La condena de Al Zameri, de Henry Iliowizi
Nada se conoce en la naturaleza que impresione de forma tan sobrecogedora como el subyugante escenario asociado para siempre con las revelaciones hechas por Dios al hombre. El brazo del Océano Indico llamado Mar Rojo se bifurca hacia el oeste por el golfo de Suez y hacia el este por el golfo de Aqaba, y la península triangular así formada alcanza la región que ostenta el nombre de Monte Sinaí, consagrado por el cielo. El que desde esa altura contempla los prodigios de una parte del mundo tan eterna, altozano tras altozano, entre una infinita variedad de picachos que elevan su cresta hacia las nubes, en medio de una gran confusión de desfiladeros y gargantas, barrancos y quebradas, inmerso en el fulgor de una tierra roja entreverada de pórfido y diorita, tendrá, además de reminiscencias espirituales muy hondas, la impresión de que sus días acabarán allí, en el corazón mismo de la omnipotencia que dio origen a la Creación.
Todo tiene allí un aire fantasmagórico, un halo terrorífico que se sustenta en un encadenamiento de picos, montes y barrancos, lo propio de una tierra baldía, desierta de vida. Si las rocas que circundan el Mar Muerto acobardan, las del monte Horeb procuran una conmoción sublime. Y si todo esto acontece bajo la luz del día, cuando llega la noche la región se inviste de un misticismo imposible de expresar, o de un temor místico indecible; algo que además se magnifica por un rumor constante, indefinible, que acaso sólo se parezca al de un trueno lejano, lodos estos sentimientos convergen en uno solo, el del terror, cuando, como sucede a menudo, una fuerte tormenta de truenos y relámpagos se cierne sobre el Sinaí. Entonces, los picachos y los montes, en tierra tan árida, apenas retienen el agua más que las piedras de las pirámides, y cae torrencialmente por ellos con una violencia propia del desencadenamiento de un ciclón, arrancando árboles las torrenteras e inundando los asentamientos humanos diseminados aquí y allá, y borrando todo rastro de cuanto el hombre, en comunión con la naturaleza, ha sido capaz de producir.
Fue durante una de esas tormentas devastadoras cuando, en el año 1185 posterior a la partida de Mahoma desde la Meca, se dejó ver una silueta embozada en un claro que se hizo bajo el corazón mismo de las nubes, entre relámpagos, truenos y rayos que removían el sustrato mismo de las montañas de aquella región desoladora. Los beduinos habían apagado ya sus hogueras, al ver acercarse la tormenta, yéndose como si se esfumaran en el aire antes de que se desatara la furia de los elementos, y suponiendo que se dirigía a la planicie de Al-Rahe que se abría ante él, aquel fugitivo alzó su cabeza hacia el Jebel Musa, o Monte de Moisés, traicionado por su propia ansiedad de no ser reconocido. La lluvia y el viento forzaron al hombre a buscar refugio en cualquier parte, pues había preferido la oscura soledad de una cueva a la segura hospitalidad de las tiendas de los árabes. Las torrenteras que caían desde los montes parecían cataratas, arrastrando palmeras y tamariscos, ovejas y cabras ahogadas; incluso enormes cantos rodados que en el torrente parecían simples guijarros.
Deteniéndose unos instantes, sin decidirse a tomar una dirección, la figura embozada alcanzó a discernir la presencia de una silueta humana, tan ajena al lugar como la suya misma, arrastrada entonces por el torrente, en peligro claro de muerte. Aun a riesgo de su propia vida, el misterioso fugitivo alcanzó a asir al que era arrastrado por las aguas, y tirando con fuerza de él lo puso a salvo, llevándolo luego a una cueva que acababa de ver.
—¡No me toques! —gritó el que había sido rescatado, con una voz que detuvo en seco a su salvador.
Aquella voz, comparada con el resto de la individualidad del que había estado a punto de morir arrastrado por las aguas, era lo menos espantoso de él. Era un hombre con la cabeza desnuda, sin turbante ni pañuelo, un hombre de edad, pálido como un fantasma, flaco hasta la consunción, con mirada de ogro, peludo como un oso, con la barba hasta las rodillas y el cabello hasta la mitad de la espalda. Tenía ojos de muerto y el rostro macilento y magro; era la imagen misma del abandono y la desesperanza, la de alguien que sólo aguarda el momento de que lo lleven a la tumba. Incapaz de sostenerse sobre sus piernas, el rescatado yacía en la cueva, gruñón y quejumbroso.
La inclemencia del tiempo había llevado al salvador a compartir aquella cueva con alguien que parecía escapado de la tumba, pero el ruido de unos caballos aproximándose no dejó lugar a las reflexiones. Embozado, el fugitivo, como una sombra, se escabulló raudo, antes de que los dos jinetes, como si se hubieran percatado de la existencia de la cueva, se acercaran a su entrada mientras uno de ellos exhalaba una maldición:
—¡Que Alá parta en dos al demonio! Si no fuera por mi pobre caballo, me metería en ese maldito agujero para ponerme a salvo de la tormenta… ¡Mira las torrenteras! ¡Parecen cataratas! ¡Y corren hacia el Nilo! Ya nos avisó el vuelo del halcón al que vimos huir de aquí, justo cuando nos adentrábamos en esta región… Si no llegamos pronto a Wady-Feiran, la fiebre se me agarrará al vientre, ya siento el frío en el corazón.
—¿Y dejaremos escapar la recompensa que dan por la cabeza de Alí Bey? —dijo el otro.
—¡Dejaremos escapar al diablo! No creo que se esconda por aquí el esclavo del sultán, y te digo que somos tontos por meter las narices en algo que no nos va a llenar la barriga —dijo el primero, muy impaciente.
Cruzó el cielo un relámpago rojo; el estallido del trueno puso de manos a los caballos, y si los aterrorizados jinetes no hubiesen huido como el viento, aquel relámpago les habría revelado el objeto de su caza, el celebrado Sheyk el-Beled egipcio, un título equivalente en dignidad al de Califa. Tal era Alí Bey, quien, en la cumbre de su carrera de aventuras y romances, había devenido en un proscrito huido por las tierras más inhóspitas, y al que habían puesto precio, aumentando así el número de sus enemigos en pos de su cabeza.
«Esos perros sanguinarios de momento me han perdido el rastro; si mis emisarios logran llegar a salvo a Acra, mi amigo Daher acudirá en mi auxilio… Pero ¿dónde esconderme hasta entonces? , se decía el Sheyk el-Beled Alí Bey mientras amparado por la oscuridad de la tormenta procedía a tapar la entrada de la cueva a la que llegó con ramas, piedras y broza que tenía a mano. «A menos que haya serpientes en esta cueva, podré descansar una hora , se dijo Alí cuando terminó de ocultar el acceso a la cueva recién descubierta.
Una ululación quejumbrosa, sin embargo, un lamento llegado desde la oscuridad más profunda de la cueva, le hizo recordar al otro hombre con quien había compartido la cueva primera, provocándole una alarma que no palió el súbito resplandor que iluminó tenuemente el fondo de la cueva. Ya no le cupieron dudas de que así era.
Alí Bey no era un hombre que temiera mirar cara a cara a otro, ni mucho menos enfrentarse con quien fuese. Pero aquello era distinto, suponía un fenómeno paralizante, que dejaba sin palpitar su corazón. El brillo de una joya provenía, sin embargo, no de una mano decrépita como la de aquel hombre al que había rescatado, sino de otro en la flor de su juventud, y que no obstante se parecía extraordinariamente al primero. ¿Quién sería? ¿Acaso un hijo de aquél? ¿O es que se había obrado en él el milagro de un súbito rejuvenecimiento? ¿Y si fuera Satán el que así se le aparecía, en aquella cueva en tinieblas, en una de sus múltiples y diabólicas representaciones?
—Seas hombre o demonio —dijo Alí Bey con la firmeza de la desesperación—, seas detentador de un poder benéfico o de un poder maligno, en el nombre de Alá te pido que me desveles tu misterio… ¿Eres ese hombre al que salvé de la furia de los elementos? No, no lo creo… Ese hombre tenía cerca de cien años, y tú pareces andar por la treintena; aquel hombre estaba más cerca de la muerte que de la vida, y tú pareces rebosante de vitalidad… Te pareces mucho a él, es verdad, pero por tu vigorosa juventud creo que eres, realmente, su nieto… Aunque… ¿y si fueras el mismo? Dímelo, te lo ruego… O dime si no eres más que una ilusión, una manifestación del venturoso espíritu de estas montañas… Y si eres ese espíritu, sabrás bien quién soy. Y si sólo eres humano, te digo que soy Alí Bey, el Sheykh el-Beled de Egipto, que anda en busca de ayuda para defenderse de las conspiraciones de sus enemigos.
—Mi Sheykh el-Beled —respondió el otro en un tono de voz propio de su apariencia de hombre joven—, soy un espíritu tanto como lo eres tú, pero sí te digo que soy menos humano de lo que fue cualquier hombre, aunque menos mortal que la propia muerte, pues he ido a través del tiempo, por los océanos de las edades, siglo tras siglo, ciclo tras ciclo, milenio tras milenio, en busca de la paz para mi alma, en busca de la esperanza, a favor de las preces y del nepente del olvido… Ansío, en fin, el reposo que da la sepultura… Pero no temas al oír mi nombre… Soy Al Zameri, el maldito transmigrador del tiempo, el condenado con cuerda de oro, el que rejuvenece cada lapso de cien años, pues eso dice su condena al desamparo, al abandono de Dios, a la desesperanza, a la oscuridad, a la persecución y al odio.
—¡Al Zameri! —exclamó Alí Bey, horrorizado, retrocediendo unos pasos.
—Sí, ése es mi nombre, al que siempre acompañan el pecado, la angustia, la guerra, las plagas, las inundaciones, los huracanes y la peste… Siempre y cuando quedes fuera del alcance de mi aliento, sin embargo, no habrá hombre que te pueda herir ni capturar —le prometió aquella presencia aterradora y errabunda.
—¡Que Alá confunda al demonio! ¡Pero si habrías muerto arrastrado por las aguas de no haberte salvado yo! —exclamó Alí Bey, convencido no obstante de que aquella presencia era la única de la que podía fiarse—. ¿O es que nuestro encuentro respondió a un propósito oculto? Nací esclavo y sin embargo el destino me ha conferido el poder de desafiar y vencer al Califa del Islam. Mi espada se alzó contra el imperio que gobierna en las orillas del Nilo. En la batalla a campo abierto no tengo rival, pero han sido las conspiraciones y las malas artes de mis enemigos las que me ha empujado a huir para no sufrir una celada y caer asesinado… Al Zameri, estoy en manos de Alá el misericordioso… Pero dime, hombre inmortal, por qué razón provocaste la ira de las gentes de Dios… ¿Por qué te tomaron por el hacedor de un falso ídolo de oro? ¿Y qué experiencias has tenido desde que traicionaste las palabras con las que el Profeta enseñó el Corán?
—Sheykh el-Beled, tu generosidad, no tus actos, obtiene todo mi reconocimiento… Pero el auxilio que me prestaste no me era, en realidad, necesario; tu esfuerzo fue vano, por ofrecérselo a quien, como yo, está condenado más allá de las edades… Mi condena, que data ya de hace tres mil años, es una pesadilla que me devuelve de continuo al antiguo Egipto, donde yo, un hebreo, nací sometido a la esclavitud más abyecta. Un mal día ardió mi sangre caliente y devolví a uno de mis atormentadores golpe por golpe, y escapé luego, en compañía de otros esclavos rebeldes, buscando refugio en una de las minas de cobre del faraón, en la costa de Aqaba, en el valle de Semud, donde trabajé. Allí era donde se hacían los ídolos del antiguo Egipto, y allí fue donde aprendí los secretos de los sacerdotes, instruyéndome también en el trabajo y forja de los metales con los que hacer los ídolos, en sus más ocultos sonidos y en las preces que elevar a los oráculos. Había ciertos instrumentos que se insertaban en los ídolos, y que los sacerdotes manipulaban convenientemente ocultos para hacer creer a los fieles que el propio ídolo era un oráculo, e incluso un dios, ante cuya palabra, que no era sino la de los sacerdotes, caían prosternados. Para salvaguardar el fraude se amenazaba con el corte de la lengua a quien lo revelase.
Yo era joven y fuerte; así, como la alegría era constante en nuestra colonia de perseguidos, una alegría que se acrecentó cuando supimos por boca de uno de sus mayores fieles que la cólera de Dios azotaba Egipto con una plaga tras otra, un hombre santo que proclamaba que los israelitas habrían de liberarse de la opresión, la esclavitud y las torturas, ante lo cual nosotros comenzamos a conspirar con ansias desesperadas en pos de nuestra libertad y en aras de la exaltación de los que habían derramado su sangre por ofrecer resistencia. El amor a nuestros padres muertos nos hacía desafiar todo peligro. Yo, vestido como un egipcio, me aventuré a ir de nuevo a la tierra de los faraones, pero una noche hube de detener mi camino en pleno desierto, consternado por cierta manifestación… Una columna de luego avanzaba sobre la tierra desde el este, rotando sobre sus llamas deslumbrantes como si obedeciese a una fuerza que la impelía desde las estrellas. Era como un meteoro luminoso, enorme y terrible, que llenaba de gloria el desierto e iluminaba el cielo y la tierra. Mientras corría para apartarme del camino de aquella columna de fuego, que pensé iba a devastarme, sentí, sin embargo, que bien podría ser aquel fenómeno una señal que me indicara cómo y hacia dónde ir en pos de la ansiada libertad. Lo que veía y oía me hacía temer emocionado, sin embargo, pues no en vano un poder más fuerte que el de Osiris arrasaba Egipto reduciéndolo a cenizas, y no era otro que el poder de mi Dios. No tardé mucho en llegar hasta los míos, comprobando que mi padre ya había muerto. Abracé a mi anciana madre y a mi hermana, y lloramos los tres de alegría.
No hacía más de una hora que había llegado al campo donde todos nos abrazamos a los nuestros, cuando comenzaron a dejarse sentir gritos y llantos.
—¡Nos persiguen! ¡Los egipcios vienen tras nosotros!
El terror y la confusión se apoderaron de la multitud, corriendo como maniacos los hombres, las mujeres y los niños, mientras muchos, entre los que me contaba, mirábamos hacia el hombre de Dios para ver qué sugería. Lo vimos en compañía de Aarón y de Hur, como si orase, concentrado en la contemplación de la columna de fuego. Era Moisés, el hijo de Amram. En su mano, un báculo; la barba y los cabellos grises resaltaban un rostro de masculina firmeza, atemperada por una gracia femenina y su mirada soñadora; sus ojos contemplaban la columna de fuego que se iba extinguiendo ya lentamente. Como si fuese cómplice de sus preces, la prodigiosa columna se apartó del curso que seguía, giró a la derecha, y se acrecentaron sus llamas expandiéndose de lado a lado para interponerse entre los perseguidos y sus perseguidores. Aquélla fue la segunda gran señal de la noche. Estábamos apenas a una hora del Yam-Mitzrayim, aunque una densa neblina nos impedía calcular con certeza a qué distancia se hallaban nuestros enemigos. Imperaba el miedo, no obstante la protección brindada por la columna de fuego, y Moisés se enojaba al oír las voces de los más temerosos, las voces que llenaban el aire de imprecaciones y reproches. Dijo Moisés algunas palabras, que brotaron de su enojo, palabras con las que preguntaba a las gentes si acaso dudaban de la salvación que el Señor les brindaba, pero fueron apagadas por la vociferación imperante de la multitud.
A una señal de Aarón, cinco mil hombres armados, de la tribu de Levi, se interpusieron entre el guía y la turba vociferante. Fue un momento crítico. El guía unió sus manos en oración.
La tercera señal de la noche llegó con un viento helado que levantó la neblina y desveló un mar azotado por la tempestad. Era ya el amanecer cuando nuestro guía, inspirado por el Altísimo, golpeó el suelo con su báculo. Entonces se apaciguaron las aguas, se rompieron por la mitad y nos ofrecieron un camino tan seco como la orilla. Con su hermano, el guía se adentró el primero en aquella senda bendita, y luego le siguió toda la multitud entre las frías aguas apartadas, hasta alcanzar todos a salvo la otra orilla, felices, ahora jubilosos.
Justo en ese momento, la luz del día, que nacía por el este, fue eclipsada por el fulgor de la columna de fuego, que partía del oeste del Mar de Egipto, y al volver los ojos vimos que la columna de fuego era como un sol cuyas llamas eran espadas, y ascendía lentamente al cielo. Aquello señaló el fin de los egipcios. En su impetuosa persecución, cegados por aquella luz, cayeron en las fauces de la muerte. El camino milagroso abierto en el mar no era para ellos, y cuando ya estaban en mitad de aquel abismo, nuestro guía Moisés golpeó de nuevo el suelo con su báculo y las aguas cayeron como murallas sobre nuestros perseguidores, destruyendo así al poderoso ejército egipcio que nos perseguía. El aire se llenó entonces con nuestros gritos de júbilo. Éramos al fin miríadas de fugitivos felices y agradecidos. Con canciones y danzas celebramos el gran evento, guiados hacia la libertad por el más grande de los hombres que he conocido a lo largo de la historia y de los anales del hombre.
¡Ah!, pero permite que te cuente la causa de mi condena… Permite que te cuente lo que ocurrió entre el paso del Mar Rojo y el Día de la Revelación, algo que no he podido borrar de mi memoria aunque sucedió miles de años atrás, pues anduve expuesto a la vida salvaje del desierto de Zin… Tras una corta acampada, nuestro guía, el gran jefe entre los jefes, nos hizo saber que en apenas tres días la gran Majestad Divina le revelaría su verdad en lo alto del Sinaí, un tiempo que habríamos de pasar entregados a la purificación.
Como si los terremotos y las tormentas de las edades se hubieran unido para descargar su fuerza en aquel amanecer, la tierra convulsa y el firmamento hundiéndose despertaron a nuestras gentes de su sueño para hacerlas buscar refugio a los pies del monte que temblaba y vomitaba fuego, donde recibirían los primeros mandamientos de la Tora, la Ley del Mundo. Obedecieron al llamamiento intimidatorio, pero sucumbieron ante las manifestaciones sobrenaturales. Sin ser visto él mismo, la voz de nuestro guía cayó desde las nubes, como si estuviese en comunión con el Omnipotente, y atronaron el aire las trompetas, que unieron su cántico al rugido de los elementos. De repente se hizo un silencio en medio de aquella agitación universal. La claridad dejó ver despejada la cumbre del monte, la claridad dejó ver el horizonte; cada oído, cada corazón, cada alma se dejó llevar por la melodía inefable de las alturas, que caía desde el Empíreo. Cual sinfonía de un coro angelical, los Diez Mandamientos hacían vibrar los espacios de lo eterno, reclamando de las gentes que salieran de su molicie y torpor para vivir una vida maravillosa como nunca la habían conocido. Con un fondo azul celeste comenzó a descender de los cielos el Decálogo, como expresión de la Divina Majestad, siendo el mismo Decálogo espléndido como la gloria de un rey sobrenatural, pues era la palabra del que permanecía apenas visible en las alturas, dejando ver sólo un rollo escrito que llevaba en una mano y ocupaba la mitad del firmamento. El Decálogo brillaba así en todo su esplendor, enaltecida cada una de sus palabras por el reflejo de una luz que provenía de las estrellas ocultas entonces en la hondura del cielo.
Siguió a tan mayestática y luminosa escena un periodo de júbilo, y los esclavos emancipados ya se abandonaron a tal punto, llevados de su alegría, que pronto cayeron en lo licencioso. En el extremo de aquella agitación nadie observó la abstención recomendada por el venerable profeta, nuestro guía, que no había sido visto ni oído desde el Día de la Revelación, hallándose sus familiares y quienes les eran más próximos tan ajenos a su peregrinaje como lo estábamos los demás. Pero una vez hubo transcurrido un mes entero, sin que nada del profeta se supiera, la multitud volvió a clamar, profiriendo ahora su queja porque su guía y su Dios la habían abandonado. Aarón intentó aplacarlos, no consiguió nada. Movido entonces por la furia de la muchedumbre, que no atendía a su petición de paciencia, cedió en un momento de debilidad, pidiendo a las mujeres que le entregaran sus joyas para hacer con ellas un dios, un ídolo. Mas, a pesar de lo que suponía, que las mujeres no le harían entrega de sus joyas, ocurrió lo contrario a sus esperanzas. Y una vez tuvo las joyas en sus manos, yo le induje a cometer la más hórrida de las transgresiones que puedan deberse a un ser humano.
En ello estriba la enormidad de mi culpa. Aarón nunca hubiera podido cumplir su promesa, hecha a su pesar, de ofrecer un dios a la turba, de no haber contado con mis arteros servicios, pues le ayudé a moldear un becerro de oro al modo y manera en que los antiguos egipcios moldeaban sus ídolos. Aun dudoso de mi habilidad para materializar aquello que él había prometido a las gentes, me dio su consentimiento, y así, la experiencia acumulada por mí en el trabajo de los metales, produjo un magnífico becerro de oro provisto además con los instrumentos internos necesarios para articular las palabras.
Cuando la gente vio la imagen, y oyó que el becerro de oro les decía que era su dios, se volvieron locos de alegría, salvajemente felices, y hasta el propio Aarón fue víctima de la infección de la masa. Pronto se produjo la construcción de un altar, se proclamó la festividad del ídolo y se le ofrecieron sacrificios, después de todo lo cual la masa se entregó a una auténtica orgía.
A la orgía siguió pronto un estallido de violencia y conflictos, que cesó cuando al fin vino de nuevo hasta nosotros el profeta. Con su mayestática presencia, tan luminosa como el sol, bajó lentamente del monte, alzó las tablas de la ley, que contenían los Mandamientos que había recibido de las manos de Dios, y redujo el ídolo a polvo que se llevó el viento. Aarón quiso exonerarse de toda culpa aludiendo a la locura de la masa y señalándome como único culpable…
—Este Azazel ha metido el gran pecado en la cabeza de las gentes —dijo mirándome con los ojos llenos de odio.
¿Qué podía hacer yo para negar aquella autoría diabólica de la que se me acusaba?
De inmediato decidieron castigarme severamente. Cuatro mil de los que se habían entregado a la orgía de ofensas cayeron bajo la espada, pero a mí se me condenó a vagar a través de las edades, diciendo: “Al Zameri no morirá. Al Zameri vagará de ahora en adelante como Caín, odiado, despreciado y perseguido. Al Zameri visitará de nuevo, de aquí a cien años, el lugar de su crimen, será devuelto entonces a su actual condición de apestado, y volverá a vagar maldito, odiado y perseguido, hasta que el paso de las edades sepulte en el olvido su diabólico pecado”. Tal fue el veredicto que oí. Aquéllas fueron las palabras que dijo el profeta, nacidas de su propia inspiración, y me dejaron marchar libremente.
Y libre soy, y libre camino como una bestia salvaje, condenado de continuo a transfigurarme en el hombre joven que entonces fui, cuando me expulsaron de la raza humana.
En esa hora terrible sentí, sin embargo, el impulso irreprimible de buscar el desierto, el vacío, la jungla, las ciénagas, la oscuridad, la tumba, las ruinas… Y la necesidad de apartarme de todo cuanto es sagrado entre los hombres, abominando de la luz del sol para ocultarme tras las cortinas que brinda la oscuridad. La luz del día me cegaba como a los búhos; el brillo del oro me confundía; su solo roce me quemaba. Las bestias feroces me acechaban; las serpientes me rodeaban amenazantes. Sin embargo, poco a poco me fui convirtiendo en un habitante de las regiones más salvajes, de la vida animal, aprendiendo el lenguaje de los pájaros, solazándome en el silencio, en la vida abandonada. Corrí con los vientos, me sumí en las tormentas, me alegré con los relámpagos y con el estruendo de los truenos, me imbuí de todos los elementos y maldije como el más fiel de los siervos de Abaddon… Desde entonces, la guarida del tigre es la mía; desde entonces me sirven de almohada la cola de los reptiles… Me arrojé a las fauces del león, bebí la esencia de los venenos, pero todo fue en vano. La muerte se ha coaligado con la creación entera en mi contra. Si trato de acabar con mi vida miserable arrojándome desde cualquier risco, me vuelvo liviano como el aire. Las aguas no me sumen, ni me quema el fuego; el acero puede atravesar mi carne, pero sin lacerar mi vida… La desesperanza, pues, es mi existencia; el tiempo infinito, sin final, es para mí una catarata de años odiosos, de décadas, de ciclos, de milenios… Así es el destino que el cielo quiso para mí, el desventurado Al Zameri.
¡Horrible hado el mío! Para mí el infierno está en la tierra, pues soy el más fiel hijo del pecado, el que sin serlo devino en un demonio, el adorador del oro… ¡Ah, el oro, ese luminoso fetiche! ¡Cuántos crímenes se han cometido en aras de la fascinación que ejerce!
—Pero la fuerza de la oración y la bondad de Alá el misericordioso, el rey del día del Juicio Final, ¿acaso no te brindan alivio, acaso se te niegan? —preguntó Alí Bey.
—La oración, al hombre que se halla bajo la protección del cielo, lo llena de solaz en el alma, le unge de vida, le enaltece el corazón fuerte como una corriente que se originase en las fuentes de Dios —respondió Al Zameri uniendo sus manos con un gesto de dolor—. Pero para mí sería como mezclar los ríos benditos del Edén con las llamas del infierno. Todo cuanto el cielo revela como santo y maravilloso me está vedado, como lo está todo lo que la belleza inspira, pues no hay bondad a la que pueda acogerme, ya que no hay bondad tan amplia que me exonere de mi culpa… Una vez, cuando aún el Oriente no había sucumbido a la espada de Roma, recé llevado del susurro que me hizo un bendito querubín, pero con aquella oración sucumbió la última llama de esperanza que albergaba en mi pecho, pues el corazón se me hizo de pedernal. Y fue porque ya había sido ganado por las potencias del infierno, que me ocultaban las luces del paraíso. Habrás oído hablar de las antiguas glorias de Balbec, de las que aún hablan por sí solas sus ruinas… Bien, yo estuve allí en sus días de esplendor; era una ciudad de palacios para que vivieran en ellos los príncipes mercaderes, y la gran rival de Tiro, Tadmor y Damasco. A los pies del Antelíbano, sobre la fértil planicie de Sahlat-Ba’as-el, rodeada de arboledas y jardines regados de continuo por el manantial de Ra’as-el Ayr, Balbec estaba llena de grandes monumentos y templos dedicados a los dioses, construidos con los mármoles más bellos del mundo. En los bazares de Balbec podía encontrarse lo más precioso, ornamental y útil. Las caravanas entraban y salían por las puertas de la ciudad cargadas de tesoros de valor incalculable, y las realezas que moraban en la ciudad mostraban gran munificencia en sus actividades diarias. Balbec crecía imponente y magnífica por encima incluso de Siria, pero su enemigo mortal se agazapaba tras la fuerza de los terremotos que a menudo la visitaban. Debo confesar que a veces deseaba ver tanto esplendor arrasado por el caos, pero mi anhelo de morir en el terremoto último, el que hiciera sucumbir los esplendores de la ciudad, el que llevó la catástrofe a Balbec, de nada me sirvió. Fui, por el contrario, de la mano de Satán en aquella tragedia.
Recuerdo bien la atmósfera de la ciudad, saturada de vapores opresivos, el ominoso vuelo de los pájaros en aquel aire, los temblores de tierra sucesivos, las explosiones en el seno de la tierra. Ansiando aún morir sepultado en Balbec, corrí hasta las puertas de la ciudad apenas se inició el terremoto, y vi desde ella el gran templo. El terror se había apoderado de la multitud, que corría aplastándose los unos a los otros en una suerte de batalla sin cuartel mientras las ruinas seguían cayendo sobre los hombres embrutecidos por el miedo. Caían a tierra los monumentos, los más grandes edificios no eran más que un montón de piedras, mármoles y otras materias propias de la albañilería, y las tumbas quedaban al descubierto. Todo lo presidían la muerte y la destrucción. Yo, a quien apenas afectaba cuanto se iba derrumbando a mi paso, seguía albergando la esperanza de hallar la muerte en cualquier rincón de la ciudad que se derrumbaba por momentos, y así me aventuré por una escalinata que me condujo a un magnífico edificio que aún no se había derrumbado por completo. Me vi en un amplio espacio hexagonal que tenía las dimensiones propias de un tribunal, pero que sólo era un vestíbulo, el de una entrada principal ante la que se abrían dos puertas, las del tribunal en sí; un vestíbulo que era como un peristilo rodeado de columnas de muy artística riqueza, tras las cuales había estatuas dedicadas a los dioses. Como nadie salía al paso del intruso que era yo, me detuve a contemplar todo aquello, indeciso, sin una determinación clara. Entonces se dejó sentir otra violenta sacudida subterránea que hizo temblar los cimientos de aquella construcción. Cayeron las estatuas destrozándose en mil pedazos, y sentí un grito de espanto a mis espaldas, un grito sorprendente que me sacó de aquella contemplación en la que estaba. Era una damisela que se retorcía en el suelo. Corrí hacia ella, la tomé en mis brazos y la llevé a un rincón apartado, donde supuse que podría hallarse a salvo del derrumbe inminente, pero entonces, al contemplarla mejor, me pareció demasiado perfecta para ser mortal y demasiado carnal para ser divina. No tenía más heridas que las causadas por el miedo, sin embargo, y la conduje al cuadrángulo del peristilo, quedando yo mismo a su lado en el suelo, sosteniéndole la cabeza entre mis brazos, contra mi pecho.
—¿Eres la diosa a la que está dedicado este templo? —le pregunté ansioso.
Recibí por toda respuesta su mirada de ojos negros desorbitados, unos ojos que tenían la fiereza del tigre y la encantadora sugestión de la hidra. Pero se cerraron de inmediato.
Sheykh, te digo que acababa de ver a quien era como Sisigambis, la gran dama imperial de Persia, la madre de Darío, cuyas mejillas parecían las joyas de la tiara, la que lucía tan graciosa y mayestática. Y más aún, la vi como a Cleopatra, en un salón del que pendieran sedas, vestida como Venus y rodeada de mujeres ataviadas como ninfas, alrededor de las cuales había niños como Cupido. No me movió hacia ella más admiración que la observada hacia otras bellezas que había conocido en tiempos, pero encendido como lo estaba por la belleza de la damisela a la que sostenía en mis brazos, dije a ésta a media voz:
—Sé mía eternamente… ¿Qué me importan el favor o la condena del cielo, si eres mía para siempre?
De nuevo abrió sus ojos, ahora desnudos incluso de ferocidad, y volví a preguntarle: “¿Eres una divinidad a la que rendían pleitesía los naturales de Balbec?”
Como quien despierta de un trance visionario alzó la cabeza, la volvió hacia mí y se levantó lenta y majestuosamente para mirarme desde su altura divina. Luego, con expresión temerosa, respondió a mi pregunta con otra pregunta: si era yo uno de los dioses a los que había sido consagrada por su padre.
—Soy sacerdotisa de la casta Istar. Sólo un dios podría salvarme, como me has salvado tú —clamó después la virginal damisela, postrándose ante mí.
Otra sacudida hizo temblar lo que aún quedaba en pie de aquella edificación, a tal punto que sólo permanecieron erectas unas pocas columnas. Las otras cayeron con sus capiteles corintios, dejando la antigua corte de justicia reducida a escombros que se diseminaban por doquier.
El pórtico orientado al este quedó irreconocible, de tantos cascotes salpicados por las columnas caídas, y sólo en la parte oeste del edificio se veía una posible vía de escape. Hacia allí corrí llevando en mis brazos a la doncella desvanecida, para encontrarme al fin ante otro edificio aún más hermoso que el que acababa de derrumbarse, y que seguía incólume. Era el Templo del Sol de la ciudad de Balbec, una maravilla escultórica y arquitectónica, ricamente ornamentado con estatuas de dioses y de héroes de gran categoría artística.
Declinaba ya el día, y expectante, ansioso por obtener una panorámica mejor, subí por la escalinata en busca de un lugar donde pudiera hacerlo bien y, sobre todo, en busca de algún lugar donde estuviese a salvo la preciosa criatura de la que cuidaba. A través de un alto portalón despejado llegué a un inmenso vestíbulo del que partían dos escaleras, una a la derecha y otra a la izquierda, cada una de las cuales llevaba a la última planta, al espacio que albergaba el templo en sí mismo. Allí me detuve para tomar aliento, pues llevarla en brazos me había dejado sin resuello, y allí volví a contemplar sus ojos abiertos pero que no me veían, sus ojos que ahora nada denotaban. No obstante, un momento después parecía reparar en mí.
—Sálvame, sálvame y te adoraré y rezaré siempre, seré tu sierva, dios del sol —susurró entonces la dulce criatura.
—Te equivocas, damisela encantadora —le dije—, yo no soy un dios, sólo un hombre de carne y hueso que cuenta con enemigos como nunca los conoció hombre alguno.
—¿Que no eres un dios, sino un hombre que cuenta con muchos enemigos? No aparentas ser un hombre mortal, y además has venido a salvarme, cuando todos los mortales, incluidos los sacerdotes y las sacerdotisas, huyeron sin pensar en otra cosa que no fuera salvar la vida… Estoy segura de que eres mucho más que un hombre mortal… Estoy segura de que no morirás.
—Nada más lejos de mi afán que defraudarte, sacerdotisa de Istar, aunque… ¡Tienes razón! No soy un mortal más, sino un hombre maldito, condenado a vagar y a sufrir a causa de un gran pecado cometido hace miles de años —dije para iluminarla de una vez a propósito de quién era yo realmente, para decirle al fin cuál era mi naturaleza verdadera, y el porqué de mi naturaleza maldita.
Me miró entonces con gran compasión y ternura, desde su inmaculada contención, y tomándome de una mano con infinita dulzura me dijo:
—Deja que comparta tus sufrimientos, deja que comparta tus miserias y necesidades, tu pobreza, la condena a vagar por haber ofendido a Zicara y a su progenie… Sí, rezaré por ti… Escucha, Zicara, la más poderosa, y tú, Ea, el que sustenta la vida y el conocimiento, el gobernante de los abismos, el rey de los ríos y de los jardines, el favorito de Bahu, el que nació de BalMerodach, escucha la súplica que te elevo para que retires del bendito Al Zameri las garras de los siete espíritus malignos que lo atrapan, y hagas que los dioses se apiaden de él y le consientan al fin el descanso que merece después de tantas edades de tormento y dolor… Te ofrezco mi vida, Zicara, a cambio de su descanso, pues él y sólo él me salvó la vida.
Apenas hubieron dicho sus labios aquellas palabras fervorosas de la que se había arrodillado para decir la súplica, una suerte de manía delirante se apoderó de mí… Me volví violentamente y busqué la salida, pero ella, la que aún oraba de rodillas, se volvió a mí y exclamó:
—No te vayas de aquí antes de que haya besado tus manos, mi salvador.
La dulce doncella llenó mis manos de besos cálidos que atravesaron la coraza con que pretendí cubrirme. Y la besé en la cabeza, en las mejillas, en la boca, pues fue la única mujer en el mundo que me ofreció compartir mi destino fatal, la que había ofrecido su propia vida a cambio de mi salvación. Pero no había cadenas que pudieran contener mi locura, mi delirante manía… Rompí nuestro abrazo y huí, aunque mientras lo hacía sus lamentos me destrozaban el corazón.
Dos perros rabiosos que iban detrás de mí hicieron que corriera con todas mis fuerzas en dirección a las secas faldas de las montañas, sin que me abandonase el recuerdo de la dulce damisela, de sus lamentos, de su desesperación al comprender que me iba de su lado. Corrí hasta encontrarme con una gran roca que me cerraba el camino, y caí entonces de bruces llorando amargamente por mi suerte, sí, llorando para que Él, a quien tanto disgusté, se apiadara de mí y me liberase de mi condena.
Rendido, agotado, me dormí al fin. Y con el sueño llegó hasta mí una figura de arcilla que poseía un brillo sobrenatural.
—Soy Metatron, el mensajero de la gracia, el que lleva las oraciones de los hombres al trono del Altísimo; soy Metraton quien te habla, Al Zameri. Entre la oración y el Altísimo se alza un mundo demoníaco sostenido por el fetiche a ti debido. Tú fuiste quien sedujo al pueblo elegido para redimir a la humanidad, y sólo cuando la raza vea reducido a polvo el ídolo, sólo entonces, se abatirá la fiebre que hizo presa en tu alma. Pero aún el ídolo vive, aún es símbolo de la locura, aún mora en Sodoma, rebosando en las fétidas, en las odiosas charcas del abandono de la espiritualidad.
Y entonces Al Zameri quedó en silencio, ocultando su rostro entre las manos.
—El oro, en sí mismo, no es diabólico —dijo Alí—; es sólo la raíz del mundo diabólico, la leprosería del corazón, un ansia incurable como la consunción de los pulmones que seca las mejillas del hombre y le quita la vida… Así, tu culpa es tan oscura como grande es tu pena… Yo también fui esclavo en la tierra del Señor donde nací, y de la que después llegué a ser jefe; el valor me sirvió de mucho, pero el oro me sirvió de más… El oro, que es capaz de hacer que una mujer se vuelva loca y que un hombre sea su villano… Aquí, Mahoma es el rey de reyes. Y yo, Alí Bey, soy un fugitivo que huye de quienes me matarían a cambio de oro, pues el Calila del Islam depende de los bribones para sobrevivir. Tú amasaste oro para hacer un ídolo, en cuyo altar quedó sacrificado el corazón de los hombres, en cuyo altar se ofrendó la virtud de las mujeres… No obstante, sigue tu camino, Al Zameri, que Alá hará que el hombre que desate su justa cólera se ahogue en una corriente de oro líquido.
Quitó el condenado las piedras que tapaban la entrada de la cueva y se deslizó al exterior como un fantasma. Con él desapareció la tormenta, dejando en el corazón de Alí Bey un estremecimiento.
—Alá es grande —dijo entonces Al Zameri—, pero me temo que su encuentro conmigo le causará la muerte, pues así lo dicta la estrella diabólica que guía mi camino.
Acontecimientos posteriores demostraron cuánta razón había en este profético sentimiento de Al Zameri, pues el celebrado Sheykh encontró la muerte en una emboscada.