La hermana de Eloísa, de Luisa Mercedes Levinson y Jorge Luis Borges

I

Habían pasado unos quince años, pero cuando Jiménez me dijo que había tenido que ir a Burzaco para planear la edificación de un chalet por cuenta de un tal Antonio Ferrari, mi primer pensamiento fue para Eloísa Ferrari, cuya imagen de pronto surgió ante mí, inmediata y casi dolorosa. Sólo después pude sorprenderme de que aquel excelente don Antonio, que pasaba la vida en el café proyectando negocios vagos y vanos, hubiera conseguido, al fin, redondear la suma que significa la construcción de la casa propia. El hecho me resultó tan insólito que para no pensar en algo peor, pensé en una herencia. Jiménez, mientras tanto, seguía explicándome que se trataba de un gran chalet y que los Ferrari eran muy exigentes. Por lo pronto, no íbamos a repetir en Burzaco el tipo 14 de bungalow californiano, ni el 5 en piedra de Mar del Plata, que, innumerablemente multiplicados, ya conoce y acaso habita el lector. Jiménez, mi socio, era constructor; la obra exigía un arquitecto. Alcé los ojos al diploma que colgaba en la pared, enmarcado en ébano; ese papel con su sello azul y su letra caligráfica me serviría para ver de nuevo a Eloísa, al cabo de los años.

—La señorita tiene sus ideas propias —explicó Jiménez. Y luego, como si pensara en voz alta—: Tiene un gusto refinado.

Me pareció natural que hubiera caído bajo el encanto de Eloísa. Aproveché para preguntarle como al descuido:

—¿Siempre sigue rubia y delgada?

Me miró un poco sorprendido antes de contestar.

—No sé. Lo que impresiona más es la voz. Habla como si entendiera de todo, y uno le cree.

Pensé que Jiménez no sabía discernir. Atribuía a la voz un efecto producido por toda ella. Los años la habrían cambiado, sin duda, pero en aquel momento yo evoqué a la Eloísa de 1938; la mirada un poco lejana, los ojos caídos hacia los pómulos, como abrumados por el peso de las pestañas, la sonrisa cuidadosamente enigmática, un hombro luminoso surgiendo del vestido de terciopelo negro. En realidad, lo que evoqué era su fotografía, que obtuvo el segundo premio en el concurso de belleza de Lomas (el primero fue adjudicado a la hija del interventor). En el recuerdo, las fotografías tienden a sustituir a los originales; además, resulta difícil recuperar los rostros que nos han inquietado. Otras imágenes se habían superpuesto a la de Eloísa, pero algunos momentos seguían intactos: una tarde en que me acompañó hasta la puerta, espontáneamente; aquella noche en que nos sentimos unidos ante un film de Norma Shearer. Por lo menos, yo creí que nos sentíamos unidos.

Norma Shearer, Lomas, concurso de belleza, segundo premio, son palabras triviales, pero la belleza y el encanto no son triviales y Eloísa los poseía, implacablemente. Claro está que a mí, ahora, con diez años de ejercicio en la Capital, el ambiente de Eloísa me podría resultar un poco provinciano, un poco mediocre. Pero el hecho es que Eloísa ejerció un poder sobre mí y sobre todos los muchachos que la frecuentábamos. No sé si era inteligente, pero había en ella una especie de resplandor que hacía perdurar los gestos cotidianos. Tenía esa seguridad que da la belleza. Por aquellos años, yo era más tímido y, aunque ya empezaba a quererla, no me hubiera atrevido a decírselo. El primer paso lo dio ella, una noche. Yo iba a Temperley; Irma, la mayor de las Ferrari, me preguntó si podía traerle un tarrito de polvo de hornear. Saqué la libreta de cuero de cocodrilo y empecé a apuntar el encargo, con cierta detención. Eloísa me la arrancó, la recorrió, murmuró con cierto desdén direcciones de otras mujeres, la rompió y la tiró. Se retiró sin mirarme, alta la cabeza, pero yo sentí que ese enojo era una invitación. Así empezó esa desdichada historia de amor que mató parte de mi juventud. Otra frase espectacular le dio fin. Al salir de un baile del club, un subteniente aviador, al ayudarla con el abrigo, le ponderó los hombros. Pueden ser suyos, le dijo ella, con una seriedad de evidente propósito matrimonial. El viernes a las siete de la tarde fui a visitarla, según la tradición que yo había logrado imponer, pero nadie contestó a mi llamado. Adentro, estaba encendida la luz; por el balconcito entreví, sobre el aparador, un kepi galonado. De esos antiguos recuerdos me desvió la discusión de los problemas técnicos de la obra. Sorprendentemente, fue Jiménez quien volvió al tema.

—Si se quiere, Eloísa y Gladys, la menorcita, son más lindas, pero Irma tiene otra categoría. Es muy señora.

Creí haber entendido mal. ¿Irma? ¿Jiménez había estado hablándome de Irma? Recordé ese personaje de fondo, esa hermana mayor que aún seguiría, tal vez, esperando el Royal que no le traje nunca. Recuperé sin mayor dificultad sus facciones: la cara de base ancha, los ojos vivos y pequeños, la risa intempestiva, la boca fresca, pero no sensual. ¿Qué había ocurrido? Por lo menos para Jiménez, Irma era más memorable que Eloísa. Creí que por uno de esos juegos del destino se había enamorado de Irma. Pero la frase que siguió me hizo descartar esa conjetura.

—Es una mujer admirable. Claro que por nada del mundo quisiera ser su marido. Es una de esas mujeres que siempre llevan los pantalones. Y con eficacia, qué diablos.

Irma, Eloísa, Gladys… El último nombre apenas representaba para mí unas piernas flacas que corrían al sol, una moneda de veinte centavos que yo le daba para que comprara caramelos y me dejara solo con Eloísa, unas pecas en la nariz respingada, y la voz áspera de Irma, retándola. Pero habían pasado quince años; Gladys ya sería una señorita. En aquel momento, sentí a las tres hermanas como a un espejo de tres cuerpos que de algún modo reflejaba mi juventud.

Una ilógica necesidad de volver a verlas me hizo decir a Jiménez:

—Por el interés de la firma, convendría que yo le llevara personalmente los planos a don Antonio. Usted sabe, en mis tiempos yo frecuentaba la casa… Me tiene confianza. Y si ahora anda con plata, no me costará convencerlo de que gaste unos pesos más.

 

II

Sería a todas luces absurdo negar espíritu progresista a los vecinos de la línea General Roca, pero sinceramente, al ver desfilar las estaciones y los pueblos desde la ventanilla del tren, tuve que deplorar la docilidad con que muchos se dejan convencer por firmas poco escrupulosas, que anteponen lo vistoso a lo sólido, y aun a lo práctico. Claro está que no todos los propietarios obran así; al pasar por Lanús, me di el gusto de saludar el bungalow tipo 14 que edificamos la vez pasada para el farmacéutico Roverano y que hubo que refaccionar después de las últimas lluvias, con buena utilidad para nuestra caja. Las torres de la capilla evangélica en Lomas de Zamora fueron para mí otro motivo de legítima satisfacción: el reverendo Mannteufel tuvo la deferencia de consultarnos y nuestras sugestiones, por cierto, no cayeron en saco roto. ¡Se resolvió ipso facto el problema del drenaje de las cañerías!

Estas reflexiones de orden profesional eran quizá un engaño para no pensar en Eloísa. Me dije por centésima vez que no esperaba verla y que lo más probable era que Ferrari me recibiera solo. De las quintas llegó una brusca ráfaga de madreselva.

Procuré convencerme de que el encuentro con Eloísa podía ser un poco terrible, al cabo de quince años, pero era imaginario ese temor y realmente primaban en mí la esperanza y la ansiedad.

Me pareció que nunca llegábamos a Burzaco, pero cuando reconocí las primeras casas y el tren se detuvo, me sentí menos valeroso y en vez de encaminarme directamente a lo de Ferrari, hice un alto en la confitería de la estación. Tenía que revisar los pape-les del portafolio; después de un par de cañas, decidí que convenía echar un vistazo al lugar donde levantaríamos el chalet. Era un terreno que brindaba muchas posibilidades, con martillo a favor, pero ya eran las 17 pasadas en el reloj pulsera extrachato y la indumentaria de gabardina italiana no se prestaba para andar verificando medidas.

Ante la puerta de la casa de Eloísa, volví a ser el muchacho de hace quince años. Mi mano halló la altura exacta del timbre sin que yo necesitara mirar. El tímido llamado me pareció indigno del soltero porteño con estudio en la avenida Belgrano que yo era ahora; insistí con más decisión. Quien me abrió la puerta fue don Antonio.

Para ocultar mi decepción, lo saludé con exagera-do entusiasmo. La salita me pareció más chica, acaso porque estaba abarrotada de adornos; una odalisca en petit bronze confusamente duplicaba sus formas en la madera de la tapa del piano y, al entrar, casi tropecé con Leda y el cisne. Un mármol efusivo en el que bullían faunos y ninfas usurpaba el lugar donde antes reinó la fotografía de Eloísa.

Don Antonio había iniciado una conversación ostentosa y vaga. Sacó una caja de cigarros, me ofreció uno que cortésmente rehusé y que él guardó, con destreza de prestidigitador, en uno de los bolsillos del saco.

—Para las chicas, lo ha fumado usted —dijo con una voz sigilosa y haciendo un guiño. Eligió otro cigarro con lentitud, lo olió como pregustando el placer, cruzó la pierna, lo encendió con gravedad ritual e inmediatamente adquirió el aire de un gran señor. Hubo un silencio y tuve la convicción de que Eloísa no estaba.

—Un chalet, todo un gran chalet —exclamó— para la primera chica que se me casa.

No pude contenerme y dije:

—¿Eloísa?

Don Antonio ni siquiera me oyó.

—La formalización del enlace se festejó con un vino de honor en Los Álamos. Usted se acuerda, el establecimiento de los Chiclana. Parece mentira, la benjamina es la primera que llevaré al altar. Gladys se casa con Alberto Chiclana, un muchacho muy preparado, que sólo debe unas materias para redondear su segundo año de doctor en leyes. Y gran apellido. Sobrino de Raúl, que era de su tiempo.

Demasiado me acordaba yo de Raúl. Una noche, en el club, le ofreció una orquídea a Eloísa. Ella se la prendió sobre el corazón y repetía, yendo de grupo en grupo: Obsequio de Raúl Chiclana. Los Chiclana eran la gente antigua del partido; Los Álamos, entonces, era un establecimiento importante. Después, el botarate de Raúl prefirió las farras de Buenos Aires al sólido trabajo rural y de la estancia, como le dicen, sólo queda el casco y los perros. ¡Las hipotecas se comieron la propiedad!

Dije por decir algo:

—¿Con que al novio sólo le faltan cinco o seis años para recibirse?…

Dadas las luces de los Chiclana, calculé por lo bajo treinta o cuarenta, pero la profesión nos enseña a ser diplomáticos.

—Ahora el tiempo pasa tan rápido —contestó don Antonio—. Y, además, Albertito está bajo mi ala.

Echó una bocanada de humo y miró la gotera del cielo raso:

—El amor, las ilusiones, la juventud… Claro que nosotros ya no estamos para esos trotes… —y aquí agregó amenazándome con el índice:

—Por lo pronto, usted tiene más barriguita que yo…

Volvió a guiñar el ojo; se trataba, evidentemente, de un hábito que había adquirido con la prosperidad. Era irritante. Además, ese vejete oruga, esmirriado, sólo profuso en los mostachos, ahora quería ponerse a la par de un tipo como yo, con su metro setenta y nueve de elevación y los trece minutos de flexiones, cada mañana, a lo gimnasia sueca.

El hombre estaba tan garifo, que aproveché para enfrentarlo, pero no perdí los buenos modales que exige la profesión.

—Vea, don Antonio —le dije— las cosas no hay que hacerlas a medias. Hay que sacar partido del martillo que da a la avenida Espora. El muchacho, que un día será abogado, se merece un bufete —esta vez el que guiñó el ojo fui yo—. Unos pocos miles de pesos más y le anexamos escritorio y sala de espera.

Don Antonio pareció caer en la trampa.

—Interesante idea, mi arquitecto —dijo como si lo arrebatara mi verba—. En sumo grado, interesante.

Poco le duró, sin embargo, esa reacción tan halagüeña. Empezó a achicarse como si se atornillara en el asiento y dijo con una vocecita aflautada:

—El señor Klaingutti, de la firma Klaingutti Hermanos, Chapas Glavanizadas, suele encargarle algunos asuntitos —y agregó, como dándose ánimos—: Un poco de alpiste para el muchacho.

Sinceramente, la mención de Klaingutti me impresionó. ¿Quién que ha rolado un poco puede permitirse ignorar la casa matriz en la Avenida El Cano y las filiales de Berazategui y de Merlo?

Don Antonio prosiguió:

—Oiga, no sé… Hay tantas cosas por delante.  —Encendió el cigarro que había dejado apagar, y agregó bajando la voz—: Mi hija mayor es muy personal en sus gustos. Muy severa.

Lo miré atónito. ¿Qué tenía Irma que ver con el chalet de Gladys?

Don Antonio dijo algo, pero a través de las persianas de los balconcitos, oí un menudo taconeo que me inquietó. Oí abrirse la puerta y, un instante después, entraba Eloísa.

En el primer momento no sentí nada. Su silueta contra la luz, parecía un poco indefensa. La cara estaba en sombra, pero el cabello le hacía como una aureola dorada. Me dijo, como si me hubiera visto hace poco:

—Cachito, ¿vos por aquí?

Era la Eloísa de siempre. Ignoro si llegué a balbucear algo, pero sentí dos cosas. Una, que aquel encuentro tan importante para mí, no lo era para ella. Otra, quizá la misma, que yo era apenas una imagen de su pasado.

Eloísa, haciendo caso omiso de mi presencia, habló con don Antonio:

—No sé qué vamos a hacer con la pobre Clemen. Ya se mandó hacer un vestido, casi igual a las del cortejo, y ahora resulta que no quieren que vaya. Eso no se hace.

—Pero también, hijita, ¿cómo la invitaste sin consultar?

—Siempre consultando… Nos conocernos de toda la vida; ella dio por sentado que iría.

Clemen, pensé, sería Clementina Traversi, una muchacha que trataba de imitar a Eloísa y que de un día para otro apareció con melena rubia.

—Mirá, Eloisita —prosiguió don Antonio, conciliatorio—, hacés muy bien en defender una amiga, pero ya sabés que Irma es de lo más delicada para estas cosas. Clemen ya ha tenido tres novios. Y la gente es mala…

—¿Y qué hay de malo en tener novios?

La contestación de don Antonio fue sentenciosa:

—Somos nuestra reputación. Además, Irma se ha asegurado la presencia del señor Klaingutti.

—¡Del señor Klaingutti! —repitió ella. Lo dijo con una voz muy rara.

 

III

A mediados de la semana siguiente, tuve otra conversación con don Antonio. Fue copiosa, rica y estéril; soy del todo incapaz de reconstruir esa obra maestra de postergación y de vaguedad. Al principio, yo estaba francamente encantado: mis sugestiones no eran sólo aprobadas por don Antonio, sino admiradas y amplificadas. Así, en etapas sucesivas, se encaró la posibilidad de adquirir terrenos vecinos, de construir una pileta de natación con sus vestuarios correspondientes, de dotar a la finca de un reloj de sol, de invernáculos, de una gran pajarera, de un frontón de pelota vasca, de una gruta con cascada y de un laberinto. Proyectamos también, para los fondos, un jardín italiano escalonado, con cabezas yacentes de emperadores. No juraría que se habló de un busto ecuestre del pagador Chiclana, desaparecido en la guerra del Paraguay, pero nada era imposible, esa tarde.

Desgraciadamente, don Antonio se desanimaba con la misma rapidez con que se animaba: las dificultades de la ejecución de un detalle mínimo de cualquiera de esos proyectos interesantes lo hacían renunciar a todo. En cuanto a gastos y honorarios no tuvimos ni un sí ni un no. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, me dio mala espina porque sentí que no llegábamos a nada. Don Antonio no quería (o no podía) comprometerse.

Claro está que tengo la conciencia tranquila; me plantifiqué en el sofá y defendí, una a una, mis posiciones. No me retiré hasta dadas las diez, cuando el propio anfitrión me repitió que aprovechara un tren que salía a los pocos minutos.

En la estación, el hambre pudo más, y me invité a una milanesa a caballo y dos medios litros, cuyo importe resolví cargar a la cuenta Ferrari. Las casuarinas hacían un ruido como de mar y pensé en Eloísa.

No sé si la esperanza de verla, o el temor de hacer un triste papel delante de Jiménez, cuyas indirectas y directas, me tenían sin cuidado, o la voluntad de no perder un negocio que se pincelara tan promisorio, me hizo regresar a Burzaco, a los pocos días.

No les anuncié la visita; el estratega que hay en mí optó por esgrimir el arma de la sorpresa, en interés profesional.

Esta vez no me permití devaneos emocionales. Eloísa podía seguir tan linda como antes, pero yo concretaba la atención en un paredón con almenas que diera toda la vuelta a la propiedad y que, si mi psiquismo no me engañaba, acertaría con el gusto de don Antonio.

Eloísa abrió la puerta, me hizo pasar a la salita y exclamando con voz atiplada me pescaste sin pintura, huyó patio adentro. La esperé de perfil, una pierna cruzada con negligencia, la mirada varonil abstraída en los faunos del grupo mitológico.

Antes de que entrara percibí el extracto de cyclamen. La sentí allí cerca y dije como si pensara en voz alta, sin despegar los ojos del mármol:

—¡Hermosa obra de arte!

Por la risita de Eloísa, comprendí que mi observación de esteta había sido tomada como una galantería. La verdad es que el homenaje era justo; cutis relativamente fresco, bien llevados los tres o cuatro kilitos más, blusa transparente sobre los hombros, la sonrisa insinuante y los ojos tristes.

Se sentó junto a mí, en el sofá, casi rozándome con el vuelo de la pollera. Empezó reprochándome que yo frecuentara a las Hurtado, que se habían mudado a la Capital (chicas que no le deben nada a la hermosura; no te lucirás mucho, que digamos, exhibiéndolas en los restaurantes) y remedó el revolear de ojos de la mayor, con bastante gracia. Ponderé sus dotes de actriz; me dijo que Torre Nilson le había ofrecido un papel en una película. Esta eventualidad, lo confieso, no dejó de alarmarme; los años de la ausencia se habían borrado y yo sólo sabía que estaba con Eloísa, otra vez, en el sofá de siempre, y que mi desventura o mi ventura dependían de sus palabras.

Mirándome en los ojos, me dijo:

—Ahora contame de vos; ya sabés que siempre me enloqueció todo lo que sea arquitectura y decoración de interiores.

Nunca lo había sabido, pero le perfilé a grandes rasgos la odisea del joven soñador que llega desde el fondo de la provincia, sin otras armas que la ciencia y el arte, y que se afana, bucea, brega y se impone. Sonó en eso el teléfono.

Durante unos segundos, la posibilidad de que la llamara el director de cine me atormentó. Primero dijo:

—Ah, venís a cenar.

Después:

—¿Te preparo unos tallarines al pesto?

Y, finalmente, con una voz que temblaba un poco:

—Está bien. Vos mandás.

Volvió a mi lado, pero la sentí lejana. Cuando quise retomar el hilo y contarle la anécdota corrosiva de lo que yo por poco le dije a la mesa examinadora, Eloísa apoyó la cabeza en mi hombro y se echó a llorar. Mi experiencia en el renglón mujeres me aconsejó estrecharla entre mis brazos v arrebatarla en alas de la pasión. Varias fórmulas se me venían a la mente: Eloísa yo seré el arquitecto de su destino. Eloísa, yo le ofrezco un hombre y un nombre, pero apenas acerté con una palmadita en las espaldas.

Eloísa me miró con rabia.

—¿Qué es lo que tiene ella de mejor que yo? —dijo, apartándose de mí.

Se trataba, asombrosamente, de Irma. La que telefoneó era ella y había prohibido categóricamente que invitaran a Clemen.

—Me ha dicho que si no le obedezco, que me atenga a las consecuencias —agregó Eloísa, estrujándose las manos.

—¿Consecuencias? —repetí sin entender.

Entonces, Eloísa me contó todo.

La historia había empezado a raíz de uno de tantos intrincados negocios de don Antonio. Este había llegado a deber una modesta suma —cien o ciento cuarenta pesos— a la firma Klaingutti. El día del vencimiento, logró (mediante otra deuda) el importe, y encargó a Eloísa que fuera personalmente a pagar. El doble efecto que produciría un pago puntual hecho por una muchacha bonita le parecía de inestimable valor para otro nebuloso negocio que versaría sobre chapas acanaladas y pointillé. Pero la avenida El Cano queda muy lejos y Eloísa la mandó a Irma.

Era (Eloísa lo recordaba muy bien) un jueves de diciembre. A las siete, Irma volvió con el recibo firmado por el propio señor Klaingutti, y preparó, como era costumbre, la cena. Nada singular ocurrió hasta el jueves siguiente.

Ese día, Irma tomó el tren de las quince y treinta y no regresó hasta entrada la noche. El padre, que a pesar de sus fantasías, era muy estricto con las chicas, empezó a amonestarla. Ella, sin hablar, abrió la cartera, y dejó sobre la mesa un papel de quinientos pesos. En la billetera había otro igual. Fue, desde entonces, Eloísa la que preparó las comidas.

Así fueron pasando los años. En esa disciplina precisa no hubo otra interrupción que la motivada, en 1944, por un disgusto. Nunca pudo saber Eloísa las razones de esa desavenencia que duró más de un mes, durante el cual el señor Klaingutti no dejó pasar un solo día sin telefonear o mandar flores, dulces o delikatessen, que las hermanas y el padre tenían orden de devolver.

Tampoco pudo averiguar Eloísa los detalles de la reconciliación: Una tarde, el chauffeur del señor Klaingutti llegó en el coche gris. Irma le mandó decir que se fuera; al día siguiente, el señor Klaingutti se apersonó con aspecto lastimoso y muchas reverencias. Irma lo hizo esperar una hora y se fue con él; desde entonces las cuotas semanales fueron triplicadas.

Irma, eso sí, no se rebajó nunca a aceptar el menor obsequio, ni siquiera los días de su cumpleaños. El señor Klaingutti, una vez, le ofreció un tapado de nutria. Ella se limitó a recibir el importe, que invirtió luego, para no consentirlo, en uno de astrakán.

A fines de 1949, Gladys cayó enferma. Durante tres semanas, Irma no se movió de su cabecera y no dejó que entraran en el cuarto ni Eloísa ni el padre. Pasó malas noches cuidándola, con una especie de ternura feroz; durante ese tiempo, el señor Klaingutti tuvo la delicadeza de mandar cada jueves, a su cajero, con la cuota habitual.

—Irma tiene locura con la mocosa —añadió Eloísa—. Le arregló el casamiento con Chiclana y ahora, encima, le hace construir el chalet.

Nada de lo que había dicho Eloísa me impresionó como estas palabras. Apenas atiné a balbucear:

—Entonces, ¿no es don Antonio el que paga?

—¡Qué va a pagar! —fue la desconcertante respuesta—. Papá no tiene más que la mensualidad que le pasa Irma, y se la suspende si lo pesca debiendo un solo centavo. ¡Pobre de él si se mete en negocios! Irma es una roca.

Había resentimiento en su voz. Francamente, no me gustó que hablara así de una mujer a todas luces excepcional, que contaba con el pleno apoyo del señor Klaingutti y de quien dependía, en última instancia, la edificación del chalet.

Eloísa prosiguió con malevolencia:

—El señor Klaingutti quiere casarse con ella, pero Irma siempre le dice que no. Así lo tiene más dominado. Es de rara… No concluyó la frase. Un automóvil se había detenido en la puerta y segundos después, entró Irma. Me puse apresuradamente de pie y ensayé un saludo. Antes de contestarlo, la dama se volvió hacia Eloísa:

—Ponete un chal. Ha refrescado.

Comprendí que la blusa de Eloísa era demasiado transparente.

—Vengo rendida —exclamó Irma, ocupando el sofá—. Había que poner un poco de orden en la filial Berazategui.

Al cabo de un silencio, en el que respeté sus pensamientos, quise llevar la conversación al tema del chalet. Se mostró reticente; dijo que la nueva pareja viviría un tiempo en Los Alamos.

Cuando se quitó el sombrero, que era de color verde oscuro, como los zapatos y el traje, me fue dado valorar su severa belleza, quizá menos notable por la gracia que por la autoridad.

Siempre velando por la corrección de su hogar, me sugirió que no tenía por qué costearme a Burzaco y me dictó un número de teléfono que correspondía a una de las líneas internas de la red Klaingutti.

—A principios de la semana que viene, puede molestarse en llamar. Para entonces, la secretaria tendrá órdenes precisas.

Me tendió la mano.

Al querer despedirme de Eloísa, noté que ya no estaba en la sala.

El martes, a más tardar, hablaré con la secretaria. Acaso con Irma.