El misterio del muérdago, de P. D. James

Uno de los riesgos menores que entraña mi condición de autora de bestsellers policiacos es la consabida pregunta «¿ha estado usted implicada alguna vez en la investigación de un asesinato real?», pregunta que de vez en cuando me formulan con una expresión y un tono que parecen insinuar que la Brigada de Homicidios de la Policía Metropolitana haría bien en excavar en mi jardín trasero.

Yo respondo invariablemente que no, en parte por reserva, en parte porque referir la verdad me llevaría demasiado tiempo y mi participación en el caso, incluso cincuenta y dos años después, resulta difícil de justificar. Pero ahora que, a los setenta, soy la última superviviente de ese extraordinario suceso de la Navidad de 1940, puedo relatarlo sin temor, aunque solo sea por satisfacción personal. Lo llamaré «El misterio del muérdago». Pese a que dicha planta cumple una función mínima en la historia, siempre he tenido debilidad por los títulos con aliteraciones. He cambiado los nombres. Aunque ninguna persona viva podrá considerar dañados sus sentimientos o su reputación, no veo por qué los muertos no deben merecer la misma consideración.

Yo contaba dieciocho años cuando sucedió. Era una joven viuda de guerra; mi marido murió dos semanas después de la boda. Fue uno de los primeros pilotos de la RAF derribados en un combate mano a mano. Yo había ingresado en la Fuerza Aérea Auxiliar Femenina, en parte porque me había convencido de que eso le habría gustado a él, pero sobre todo por la necesidad de aliviar el dolor de la pérdida con una nueva vida y nuevas responsabilidades.

No funcionó. El duelo es como una enfermedad grave. Quien lo sufre muere o sobrevive, y el remedio es el tiempo, no un cambio de aires. Inicié mi adiestramiento preliminar con la sombría determinación de llegar hasta el final, pero cuando seis semanas antes de Navidad recibí la invitación de mi abuela, acepté aliviada. Era hija única, y mi padre, que era facultativo, se había alistado como voluntario de mediana edad en el cuerpo médico de las fuerzas armadas británicas; mi madre se había marchado a América. Varias amistades del colegio, algunas de las cuales servían también en el ejército, me escribieron para invitarme a pasar la Navidad con ellas, pero no me veía capaz de soportar siquiera las austeras celebraciones que se llevaban a cabo en tiempos de guerra, y temía aguarles la fiesta a sus familiares.

Por otro lado, tenía curiosidad por conocer la casa donde se había criado mi madre. Mi abuela y mi madre no se llevaba bien y, después de casarse, la distancia entre ellas se había vuelto insalvable. Yo solo había visto a mi abuela una vez en mi infancia y la recordaba como una mujer de armas tomar, mordaz y no especialmente comprensiva con los jóvenes. Pero yo ya no era joven, salvo en años, y lo que me describía con sumo tacto en su carta –un hogar acogedor con fuego en la chimenea, comida casera, buen vino, paz y tranquilidad– era justo lo que anhelaba.

Aunque no habría otros invitados, mi primo Paul esperaba que le concedieran unos días de permiso por Navidad. Yo tenía curiosidad por conocerlo. Era el único primo que me quedaba, el hijo más joven del hermano de mi madre, unos seis años mayor que yo. Nunca habíamos coincidido, pero no solo a causa de los conflictos familiares, sino también porque su madre era francesa y él había pasado buena parte de su juventud en Francia. Su hermano mayor había muerto cuando yo iba al colegio. Guardo un vago recuerdo infantil de algún secreto vergonzoso que la gente comentaba entre cuchicheos pero nadie explicaba.

En su carta, mi abuela me aseguraba que, aparte de nosotros tres, solo estarían Seddon, el mayordomo, y su esposa. Se había tomado la molestia de averiguar el horario de un autobús que saldría de Victoria a las cinco de la tarde del día de Nochebuena y me llevaría al pueblo más cercano, donde me recogería Paul.

El horror del asesinato, la evocación de cada hora de aquel traumático 26 de diciembre, difuminan mis recuerdos del viaje y la llegada. La Nochebuena me viene a la memoria en una serie de imágenes como de película granulosa en blanco y negro, inconexas, surrealistas.

El autobús, con las luces atenuadas, avanzando a paso de tortuga por la campiña yerma y oscura bajo una luna vacilante; la alta figura de mi primo saliendo a mi encuentro de entre las sombras de la terminal; yo sentada a su lado en su coche deportivo, arrebujada en una manta de viaje, atravesando aldeas apenas iluminadas mientras la nieve que de pronto ha empezado a caer se arremolina en torno a nosotros. Pero hay una imagen nítida y mágica: la de la mansión Stutleigh cuando apareció ante mí por primera vez. Emergió de las tinieblas, una silueta imponente y definida recortada contra un cielo gris tachonado de estrellas. De pronto la luna asomó por detrás de una nube e iluminó la casa; belleza, simetría y misterio bañados en un resplandor blanco.

Cinco minutos después, siguiendo el pequeño círculo de luz de la linterna de Paul, crucé el porche repleto de parafernalia campestre –bastones, toscos zapatos de cuero, botas de goma y paraguas– y pasé por debajo de la cortina opaca hacia el calor y la claridad del salón cuadrado. Recuerdo el gran fuego de leña que ardía en el hogar, los retratos de familia, el ambiente humilde pero confortable y los únicos adornos navideños: guirnaldas de acebo y muérdago colgadas encima de cuadros y puertas. La abuelita bajó despacio la amplia escalera de madera para saludarme. Era más menuda de lo que la recordaba, de huesos delicados, y su estatura era inferior al metro sesenta que medía yo. Sin embargo, me estrechó la mano con una firmeza inesperada y al fijarme en sus ojos, penetrantes y astutos, y en el gesto obstinado de la boca, tan parecido al de mi madre, supe que seguía siendo una mujer de armas tomar.

Me alegré de estar allí, de conocer por fin a mi único primo, pero mi abuela había omitido un detalle: habría un segundo invitado, un pariente lejano que había salido de Londres en coche y había llegado antes que yo.

Vi a Rowland Maybrick por vez primera cuando nos reunimos para beber algo antes de la cena, en una sala de estar situada a la izquierda del salón principal. Me causó mala impresión de inmediato y en mi fuero interno agradecí que la abuela no le hubiera sugerido que me llevase en coche desde Londres. La forma tan desconsiderada en que me saludó –«No me avisaste, Paul, que conocería a una viuda joven y bonita»– reforzó los prejuicios iniciales que la intolerancia de mi corta edad me había imbuido.

Vestía uniforme de teniente de aviación, aunque no volaba –«prodigios sin alas», los llamábamos–, era moreno y apuesto, tenía los labios carnosos bajo un fino bigote y un brillo de curiosidad y picardía en los ojos; saltaba a la vista que era un hombre muy seguro de sí mismo. Ya había topado con esa clase de tipos, pero no me esperaba encontrarme con uno en la mansión.

Me enteré de que en la vida civil trabajaba como anticuario. Paul, quizás al percibir mi decepción por descubrir que no era la única invitada, explicó que la familia necesitaba vender unas monedas valiosas. Rowland, experto en numismática, debía clasificarlas y evaluarlas con vistas a encontrar un comprador. Por otro lado, no solo le interesaban las monedas. Paseó la mirada por los muebles, los cuadros y las piezas de porcelana y bronce; sus largos dedos tocaban y acariciaban los objetos como si estuviera calculando mentalmente su precio para venderlos. Me asaltó la sospecha de que, a la menor oportunidad, me manosearía y determinaría mi valor como artículo de segunda mano.

El mayordomo y el cocinero de mi abuela, personajes secundarios pero indispensables en cualquier asesinato que se cometa en una casa solariega, eran respetuosos y competentes, aunque algo faltos de espíritu navideño. Mi abuela, si hubiera dedicado un momento a pensar en ello, seguramente los habría descrito como servidores fieles y entregados, pero yo albergaba mis dudas. Ya en 1940 las cosas estaban cambiando. La señora Seddon parecía agobiada de trabajo y aburrida, una combinación deprimente, mientras que su marido apenas conseguía disimular el lúgubre resentimiento de un hombre que había calculado cuánto dinero podría ganar trabajando durante la guerra en la base de la RAF más cercana.

Me gustó mi habitación; la cama con cuatro columnas y cortinas descoloridas, el cómodo sillón al amor del fuego, el pequeño y elegante escritorio, los grabados y acuarelas, cubiertos de huevos de mosca, en sus marcos originales. Antes de acostarme apagué la lámpara de la mesita de noche y descorrí la cortina opaca. Estrellas altas y una luna brillante: un cielo peligroso. Pero era Nochebuena. Quería creer que esa noche no volarían. Y me imaginé a las mujeres de toda Europa descorriendo sus cortinas y alzando la vista hacia la luna amenazadora con una mezcla de esperanza y miedo.

Desperté temprano por la mañana, echando en falta el repique de campanas navideñas, un repique que en 1940 habría sido anuncio de una invasión. Al día siguiente, la policía me obligaría a revivir cada minuto de esa Navidad, y, aunque han pasado más de cincuenta años, conservo en la memoria todos los detalles. Intercambiamos regalos después del desayuno. Era evidente que mi abuela había echado mano a su joyero para obsequiarme con un precioso prendedor de esmalte y oro, y sospecho que el presente de Paul, una sortija victoriana engastada con un granate rodeado de aljófares, tenía la misma procedencia. Yo también me había preparado para ese momento. Había decidido desprenderme de dos tesoros personales en aras de la reconciliación familiar: una primera edición de Un muchacho de Shropshire para Paul y un ejemplar antiguo de Diario de un don nadie para mi abuela. Ambos fueron bien recibidos. Rowland contribuyó con tres botellas de ginebra, paquetes de té, café y azúcar, y medio kilo de mantequilla, probablemente escamoteados de un almacén de la RAF. Justo antes del mediodía, llegó el menguado coro de la iglesia local, cantó, sin acompañamiento y desafinando vergonzosamente, media docena de villancicos y, una vez que la señora Seddon los hubo retribuido de mala gana con ponche de vino y tartaletas de frutas, se escabulleron con notorio alivio entre las cortinas para acudir a sus respectivas cenas.

Tras un almuerzo tradicional servido a la una, Paul me invitó a dar un paseo. Yo no estaba segura de por qué quería que le hiciera compañía. Apenas abrió la boca mientras caminábamos con dificultad pero sin pausa entre los surcos helados de los campos baldíos y a través de bosquecillos en los que no se veía ni un solo pájaro, tan serios como en una marcha de entrenamiento. Aunque había dejado de nevar, quedaba una fina capa crujiente y blanca bajo un cielo plomizo. Cuando empezó a oscurecer, emprendimos el camino de regreso y vimos la parte posterior de la mansión a oscuras, una silueta en forma de L recortada contra el blancor. De pronto, con un inesperado cambio de humor, Paul recogió un puñado de nieve. Nadie que haya recibido la gélida bofetada de una bola de nieve puede resistir la tentación de vengarse, y durante unos veinte minutos jugamos como niños, riendo y lanzando proyectiles de agua helada el uno al otro y contra la casa hasta que el césped y el camino de grava quedaron cubiertos de un revoltijo de nieve fangosa y medio derretida.

Pasamos el resto de la tarde en la sala de estar, charlando con desgana, dormitando y leyendo. Tomamos una cena de sopa y tortilla de hierbas, agradablemente ligera en comparación con la oca y el pudin de la comida de Navidad, servida muy temprano, como de costumbre, para que los Seddon pudieran escabullirse y pasar la velada con sus amigos en el pueblo. Después, regresamos a la sala de estar de la planta baja. Rowland puso el gramófono y, de improviso, me tomó de las manos.

–Bailemos –dijo.

El gramófono era de aquellos que tocaban de forma automática una serie de discos, y conforme sonaba una canción tras otra –«Jeepers Creepers», «Beer Barrel Polka», «Tiger Rag», «Deep Purple»–, ejecutábamos pasos de vals, tango, foxtrot y quickstep por toda la sala e incluso en el vestíbulo. Rowland era un bailarín excepcional.

Aunque yo no había vuelto a bailar tras la muerte de Alastair, embargada por la euforia del movimiento y el ritmo, olvidé mi antipatía hacia él y me concentré en seguir sus evoluciones cada vez más complicadas.

El hechizo se rompió cuando, al cruzar el vestíbulo bailando un vals, me estrechó contra sí y dijo:

–Nuestro pequeño héroe parece un poco apagado. Tal vez se esté arrepintiendo de haberse ofrecido voluntario para ese trabajo.

–¿Qué trabajo?

–¿No te lo imaginas? De madre francesa, educado en la Sorbona, habla francés como un nativo, conoce el país. Es el hombre ideal para la tarea.

No respondí. Me pregunté cómo lo sabía y si tenía derecho a saberlo.

–Llega un momento –prosiguió– en que estos valientes muchachos se percatan de que ya no están representando un papel. A partir de ese instante, todo es real. Territorio enemigo bajo los pies, alemanes reales, balas reales, cámaras de tortura reales y dolor real.

«Y muerte real», pensé, zafándome de sus brazos, y al entrar de nuevo en la sala de estar lo oí reír por lo bajo detrás de mí.

Poco antes de las diez, mi abuela se retiró a su habitación, después de decirle a Rowland que sacaría las monedas de la caja fuerte del estudio y las dejaría a su cuidado. Como él debía regresar a Londres al día siguiente, convenía que las examinara esa misma noche. Rowland se levantó de un salto y salió de la sala con ella. Las últimas palabras que mi abuela dirigió a Paul fueron:

–Van a emitir una obra de Edgar Wallace por la radio y me gustaría escucharla. Termina a las once. Ven a darme las buenas noches a esa hora, si quieres, Paul. No lo dejes para más tarde.

–Oigamos un poco de música del enemigo –propuso Paul en cuanto mi abuela y Rowland se marcharon, y remplazó las piezas bailables por discos de Wagner. Mientras yo leía, sacó una baraja de un cajón del pequeño escritorio y se puso a jugar un solitario, concentrado en las cartas con el ceño fruncido mientras Wagner, demasiado estridente para mi gusto, me atronaba los oídos. Cuando se oyó que el reloj de mesa situado sobre la repisa de la chimenea daba las once durante un momento de tregua de la música, él juntó las cartas para recogerlas.

–Es hora de darle las buenas noches a la abuelita. ¿Quieres algo?

–No –respondí, un poco sorprendida–. Nada.

Lo que sí quería era que la música no sonara tan fuerte, de modo que, cuando él salió de la sala, bajé el volumen. Regresó enseguida. Cuando la policía me interrogó al día siguiente, les dije que Paul había tardado unos tres minutos en volver, a lo sumo.

–La abuelita quiere verte –anunció con tranquilidad.

Abandonamos juntos la sala de estar y atravesamos el vestíbulo. Fue entonces cuando mis sentidos, con una agudeza preternatural, percibieron dos cosas. Una de ellas se la expliqué a la policía; la otra, me la callé. Seis bayas habían caído de la guirnalda de muérdago y acebo colgada en el dintel de la puerta de la biblioteca y se habían dispersado como perlas sobre el suelo pulido. Al pie de la escalera había un pequeño charco de agua. Al advertir que yo lo miraba, Paul se sacó el pañuelo y lo secó.

–Debería ser capaz de subirle una bebida a la abuelita sin derramarla.

Ella estaba sentada en la cama de cuatro columnas, bajo el dosel, con aspecto empequeñecido. Ya no parecía una mujer de armas tomar, sino cansada y muy vieja. Comprobé con agrado que había estado leyendo el libro que le había regalado. Descansaba abierto sobre la mesilla de noche redonda junto a una lámpara, un aparato de radio, un reloj pequeño y elegante, una jarra medio llena de agua con un vaso apoyado en el borde y la figura de porcelana de una mano que sobresalía de un puño con volantes y sobre la que ella había depositado sus anillos.

Me tendió la mano; tenía los dedos laxos, fríos y lánguidos, muy distintos de la mano firme con que me había saludado unas horas antes.

–Solo quería darte las buenas noches, querida, y las gracias por haber venido. En tiempos de guerra, las rencillas familiares son un lujo que no podemos permitirnos.

Presa de un impulso repentino, me agaché y le di un beso en la frente. Noté la piel húmeda contra mis labios. Aquel gesto había sido un error. Ignoro qué quería ella de mí, pero no se trataba de afecto.

Regresamos a la sala de estar. Paul me preguntó si bebía whisky. Cuando le dije que no me gustaba, extrajo del mueble bar una botella para sí y una licorera con burdeos, antes de coger de nuevo la baraja y ofrecerse a darme una clase de póquer. De modo que fue así como pasé la noche de Navidad desde las once y diez, más o menos, hasta casi las dos de la madrugada: jugando interminables partidas de cartas, escuchando a Wagner y Beethoven, oyendo el crepitar y el siseo de los troncos de la chimenea mientras alimentaba el fuego y observaba a mi primo beber un vaso tras otro hasta vaciar por completo la botella de whisky. Acabé por aceptar una copa de burdeos. Dejar que bebiera solo me parecía una descortesía censurable. El reloj de mesa había dado las dos menos cuarto cuando él se levantó.

–Lo siento, prima –dijo–. Estoy algo achispado. Te agradeceré que me dejes apoyarme en tu hombro. A la cama… a dormir, tal vez soñar.

Ascendimos las escaleras despacio. Abrí la puerta de su habitación mientras él permanecía reclinado contra la pared. Solo se percibía un ligero olor a whisky en su aliento. A continuación, con mi ayuda, se tambaleó hasta la cama, se desplomó sobre ella y se quedó inmóvil.

A las ocho de la mañana, la señora Seddon me llevó una bandeja de té, encendió el radiador eléctrico y, con un inexpresivo «buenos días, señora», se retiró en silencio.

Aún adormilada, me disponía a servirme la primera taza cuando oí unos golpes apremiantes en la puerta. Esta se abrió y entró Paul. Ya estaba vestido y, para mi sorpresa, no mostraba señales de resaca.

–No habrás visto a Maybrick esta mañana, ¿verdad?

–Acabo de despertarme.

–Según la señora Seddon, Rowland no ha dormido en su cama. Acabo de comprobarlo. He buscado por toda la casa y no hay rastro de él. Además, la puerta de la biblioteca está cerrada con llave.

Me contagié un poco de su agitación. Me alargó el salto de cama, y me lo puse. Tras reflexionar unos segundos, me calcé los zapatos de calle en vez de las zapatillas de estar por casa.

–¿Dónde está la llave de la biblioteca? –pregunté.

–En la cerradura de la puerta, por la parte de dentro. Solo tenemos una copia.

El vestíbulo se encontraba en penumbra, y cuando Paul encendió la luz, las bayas de muérdago que habían caído de la guirnalda colocada encima de la puerta de la biblioteca aún relucían, blancas como la leche, sobre el oscuro suelo de madera. Intenté abrir y me agaché para echar un vistazo por el ojo de la cerradura. Paul tenía razón: la llave estaba puesta.

–Entraremos por las puertas cristaleras. Tal vez tengamos que romper el vidrio.

Salimos por una puerta del ala norte. El aire del exterior hizo que me ardiera el rostro. Había sido una noche fría y la fina capa de nieve aún crujía, salvo allí donde Paul y yo habíamos estado arrojando bolas de nieve el día anterior. La biblioteca daba a un pequeño patio de unos dos metros de ancho del que arrancaba un sendero de grava que bordeaba el césped. Se distinguía con claridad un doble rastro de huellas. Alguien había entrado en la biblioteca por las puertas cristaleras y se había marchado por el mismo camino. Las pisadas eran grandes, un poco amorfas, y me dio la impresión de que correspondían a unas botas de goma de suela blanda. El segundo rastro se solapaba al primero.

–Hay que dejar las huellas intactas –advirtió Paul–. Avancemos pegados a la pared.

Las puertas cristaleras estaban cerradas, pero no con llave. Paul, con la espalda contra el vidrio, tendió la mano para abrirlas, entró con sigilo y descorrió la cortina opaca y luego los dos visillos. La clara luz de la mañana inundó de pronto la habitación, aniquilando el resplandor verde y confiriendo una horrenda visibilidad a la figura grotesca tumbada sobre el escritorio.

Lo habían matado con un golpe de una fuerza descomunal que le había aplastado la parte superior de la cabeza. Los brazos, extendidos a los lados, descansaban sobre el tablero. Tenía un hombro caído, como si también le hubieran pegado allí, y la mano era un amasijo de huesos astillados y sangre coagulada. La esfera de su pesado reloj de pulsera dorado estaba hecha añicos, y los diminutos fragmentos de vidrio relucían como diamantes sobre la superficie del escritorio. Algunas monedas habían caído sobre la alfombra, pero las demás se encontraban dispersas por encima del mueble, tras salir volando por la fuerza de los impactos. Alcé la mirada y comprobé que, en efecto, la llave estaba en la cerradura. Paul examinó el reloj de pulsera destrozado.

–Las diez y media –observó–. O lo asesinaron a esa hora, o es lo que quieren que creamos.

Había un teléfono junto a la puerta. Permanecí inmóvil, esperando, mientras él se comunicaba con la central telefónica y llamaba a la policía. A continuación, abrió la puerta con la llave y los dos salimos al vestíbulo. Cuando se volvió para cerrarla de nuevo, el cilindro de la cerradura giró sin hacer el menor ruido, como si acabaran de engrasarlo. Después, se guardó la llave en el bolsillo. Fue entonces cuando me percaté de que habíamos pisado algunas de las bayas de muérdago caídas hasta reducirlas a pulpa.

El inspector George Blandy llegó en menos de media hora. Era un robusto hombre del campo, con una mata de pelo pajizo tan espesa que parecía que llevara el tejado de una choza encima de un rostro cuadrado y bronceado por el sol. Se movía con parsimonia, no sé si por costumbre o porque aún no se había repuesto de los excesos navideños.

Al poco rato se presentó nada menos que el jefe de policía. Paul me había hablado de él. Sir Rouse Armstrong, ex gobernador colonial, era uno de los últimos jefes de policía de la vieja escuela y superaba con creces la edad de jubilación. Muy alto, con rostro de águila meditabunda, saludó a mi abuela llamándola por su nombre de pila y la siguió escaleras arriba hasta su salón privado con la gravedad y el aire de complicidad de un hombre que había acudido a dar consejo sobre algún asunto familiar urgente y vagamente embarazoso. Me dio la sensación de que su presencia intimidaba un tanto al inspector Blandy, y no me cupo la menor duda de quién estaría realmente al cargo de la investigación.

Con toda seguridad el lector imaginará que nos hallamos ante un relato propio de Agatha Christie, y tiene toda la razón: fue justo lo que me pareció en aquel momento. Pero resulta fácil olvidar, tasa de homicidios aparte, cuán similar era la Inglaterra de mi madre a las arquetípicas poblaciones de la campiña que describía Dame Agatha. Además, se me antoja muy apropiado que el cadáver fuera descubierto en la biblioteca, la habitación más mortífera en la ficción popular británica.

Nadie debía tocar el cuerpo hasta que llegara el médico de la policía. Había asistido a una representación teatral de aficionados en el pueblo, por lo que tardaron un poco en localizarlo. El doctor Bywaters era un hombrecillo bajo, rechoncho y engreído, de cabello tan rojizo como la cara y cuya irascibilidad natural habría degenerado en un malhumor activo, pensé, si el delito hubiera sido menos siniestro que un asesinato y el lugar menos prestigioso que aquella mansión.

Antes de proceder a examinar el cadáver nos echó a Paul y a mí del estudio con un tacto exquisito. La abuela había decidido quedarse en el salón de la planta de arriba.

Los Seddon, animados por la conciencia de una coartada irrebatible, estaban ocupados preparando y sirviendo sándwiches y una taza tras otra de café y té, y por primera vez parecían pasarlo bien. Los presentes navideños de Rowland estaban resultando útiles y, para ser justos, creo que le habría divertido saberlo. Sonoros pasos iban y venían por el vestíbulo, los coches llegaban y se marchaban, se realizaban llamadas telefónicas. La policía medía, deliberaba, fotografiaba. Finalmente, se llevaron el cadáver amortajado en una camilla y lo metieron en una pequeña y lúgubre furgoneta negra mientras Paul y yo mirábamos a través de la ventana de la sala de estar.

Nos habían tomado las huellas dactilares para excluirlas de las que encontraran en el escritorio, según nos explicaron. Me produjo una sensación extraña que me sujetaran los dedos con delicadeza y los apretaran contra una especie de tampón. Como es natural, nos interrogaron, por separado y juntos. Recuerdo que estaba sentada frente al inspector Blandy, cuya ingente mole ocupaba uno de los sillones de la estancia, con las pesadas piernas plantadas sobre la alfombra, repasando a conciencia todos los detalles del día de Navidad. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que había pasado cada minuto de aquel día en compañía de mi primo.

A las siete y media, la policía aún estaba en la casa. Paul invitó a cenar al jefe de policía, pero este rehusó, no tanto, yo creo, por renuencia a partir el pan con posibles sospechosos, como por la necesidad de volver con sus nietos.

Antes de irse, le hizo una larga visita a mi abuela en su habitación y regresó a la sala para informar sobre los resultados de las actividades del día. Me pregunté si se habría mostrado igual de comunicativo si la víctima hubiera sido un peón de campo y la escena del crimen un pub local.

Llevó a cabo su exposición con el hablar telegráfico y autosuficiente de quien está convencido de haber cumplido bien con su trabajo.

–No llamaré a Scotland Yard –dijo–. Lo hice hace ocho años, cuando tuvimos nuestro último asesinato. Craso error. No hicieron más que perturbar la tranquilidad de los vecinos. Los hechos están más que claros. Lo mataron de un solo golpe, asestado con gran fuerza desde el otro lado del escritorio, y cuando estaba levantándose de la silla. El arma: un objeto contundente y pesado. Aunque el cráneo estaba aplastado, había poca sangre; en fin, esto lo han visto ustedes mismos. Diría que el asesino era alto; Maybrick medía casi un metro noventa. Entró y salió por las puertas cristaleras.

»Las pisadas, poco definidas, no nos dicen gran cosa, pero salta a la vista que hay una segunda serie superpuesta a la primera. Es posible que el homicida sea un ladrón ocasional, quizás un desertor. Se han producido dos incidentes hace poco. Tal vez le propinó a la víctima un culatazo con un fusil. El alcance y el peso encajarían. Posiblemente las puertas de la biblioteca que dan al jardín habían quedado abiertas. Aunque su abuela le dijo a Seddon, el mayordomo, que se encargara de cerrar bien puertas y ventanas, le pidió a Maybrick que echara una ojeada a la biblioteca antes de acostarse.

»Como la cortina opaca estaba cerrada, el asesino no debía de saber que había alguien en la biblioteca. Sin duda, probó con el pomo de la puerta, entró, vislumbró el brillo del dinero y mató casi sin pensarlo.

–Entonces, ¿por qué no se llevó las monedas? –preguntó Paul.

–Vio que no eran de curso legal. Le habría costado deshacerse de ellas. O quizá fue presa del pánico o creyó oír algo.

–¿Y la puerta del vestíbulo cerrada con llave?

–El asesino vio la llave y la hizo girar en la cerradura para evitar que alguien descubriera el cadáver antes de que él se encontrara lo bastante lejos. –Sir Rouse hizo una pausa y compuso una expresión de astucia que no se avenía muy bien con sus facciones aguileñas y algo altaneras–. Una hipótesis alternativa es que Maybrick se encerró en la biblioteca. Esperaba una visita secreta y no quería que nadie lo molestara. Debo hacerle una pregunta sobre una cuestión un tanto delicada –añadió dirigiéndose a Paul–. ¿Hasta qué punto conocía a Maybrick?

–No mucho –respondió Paul–. Es un primo segundo.

–¿Confiaba en él? Disculpe la pregunta.

–No teníamos motivos para desconfiar. Mi abuela no le habría pedido que se ocupara de vender sus monedas si hubiera abrigado alguna duda. Es un miembro de la familia. Familia lejana, pero familia.

–Por supuesto. Familia. –Sir Rouse hizo otra pausa antes de proseguir–. He pensado que quizá se trate de un montaje que se le fue de las manos. Es posible que se buscara un cómplice para que le robara las monedas. Pediremos a Scotland Yard que investigue a sus contactos en Londres.

Me sentí tentada de señalar que, de tratarse de una agresión fingida, se le había ido espectacularmente de las manos, pues había dejado a la supuesta víctima con el cerebro machacado, pero guardé silencio. Aunque dudaba que el jefe de policía fuera a echarme de la sala de estar –después de todo, yo había presenciado el hallazgo del cuerpo–, me daba la impresión de que no veía con buenos ojos mi manifiesto interés por el caso. Una joven recatada habría seguido el ejemplo de la abuela y se habría retirado a sus aposentos.

–¿No hay algo extraño en ese reloj destrozado? –inquirió Paul–. El golpe letal en la cabeza parece por demás deliberado. Pero el asesino golpea de nuevo y le rompe la mano. ¿Es posible que lo hiciera para dejar constancia de la hora exacta de la muerte? Y de ser así, ¿por qué? ¿O tal vez manipuló el reloj antes de destruirlo? ¿Cree que quizá mató a Maybrick después?

Sir Rouse se mostró indulgente con aquella fantasía.

–Un poco rocambolesco, muchacho –dijo–. Creo que hemos determinado la hora de la muerte con bastante precisión. Bywaters calcula que ocurrió entre las diez y las once, a juzgar por el grado de rigidez. Y no podemos saber con seguridad en qué orden se produjeron los golpes.

»Tal vez el asesino golpeó la mano y el hombro primero, y luego la cabeza. O tal vez intentó herir la cabeza y luego comenzó a lanzar golpes sin ton ni son, presa del pánico. Es una lástima que ninguno de ustedes oyera nada.

–Teníamos puesto el gramófono a un volumen considerable –dijo Paul–, y tanto las puertas como las paredes son muy gruesas. Además, me temo que hacia las once y media yo no estaba en condiciones de oír gran cosa.

En ese momento sir Rouse se levantó para marcharse, y Paul preguntó:

–¿Puedo utilizar la biblioteca, si han terminado de inspeccionarla? ¿O piensan precintar la puerta?

–No, muchacho, no será necesario. Hemos hecho todo lo que teníamos que hacer. No hemos encontrado huellas, por supuesto, pero no contábamos con ello. El asesino habrá dejado unas cuantas en el arma, sin duda, a menos que se hubiera puesto guantes. Pero se llevó el arma consigo.

La casa parecía demasiado silenciosa tras la marcha de los policías. Mi abuela, sin salir de su habitación, tomó la cena que le subieron en una bandeja, y Paul y yo, quizá por no enfrentarnos a aquella silla vacía en el comedor, nos conformamos con un plato de sopa y unos sándwiches en la sala de estar. Yo me sentía nerviosa, exhausta y también un poco asustada.

Me habría venido bien hablar del asesinato para desahogarme, pero Paul me cortó en seco.

–Dejemos el tema. No quiero saber nada más de la muerte por hoy.

De modo que nos quedamos sentados en silencio. A partir de las ocho menos veinte, escuchamos Radio Vaudeville en BBC Home Service: Billy Cotton y su orquesta, la orquesta sinfónica de la BBC dirigida por AdrianBoult. Después de las noticias de las nueve y la crónica de la guerra de las nueve y veinte, Paul murmuró que iba a asegurarse de que Seddon hubiera cerrado bien las puertas.

Fue entonces cuando, guiada en parte por un impulso, atravesé el vestíbulo hasta la biblioteca. Hice girar el pomo con suavidad, como si temiera encontrarme a Rowland sentado frente al escritorio, toqueteando las monedas con dedos avariciosos. La cortina opaca estaba corrida y la habitación olía a libros antiguos, no a sangre. El escritorio, con la superficie despejada, era un mueble común y corriente, en absoluto aterrador, y la silla había sido cuidadosamente colocada en su lugar.

Me quedé en el vano de la puerta, convencida de que la clave del misterio se encontraba en aquella habitación. Acto seguido, movida por la curiosidad, me dirigí hacia el escritorio y tiré de los cajones hacia fuera; a cada lado había uno profundo debajo de dos de menor fondo. El cajón grande de la izquierda estaba tan atestado de papeles y carpetas que me costó abrirlo. El de la derecha estaba vacío. Abrí el cajón pequeño situado encima. Contenía una colección de facturas y recibos. Al revolver entre ellos encontré uno por valor de tres mil doscientas libras extendido por un numismático de Londres, con la lista de los artículos comprados y fechado cinco semanas atrás.

No había ningún otro objeto de interés. Cerré el cajón y comencé a medir con pasos la distancia entre el escritorio y las puertas cristaleras. Fue entonces cuando la puerta se abrió casi sin hacer ruido y vi a mi primo.

–¿Qué haces? –me preguntó con aire despreocupado, acercándose–. ¿Intentas exorcizar el horror?

–Algo así –respondí.

Permanecimos callados un rato, hasta que me tomó del brazo y dijo:

–Lo siento, prima, ha sido un día espantoso para ti. Y lo único que queríamos era que pasaras una Navidad tranquila.

Me mantuve en silencio, consciente de su proximidad, del calor que desprendía su cuerpo, de su fuerza. Mientras nos encaminábamos juntos hacia el vestíbulo, pensé: «¿De verdad era eso lo que queríais, que yo pasara una Navidad tranquila? ¿Eso era todo?»

Desde que habían matado a mi esposo tenía dificultades para dormir, y esa noche yacía rígida bajo el dosel de la cama, reviviendo los extraordinarios sucesos del día, encajando entre sí las anomalías, los incidentes menores, las pistas, para encontrar una pauta satisfactoria, tratando de imponer el orden al desorden. Creo que esa ha sido mi motivación desde entonces. Esa noche en Stutleigh determinó mi futuro.

A Rowland lo habían asesinado a las diez y media de la noche de un solo golpe asestado desde el otro lado de un escritorio de poco más de un metro de ancho. Pero a las diez y media mi primo estaba conmigo; apenas lo había perdido de vista en todo el día. Yo le había proporcionado la coartada perfecta. Y ¿no era precisamente para eso para lo que me habían invitado, engatusándome con promesas de paz, tranquilidad, buena comida y buen vino, justo lo que una joven viuda recién reclutada por el ejército estaría deseando?

A la víctima también la habían tentado para que acudiese a Stutleigh. El cebo era la perspectiva de que le confiarían unas monedas valiosas para negociar su venta. Sin embargo, esas monedas, que según me habían asegurado aún estaban por tasar, habían sido vendidas solo cinco semanas antes, muy poco después de que yo aceptara la invitación de mi abuela. Me pregunté por qué no habían destruido el recibo, pero la respuesta se me ocurrió enseguida. El documento era necesario para poder vender las monedas, una vez cumplida su función, con el fin de recuperar las tres mil doscientas libras. Tal vez me habían utilizado, pero no solo a mí.

Era de prever que el día de Navidad los dos criados pasarían la noche fuera. En cuanto a la policía, también cabía esperar que representase el papel que le correspondía.

El inspector, sincero y concienzudo, pero no especialmente inteligente, cohibido por su respeto hacia una familia de rancio abolengo y la presencia de su superior. El jefe de policía, lo bastante mayor para jubilarse, pero mantenido en su puesto a causa de la guerra, sin experiencia en asesinatos, amigo de la familia e incapaz de sospechar que el señor del lugar hubiera cometido un crimen brutal.

Una pauta empezaba a cobrar forma, una imagen, la imagen de un rostro. Seguí en mi imaginación los pasos de un asesino. Como suele ocurrir en los relatos del estilo de Agatha Christie, lo llamé X.

En algún momento de la noche del día de Navidad, alguien vació el cajón de la derecha del escritorio del estudio, apretujó los papeles en el cajón de la izquierda y dejó las botas de goma en el otro. Escondió el arma, tal vez en el cajón, junto a las botas. No, razoné. Eso no era posible; habría tardado demasiado en rodear el escritorio. Decidí dejar la cuestión del arma para más tarde.

Así pues, llega el fatídico día de Navidad. A las diez menos cuarto, mi abuela sube a acostarse y le comunica a Rowland que sacará las monedas de la caja fuerte de la biblioteca para que él las examine antes de marcharse al día siguiente. De ese modo, X tiene la certeza de que el experto en numismática estará allí a las diez y media, sentado ante el escritorio. Entra con sigilo, coge la llave y cierra la puerta silenciosamente tras de sí. El arma está en sus manos, o escondida en algún lugar de la habitación, a su alcance.

X mata a su víctima, hace añicos el reloj para que quede registrada la hora, se cambia los zapatos por las botas de goma y abre de par en par las puertas que dan al patio. A continuación, cruza la biblioteca corriendo por el camino más largo y pega un salto hacia la oscuridad. Hace falta ser joven, sano y atlético para salvar los dos metros de nieve y tierra que cubren el camino de grava; pero X, claro está, es joven, sano y atlético.

No tiene que preocuparse por las huellas en la grava: la nieve está revuelta y pisoteada tras la guerra de bolas de nieve que libramos por la tarde. Deja el primer rastro de pisadas hasta la puerta de la biblioteca, la cierra y deja el segundo, con cuidado de cubrir parcialmente el primero. Las huellas dactilares en el pomo no le inquietan en absoluto; las suyas tienen todo el derecho del mundo a estar ahí. Después, entra de nuevo en la casa por una puerta lateral que no está cerrada con llave, se pone los zapatos y se dirige hacia el porche delantero para dejar las botas de goma en su sitio. Cuando atraviesa el vestíbulo, cae un poco de nieve de las botas y se derrite, formando un charco sobre el entarimado.

¿Cómo, si no, había llegado esa agua allí? No cabía duda de que mi primo había mentido al insinuar que procedía de la jarra. Esta se hallaba junto a la cama de la abuela, medio llena, con el vaso sobre la mesilla de noche. Era imposible que se hubiera derramado agua a menos que el portador hubiese tropezado.

Entonces, por fin, le pongo nombre al asesino. Pero si mi primo había matado a Rowland, ¿cómo se las había arreglado para hacerlo en tan poco tiempo? Solo se había apartado de mi lado durante tres minutos, a lo sumo, para darle las buenas noches a la abuela. ¿Le había bastado con eso para ir en busca del arma, dirigirse a la biblioteca, matar a Rowland, dejar las huellas, limpiar el arma de sangre, deshacerse de ella y regresar para avisarme con toda calma que reclamaban mi presencia arriba?

Supongamos, sin embargo, que el doctor Bywaters se ha equivocado, que se ha precipitado al emitir su diagnóstico, inducido a error por el reloj roto. Supongamos que Paul había manipulado el reloj antes de destrozarlo y que el crimen se perpetró después de las diez y media. Pero los indicios médicos, sin duda, concluyentes, descartaban que se hubiera cometido a una hora tan avanzada como la una y media. Y, aunque no fuese así, Paul estaba demasiado borracho para asestar un golpe tan certero.

Claro que… ¿de verdad estaba borracho? ¿Y si se trataba de otra de sus estratagemas? Antes de sacar la botella me había preguntado si me gustaba el whisky, y recordé lo poco que le olía el aliento a licor. Pero no; el orden en que se habían producido los hechos no admitía discusión. Era imposible que Paul hubiera asesinado a Rowland.

Por otro lado, supongamos que actuó como un mero cómplice, que la mano ejecutora pertenecía a otra persona, quizás un compañero del ejército a quien había dejado entrar a hurtadillas en la casa y ocultado en una de las muchas habitaciones de esta, alguien que a las diez y media había bajado a hurtadillas las escaleras y había matado a Maybrick mientras yo le servía de coartada a Paul y la arrolladora música de Wagner ahogaba el sonido de los golpes. Luego, una vez consumado el crimen, había abandonado la biblioteca con el arma y escondido la llave en la guirnalda entre las hojas de muérdago y acebo que había encima de la puerta, ocasionando sin querer que un puñado de bayas cayera al suelo. Más tarde había llegado Paul, había cogido la llave, había entrado con cautela para no pisar las bayas y cerrado la puerta a su espalda, dejando la llave en la cerradura, para proceder a falsificar las huellas como yo había imaginado antes.

Aunque la hipótesis de que Paul no era el autor del asesinato, sino solo un cómplice, planteaba una serie de incógnitas sin respuesta, no era del todo inverosímil. Un secuaz del ejército habría tenido la destreza y la sangre fría necesarias. Quizás hasta lo habían considerado un ejercicio militar, pensé con amargura. Al día siguiente, me dedicaría a hacer a conciencia lo que la policía había hecho a la ligera: buscar el arma.

En retrospectiva, creo que no sentía una repugnancia especial por aquel crimen ni el menor deseo de confiar mis sospechas a la policía. No era solo porque apreciaba a mi primo y en cambio Maybrick me caía mal. Tenía algo que ver con la guerra. Había gente buena muriendo en todo el mundo, y el hecho de que hubieran matado a un tipo antipático no me parecía tan importante.

Ahora sé que me equivocaba. Un asesinato nunca merece justificación ni aprobación. Pero no me arrepiento de lo que hice después; ningún ser humano debería morir con una soga al cuello.

Desperté muy temprano, antes del amanecer, y me armé de paciencia; de nada habría servido ponerme a buscar con luz artificial, y no quería llamar la atención. De modo que aguardé a que la señora Seddon me subiera el té, me bañé, me vestí y bajé a desayunar poco antes de las nueve. Mi primo no estaba allí. La señora Seddon me informó de que se había ido conduciendo al pueblo para que le hicieran una revisión al coche. Era la oportunidad que yo estaba esperando.

Mi investigación acabó por llevarme hasta un trastero de la planta superior. Estaba tan abarrotado que tuve que trepar sobre baúles, cajas de hojalata y cofres antiguos para proseguir la búsqueda. Un arcón de madera contenía bates y pelotas de críquet cubiertos de polvo que, obviamente, nadie había utilizado desde la última vez que los nietos habían jugado un partido en el pueblo. Al tocar sin querer un caballo balancín, espléndido pero algo maltratado, provoqué un vaivén vigoroso y chirriante que me llevó a enredarme con las vías apiladas de un tren de juguete Hornby y a golpearme el tobillo contra una gran maqueta del arca de Noé.

Bajo la única ventana había una caja de madera alargada. Cuando la abrí, una nube de polvo se elevó del papel de estraza que cubría seis mazos de croquet, además de pelotas y arcos. Se me ocurrió que un mazo, con su largo mango, habría sido un arma apropiada, pero saltaba a la vista que aquellos llevaban años ahí guardados. Tapé la caja de nuevo y continué buscando.

En un rincón había dos bolsas de golf, y fue allí donde encontré lo que buscaba: uno de los palos resaltaba entre los demás. La gran cabeza de madera estaba limpia y reluciente.

En ese momento, oí un paso y, al volverme, vi a mi primo. Sé que el sentimiento de culpa debió de reflejarse en mi rostro, pero él parecía del todo indiferente.

–¿Te ayudo? –preguntó.

–No –dije–. No hace falta. Solo estaba buscando una cosa.

–¿Y la has encontrado?

–Sí –respondí–. Creo que sí.

Entró en la estancia, cerró la puerta y se apoyó contra ella.

–¿Te caía bien Rowland Maybrick? –inquirió con aire indiferente.

–No –contesté–. No me caía bien. Pero eso no es un motivo para matarlo.

–No, ¿verdad? –comentó con naturalidad–. Sin embargo, hay algo que deberías saber sobre él. Fue responsable de la muerte de mi hermano mayor.

–¿Me estás diciendo que lo mató?

–No directamente. Le hizo chantaje. Charles era homosexual. Maybrick se enteró y lo obligó a comprar su silencio. Charles se suicidó porque no soportaba la idea de llevar una doble vida, de encontrarse a merced de Maybrick, de verse expulsado de aquí. Prefirió la dignidad de la muerte.

Cuando evoco ese episodio, tengo que hacer un esfuerzo para recordar cuán distintas eran las actitudes públicas en los años cuarenta. Hoy en día parecería inconcebible que alguien se matara por algo así. En aquel entonces, supe con desoladora certeza que lo que Paul me contaba era cierto.

–¿Sabe la abuela lo de su homosexualidad?

–Ya lo creo. Hay muy pocas cosas que los de su generación no sepan o intuyan. La abuela adoraba a Charles.

–Entiendo. Gracias por decírmelo. –Al cabo de un instante, añadí–: Supongo que si hubieras partido en tu primera misión sabiendo que Rowland Maybrick estaba vivito y coleando, te habrías quedado con la sensación de haber dejado un asunto sin resolver.

–Qué lista eres, prima –dijo–. Y qué bien te expresas. Eso es exactamente lo que habría sentido, que había dejado un asunto sin resolver. –Acto seguido, agregó–: Bueno, ¿qué hacías aquí?

Saqué mi pañuelo y lo miré a la cara, una cara con un desconcertante parecido a la mía.

–Solo quitaba el polvo a las cabezas de los palos de golf.

Me marché de la casa dos días después. Nunca volvimos a hablar del incidente. La investigación siguió su infructuoso curso. Aunque podría haberle preguntado a mi primo cómo se las había ingeniado, no lo hice. Durante años pensé que era mejor no saberlo a ciencia cierta.

Mi primo murió en Francia, no durante un interrogatorio de la Gestapo, gracias a Dios, sino tiroteado en una emboscada. Me pregunté si su cómplice del ejército habría sobrevivido a la guerra o habría perecido con él. Mi abuela vivió sola en la mansión hasta su muerte, a los noventa y un años, y legó la finca a una asociación benéfica que acogía a mujeres de la aristocracia que habían caído en la indigencia, para que la acondicionaran como residencia o la vendieran. La asociación optó por venderla.

En cuanto a mí, lo único que la abuela me dejó en herencia fueron los libros de la biblioteca. Aunque los vendí casi todos, fui a la casa a echarles un vistazo y decidir cuáles me interesaba conservar. Entre ellos encontré un álbum de fotos encajado entre dos volúmenes más bien anodinos de sermones del siglo XIX. Me senté frente al mismo escritorio ante el que habían asesinado a Rowland y me puse a hojearlo, sonriendo al contemplar las fotografías color sepia de señoras de busto levantado, cintura ceñida y enormes sombreros con flores.

De pronto, al pasar una de las rígidas páginas, vi una imagen de mi abuela de joven. Llevaba lo que parecía un gorrito ridículo como el de un yóquey y sujetaba un palo de golf con tanta seguridad como si se tratara de una sombrilla. Junto a la fotografía aparecía su nombre escrito con letra pulcra, y al lado, la frase: «Campeona de golf femenino del condado, 1898.»