Hijo del alma, de Emilia Pardo Bazán

Los médicos son también confesores. Historias de llanto y vergüenza, casos de conciencia y monstruosidades psicológicas, surgen entre las angustias y ansiedades físicas de las consultas. Los médicos saben por qué, a pesar de todos los recursos de la ciencia, a veces no se cura un padecimiento curable, y cómo un enfermo jamás es igual a otro enfermo, como ningún espíritu es igual a otro. En los interrogatorios desentrañan los antecedentes de familia, y en el descendiente degenerado o moribundo, las culpas del ascendiente, porque la Ciencia, de acuerdo con la Escritura, afirma que la iniquidad de los padres será visitada en los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones.

Habituado estaba el doctor Tarfe a recoger estas confidencias, y hasta las provocaba, pues creía encontrar en ellas indicaciones convenientísimas al mejor ejercicio de su profesión. El conocimiento de la psiquis le auxiliaba para remediar lo corporal, o por ventura, ese era el pretexto que se daba a sí mismo al satisfacer una curiosidad romántica. Allá en sus mocedades, Tarfe se había creído escritor, y ensayado con desgarbo el cuento, la novela y el artículo. Triple fracasado, restituido a su verdadera vocación, quedaba en él mucho de literatería y afición a decir misteriosamente a los autores un poco menos desafortunados que él: «¡Yo sí que le puedo ofrecer a usted un bonito asunto nuevo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentado en mi sillón, ante mi mesa de despacho!»

Días hay en que todo cuentista, el más facundo y más fácil, agradecería que le sugiriesen ese asunto nuevo y bonito. Las nueve décimas partes de las veces, o el asunto no vale un pitoche y pertenece a lo que el arte desdeña, o cae en nuestra fantasía sin abrir en ella surco. Tarfe me refirió, al salir de la filarmónica y emprender un paseo a pie en dirección al hipódromo, hacia la vivienda del doctor, cien bocetos de novela, quizá sugestivos, aunque no me lo pareciesen a mí. Una tarde muy larga, muy neblirrosada, de fin de primavera, me anunció algo «rarísimo». La expresión de cortés incredulidad de mi cara debió de picarle, porque exclamó, después de respirar gozosamente el aire embalsamado por la florescencia de las acacias:

—Estoy por no contárselo a usted.

Insistí, ya algo intrigado, y Tarfe, que rabiaba por colocar su historia, deteniéndose de trecho en trecho (costumbre de los que hablan apasionadamente), me enteró del caso.

—Se trata —dijo— de un chico de unos trece años, que su madre me llevó a consulta especial detenidísima. Desde el primer momento, la madre y el hijo fijaron mi atención. El estado del muchacho era singular: su cuerpo, normalmente constituido y desarrollado; su cabeza, más bien hermosa, no presentaba señales de enfermedad alguna; no pude diagnosticar parálisis, atrofia ni degeneración, y sin embargo faltaba en el conjunto de su sistema nervioso fuerza y vida. Próximo a la crisis de la pubertad, comprendí que al no adquirir su organismo el vigor y tono de que carecía, era imposible que la soportase. Sus ojos semejaban vidrios; su tez fina, de chiquillo, se ranciaba ya con tonos de cera; sus labios no ofrecían rosas, sino violetas pálidas, y sus manos y su piel estaban frías con exceso; al tocarle me pareció tocar un mármol. La madre, que debe de haber sido una belleza y viste de luto, tiene ahora eso que se llama «cara de dolorosa», pero de dolorosa espantada, más aún que triste, porque es el espanto, el terror profundo, vago y sin límites, lo que expresan su semblante tan perfecto y sus ojos desquiciados, de ojera mortificada por la alucinación y el insomnio.

»Siendo evidente que hijo y madre se encontraban bajo el influjo de algo ultrafisiológico, no se me pudo ocurrir ceñirme a un cuestionario relativo a funciones físicas. Debidamente reconocido, el muchacho pasó a otra habitación; le dejé ante la mesita, con provisión de libros y periódicos ilustrados; me encerré con la madre, y figúrese el gesto que yo pondría cuando aquella señora, de buenas a primeras, me soltó lo siguiente:

»—Si ha de entender usted el mal que padece esa infeliz criatura, conviene que sepa que es hijo de un cadáver.

»Inmutado al pronto, tranquilizado después, dirigí la mirada al ropaje de la señora, sonreí y murmuré:

»—Ya veo… el niño es huerfanito…

»—No, señor. No es eso. Llevo luto por una hermana. Lo que hay, señor doctor, e importa que usted se fije en ello, es que cuando mi Roberto fue engendrado, su padre había muerto ya.

»La buena crianza me impidió soltar la risa o alguna palabra impertinente. Después un interés humano se alzó en mí; conozco bien las modulaciones de la voz con que se miente, y aquella mujer, de fijo, se engañaba. Pero, de fijo también, no mentía.

»—No me cree usted, doctor… Lo conozco… Yo tampoco «creería» si me lo vienen a contar antes del suceso… He «creído», porque no me quedó más remedio que «creer».

»—Señora, perdóneme —murmuré cada vez más extrañado—. No me exija usted una credulidad aparente. Sírvase informarme del origen de su aprensión, necesito comprender de dónde procede el estado de ánimo de usted, que se relaciona, sin género de duda, con el estado anormal y la debilidad de su hijo.

»—Óigame usted sin prevenciones, trataré de que usted comprenda… Lo que usted llama mi aprensión, en hechos se funda —y la señora suspiró hondamente—. Mi marido era negociante en frutas y productos agrícolas, se había dedicado a este tráfico por necesidad; la oposición de mis padres a nuestra boda nos obligó a buscarnos la subsistencia. Yo salí de mi casa con lo puesto, y Roberto, pobrecillo, ¡el talento que tenía! ¡Hacía versos preciosos, preciosos! No encontró otra manera de evitar que nos muriésemos de hambre… Compraba en los pueblos de la huerta las cosechas y revendía para el extranjero. Había alquilado una casita con jardín al borde del mar, y allí nos reuníamos siempre que podía; porque, muy a menudo, las exigencias del negocio le tenían ausente semanas enteras, y hasta temporadas de quince o veinte días, especialmente a fines de otoño, que es cuando se activa el tráfico. Eso sí, ya iba ganando mucho y nos halagaba la esperanza de llegar a ricos. Para ser completamente dichosos nos faltaba sólo un hijo. Eran pasados más de dos años y el hijo no venía, pero Roberto me consolaba: «Lo tendrás, lo tendrás… Primero me faltaría a mí la vida y la sangre de las venas». Así decía… ¡Cómo me acuerdo de sus palabras! La noche memorable —de esas largas, del principio del invierno— le esperaba yo, porque me había anunciado su venida después de una ausencia de casi un mes. Acababa de realizar una compraventa importante y escribía muy alegre, porque traería consigo una bonita cantidad de oro, destinada a otras compras ajustadas. Yo ansiaba verle: nunca fue tan larga nuestra separación. Una inquietud, una desazón inexplicable me agitaban; no sé las vueltas que di por el jardín, el patio y la casa, a la luz de la luna. Al fin, me rindió el cansancio y me acosté; era por filo medianoche y la luna iba declinando. En su carta, mi Roberto advertía que si no le era posible llegar antes vendría seguramente de madrugada, y que no nos tomásemos el trabajo de estar en vela ni yo ni los dos criados que teníamos. Empezaba a conciliar el sueño, cuando me despertaron las caricias de mi esposo…

»—¿Cómo había entrado? —pregunté vivamente, pues empezaba a adivinar.

»—Tenía llave de la verja del jardín y de la puerta: nunca necesitaba llamar —declaró la señora—. A la mañana siguiente, después de un sueño de plomo, abrí los ojos y noté con extrañeza que no se encontraba a mi lado Roberto. Me levanté aprisa, deseosa de servirle el desayuno: le llamé y llamé a los criados, pero nadie le había visto, ni estaba en la casa ni en el jardín. En las dos puertas, ambas abiertas, hallábanse puestas las llaves. Entonces, mi desazón de la víspera se convirtió en una especie de vértigo. El corazón se me salía del pecho. Despaché a los sirvientes en busca de su amo, y cuando se disponían a obedecerme, he aquí que se me llena la casa de gente de las cercanías, que traía la noticia fatal. A poca distancia… en la cuneta del camino… con varias puñaladas en el vientre y pecho…

»Aquí la señora sufrió la aflicción natural. La acudí con éter, que tengo siempre a mano, y cuando se sosegó un poco, no fue ella quien siguió relatando. Fui yo quien inquirí, con jadeante curiosidad:

»—¿Le matarían por robarle?

»—No. ¡El cinto con el oro… apareció sobre una silla, en mi cuarto!

»—Calma, señora —murmuré—, no nos atropellemos. ¿No pudo el asesino quitarle las llaves y aprovecharlas para entrar furtivamente en la casa y en el dormitorio? ¿Usted le vio la cara a su marido?

»La señora saltó literalmente en la silla. Creí que iba a abofetearme.

»—Esa atrocidad no me la repita usted, doctor, si no quiere que me mate y que mate antes al niño… —y los ojos desquiciados me lanzaron una chispa de furiosa locura—. Pues qué, ¿confundiría yo con nadie a mi Roberto? Su voz, sus brazos, ¿se parecían a los de nadie? ¡No lo dude usted! Era él mismo… era su alma… y por eso mi hijo no tiene cuerpo…, es decir, no tiene vigor físico, carece de fuerzas. Es hijo «de un alma». Eso es, y nada más… Si no lo entiende usted así, doctor, bien poco alcanza su ciencia… Pero ya que no van ustedes más allá de la materia, voy a darle una prueba, una prueba indudable, evidente, para confundir al más escéptico… Mire este retrato de cuando mi esposo era niño…

»Sacó del pecho un medallón que encerraba una fotografía, lo besó con transporte y me lo entregó. Confieso que di un respingo de sorpresa: veía exactamente el mismo semblante del niño que, a dos pasos de nosotros, detrás de la cerrada puerta, se entretenía en hojear ilustraciones…

—¡Eso ya es difícil de explicar! —exclamé interrumpiendo al médico.

—No, no es difícil… Se han dado casos de que hijos de segundas nupcias de la madre saquen la cara del primer marido. Hay una misteriosa huella del primer hombre que la mujer conoció, persistente en las entrañas… Pero yo tuve la caridad de aparentar una fe que científicamente no podía sentir… No quise volver loca del todo a la infeliz madre, víctima de tan odiosa burla o venganza, o vaya usted a saber qué. El asesino de Roberto, el ladrón de su dinero, fue el mismo que completó la obra horrible con el último escarnio. Y en el aturdimiento de la fuga, se olvidó el cinto de oro y lo dejó allí. ¿Era sólo un bandido? ¿Era un enemigo que llevó el odio y la afrenta hasta más allá de la tumba? ¿Era un enamorado de la hermosura de la mujer? Esto no creo fácil averiguarlo… Pero el caso es bonito, ¿eh? Y en él —como casi siempre— la «verdad» sería lo funesto. Miento dulcemente a la madre y trato de salvar al hijo de la muerte.