Un sueño extraño, de Mark Twain

Hace un par de noches tuve un sueño de lo más singular. Me parecía estar sentado en un portal (de alguna ciudad indeterminada, tal vez), abstraído en mis cosas, y debían de ser sobre las doce o la una de la madrugada. Hacía una noche suave y deliciosa. No llegaba a través del aire sonido humano alguno, ni siquiera el ruido de pasos. No se percibía rumor alguno que turbara aquella calma apacible, excepto el ocasional ladrido sordo de algún perro en la lejanía y la débil respuesta de otro aún más distante. De repente, procedente de la parte alta de la calle, oí un ruido traqueteante como de huesos, que atribuí a las castañuelas de alguna serenata nocturna. Al cabo de un minuto, un esqueleto alto, encapotado y medio envuelto en una mortaja deshilachada y mohosa cuyos andrajos ondeaban en torno al entramado de sus costillas, pasó junto a mí con paso firme y majestuoso, y luego desapareció en la lúgubre penumbra de la noche estrellada. Llevaba al hombro un ataúd destrozado y carcomido por los gusanos, y en la mano un manojo de algo que no pude distinguir. Supe entonces a qué se debía aquel ruido traqueteante: era el que emitían las articulaciones de aquel personaje al moverse, sobre todo los codos al golpear contra los flancos mientras caminaba. Puedo decir que me quedé sorprendido. Antes de que pudiera ordenar mis pensamientos y entregarme a especulaciones sobre qué podía significar aquella aparición, escuché acercarse a otra, ya que reconocí el traqueteo. Cargaba sobre el hombro apenas dos tercios de ataúd, y bajo el brazo llevaba algunas tablas de la cabecera o los pies del féretro. Estuve tentado de mirar bajo su capucha y decirle algo, pero cuando se volvió hacia mí y me sonrió con sus cuencas cavernosas y su protuberante y macabra dentadura, pensé que era mejor dejar que siguiera su camino. Apenas acabó de pasar, escuché de nuevo el ruido traqueteante y vi surgir a otro esqueleto de la sombría penumbra. Este caminaba encorvado bajo el peso de una lápida y arrastraba un maltrecho ataúd tras de sí mediante una cuerda. Cuando llegó a mi altura, se quedó mirándome fijamente durante uno o dos segundos y dio luego la vuelta, poniéndose de espaldas a mí y diciendo:

—Compañero, ¿quieres ayudarme a bajar esto?

Le ayudé a descargar la pesada lápida hasta depositarla en el suelo, y al hacerlo observé que llevaba el nombre de «John Baxter Copmanhurst», y también la fecha de su muerte: «Mayo de 1839». El finado se sentó con aire fatigado a mi lado, secándose el hueso frontal con el metacarpo, seguramente por la fuerza de la costumbre, ya que yo no veía que le saliese ninguna gota de sudor.

—Es terrible, terrible —dijo, envolviéndose en lo que quedaba de su mortaja y apoyando pensativamente la barbilla en su mano. Luego colocó el pie izquierdo sobre su rodilla y empezó a rascarse distraídamente el hueso del tobillo con un clavo oxidado que extrajo de su ataúd.

—¿Qué es tan terrible, amigo?

—¡Oh, todo, todo! Casi desearía no haber muerto.

—Me sorprende usted. ¿Por qué dice eso? ¿Hay algo que vaya mal? ¿Qué le ocurre?

—¿Que qué me ocurre? Mire esta mortaja, hecha jirones. Mire esta lápida, completamente resquebrajada. Mire este viejo y ruinoso ataúd. Todo lo que uno posee se desmorona y se destruye ante sus ojos, ¡y aún me pregunta si me ocurre algo! ¡Rayos y centellas!

—Cálmese, cálmese —dije—. Es terrible…, ciertamente terrible, pero no pensaba que le preocuparan gran cosa esos detalles, dada la situación en que se encuentra.

—Pues bien, señor mío, me preocupan. Mi orgullo está herido y mi comodidad, malograda…, destruida, diría yo. Voy a contarle mi caso, voy a describírselo de tal forma que pueda comprenderlo, si usted me lo permite —dijo el esqueleto, echando hacia atrás la capucha de su mortaja como si se despojara de impedimentos para su actuación, en un gesto desenvuelto que inconscientemente le confirió un aire garboso y festivo nada acorde con la gravedad de su situación en la vida, por así decirlo, y en marcado contraste con su desgraciado estado de ánimo.

—Adelante —le dije.

—Resido en el viejo y lastimoso cementerio que está a una o dos manzanas más arriba, en esta misma calle, allá… ¡Oh, vaya, ya me veía yo venir que este cartílago se me saldría! Es la tercera costilla empezando por abajo, amigo, sujétela por el extremo a la columna con un cordón, si es que lleva alguno; aunque lo que mejor queda es un alambre de plata, es mucho más agradable, duradero y elegante, si uno lo mantiene pulido… ¡Y pensar que uno va desmoronándose así, a pedazos, a causa de la indiferencia y el descuido de sus descendientes! —Y el desdichado espectro hizo rechinar los dientes de tal manera que me produjo escalofríos, ya que el efecto se veía poderosamente aumentado por la ausencia de carne y cutícula—. Resido en aquel viejo cementerio, y lo vengo haciendo desde hace treinta años. Y le aseguro a usted que todo ha cambiado mucho desde el día en que me pusieron esta lápida encima, y me di media vuelta y me eché a dormir un largo sueño, embargado por la deliciosa sensación de haberme librado para siempre de las preocupaciones, el pesar, la angustia, la duda, el miedo, para siempre jamás, mientras escuchaba con enorme y creciente satisfacción los ruidos que hacía el sepulturero, desde el sobresalto de la primera paletada de tierra sobre mi ataúd hasta el murmullo atenuado de la pala alisando el techo de mi nuevo hogar. ¡Delicioso…, maravilloso! ¡Ojalá pudiera usted probarlo esta misma noche!

Y el difunto me sacó de mi abstracción con un estruendoso cachete de su huesuda mano sobre mi espalda.

—Sí, señor, hace treinta años que me eché a descansar aquí, y era feliz. Porque entonces estábamos en pleno campo, en medio de los viejos y majestuosos bosques, fragantes y floridos, con el viento murmurando indolente entre las hojas; las ardillas retozaban por encima y alrededor de nuestras tumbas, los insectos venían a visitarnos y los pájaros llenaban con su música la tranquila soledad. ¡Ah, morirse en aquel entonces valía por diez años de vida! Todo era realmente agradable. Estaba en un vecindario excelente, ya que todos los muertos a mi alrededor pertenecían a las mejores familias de la ciudad. La posteridad parecía reservarnos todo lo mejor. Nuestras tumbas se conservaban en inmejorables condiciones; la verja estaba siempre en un estado impecable; las losas, siempre bien pintadas o enjalbegadas, y en cuanto empezaban a presentar un aspecto ruinoso o herrumbroso se cambiaban por otras nuevas; los mausoleos se conservaban todavía; las rejas, intactas y relucientes; los macizos de rosas y los setos, siempre bien podados y sin cizaña; y los senderos de gravilla, limpios y lisos. Pero aquellos tiempos pasaron. Nuestros descendientes nos han olvidado. Mi nieto vive en una casa magnífica construida con el dinero amasado por estas viejas manos, mientras que yo duermo en una tumba abandonada, invadida por sabandijas que carcomen mi mortaja para construir con ella sus nidos. Algunos amigos que descansan junto a mí, y yo mismo, hemos fundado y establecido la prosperidad de esta magnífica ciudad, y nuestros muy queridos y opulentos vástagos dejan que nos pudramos en un cementerio ruinoso, que los vecinos maldicen y los forasteros desprecian. Fíjese en la diferencia entre aquellos tiempos y estos. Por ejemplo, ahora nuestras tumbas están medio derruidas; las losas están tan deterioradas que se desmoronan por momentos; las rejas se tambalean a uno y otro lado, elevándose en el aire con insólita levedad; nuestros mausoleos se derrumban cansinamente y nuestras lápidas inclinan abatidas las cabezas; ya no quedan adornos, ni rosas, ni setos, ni senderos de gravilla, ni nada que cause placer a la vista; e incluso la vieja verja ahora despintada, que tan vistosamente nos resguardaba de la compañía de bestias y del desfile de pies descuidados, se ha salido de sus goznes y se cierne lúgubremente sobre la calle, haciendo que la gente repare aún más en la presencia de nuestra ruinosa morada, e incitándola a sentir aún mayor desprecio. Y ahora ya ni siquiera podemos ocultar nuestra pobreza y despojos entre los amistosos bosques, porque la ciudad ha ido extendiendo sus demoledores brazos hasta encerrarnos en su seno, y todo lo que queda de la antigua alegría de nuestro viejo hogar son algunos lúgubres árboles, hastiados de la vida ciudadana, con las raíces hundidas en nuestros ataúdes y mirando anhelantes hacia la brumosa lejanía de los bosques. ¡Le digo que esto es espantoso!

»Ya empieza usted a comprender, ya va entendiendo a qué me refiero. Nuestros descendientes están viviendo suntuosamente de nuestro dinero, en la ciudad que ahora nos rodea, mientras que nosotros tenemos que librar una dura batalla para conservar unidos el cráneo al resto de los huesos. Mire usted: no hay una sola tumba en nuestro cementerio que no gotee, ni una sola. Siempre que llueve por la noche tenemos que salir de nuestras fosas y trepar a los árboles, y a veces nos despertamos súbitamente sintiendo el agua helada corrernos por la nuca. ¡Le aseguro a usted que entonces se produce un levantamiento general de viejas losas y una apertura a patadas de viejos mausoleos, y los esqueletos salen corriendo en desbandada hacia los árboles! Si hubiera pasado por allí alguna de esas noches, después de las doce, habría podido ver como a unos quince de nosotros encaramados sobre una pierna, con nuestras articulaciones chirriando de un modo horroroso y con el viento murmurando al pasar entre nuestras costillas. Muchas veces hemos tenido que permanecer en esa situación durante tres o cuatro terribles horas, tras las cuales bajamos rígidos, helados y soñolientos, y tenemos que prestarnos los cráneos unos a otros para vaciar de agua las tumbas; si echo la cabeza hacia atrás y mira a través de mi boca, podrá ver que mi cráneo está todavía medio lleno de un sedimento reseco… ¡Y a veces el peso hace que la cabeza se bambolee y parezca estúpido! Sí, señor, en muchas ocasiones, si se hubiera pasado por allí antes del amanecer, nos habría encontrado vaciando las tumbas y poniendo nuestras mortajas a secar en la verja. Allí me robaron una mañana una elegante mortaja que tenía; creo que fue un individuo llamado Smith, que reside en un cementerio plebeyo que hay por los alrededores; y eso es lo que creo porque la primera vez que le vi no llevaba más que una camisa a cuadros, y la última, que fue en una asamblea social celebrada en el nuevo cementerio, era el cadáver mejor vestido de la reunión. Además, es muy significativo que en cuanto me viera se marchara, y que poco después a una anciana de aquí le faltara su ataúd; por lo general, siempre que salía se lo llevaba consigo, porque si se exponía mucho rato al aire de la noche era propensa a enfriarse y volvía a padecer los espasmos reumáticos que acabaron con su vida. Se llamaba Hotchkiss, Anna Matilda Hotchkiss. Tal vez la conozca. Tiene dos dientes delanteros arriba; es alta, aunque tiende a encorvarse; le falta una costilla en el lado izquierdo; tiene un mechón de pelo estropajoso que le cae por el lado izquierdo de la cabeza, y un tufo un poco por encima de este, y luego otro que sobresale por delante de la oreja derecha; lleva un alambre en la mandíbula inferior, que se le había desprendido por uno de los lados; le falta un hueso pequeño del antebrazo izquierdo, lo perdió en una riña; tiene un porte decidido y una manera de caminar muy altiva con los brazos en jarras y el mentón muy levantado: había sido una mujer bastante hermosa y descocada, pero está tan maltrecha y machacada que parece una caja de porcelana hecha añicos. ¿Se la ha encontrado usted?

—¡Dios no lo quiera! —exclamé de forma involuntaria, ya que no me esperaba aquella pregunta, que me cogió un tanto desprevenido. Pero me apresuré a remediar mi grosería diciendo—: Quiero decir que no he tenido el gusto; no era mi intención referirme descortésmente a una amiga suya. Pero estaba diciendo usted que le robaron… y es sin duda una vergüenza. Pero, a juzgar por lo que queda de la mortaja que lleva usted, parece que en su tiempo fue una bastante costosa. ¿Cómo…?

Sobre los roídos huesos y pellejos desecados del rostro de mi interlocutor empezó a dibujarse una expresión horripilante, que hizo que comenzara a sentirme inquieto y aterrado, pero entonces me explicó que solo estaba intentando esbozar una sonrisa franca y taimada, acompañada de un guiño, para darme a entender que, más o menos cuando él consiguió la vestidura que ahora llevaba, uno de los espectros de un cementerio vecino perdió la suya. Eso me tranquilizó, pero le rogué que a partir de entonces se dirigiera a mí utilizando solo el lenguaje, ya que su expresión facial resultaba muy equívoca. Aunque mostrara el mayor cuidado posible, su intención podía ser malinterpretada. Lo que tenía que evitar, sobre todo, era sonreír. Lo que a él podía parecerle una expresión radiante, probablemente se me antojara a mí bajo una luz muy distinta. Le dije que me gustaba ver a un esqueleto jovial, e incluso decorosamente juguetón, pero que no pensaba que la sonrisa fuera lo que mejor le sentaba a un rostro cadavérico.

—Sí, amigo —dijo el pobre esqueleto—, los hechos son tal y como se los he relatado. Dos de estos viejos cementerios (este en el que yo resido y otro que está un poco más allá) han sido deliberadamente descuidados por nuestros descendientes hasta el punto de que hoy son prácticamente inhabitables. Dejando aparte la incomodidad osteológica, que no es poca cosa con este tiempo lluvioso, la situación actual resulta ruinosa para nuestras propiedades. Hemos tenido que trasladarnos o resignarnos a ver nuestros efectos malograrse o acabar totalmente destruidos. Le costará creerlo, y aun así es cierto: no hay ni un solo ataúd en buen estado entre todos los de mis conocidos; esa es la pura verdad. No me refiero a gentes de baja estofa, de esas que vienen en una caja de pino traída en una carreta, sino a las de féretros lujosos con asas de plata, verdaderos monumentos que son transportados bajo penachos de plumas negras a la cabeza de una procesión y que eligen su parcela en el cementerio: me refiero a gentes como los Jarvis, los Bledsoe, los Burling y demás. Están todos en estado ruinoso. Eran los personajes más importantes de nuestro círculo. Y mírelos ahora: en un estado de absoluta miseria y abandono. No hace mucho uno de los Bledsoe le cedió su mausoleo al fallecido propietario de una taberna a cambio de algunas virutas de madera frescas donde poder descansar la cabeza. Le aseguro que es un hecho de lo más significativo, pues no hay nada de lo que un cadáver se sienta tan orgulloso como de su mausoleo. A un finado le encanta leer las inscripciones. Al cabo de un tiempo acaba por creer lo que en ellas se dice de él, y no resulta extraño verlos sentados en la verja noche tras noche, deleitándose en su lectura. Los epitafios no cuestan nada y hacen muchísimo bien a los infelices muertos, especialmente a los que no han tenido suerte en la vida. Me gustaría que se escribieran más. No es que yo me queje, pero creo que fue un poco mezquino por parte de mis descendientes no ofrecerme más que esta vieja lápida roñosa, y más ahora que no aparece en ella ninguna inscripción elogiosa. Antes ponía: RECIBIÓ SU JUSTA RECOMPENSA, y cuando la vi por primera vez me sentí muy orgulloso, pero con el tiempo empecé a notar que, cuando venía algún viejo amigo mío y metía la barbilla por la reja, leyendo con cara larga hasta llegar a esta frase, entonces empezaba a reírse por lo bajo y se marchaba con expresión satisfecha y complacida. Borré la inscripción para fastidiar a esos necios. Pero los muertos están siempre muy orgullosos de su mausoleo. Ahora mismo van por allí una media docena de los Jarvis llevando a cuestas el monumento familiar. Y hace un rato pasó Smithers con algunos espectros contratados para ayudarle a acarrear el suyo… ¡Hola, Higgins, que te vaya bien, amigo! Ese era Meredith Higgins, que murió en el año cuarenta y cuatro; forma parte de nuestro grupo del cementerio, y procede de una excelente familia, su bisabuela era india. Mantengo muy buenas relaciones con él, y si no me ha contestado será porque no me ha oído. Y lo siento, porque me hubiera gustado presentárselo. Le habría parecido admirable. Es el esqueleto más descoyuntado, encorvado y ruinoso que se haya visto, pero es muy divertido. Cuando ríe suena como si alguien hiciera frotar dos piedras, y su risa empieza siempre con un chirrido que parece como si rascaran un clavo contra un cristal… ¡Qué hay, Jones! Ese es el viejo Columbus Jones; su mortaja costó cuatrocientos dólares, y el trousseau entero, incluyendo el mausoleo, dos mil setecientos. Fue en la primavera del veintiséis, y para aquel tiempo era una suma enorme. Vinieron muertos de todas partes, incluso desde los Alleghenies, para admirar sus maravillas; mi vecino de tumba aún se acuerda muy bien de todo aquello. ¿Y ve usted a aquel individuo que va con un trozo de losa bajo el brazo, al que le falta uno de los huesos por debajo de la rodilla y que parece que no tenga nada más en el mundo? Pues es Barstow Dalhousie y, junto con Columbus Jones, era la persona más suntuosamente ataviada que entró jamás en este cementerio. Todos nos estamos marchando. No podemos tolerar el trato que recibimos de manos de nuestros descendientes. Construyen nuevos cementerios, pero dejan el nuestro abandonado a la ignominia. Arreglan las calles, pero jamás nada que tenga que ver con nosotros o que nos pertenezca. Fíjese en este ataúd mío: le aseguro a usted que fue una pieza que hubiera llamado la atención en cualquier salón de la ciudad. Si lo quiere, puede quedárselo; yo no puedo permitirme repararlo. Póngale un fondo nuevo, y también una parte de la tapa y uno de los tablones del costado izquierdo, y lo encontrará tan confortable como cualquier receptáculo de su especie que haya usted probado. No tiene que darme las gracias…, no se moleste; ha sido usted tan atento conmigo que, antes de parecer desagradecido, le daría todo cuanto poseo. Este sudario, en su estilo, está bastante bien; si usted lo quiere… ¿No? Muy bien, como guste; solo deseaba ser generoso con usted, porque yo no tengo nada de mezquino. Adiós, amigo mío, debo marcharme ya. Tal vez tenga que recorrer un largo camino esta noche, aún no lo sé. Solo tengo muy clara una cosa, y es que estoy dispuesto a emigrar y que jamás volveré a dormir en ese abominable y delirante cementerio. Viajaré hasta que encuentre un sitio respetable, aunque tenga que ir a buscarlo a New Jersey. Todos mis compañeros se van. Se decidió así anoche, en cónclave público, y en cuanto salga el sol no va a quedar ni un solo hueso en nuestra vieja morada. Cementerios así pueden parecerles bien a quienes nos sobreviven, pero no a los restos que tienen el honor de hacer estas observaciones. Mi opinión es la opinión general. Si lo duda usted, vaya y compruebe cómo los espectros lo han dejado todo antes de partir. Casi arman un disturbio manifestando su descontento… ¡Hola! Ahí están algunos de los Bledsoe, y si no le importa ayudarme a levantar esta lápida, me uniré a ellos para emprender juntos el camino; estos Bledsoe fueron una familia de alta alcurnia, y hace cincuenta años, cuando yo paseaba por estas calles a la luz del día, solían viajar siempre en coche de seis caballos y todas esas cosas. Adiós, amigo.

Y con su lápida al hombro, se unió a la macabra procesión arrastrando tras de sí su maltrecho ataúd, pues, a pesar de que insistió muy seriamente para que lo aceptara, rechacé enérgicamente su ofrecimiento. Calculo que durante unas dos horas aquellos tristes despojos estuvieron desfilando ante mí con su traqueteo de huesos y cargados con sus destartalados pertrechos, y durante todo aquel tiempo estuve compadeciéndome de ellos. Uno o dos de los más jóvenes y menos desvencijados trató de informarse acerca del ferrocarril y los trenes nocturnos, pero el resto parecía desconocer aquel medio de locomoción y se limitaba a preguntar por las carreteras públicas que conducían a distintos pueblos y ciudades, algunos de los cuales no están ya en el mapa y desaparecieron de la faz de la tierra hará al menos treinta años, y otros que ni siquiera llegaron a existir jamás, salvo en los mapas particulares de las agencias con terrenos en propiedad. Y también preguntaban acerca del estado de los cementerios en esos pueblos y ciudades, y sobre la reputación de sus habitantes con respecto a la reverencia que tributaban a sus muertos.

Todo aquel asunto despertó en mí un profundo interés, así como una gran compasión hacia aquellos seres sin hogar. Y como todo parecía tan real, y yo no sabía que solo se trataba de un sueño, le mencioné a uno de los amortajados caminantes mi intención de publicar un relato acerca de este extraño y penoso éxodo, pero también le dije que no podría describirlo ajustándome totalmente a la verdad, tal como estaba ocurriendo, sin parecer que estaba frivolizando con un asunto tan grave y mostrando una irreverencia hacia los muertos que podría causar gran malestar y aflicción entre los amigos que les sobrevivían. Pero aquel amable e imponente despojo de un antiguo ciudadano se inclinó hacia mí y murmuró a mi oído estas palabras:

—No deje que eso le preocupe. La comunidad que puede soportar la existencia de cementerios como estos de los que estamos emigrando también podrá soportar lo que un individuo pueda decir acerca del descuido y el olvido en que se hallan los muertos que descansan en ellos.

En ese mismo instante cantó un gallo, y la espectral procesión desapareció sin dejar tras de sí ni un solo hueso o harapo. Me desperté y me encontré acostado con la cabeza «colgando» considerablemente fuera de la cama: una posición muy indicada para tener sueños que tal vez contengan alguna moraleja, pero no poesía.

 

NOTA: El lector puede estar tranquilo si los cementerios de su ciudad se encuentran en buen estado de conservación; este Sueño no se refiere en absoluto a su ciudad, pero sí de forma especial y malévola a la población vecina.