent Street. Allí me encontré con mi padre, que me pareció más atribulado que nunca.
—¿Crees, Phil —me dijo, pues me llamo Theophilus—, que podrías pedir a tus jefes un anticipo de dos o tres libras?
Mantuve un discreto silencio, aunque sin dejar de pensar en lo que me había sucedido, y al fin pude responderle.
—Claro que sí —dije.
—¡Qué bien, hijo mío! Necesitamos de veras ese dinero —me respondió.
No le pregunté la razón de aquella urgente necesidad. ¿Para qué precisaría de aquel dinero? Quizás fuera para pagar el gas, o el agua, o al carnicero, o al panadero, o al zapatero. Bueno, daba igual; ya estábamos acostumbrados a esas cosas, a llevar esa vida. Me pregunté una vez más si podría casarme algún día. Y entonces me acordé de Patty, mi prima, tan hermosa, tan exquisita. Una chica de lo más sensible y dulce, que con su sola presencia podría hacer que luciera siempre el sol en la casa de un pobre.
Mi padre y yo echamos a andar; yo iba en silencio, abatido, cuando de golpe se me ocurrió una idea. Fryer no me había tratado precisamente bien, ni siquiera medio bien. Pero podría devolvérsela, más o menos en sus propios términos. Así que iría a hablar directamente con Carrison. Apenas lo pensé y lo hice. Tomé un ómnibus y me fui alejando lentamente de la ciudad. Como otros muchos hombres de su posición, Carrison era difícil de ver; tanto, que el empleado que me atendió me dijo que me resultaría del todo imposible hacerlo. Tendría, para ello, que cursar una petición expresa por escrito, que dicho empleado tramitaría, y quizá me atendiera más adelante. Pero le dije que no haría petición alguna por escrito. Aquel hombre me preguntó entonces qué me proponía. Mi respuesta fue muy simple. Me quedaría allí, sin moverme, hasta que pudiera hablar con Carrison. En la oficina no había nadie esperando. Me dio lo mismo que me dijese que nadie podía esperar allí. Dije entonces que de acuerdo, que esperaría en la calle.
—Hasta donde yo sé —solté al empleado—, la calle no le pertenece a Carrison.
Me dijo que tuviese cuidado, que me estaba complicando las cosas de mala manera. Respondí diciéndole que sólo aguardaba mi oportunidad. Comenzamos entonces a debatir la cuestión. Y así estábamos, cada uno exponiendo sus argumentos, el chupatintas aludiendo de continuo a Carrison como un caballero joven y muy educado, eso que suelen decir de sí mismos ciertos caballeros, cuando de golpe ambos guardamos silencio al ver ante nosotros a un hombre, efectivamente joven aún, distinguido y apuesto, que hizo una pregunta tan inevitable como dicha en tono autoritario.
—¿A qué viene tanto ruido? —dijo.
—Quiero ver a Mr. Carrison y no se me permite que lo haga —dije.
—¿Y qué quiere usted de él?
—Sólo puedo decírselo a él mismo.
—Muy bien, adelante. Yo soy Carrison.
De golpe me sentí avergonzado de mi insistencia, de mi pugnacidad; de inmediato, sin embargo, eso que Fryer había llamado mi insolencia, acudió a rescatarme de mi propia sensación, y dando un par de pasos hacia él y quitándome el sombrero, dije:
—Quiero hablar con usted acerca de Ladlow Hall, con su permiso, señor.
Cambió de súbito la expresión de su cara. A su sonrisa despectiva sucedió un gesto de irritación y completa inmovilidad, coronado por la violenta contracción de su entrecejo, algo que le borraba por completo su contención de antes.
—Ladlow Hall —soltó al fin—. ¿Y qué demonios tiene usted que decirme a propósito de Ladlow Hall?
—Creo que tengo algo importante que decirle —seguí mientras me percataba de que una angustia mortal se apoderaba de la oficina.
Aquel silencio parecía acrecentar en él su interés por el asunto, pues miró con gesto duro a sus empleados, que ni rasgaban el papel con sus plumas ni movían un dedo siquiera.
—Sígame, por favor —me dijo entonces un tanto abruptamente. Un poco después estábamos en su despacho—. Y bien, ¿de qué se trata? —inquirió dejándose caer en la silla de su escritorio, indicándome con un gesto que tomara asiento, pues me había quedado de pie, sombrero en mano, en mitad del despacho.
Comencé a hablar. Puedo decir que era un hombre que sabía escuchar, que prestaba la atención debida. Hablé largamente hasta contárselo todo. Lo hice como el buen oficinista que era, dándole cuenta pormenorizadamente de lo que sabía, e incluso, también como buen oficinista que era yo, permitiéndome opinar al respecto. Cuando acabé, guardó silencio unos instantes en actitud reflexiva. Finalmente se decidió a hablar.
—Supongo que ha oído usted hablar mucho de Ladlow Hall, le veo muy bien informado —dijo hablando despacio.
—He oído decir sólo lo que le he contado, señor —respondí.
—¿Y a qué viene tanto interés por su parte en resolver ese misterio?
—Señor, necesito ganar algo de dinero. Allá donde veo dinero, allá que trato de conseguirlo —le confesé.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Cumplí veintidós en enero.
—¿Cuánto le pagan en la Frimpton?
—Veinte libras al año, señor —respondí.
—¡Vaya! Mucho más de lo que se merece usted, a buen seguro.
—Eso opina el señor Fryer, señor —dije dolido.
—¿Y cuál es su opinión al respecto? —preguntó sonriente, me pareció que a despecho de sí mismo.
—Creo sinceramente que trabajo más y mejor que el resto de los empleados de la firma —respondí sin vacilación.
—Bueno, me parece que eso no quiere decir mucho —era su opinión, así que no dije nada, no lo interrumpí—. Me parece que no es usted, sin embargo, un oficinista corriente —siguió diciendo Carrison mientras me observaba con interés creciente—. ¿Acaso no le gusta el trabajo que hace?
—No mucho, señor.
—Pues si es así, me parece que quizá debiera usted emigrar, sí, eso es —dijo mirándome ahora críticamente.
—El señor Fryer me dijo que mi lugar está en Australia, o en la… —me detuve a tiempo, para no repetir lo que me había dicho el caballero mentado.
—¿Dónde? —preguntó Carrison.
—En la mierda —dije con gesto de pedir perdón.
Carrison rió entonces, echándose hacia atrás en la silla, de buena gana. Yo también me reí, un tanto confuso, sin embargo. Al fin y al cabo, veinte libras eran veinte libras, y esa suma ridícula, ese salario escaso me golpeaba insistentemente en el recuerdo ahora que lo había perdido. Hablamos durante un largo rato. Se interesó por mi padre, por mi niñez, por las circunstancias presentes de mi familia y por el sitio donde vivíamos; también me preguntó por la gente con la que solía tratar, y en realidad me hizo tantas preguntas que ya no soy capaz de recordarlas.
—La verdad es que todo ese embrollo parece cosa de locos —dijo después—, pero bueno, lo cierto es que estoy dispuesto a confiar en usted. La casa en cuestión está ahora mismo completamente vacía. No puedo vivir en ella, ni puedo realquilarla, pues ya corren rumores sobre el fantasma. Claro está, saqué de allí todos los muebles, salvo algunas cosas que siempre estuvieron en la casa, utensilios y objetos diversos que pertenecieron a lord Ladlow. Esa casa me supone una pérdida constante, una inversión estúpida, pues ya sabe usted que la tengo alquilada por mucho tiempo. No creo que consiga usted nada, pues ya lo intentaron otros y ahí sigue el misterio sin resolver. No obstante, si quiere probar, adelante, no tengo inconveniente en que lo haga. Estoy dispuesto a hacer negocio con usted, por lo que le pagaré una cantidad razonable por cada noche que pase en esa maldita casa, y si encima consigue algo realmente bueno para mí, le daré diez libras más. Por supuesto que tengo por seguro que no me ha mentido usted ni con respecto a la casa ni con respecto a sí mismo, por lo que acepto su palabra. No obstante, ¿hay alguien en la ciudad que pueda darme referencias sobre usted?
No sabía de nadie, salvo de mi tío, el marido de mi tía. Advertí a Carrison que no se trataba de un anciano, ni de un hombre rico, pero le confesé también que no sabía de nadie más que pudiera darle referencias sobre mí.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Robert Dorland, de la Cullum Street! Pero si es cliente nuestro. Si él me ofrece garantías sobre el buen comportamiento de usted, estaré más que satisfecho, no me harán falta más referencias. Vamos.
Y para mi mayor alegría, se levantó, se puso el sombrero, me condujo a través de la oficina hasta la calle, y poco después caminábamos en dirección a la Cullum Street.
—¿Conoce usted a este joven, señor Dorland? —dijo ya ante el escritorio de mi tío, poniéndome una mano en el hombro.
—Claro que sí, señor Carrison —respondió mi tío, un tanto amoscado, sin embargo. Luego me confesaría que temió que hubiese hecho algo malo—. Es mi sobrino.
—¿Y qué opinión le merece su sobrino? ¿Cree sinceramente que es un buen muchacho, alguien digno de mi mayor confianza?
—Eso depende de lo que quiera de él —respondió mi tío sonriendo ampliamente.
—Pretendo de él sinceridad, fidelidad.
—Pues yo, en su caso, buscaría a otro —dijo mi tío.
—¡Pero, tío! —protesté, temeroso de que se extendiera sobre algunas cosas que realmente me desagradaban, como trabajar duro.
Mi tío abandonó entonces su sarcasmo y, poniéndose de pie ante la chimenea apagada, le hizo un guiño a Carrison.
—Adelántele usted cinco libras, Dorland, por favor, que le haré llegar un cheque de inmediato —dijo Carrison volviéndose hacia donde estaba yo—. Usted aceptará esas cinco libras que me descontará luego del total. Y me escribirá usted todos los días, a mi dirección particular, contándome cómo van las cosas. Si en algún momento se siente incapaz de concluir su tarea, abandone sin más, luego de comunicármelo. Buenas tardes —y sin más formalidades dio media vuelta y salió.
Naturalmente, antes de partir tenía que ver a Patty; aún no estábamos casados y, aunque a veces me parecía que nunca podríamos hacerlo, ya era mi media naranja. La verdad es que no me arrojó un jarro de agua fría, ni se disgustó conmigo cuando le conté el asunto.
—Me gustaría acompañarte, Phil —fue cuanto dijo después de escucharme, con su carita angelical brillando de entusiasmo.
Bien sabe el cielo que a mí también me hubiera gustado que me acompañase.
A la mañana siguiente me levanté antes de que pasara el lechero. Dije a los míos que tenía que salir de la ciudad por cosas de trabajo. Patty y yo lo habíamos preparado todo minuciosamente. Desayunaría y me vestiría en su casa con la ropa adecuada para el viaje, pues el traje de trabajar no sería el más adecuado en Ladlow. Además, eso era algo en lo que mi padre y yo nunca nos poníamos de acuerdo, en mi manera de vestir, ni siquiera cuando usaba mi traje de trabajo, que a él siempre le parecía excéntrico, una niñería, como decía; mi hermano, por su parte, un hombre también muy formal, que jamás se permitía excentricidades, solía reírse de mí porque, según él, dada mi manera de vestir y de comportarme, parecía jugar yo a los soldaditos. En fin, que Patty y yo habíamos acordado que me vistiese en casa de su padre de la forma que más conveniente me pareciera.
Joven como lo era entonces, me entusiasmaba la perspectiva de ir a Ladlow con mi rifle y un revólver. Me sentía todo un conquistador capaz de derrotar a un ejército. La tarde era magnífica cuando me vi caminando por los senderos que cruzaban el corazón de la campiña de Meadowshire. A cada paso, con cada latido de mi corazón, más amaba aquel lugar que se me antojaba maravilloso, aquella espléndida, grande y luminosa campiña: hierba verde y húmeda, las espigas azotando el aire para llenar tus oídos con su melodioso cántico, regatos y arroyuelos serpenteantes, un brazo de río que parecía emerger de una ensoñación, pequeñas casas de campo, preciosas y antiguas casonas con huerto, aquí y allá.
Pensé que ya no querría regresar jamás a Londres, sin duda porque debo ser uno de los pocos seres de este mundo que aman el campo y detestan las ciudades. Caminé y caminé durante mucho tiempo, y en un punto de mi camino, como no estaba muy seguro de la dirección a seguir, por temor a extraviarme, pregunté cómo ir hasta Ladlow Hall a un hombre con el que me crucé bajo una arcada formada por las copas de los árboles, un hombre que tiraba de un poderoso percherón, y a cuyo lado iba una muchacha a lomos de un bonito caballo.
—Eso es Ladlow Hall. Ahí no vive nadie —me dijo aquel hombre, señalando con su fusta hacia mi izquierda.
No dijo más. Se limitó a desearme un buen día y siguió su camino. La muchacha que iba a lomos del bonito caballo me sonrió con una leve inclinación de cabeza, para corresponder a mi saludo con el sombrero en la mano. Me sentía feliz. Todo parecía indicar que las cosas comenzaban bien, lo que por fuerza tenía que suponer que acabarían igual de bien. Fui antes a la casa de los guardeses, mostré a la mujer la carta de presentación que me había dado Carrison para ellos y recibí la llave de la casa.
—¿Estará usted solo en la casa, señor? —me preguntó.
—Sí, claro —dije, acaso de manera tan incomprensible que la mujer no añadió una sola palabra.
El camino hasta la casa se hacía muy angosto cuanto más me aproximaba. Subía en cuesta de leve colina, flanqueado por tilos como nunca antes los había contemplado. Una leve verja de hierro aislaba la campiña de la finca, y en esta, entre los troncos de los árboles, pastaba el rebaño, llenándome los oídos de inmediato el tintineo de las campanillas de las ovejas. Desde la verja partía a su vez un largo camino que recorrí hasta verme, bastante lejos ya de la entrada, ante la casa. Era una construcción cuadrada, sólida, una verísima casona antigua de tres plantas, a cuya puerta principal llevaban unos pocos peldaños. Cuatro ventanas a la derecha de la puerta, en la planta baja, y otras cuatro ventanas a la izquierda. Árboles rodeando toda la construcción. Todas las ventanas, tanto las de la planta baja como las de las plantas superiores, estaban cerradas. La casa parecía ciega. Imperaba un silencio mortal. El sol, sobre los altos árboles, apenas penetraba hasta allí, si bien lejos de la casa reinaba espléndido.
Me quedé un rato dando vueltas sobre mi propio eje para contemplarlo todo en derredor, y al fin subí los peldaños y me planté en el porche. No puedo decir si estaba o no sobrecogido, pues me puse a pensar en el trabajo encargado, un negocio a fin de cuentas, la razón de que hubiera llegado a un lugar tan lejano y solitario, y sin más metí la llave en la cerradura, la hice girar sin problemas y entré en Ladlow Hall. Al principio, sin duda por el mucho rato que había caminado bajo el sol, apenas vi nada, de tan oscuro como era todo en el interior. Casi no podía distinguir lo que había en el vestíbulo; poco a poco se me fueron acostumbrando los ojos a esa oscuridad, y observé entonces que aquel vestíbulo era enorme, y que de allí arrancaba una larga escalera de roble que conducía a las plantas superiores.
El suelo era de mármol blanco y negro. Había dos grandes chimeneas con leña a medio quemar; de las paredes colgaban distintos cuadros y cornamentas. En unos extraños nichos, enormes, había grupos de pequeñas estatuas que por lo general representaban a hombres con armadura. Vista desde fuera, nadie esperaría que la casa albergase aquello, y sólo en su vestíbulo. Me quedé contemplándolo todo a medias entre la sorpresa y la admiración, y comencé a caminar por allí despacio, tratando de fijarme bien en todos los detalles. Carrison no me había dado instrucciones concretas; nada me había dicho de cuál era la estancia de la casa en la que podía hallarse el fantasma. Supuse, sin más, que estaría en la primera planta.
No tenía la menor idea de qué historia podría inspirar todo aquello, si es que había alguna historia que lo alentase. Había salido de Londres sin más noticias que las recibidas de Carrison; por otro lado, no llevaba conmigo más que unas pocas cosas que me había puesto Patty en una cesta, aparte de la pequeña maleta con que me bajé en la estación. En suma, que iba tan desprovisto de impedimenta como de informaciones más concretas sobre el misterio. Así pues, tendría que descubrir dónde se alojaba el dichoso fantasma, y mejor sería hacerlo cuanto antes. Volví a mirar en derredor mío. Nunca había visto tantas puertas. Muchas puertas. Dos de ellas estaban abiertas: una del todo, la otra simplemente entornada.
Las puertas eran de roble, sólidas y muy pesadas, bien pulidas y provistas de picaportes igualmente sólidos. Después de cerrarlas comprobé si se abrían fácilmente. Había otra más, cerrada, que no pude abrir pues carecía de llave en su cerradura. Eran puertas muy seguras. Subí entonces por la gran escalera, sintiéndome tan curioso como sin duda han de sentirse los intrusos, y recorrí los corredores tanto de la segunda como de la tercera planta, entré en las habitaciones, prácticamente desnudas, sin muebles, salvo alguna que otra cosa muy vieja, pero de indudable valor: unas sillas, alguna mesa de vestidor, un par de armarios. Casi todas aquellas puertas estaban cerradas, y cerré a mi vez sin problemas las pocas que permanecían abiertas. Luego subí a la buhardilla.
Me encantó. A causa de los árboles que rodeaban la casa no había mucha luz, pero no obstante contemplé desde las ventanas el campo, el bosque y hasta el valle más lejano. Incluso un brazo del río que se adentraba en lo más hondo de la foresta, tras cruzar igualmente una gran plantación. Las ventanas de la buhardilla que daban a la parte trasera de la casa sólo permitían ver un bosque denso detrás de los establos abandonados; pegados a estos había un alto muro de piedra, junto al cual, a los dos lados de los establos, crecían jardines preñados de tejo y pequeños huertos. Aún más allá, en el lado contrario de donde había visto las ovejas, avisté igualmente vacas y bueyes; y más atrás aún, unas praderas magníficas y campos de maíz.
—¡Qué lugar tan bonito! —exclamé—. Garrison tiene que estar loco si no le gusta vivir aquí —y pensé que disfrutar uno solo de una casa semejante era algo que no tenía precio.
También pensé, sin embargo, que tan encantador paseo como di hasta llegar a la casa quizá me hubiese embobado. En efecto, llevaba ya un rato inmóvil, junto a la ventana desde la que contemplaba todo aquello, y me dije que tenía que comenzar mi trabajo. Así que me dispuse a bajar de nuevo por la escalera. También en la buhardilla, claro está, me entretuve en cerrar las puertas que estaban abiertas, cerrándolas incluso con llave cuando había alguna en sus cerraduras. Ninguna puerta se me resistió. Todas quedaron bien cerradas. Cuando llegué a la planta baja, la luz del día comenzaba a declinar, así que me insté a echar un vistazo cuanto antes a las partes de la casa que aún no había recorrido.
—Comencemos por la cocina —me dije, encaminándome hacia la cocina, a la que se accedía a través de una puerta que había en el fondo del vestíbulo. Desde la puerta, y a través de una especie de pasaje de piedra, llegué a la gran cocina, no sin antes pasar por una muy amplia sala para el personal del servicio, y dependencias tales como la despensa, la lavandería, la carbonera, la bodega, el cuarto donde se hacía la cerveza, los dormitorios del servicio. Pero no podía detenerme en todo eso; el misterio que atribulaba a Mr. Carrison era más importante que todos aquellos lugares de la casa, polvorientos y llenos de botellas vacías, y parecía difícil que en tal ala de la edificación pudiera hallar la respuesta al enigma. Así que salí de allí para atravesar de nuevo el vestíbulo e ir hasta el gran salón de estar, después de lo cual decidiría en qué dormitorio pasar la noche.
Las sombras de la noche incipiente comenzaban a llenarlo todo, así que apreté el paso mientras cruzaba el vestíbulo, pues sentía cierta aprensión ante aquellas figuras que representaban a hombres con armadura; seguramente, la luz de la luna, en breve, las tornaría aún más fantasmagóricas. Tenía que encender la chimenea del salón, o de alguna de las habitaciones de la planta baja, una en la que hubiese una buena provisión de leña. Seguro que ante un buen fuego y después de tomar un té me sentiría mucho mejor, se esfumaría aquella vaga sensación inquietante que sentía, que comenzaba a resultarme opresiva.
Ya se ocultaba el sol allá por donde estaban las vías del ferrocarril en el que había llegado a Ladlow, y supuse que acaso pudiera ver desde la casa, a lo lejos, viajeros llegando a la región; aún, al fin y al cabo, había algo de luz, y eso quizá me permitiese ver a alguien, siquiera a lo lejos. Pero lo que vi entonces fue que una de las puertas que antes había cerrado cuidadosamente estaba abierta, completamente abierta. No había duda, yo había cerrado bien esa puerta, como las otras. Así que aquella era la habitación, aquella era la puerta abierta. Permanecí atónito un segundo. Pensé que estaba aterrorizado. Pero no podía consentir en ello, sin embargo. Había ido allí para hacer un trabajo y allí podía estar el enemigo contra el que tenía que combatir, así que cerré la puerta de nuevo, sin más.
—Ahora iré hasta el fondo del salón y esperaré a ver qué pasa —me dije. Y eso hice. Me dirigí hasta el arranque de la escalera y me giré al llegar. La puerta estaba abierta.
Volví a la habitación, entré llevado de un fiero espasmo de resolución y levanté las persianas. La habitación, con dos ventanales, era amplia, enorme, de veinte por veinte (lo supe porque me dediqué a recorrerla de un lado a otro). El suelo, también de roble muy pulido, estaba parcialmente cubierto por una gran alfombra turca. A cada lado de la chimenea había dos huecos, uno ocupado por una estantería para libros, que estaba vacía, y el otro por una cómoda. Había también una cama, y me sorprendió que aquella habitación fuese una alcoba, pues estaba en un lugar ante el que sin duda pasaría mucha gente si la casa era habitada, si contase con el servicio doméstico al completo. Vi unas sillas, muy antiguas pero de madera noble, cubiertas con una sábana. Junto a la cama había una puerta pequeña, lo que me sorprendió especialmente pues no era habitual, tampoco, en una estancia habilitada como alcoba.
Estaba cerrada con llave; era la única puerta que había visto cerrada con llave hasta entonces. No obstante, como tenía puesta la llave en la cerradura, abrí. La puerta daba paso a una habitación pequeña y un tanto sobrecogedora; tenía las paredes empapeladas en un tono oscuro y el suelo era negro y brillante; había en ella dos ventanales que arrancaban del suelo y tenían cortinas de terciopelo, y unos pocos muebles muy viejos; y una cama con dosel de seda; y una chimenea bastante grande.
—Seguro que alguna vez alguien cometió un crimen en esta habitación —me dije, un poco aprensivo. Y me quedé mirando con cierta angustia la puerta. Me había extrañado que el cerrojo cediera tan fácilmente a la vuelta de la llave. No obstante, me aseguré de cerrarla bien y salí a la habitación más grande, y después al vestíbulo, no sin antes cerrar también la puerta—. Voy a buscar un poco de leña y ya veremos qué pasa.
Cuando volví, la puerta estaba abierta.
Entonces sonó la campanilla de la puerta de entrada, cuyo sonido hizo un eco rotundo en la planta baja de aquella casa deshabitada y prácticamente vacía. Sentí entonces que los nervios se apoderaban de mí por completo. Incluso me pareció que me cambiaba totalmente la expresión del rostro. Pero sólo era el guardés, que se había acercado hasta la casa para ver si precisaba de sus servicios. Le pregunté aliviado si había cerca una estafeta de correos, y me dijo que sí, y que si lo deseaba, podía darle la correspondencia que quisiera, que él se encargaría de depositarla en el buzón antes de que la recogieran, lo que solían hacer a las diez de la noche. No tenía carta alguna que darle y así se lo dije. Quizá las monedas que le di eran más de lo que esperaba, o acaso le impresionó verme allí solo, pero el caso es que se quedó ante la puerta un momento más y preguntó:
—¿Se va a quedar usted solo aquí toda la noche, señor?
—Completamente solo —respondí sonriendo cuanto me era posible, dadas las circunstancias.
—Esa es la habitación, señor —dijo desde la entrada señalando hacia la puerta abierta de la habitación, y bajando la voz hasta casi susurrar.
—Ya lo sé —dije.
—Es la puerta que tiene que cerrar usted, ¿no es así? Bien, pues el partido es suyo, señor. Juéguelo —y tras hacer este último comentario, que no me pareció muy respetuoso, se alejó lentamente de la casa. Estaba claro que no tenía la menor intención de ayudarme a resolver el enigma.
Miré una vez más hacia la puerta… que ahora estaba abierta del todo. A través de las ventanas de la habitación vi la creciente oscuridad de la noche, apenas tamizada por la luz plateada de la luna, que caía a lo lejos sobre el brazo del río. Me dije entonces que quizá debiera escribir a Carrison y a Patty; es más, sentí entonces la necesidad de hacerlo, así que me senté a una mesa que había en el vestíbulo, encendí una vela que mi amada me había procurado, entre otras cuantas cosas más que podrían resultarme útiles y redacté sendas cartas. Luego salí al relente, caminando entre las luces declinantes y las sombras, entre los haces de la luna que se dejaban caer con levedad aquí y allá, haces que parecían jugar al escondite entre los troncos de los árboles, el brazo del río y los regatos y arroyuelos que cruzaban la campiña. Caminé tan aprisa como si compitiese contra el tiempo.
La estafeta de correos estaba en Ladlow Hollow, una aldea atravesada por el brazo del río bajo un puente antiguo. A medida que llegaba hasta las pequeñas dependencias de la estafeta, me percaté de que el hombre al que veía era el mismo con el que me había cruzado por la tarde, el que tiraba de un percherón, al que acompañaba una damisela montada en un bonito caballo. Me deseó buenas noches cuando estuve ya a su altura, como lo hizo la muchacha, que también estaba allí. El hombre pasó de largo.
—Su Señoría tiene ya muchos años —dijo la joven, como si lo disculpase, mientras seguía con los ojos al hombre que se alejaba.
—¿Su Señoría? —dije—. ¿A quién se refiere?
—A lord Ladlow, claro —respondió.
—¡Ah!, es que no le conozco —dije con bastante extrañeza.
—Bueno, pues ahí lo tiene, él es lord Ladlow —y señaló al hombre que se alejaba.
Pueden estar seguros los lectores de que ya tenía algo en lo que ocupar mis pensamientos cuando regresaba a la casa. Algo más que en la belleza de la luz de la luna derramándose por doquier y en los aromas de la noche espléndida, o en el rumor de la brisa en los árboles, todo lo cual incrementaba la maravilla del elocuente silencio que me rodeaba. ¡Pero si era lord Ladlow! Lo había supuesto a miles de millas de allí, y resultaba que no, que acababa de verlo caminar en dirección contraria a la de su casa, a la que, sin embargo, me dirigía de vuelta. Yo, una especie de recluso en su mansión desolada…
Oí el rumor de unos arbustos, el sonido de mis pies quebrando unas ramas, y al momento me vi en lo más hondo de la foresta. Quizá mis pensamientos habían hecho que me desviase del camino, pues lo cierto fue que me había adentrado en la plantación. Por unos instantes me sentí perdido, desorientado; estaba claro que no conocía bien el camino y por ello debí de haber procedido con más cautela, sin entretenerme en otros pensamientos que no fuesen los de no perderme. El caso fue que conseguí salir de allí, al cabo, y retomar el camino, sin ser víctima de ningún cazador oculto en la maleza que me hubiera confundido con un pato.
Cuando al fin entré en la casa, los haces de la luz de la luna penetraban por los ventanales iluminando extraordinariamente el gran vestíbulo. Pude ver así, en toda su perfección, cada una de las estatuas que representaban a hombres con armadura, cada cuadrado blanco y negro de mármol en el suelo, incluso cada una de las piezas de aquellas armaduras. Todo me parecía un sueño; y en efecto, como realmente me sentía cansado y con sueño por satisfacer, decidí que ya no era el momento ni de encender la chimenea ni de comer algo, ni de preocuparme más por la puerta abierta hasta la mañana siguiente. Lo mejor sería que durmiese.
Con tal intención saqué algunas cosas de mi pequeña maleta y me dirigí a una de las habitaciones de la primera planta, que ya había escogido por ser pequeña y confortable. Eso sí, cuando me eché en la cama lo hice abrazado a mi rifle. Pero de inmediato me percaté de que el lecho estaba frío. Toqué entonces el suelo y vi que también estaba frío. Nunca había sentido un estremecimiento tan delicioso como el que experimenté entonces. Tenía que vérmelas con la carne y la sangre, y lo haría. Que el cielo me protegiese.
El día siguiente fue luminoso. Desperté con las alondras, me aseé, me vestí, desayuné y eché un nuevo vistazo a la casa antes de que el cartero llegase con la correspondencia. Tenía tres cartas, una de Mr. Carrison, otra de Patty, y una más de mi tío. Di media corona al cartero, de tan feliz como me sentía al tener tanta correspondencia, y le dije que acaso mi presencia en la casa le diese más trabajo del que esperaba.
—No importa, señor —me respondió con una sonrisa de gratitud—. Tengo que pasar por aquí todas las mañanas para ir hasta la casa de la dama.
—¿Y de qué dama se trata? —pregunté.
—De la viuda lady Ladlow —me respondió—. La esposa del difunto lord Ladlow.
—¿Y dónde vive? —insistí, confundido.
—Para llegar a su casa tiene usted que atravesar los lechos de arbustos y la pequeña catarata; luego, a un cuarto de milla del brazo del río, encontrará la casa.
Se fue, no sin antes avisarme de que sólo hacía una entrega diaria de correspondencia, y me fui al cuarto en el que había desayunado para leer las cartas. Primero abrí la de Carrison. Lo más importante:
—No repare en gastos. Si necesita más dinero, telegrafíe —decía.
Después abrí la carta de mi tío. Me pedía que regresara a Londres. Siempre me había tenido por un descerebrado, pero mostraba un gran interés por mí y prometía ayudarme en todo cuanto le fuera posible si de una vez por todas me decidía a sentar cabeza y a trabajar de veras. Por último abrí la carta de Patty. ¡Que Dios te bendiga, Patty! Por una mujer como ella, y sólo por ella, tenía que resultar triunfante en la batalla, surcar con mi barco los mares más procelosos, resistir cualesquiera tentaciones, amarla sobre todas las cosas. No puedo decir nada sobre su carta, salvo que me insufló aún más fuerza para seguir adelante, para culminar adecuadamente mi tarea.
Me pasé la mañana observando la puerta. La miré tanto desde dentro de mi habitación como desde fuera. Y la miraba con gran suspicacia, como retándola. Busqué una y otra causa por la que pudiera abrirse sola, y sólo llegué a la conclusión de que únicamente se abría cuando dejaba de mirarla. Bastaba con que le diese la espalda para alejarme un poco, y se abría. No podía hacer más, no podía probar a cerrarla con llave, por la mera razón de que aquella puerta, justo aquella puerta, no tenía llave en la cerradura. Bien, debo confesar que hacia las dos de la tarde ya estaba aburrido y desconcertado. A esa hora, sin embargo, tuve visita. Nada menos que el propio lord Ladlow en persona. Quise llevar su caballo a los establos, pero no me lo permitió.
—No es preciso —me dijo—. Mejor demos un paseo y conversemos. Quiero hablar con usted.
Caminamos un largo rato. Mientras lo hacía, tuve la sensación de que en la compañía de un caballero tan noble bien podría atravesar las aguas y el fuego sin sentirlos.
—Lo supongo a usted al tanto de los rumores y habladurías que corren por ahí —me dijo—. Le aseguro que cuando Mr. Carrison alquiló la casa yo no tenía la menor noticia de esa puerta.
—¿De veras, señor? Perdón, quise decir Señoría…
Sonrió.
—No se preocupe por el tratamiento que darme —dijo—. Al fin y al cabo, le aseguro que mi título no es nada, no lleva consigo una aportación de dinero. Tráteme, pues, como lo haría con un amigo. Bien, en cuanto a lo que hablábamos, tenga por cierto que no hay ni una sola historia de fantasmas relacionada con esta casa, ni con esta finca. Si la hubiese, le aseguro que nunca hubiera puesto la casa en alquiler, hubiera dejado que se pudriese.
Como no sabía muy bien qué decir, permanecí en silencio.
—Pero, dígame, ¿cómo es que ha llegado usted aquí? —me preguntó.
Se lo conté. Pasada la sorpresa inicial, la verdad es que Su Señoría no era muy distinto de cualquier hombre. Además, incluso un emperador se hubiera mostrado tan próximo y afable como lord Ladlow, en una mañana así de radiante como aquella, y paseando por tan espléndida finca. Aunque, claro, mi madre siempre dice que hago el mayor desprecio de todo cuanto es digno de veneración. Le conté toda la historia, desde el comienzo; yo diría, incluso, que desde el comienzo del comienzo. Desde las primeras palabras de Parton a propósito del par de soberanos, hasta la conversación con mi tío en presencia de Mr. Carrison. No obstante, me mostré más reticente a propósito de lo que había sucedido desde mi llegada a la casa desde Londres. Al fin y al cabo, era su casa; una casa en la que al parecer le resultaba imposible vivir a la gente normal. Y al fin y al cabo, en tanto la casa era su casa, también lo era la puerta abierta. Aunque, claro está, me pareció que era precisamente de eso de lo que deseaba que le hablase.
Y me preguntó por ello, naturalmente. ¿Qué había visto? ¿Qué pensaba yo de todo aquello? Le dije, con la mayor honradez posible, que realmente no tenía nada que decir, pues no sabía qué decir. La puerta, eso era evidente, no se quedaba cerrada; y no parecía haber fuerza humana capaz de conseguir que lo hiciera. Pero, por otra parte, y como es sabido, los fantasmas no juegan con fuego, y era más que posible que el hecho de tener siempre a mi lado el rifle disuadiría a cualquiera, incluso a un fantasma. Su Señoría me escuchaba atentamente.
—Usted no tiene miedo, ¿verdad? —me dijo al fin.
—No, al menos de momento —respondí—. La puerta hizo de las suyas anoche, pero me sentía tranquilo. Estoy seguro de que asusta más una bala que una puerta abierta.
Se hizo un largo silencio, al cabo del cual, puede que más allá de un minuto, dijo Su Señoría:
—Lo que sostiene la gente a propósito de esa puerta abierta es lo que sigue: que como en esa habitación murió asesinado mi tío, lord Ladlow, la puerta seguirá abierta hasta que sea descubierto el asesino.
—¡Un crimen! —exclamé sorprendido, pues hasta entonces no había querido pensar realmente en esa posibilidad, era algo que me hacía sentir realmente incómodo.
—Sí, estaba tranquilamente sentado en esa habitación cuando lo mataron. Pero no se sabe quién lo hizo. Hubo quien llegó a creer que lo había matado yo mismo. Es más, todavía hay quien sostiene esa opinión.
—Pero está claro que usted no lo hizo, señor… No hay ni un viso de realidad en esa historia.
Se detuvo, me puso una mano en el hombro y me dijo:
—No, amigo mío, claro que no. Yo quería de verdad a mi viejo tío. Incluso cuando me desheredó por las intrigas de su joven esposa, le seguí queriendo; aquello me entristeció, como es lógico, pero nada más, no me indispuso contra él. Más adelante, cuando me llamó precisamente para decirme que al fin lo había comprendido todo, y que estaba dispuesto a reparar el error cometido, le dije que prefería que nombrase heredera única a su joven esposa, para que así la gente no pudiese ir diciendo por ahí que no confiaba en ella, que no le había hecho feliz. Mi tío me dio las gracias por el consejo y me dijo que yo era un buen hombre, emplazándome para seguir hablando de todo aquello al día siguiente.
»Antes del amanecer —todo esto ocurrió hace dos años, en verano—, un grito desgarrador despertó a la servidumbre de la casa. Fue el grito mortal que exhaló mi pobre tío. Lo degollaron mientras escribía una carta para mí. Luego se supo, a través de sus representantes, que me había nombrado heredero único de toda su fortuna, que era enorme. Mi tío era inmensamente rico. Pero su joven esposa, una mujer vengativa, no paró en mientes a la hora de recurrir cuantas disposiciones legales hubiera, así como no cejó tampoco en su afán de hacerme pasar a ojos de todo el mundo por el culpable de la muerte de su esposo. Aunque la carta que escribía mi tío dejaba las cosas claras, ella insistió en que yo le había asesinado mientras escribía. Felizmente, sin embargo, el juez instructor y el forense vieron que no había caso, sino una clara animadversión de la viuda contra mí, toda vez que en las pocas líneas de la carta que podían leerse, pues estaba casi por completo tinta en sangre, mi tío exponía las razones por las que decidía nombrarme heredero único, unas razones que tenían mucho que ver con la defensa de su propio honor mancillado.
»También hablaba en su carta de la existencia de unos papeles en los que daba cuenta pormenorizada de sus razones, las que motivaron el cambio de sus últimas voluntades, pero nunca han podido hallarse dichos papeles; como eran precisos para justificar el cambio en su testamento, su esposa logró salir finalmente victoriosa de la batalla legal librada contra mí. A mi pesar, no obstante, me vi obligado a recurrir, en aras de la defensa de mi buen nombre, y aún sigue el pleito legal entablado con ella, algo que, mucho me temo, está lejos de resolverse. Por lo demás, sepa usted que con la pérdida de mi buen nombre perdí igualmente la salud, a lo que hay que añadir también una pérdida de ingresos que me obligó a partir de aquí durante un tiempo. En esas estaba cuando Carrison alquiló la casa, que puse en manos de la firma para la que usted ha trabajado. Pero nunca había tenido noticia de esa puerta abierta. Mi representante me contó que, en efecto, Mr. Carrison no se hizo a vivir en la casa, como consecuencia de la turbación que la puerta abierta le producía. Creo que tendría que hablar con él, o con sus representantes, para intentar solucionar todo esto.
»Pero también le digo que su presencia en este asunto, joven amigo, me parece fundamental, pues es de capital importancia resolver este enigma. Le aseguro que admiro su valor, amigo mío. Y créame que soy pobre como para prometer ahora mismo recompensas, pero desde este mismo momento tiene usted mi mayor gratitud.
—Señor —comencé a decir con el corazón en la mano—, la verdad es que no busco recompensas, a pesar de todo. Lo que en realidad quiero es demostrar al padre de Patty que valgo para algo.
—¿Quién es Patty? —me preguntó lord Ladlow.
No hizo falta que se lo dijera, lo leyó en la expresión de mi cara.
—¿Querría tener un buen perro que lo acompañe aquí durante su estancia? —me preguntó tras una pausa.
—No, muchas gracias —respondí tras dudar unos instantes—. Prefiero hacer esa caza yo solo.
Pero cuando decía estas palabras recordaba aquella sensación que había tenido al perderme en el camino de regreso desde la estafeta, y le dije que me pareció percibir algo extraño la noche anterior.
—Furtivos —dijo—, seguro que eran furtivos.
Pero yo negué con la cabeza.
—No, ahora que lo recuerdo todo con más claridad —dije—, creo que era una mujer. O acaso un perro. Me sentí acechado.
Poco después nos despedimos y me metí en la casa. No salí de allí en todo lo que restó del día. Ni siquiera para dar un paseo sin alejarme mucho, ni para ir a los establos. Me concentré todo el tiempo, única y exclusivamente, en la puerta. La cerré cien veces, y las cien con idéntico resultado. En cuanto me daba la vuelta, se abría. Siempre lo mismo. Mientras la miraba, nada, seguía perfectamente cerrada; pero en cuanto me volvía, otra vez abierta. Hacia las cuatro de la tarde tuve otra visita. Acudió a verme la hija de lord Ladlow, la honorable Beatrice, montada en su bonito caballo blanco. Era una hermosa muchacha de unos quince años, que mostraba la más dulce y espléndida sonrisa que pudiera verse.
—Papá me ha dicho que venga a traerle esto; no confiaba en ningún otro mensajero que no fuese yo —dijo entregándome un papel doblado.
Leí lo siguiente:
Mantenga bajo llave sus provisiones; no encargue a nadie que se las compre, hágalo usted mismo. Y beba sólo el agua que obtenga del caño de la pila de los establos. Me ausentaré brevemente de mi casa, pero si necesita algo no dude en pedírselo a mi hija.
—¿Alguna pregunta? —me dijo ella mientras palmeaba el cuello de su caballo.
—Diga a Su Señoría, por favor, que sabré mantener la pólvora seca —respondí.
—¿Sabe? Papá está muy contento de que haya venido usted —dijo sin dejar de acariciar y palmear el cuello de su caballo, que me pareció por ello, en verdad, un ser de lo más afortunado.
—Haré todo lo que esté en mi mano para conseguir que su padre siga siendo feliz, señorita… —y dudé, pues no sabía su nombre.
—Llámeme Beatrice —me dijo con una gracia absolutamente arrebatadora—. Papá me ha dicho que seré presentada a Patty muy pronto —y antes de que pudiera recuperarme de la sorpresa, hizo darse la vuelta al caballo y comenzó a alejarse.
—¡Espere, por favor! —grité—. ¿Puede hacerme un favor?
—¿Sí? —dijo ella volviendo de nuevo la grupa de su caballo para dirigirse hacia la casa.
—Déjeme su caballo un segundo.
Desmontó antes de que pudiera prestarle mi ayuda, sujetándose el vestido con una mano tan grácilmente como lo hacía todo, mientras con la otra llevaba de la brida al caballo, dócil como un cordero. Tomé la brida —siempre me han encantado los caballos—, acaricié la cabeza y las orejas del noble bruto y dejé que me pasara los belfos por la mano. Beatrice es en el presente madre y esposa feliz; a veces la veo. Hace unas noches, sin ir más lejos, me llevó al invernadero y me dijo:
—¿Se acuerda usted de Toddy, Mr. Edlyd?
—¡Claro que sí! ¿Cómo podría olvidarlo?
—Ha muerto, no sabe usted cuánto le amaba —me dijo con sus lindos ojos llenos de lágrimas.
Bien, pues aquel día llevé de la brida a Toddy hasta la tercera ventana de la derecha de la fachada de la casa. Era una criatura dócil y luego me dejó subir a su silla tranquilamente, para así ver yo desde su altura, con mayor amplitud, la habitación, la única habitación de Ladlow Hall en la que no había conseguido entrar. No había muebles, no había nada, en realidad; ni una mesa, ni una silla, ni un cuadro en las paredes, ni una figurita en la repisa de la chimenea.
—En esa habitación dormía el mayordomo de mi tío abuelo —dijo Miss Beatrice—. Fue el primero en acudir cuando lo asesinaron.
—¿Y dónde está ahora el mayordomo? —pregunté.
—Murió. La impresión lo mató. Amaba a su señor más que a sí mismo.
Cuando hube visto todo lo que quería ver, desmonté del caballo, que entregué luego a Beatrice, ayudándola entonces a montar. Se fue agitando levemente la mano para decirme adiós, y yo me quedé en la casa solitaria decidido a resolver el misterio de una vez por todas. O lo resolvía, o moriría en el empeño. No puedo explicarlo convenientemente, pero aquella noche, antes de acostarme, tomé un berbiquí que había encontrado en los establos y me dirigí a la puerta, diciéndole mientras ponía la herramienta en el suelo, hincada en la madera para evitar que se cerrase:
—Vas a quedarte abierta toda la noche.
Pero cuando me levanté a la mañana siguiente, la puerta estaba cerrada, y el berbiquí, roto por la mitad, tirado en el suelo. Me llevé la mano a la frente, no sin cierta desesperación, y comprobé que comenzaba a sudar. Ya no se me ocurría qué más hacer. Salí a tomar el aire, a despejarme unos minutos, y cuando entré de nuevo en el vestíbulo vi que la puerta estaba completamente abierta otra vez.
Cansaría a mis lectores si expusiera aquí todo lo que hice y pensé los días y las noches que siguieron. Sólo puedo decir que aquella experiencia cambió mi vida. La soledad, el misterio, la solemnidad del trance, incluso, provocaron en mí un efecto que aún no comprendo en toda su amplitud, pero del que tampoco puedo desprenderme ni lamento. He dudado mucho acerca de si contaba o no el final de la historia, pero al fin me he decidido a hacerlo. Una vez convencido de que no había fuerza humana capaz de mantener la puerta abierta, o cerrada, según el caso, según cómo la dejara yo, me dio por pensar que a buen seguro había alguien en la casa, alguien perfectamente vivo que anduviese por allí oculto de tal manera, y al acecho siempre de mis movimientos, que aún no había descubierto yo.
Habría sido conveniente, por ello, que en vez de una persona vigilando, yo solo, hubiese dos, para cubrir más flancos de la casa y hacernos los relevos convenientes; así, a buen seguro hubiésemos visto una huella en el polvo del suelo, nos hubiéramos percatado del cambio de lugar de una silla, cualquier cosa. Más aún, justo cuando me asaltó el temor de que hubiese en la casa alguien vivo y escondido, comprobé que mis cosas estaban revueltas; la ropa había sido manoseada por alguien, mis papeles estaban desordenados. Ya no me cupo duda de que, si no moraba alguien oculto en la casa, sí estaba claro que alguien entraba allí cuando iba a la estafeta para despachar la correspondencia, o cuando me ausentaba al menos unos minutos para airearme. Tenía, pues, que saber más cosas. Cuando regresara lord Ladlow le pediría detalles concretos de la muerte de su tío; y ya me disponía a escribir a Carrison para pedirle permiso y echar abajo la puerta de la habitación del mayordomo, cuando una mañana, a hora muy temprana, encontré una horquilla en el suelo.
¡Qué idiota había sido! Estaba claro que si quería resolver el misterio tenía que entrar como fuese justo en la única habitación en la que aún no había podido hacerlo. La puerta maldita no podría abrirse y cerrarse por sí misma, salvo que hubiera alguien que lo hiciese, que entrara y saliera de esa habitación para esconderse de mí, y allí tenía la prueba. Una horquilla tampoco entra en una casa por sí misma, sin que nadie la lleve en su cabello. Resolví hacer lo mismo de todos los días. Iría a la estafeta como siempre, y regresaría a la hora habitual para vigilar. Estaba en el umbral de un descubrimiento; pasaban los días, y aquella noche tenía que ser crucial.
Era una mañana estupenda; el tiempo había sido espléndido durante toda la semana, y la brisa era suave, y el sol delicioso. Cuando salí del vestíbulo vi que en el último peldaño de la puerta de la casa había un cesto con flores y frutas. Carrison había despedido a los jardineros que se ocupaban de Ladlow Hall, al menos hasta que acabase el verano y pudiera habitar la casa, así que era de lo más extraño que alguien quisiera regalarme con aquello. Por aquel tiempo comía bastante fruta y, mientras echaba un vistazo a una carta dirigida a mí, seleccioné un melocotón tentador y me lo comí acaso con excesiva glotonería. Ya casi me había comido el último bocado cuando recordé el aviso dado por lord Ladlow. El melocotón tenía un sabor extraordinario, pero raro; en cualquier caso, satisfizo mi paladar. Y por un momento, todo, los árboles, el cielo, el campo, el jardín, todo pareció dar vueltas sobre mí. Eso me puso en alerta.
Olí el resto de la fruta que había en el cesto, y todas las piezas exhalaban un aroma exquisito; metí varias en mis bolsillos y eché a caminar hasta el camino, para tomar un coche de caballos que solía pasar por allí más o menos a esa hora, con la intención de ir a que me viese el médico.
—Menos mal que no ha comido usted más piezas de fruta —me dijo el médico después de darme un bebedizo y algunas medicinas para que me llevara, recomendándome que tomase mucho el aire hasta que me sintiese bien del todo—. Me quedaré con esas frutas que trae para examinarlas, y lo veré de nuevo mañana.
Ninguno de los dos sabía cuántas veces más habríamos de vernos en adelante. Regresaba ya a Ladlow Hall, cuando el cartero me dio tres cartas, que no leí hasta haber llegado y sentarme a la sombra de un árbol con un poco de pan y leche a mi lado. La correspondencia, suponía yo, no contendría nada interesante, como siempre. Las cartas de Patty me resultaban deliciosas, pero no solían revelar nada sensacional; y en lo que a Mr. Carrison se refiere, escribía cosas monótonas y muy aburridas, nada importante. En esta ocasión, sin embargo, me sorprendió. Decía que lord Ladlow lo había ido a visitar a su despacho para decirle que había decidido liberarle de sus obligaciones como inquilino de la casa, motivo por el que yo mismo debería de abandonarla, pues ya no tenía sentido mi tarea. Me incluía en el sobre diez libras, y me decía a la vez que buscaría la mejor solución posible para mis intereses. Finalizaba pidiéndome que acudiera a verlo a su domicilio particular en cuanto estuviese de regreso en Londres.
No creo que deba regresar aún —me dije mientras metía de nuevo la carta en el sobre, tras guardarme las diez libras—. Antes, además, tengo que saber quién me envió el cesto con la fruta, así que, salvo si lord Ladlow en persona me echa de aquí, no me moveré hasta que lo haya descubierto.
Pero lord Ladlow no quería que me fuese. La tercera carta era suya: «Volveré a casa mañana por la noche —decía—, y lo veré a usted el miércoles. He llegado a un acuerdo satisfactorio con Mr. Carrison, y como tengo de nuevo todo el control sobre Ladlow Hall, trataré de resolver por mí mismo el misterio de la casa. Si desea quedarse y ayudarme en dicho empeño, le estaré muy agradecido e intentaré recompensarle de la mejor manera posible», había escrito.
Me dije que estaría de guardia toda la noche, para ver si al día siguiente contaba con algo señalado que decirle. Y entonces abrí la carta de Patty, que era, por supuesto, la carta más dulce y adorable que cualquier cartero del mundo pudiera entregarme. Si no hubiera sido por lo que me decía lord Ladlow, aquella noche me habría resultado imposible mantenerme vigilante. La lectura de la carta de Patty me dejó lánguido, sumido en mis amorosos sentimientos hacia ella. Además, estaba débil por los muchos días que llevaba allí, prácticamente aislado del mundo, vigilante en todo momento, pasándome horas y horas mirando la puerta, abriéndola o cerrándola según se diera la cosa, contando los pasos que daba antes de que se abriese de nuevo, o se cerrara, una vez le volviera la espalda.
Claro que todo aquello me había debilitado, llevándome a un estado físico de pura delicuescencia. Pero no podía cejar en mi empeño, no podía consentir en mi debilidad. Tenía que proseguir con mi tarea y, si me era posible, concluirla como era debido. Pero, ¿por qué no me había decidido antes a entrar como fuese en aquella habitación sin llave en la cerradura? ¿Acaso me había paralizado el miedo? Bueno, hasta en lo más valiente y corajudo de nosotros mismos aletea de continuo un pálpito de miedo que arruina nuestro coraje.
Transcurrió el día, lento y tedioso. La tarde caía igual de lenta y tediosa, cerniéndose sombría sobre Ladlow Hall. Aún habrían de pasar dos horas, sin embargo, hasta que brillase la luna. Todo parecía en un suspenso mortal. En ningún otro momento me había parecido la casa tan silenciosa y vacía. Tomé una vela y me dirigí a la habitación donde dormía, como si me fuera a acostar ya; una vez allí apagué la vela, entreabrí la puerta, me guardé la llave y volví a salir al vestíbulo, por el que anduve en medio de la penumbra durante un buen rato, mirando de continuo hacia la puerta abierta.
Entonces sentí un escalofrío de miedo. Dejé de caminar y quedé a la escucha, todo yo en alerta. Pero no se dejaba sentir ni el ruido más leve. Todos los ratones estaban metidos en sus agujeros. Conseguí recuperarme de aquella impresión lo justo como para meterme de nuevo en mi cuarto. Había una estantería vacía de libros, y junto a esta una vieja silla, y ahí, entre la cama y la estantería, tomé asiento para mirar a través de mi puerta entreabierta la puerta maldita. Pasaron las horas. ¿Alguna vez fueron tan largas las horas? Comenzó a lucir la luna en el cielo, colándose a través de la ventana de la habitación, pues había descorrido la pesada cortina. Seguía sin dejarse sentir el más leve ruido, nada, ni el graznido de un ave nocturna. Tuve la sensación de que todo yo era un manojo de nervios. Cada parte de mi cuerpo temblaba. Estaba en un estado realmente agónico; el deseo de moverme, de salir de allí, me suponía una auténtica tortura.
Al fin, un rayo de luz en el cielo. Rompía la mañana. El cielo se había apiadado de mí. ¡Alabados sean los cielos! Seguro que nadie había recibido un amanecer con tanta felicidad como yo entonces. Los pájaros comenzaban a trinar, era su canto una música deliciosa. La mañana incipiente se debatía aún entre dos luces y pronto el sol lo presidiría todo desde su mayor altura; y, sobre todo, se acababa mi angustiosa vigilia nocturna. Pero seguía tan lejos de desvelar el misterio como lo había estado hasta ese día. Pero, ¿qué era aquello? Otra vez. Tras horas y más horas de vigilia y alerta, tras horas y más horas de espera, otra vez. Tras una noche tan larga, allí lo tenía de nuevo. Ocurrió de golpe, en un instante.
La puerta, hasta entonces cerrada, de aquella habitación en cuya cerradura no había llave, la puerta de la habitación en la que hasta entonces no había podido entrar yo, se abrió despacio, muy lentamente, en completo silencio, apenas cuando me di la vuelta un momento para mirar a través de la ventana. Y al mirar de nuevo hacia allí, hacia esa otra puerta maldita, vi a una mujer. Caminaba lentamente por la habitación, y con la misma lentitud hizo girar la llave en la puerta del armario para abrirlo; luego se puso a sacar cosas de allí, amontonándolas en el suelo, como si nada. Yo no me movía; creo que apenas respiraba. Era evidente que no encontraba lo que quería, pues revolvió y revolvió, sacándolo todo, y luego entre las cosas que había depositado en el suelo.
Poco después, a medida que la luz del día se iba haciendo más cierta, la pude contemplar mejor. La vi entonces de rodillas en el suelo, rebuscando cada vez más afanosamente entre las cosas que había sacado del armario. Era una mujer menuda y liviana, no una dama, más bien una criada, toda vestida de negro. Pero ¿qué demonios querría? Y de golpe se me ocurrió algo: buscaría, sin duda, el testamento y la carta. No había la menor duda. Decidí salir de mi escondite. La tenía en mis manos. Pero se defendió como un gato rabioso, mordiendo, arañando, chillando, contorneándose como si su cuerpo no tuviese huesos, hasta desasirse de mí y huir hacia la puerta, por donde sin duda había llegado. Pero si la dejaba salir, a buen seguro la perdería de vista, se ocultaría en cualquier parte, entre los arbustos, en el bosque. Así que corrí como un poseso hasta alcanzarla y echar mano a su vestido negro. Esta vez conseguí someterla, aunque parecía tener la fuerza y la furia de veinte demonios y se defendía como ninguna otra mujer hubiera podido hacerlo.
—No quiero matarte —le dije—, pero no me quedará otro remedio que hacerlo si no dejas de revolverte.
—¡Bah! —gritó.
Y antes de que pudiera darme cuenta, me quitó el revólver que llevaba en el bolsillo y abrió fuego contra mí. Pero falló. La bala apenas me rozó una manga, por lo que pude reaccionar velozmente, cayendo literalmente sobre ella. Cuando se trata de luchar por su vida, ningún hombre puede alejarse de su propia ferocidad. Y yo era un hombre feroz en ese momento, un hombre que luchaba por su vida. Blandió de nuevo el arma, pero la tenía tan fuertemente presa que no pudo apretar de nuevo el gatillo. Pero me golpeó en la cara. Y me tiró del pelo. Y seguía revolviéndose, intentando huir, como una serpiente. Mi único miedo era, en ese trance, que se me escapase. No sentía dolor, sólo estaba horrorizado ante la posibilidad de no poder retenerla.
¿Cuánto tiempo más podría retenerla? Hizo un esfuerzo último desesperado y noté que se me escapaba del agarre a que la tenía sometida; ella también se dio cuenta y tiró con más fuerza para liberarse, al tiempo que abría fuego de nuevo ciegamente, a la desesperada. Y la perdí de nuevo. Vi entonces una mirada de espanto en sus ojos, una fría expresión de miedo.
—¡Mírate! —gritó mientras me arrojaba el revólver, yéndose al instante.
Vi como en un relámpago aquella puerta abierta; creí ver en su umbral una figura que alzaba la mano. Y ya no vi más. Estaba roto. Fue porque disparó un poco antes de arrojarme el revólver y gritar, alcanzándome de lleno; de hecho, sentí como si un hierro caliente me entrara por el hombro y puedo recordar ahora que intenté arrastrarme hasta mi habitación, pero sentí que perdía por completo las fuerzas y el sentido mientras me deslizaba sobre el mármol del suelo del vestíbulo. Cuando llegó el cartero aquella mañana, y al no salir yo a recibirlo, echó un vistazo a través de una de las ventanas. Después corrió para pedir ayuda.
—¡Ha ocurrido una desgracia en la casa! —gritaba—. El joven caballero yace en el suelo, sobre un charco de sangre.
Mientras llegaba la primera ayuda a la casa, ya se encaminaba también hacia ella lord Ladlow, y el cartero, sin aliento, le contó lo que había visto.
—Rompan una de las ventanas y entren —dijo—, y que alguien vaya en busca del médico.
Me echaron en la cama de aquella terrible habitación, la del armario en el que había rebuscado aquella mujer, y telegrafiaron a mi padre. Durante un largo espacio de tiempo me debatí entre la vida y la muerte, pero logré recuperarme lo justo como para ser llevado a la casa de lord Ladlow, al otro lado del valle. Antes de eso, sin embargo, le conté todo lo que había sucedido, instándole a buscar de inmediato los papeles que ratificarían el testamento.
—Destroce el armario si es preciso —le recomendé—. Estoy seguro de que los papeles están ahí.
Y allí estaban, en efecto. Su Señoría siguió mi consejo y encontró aquellos papeles. Él quedó libre de toda sospecha de culpa, pero la asesina logró huir. La viuda y su criada desaparecieron aquella misma mañana en que yo me debatía entre la vida y la muerte, tirado en el vestíbulo de Ladlow Hall. Nunca más se volvió a saber de ellas. Mi señor no volvió a hablar de todo aquello.
Ahora, no en Meadowshire, pero sí en otro lugar igualmente encantador, tengo una granja a mi cargo y entera disposición, en la que llevo una vida muy confortable. Patty es la mejor esposa que jamás haya podido tener un hombre, y yo… bueno, soy feliz, aunque con el paso de los años me he ido volviendo más juicioso. Pero sigue habiendo veces en las que parece poseerme una dolorosa oscuridad, momentos en los que no me gusta que me dejen solo.