El elíxir de larga vida, de Honoré de Balzac
En un suntuoso palacio de Ferrara agasajaba don Juan Belvidero una noche de invierno a un príncipe de la casa de Este. En aquella época, una fiesta era un maravilloso espectáculo de riquezas reales de que sólo un gran señor podía disponer. Sentadas en torno a una mesa iluminada con velas perfumadas conversaban suavemente siete alegres mujeres, en medio de obras de arte, cuyos blancos mármoles destacaban en las paredes de estuco rojo y contrastaban con las ricas alfombras de Turquía. Vestidas de satén, resplandecientes de oro y cargadas de piedras preciosas que brillaban menos que sus ojos, todas contaban pasiones enérgicas, pero tan diferentes unas de otras como lo eran sus bellezas. No diferían ni en las palabras ni en las ideas; el aire, una mirada; algún gesto, el tono, servían a sus palabras como comentarios libertinos, lascivos, melancólicos o burlones.
Una parecía decir:
—Mi belleza sabe reanimar el corazón helado de un hombre viejo.
Otra:
—Adoro estar recostada sobre los almohadones pensando con embriaguez en aquellos que me adoran.
Una tercera, debutante en aquel tipo de fiestas, parecía ruborizarse:
—En el fondo de mi corazón siento remordimientos —decía—. Soy católica y temo al infierno. Pero te amo tanto, ¡tanto! que podría sacrificarte la eternidad.
La cuarta, apurando una copa de vino de Quíos, exclamaba:
—¡Viva la alegría! Con cada aurora tomo una nueva existencia. Olvidada del pasado, ebria aún del encuentro de la víspera, agoto todas las noches una vida de felicidad, una vida llena de amor.
La mujer sentada junto a Belvidero lo miraba con los ojos llameantes. Guardaba silencio.
—¡No me confiaría a unos espadachines para matar a mi amante, si me abandonara! —después había reído, pero su mano convulsa hacía añicos una bombonera de oro milagrosamente esculpida
—¿Cuándo serás Gran Duque? —preguntó la sexta al príncipe, con una expresión de alegría asesina en los dientes y de delirio báquico en los ojos.
—¿Y cuándo morirá tu padre? —dijo la séptima riendo y arrojando su ramillete de flores a don Juan con un gesto ebrio y alocado. Era una inocente jovencita acostumbrada a jugar con las cosas sagradas.
—¡Ah, no me hables de ello! —exclamó el joven y hermoso don Juan Belvidero—. ¡Sólo hay un padre eterno en el mundo, y la desgracia ha querido que sea yo quien lo tenga!
Las siete cortesanas de Ferrara, los amigos de don Juan y el mismo príncipe lanzaron un grito de horror. Doscientos años más tarde y bajo Luis XV, las gentes de buen gusto hubieran reído ante esta ocurrencia. Pero, tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizá había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Balthazar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente, de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
—Señor, su padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días.»
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como lo es una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta. La noche era negra. El silencioso sirviente que conducía al joven hacia la cámara mortuoria alumbraba bastante mal a su amo, de modo que la Muerte, ayudada por el frío, el silencio, la oscuridad, y quizá por la embriaguez, pudo deslizar algunas reflexiones en el alma de este hombre disipado; examinó su vida y se quedó pensativo, como un procesado que se dirige al tribunal.
Bartolomé Belvidero, padre de don Juan, era un anciano nonagenario que había pasado la mayor parte de su vida dedicado al comercio. Como había atravesado con frecuencia las talismánicas regiones de Oriente, había adquirido inmensas riquezas y una sabiduría más valiosa —decía— que el oro y los diamantes, que ahora ya no le preocupaban lo más mínimo.
—Prefiero un diente a un rubí, y el poder al saber —exclamaba a veces sonriendo.
Aquel padre bondadoso gustaba de oír contar a don Juan alguna locura de su juventud y decía en tono jovial, prodigándole el oro:
—Querido hijo, haz sólo tonterías que te diviertan.
Era el único anciano que se complacía en ver a un hombre joven, el amor paterno engañaba a su avanzada edad en la contemplación de una vida tan brillante. A la edad de sesenta años Belvidero se había enamorado de un ángel de paz y de belleza. Don Juan había sido el único fruto de este amor tardío y pasajero. Desde hacía quince años este hombre lamentaba la pérdida de su amada Juana. Sus numerosos sirvientes y también su hijo atribuyeron a este dolor de anciano las extrañas costumbres que adoptó. Confinado en el ala más incómoda de su palacio, salía raramente, y ni el mismo don Juan podía entrar en las habitaciones de su padre sin haber obtenido permiso. Si aquel anacoreta voluntario iba y venía por el palacio, o por las calles de Ferrara, parecía buscar alguna cosa que le faltase; caminaba soñador, indeciso, preocupado como un hombre en conflicto con una idea o un recuerdo. Mientras el joven daba fiestas suntuosas y el palacio retumbaba con el estallido de su alegría, los caballos resoplaban en el patio y los pajes discutían jugando a los dados en las gradas, Bartolomé comía siete onzas de pan al día y bebía agua. Si tomaba algo de carne era para darle los huesos a un perro de aguas, su fiel compañero. Jamás se quejaba del ruido. Durante su enfermedad, si el sonido del cuerno de caza y los ladridos de los perros lo sorprendían, se limitaba a decir: ¡ah, es don Juan que vuelve! Nunca hubo en la tierra un padre tan indulgente. Por otra parte, el joven Belvidero, acostumbrado a tratarlo sin ceremonias, tenía todos los defectos de un niño mimado. Vivía con Bartolomé como vive una cortesana caprichosa con un viejo amante, disculpando sus impertinencias con una sonrisa, vendiendo su buen humor y dejándose querer. Reconstruyendo con un solo pensamiento el cuadro de sus años jóvenes, don Juan se dio cuenta de que le sería difícil echar en falta la bondad de su padre. Y sintiendo nacer remordimientos en el fondo de su corazón mientras atravesaba la galería, estuvo próximo a perdonar a Belvidero por haber vivido tanto tiempo. Le venían sentimientos de piedad filial del mismo modo que un ladrón se convierte en un hombre honrado por el posible goce de un millón bien robado. Cruzó pronto las altas y frías salas que constituían los aposentos de su padre. Tras haber sentido los efectos de una atmósfera húmeda, respirado el aire denso, el rancio olor que exhalaban viejas tapicerías y armarios cubiertos de polvo, se encontró en la antigua habitación del anciano, ante un lecho nauseabundo junto a una chimenea casi apagada. Una lámpara, situada sobre una mesa de forma gótica, arrojaba sobre el lecho, en intervalos desiguales, capas de luz más o menos intensas, mostrando de este modo el rostro del anciano siempre bajo un aspecto diferente. Silbaba el frío a través de las ventanas mal cerradas; y la nieve, azorando las vidrieras, producía un ruido sordo. Aquella escena contrastaba de tal modo con la que don Juan acababa de abandonar, que no pudo evitar un estremecimiento. Después tuvo frío, cuando al acercarse al lecho un violento resplandor empujado por un golpe de viento iluminó la cabeza de su padre: sus rasgos estaban descompuestos, la piel pegada a los huesos tenía tintes verdosos que la blancura de la almohada sobre la que reposaba el anciano hacía aún más horribles. Contraída por el dolor, la boca entreabierta y desprovista de dientes dejaba pasar algunos suspiros cuya lúgubre energía era sostenida por los aullidos de la tempestad. A pesar de tales signos de destrucción brillaba en aquella cabeza un increíble carácter de poder. Un espíritu superior que combatía a la muerte. Los ojos hundidos por la enfermedad guardaban una singular fijeza. Parecía que Bartolomé buscaba con su mirada moribunda a un enemigo sentado al pie de su cama para matarlo. Aquella mirada, fija y fría, era más escalofriante por cuanto que la cabeza permanecía en una inmovilidad semejante a la de los cráneos situados sobre la mesa de los médicos. Su cuerpo, dibujado por completo por las sábanas del lecho, permitía ver que los miembros del anciano guardaban la misma rigidez. Todo estaba muerto menos los ojos. Los sonidos que salían de su boca tenían también algo de mecánico.
Don Juan sintió una cierta vergüenza al llegar junto al lecho de su padre moribundo conservando un ramillete de cortesana en el pecho, llevando el perfume de la fiesta y el olor del vino.
—¡Te divertías! —exclamó el anciano cuando vio a su hijo.
En el mismo momento, la voz fina y ligera de una cantante que hechizaba a los invitados, reforzada por los acordes de la viola con la que se acompañaba, dominó el bramido del huracán y resonó en la cámara fúnebre. Don Juan no quiso oír aquel salvaje asentimiento.
Bartolomé dijo:
—No te quiero aquí, hijo mío.
Aquella frase llena de dulzura lastimó a don Juan, que no perdonó a su padre semejante puñalada de bondad.
—¡Qué remordimientos, padre! —dijo hipócritamente.
—¡Pobre Juanito! —continuó el moribundo con voz sorda—, ¿tan bueno he sido para ti que no deseas mi muerte?
—¡Oh! —exclamó don Juan—, ¡si fuera posible devolverte a la vida dándote parte de la mía! (cosas así pueden decirse siempre, pensaba el vividor, ¡es como si ofreciera el mundo a mi amante!).
Apenas concluyó este pensamiento cuando ladró el viejo perro de aguas. Aquella voz inteligente hizo que don Juan se estremeciera, pues creyó haber sido comprendido por el perro.
—Ya sabía, hijo mío, que podía contar contigo —exclamó el moribundo—. Viviré. Podrás estar contento. Viviré, pero sin quitarte un solo día que te pertenezca.
«Delira», se dijo a sí mismo don Juan. Luego añadió en voz alta:
—Sí, padre querido, vivirás ciertamente, porque tu imagen permanecerá en mi corazón.
—No se trata de esa vida —dijo el noble anciano, reuniendo todas sus fuerzas para incorporarse, porque lo sobrecogió una de esas sospechas que sólo nacen en la cabecera de los moribundos—. Escúchame, hijo —continuó con la voz debilitada por este último esfuerzo—, no tengo yo más ganas de morirme que tú de prescindir de amantes, vino, caballos, halcones, perros y oro.
«Estoy seguro de ello», pensó el hijo arrodillándose a la cabecera de la cama y besando una de las manos cadavéricas de Bartolomé.
—Pero —dijo en voz alta—, padre, padre querido, hay que someterse a la voluntad de Dios.
—Dios soy yo —replicó el anciano refunfuñando.
—No blasfemes —dijo el joven viendo el aire amenazador que tomaban los rasgos de su padre. Guárdate de hacerlo, has recibido la Extremaunción y no podría hallar consuelo viéndote morir en pecado.
—¿Quieres escucharme? —exclamó el moribundo, cuya boca crujió.
Don Juan cedió. Reinó un horrible silencio. Entre los grandes silbidos de la nieve llegaron aún los acordes de la viola y la deliciosa voz, débiles como un día naciente. El moribundo sonrió.
—Te agradezco el haber invitado a cantantes, haber traído música. ¡Una fiesta! Mujeres jóvenes y bellas, blancas y de negros cabellos. Todos los placeres de la vida, haz que se queden. Voy a renacer.
—Es el colmo del delirio —dijo don Juan.
—He descubierto un medio de resucitar. Mira, busca en el cajón de la mesa; podrás abrirlo apretando un resorte que hay escondido por el Grifo.
—Ya está, padre.
—Bien, coge un pequeño frasco de cristal de roca.
—Aquí está.
—He empleado veinte años en… —en aquel instante, el anciano sintió próximo el final y reunió toda su energía para decir—: Tan pronto como haya exhalado el último suspiro, me frotarás todo el cuerpo con esta agua, y renaceré.
—Pues hay bastante poco —replicó el joven.
Si bien Bartolomé ya no podía hablar, tenía aún la facultad de oír y de ver, y al oír esto, su cabeza se volvió hacia don Juan con un movimiento de escalofriante brusquedad, su cuello se quedó torcido como el de una estatua de mármol a quien el pensamiento del escultor ha condenado a mirar de lado, sus ojos, más grandes, adoptaron una espantosa inmovilidad. Estaba muerto, muerto perdiendo su única, su última ilusión. Buscando asilo en el corazón de su hijo encontró una tumba más honda que las que los hombres cavan habitualmente a sus muertos. Sus cabellos se habían erizado también por el horror, y su mirada convulsa hablaba aún. Era un padre saliendo con rabia de un sepulcro para pedir venganza a Dios.
—¡Vaya!, se acabó el buen hombre —exclamó don Juan.
Presuroso por acercar el misterioso cristal a la luz de la lámpara como un bebedor examina su botella al final de la comida, no había visto blanquear el ojo de su padre. El perro contemplaba con la boca abierta alternativamente a su amo muerto y el elíxir, del mismo modo que don Juan miraba, ora a su padre, ora al frasco. La lámpara arrojaba ráfagas ondulantes. El silencio era profundo, la viola había enmudecido. Belvidero se estremeció creyendo ver moverse a su padre. Intimidado por la expresión rígida de sus ojos acusadores, los cerró del mismo modo que hubiera bajado una persiana abatida por el viento en una noche de otoño. Permaneció de pie, inmóvil, perdido en un mundo de pensamientos. De repente, un ruido agrio, semejante al grito de un resorte oxidado, rompió el silencio. Don Juan, sorprendido, estuvo a punto de dejar caer el frasco. De sus poros brotó un sudor más frío que el acero de un puñal. Un gallo de madera pintada surgió de lo alto de un reloj de pared, y cantó tres veces. Era una de esas máquinas ingeniosas, con la ayuda de las cuales se hacían despertar para sus trabajos a una hora fija los sabios de la época. El alba enrojecía ya las ventanas. Don Juan había pasado diez horas reflexionando. El viejo reloj de pared era más fiel a su servicio que él en el cumplimiento de sus deberes hacia Bartolomé. Aquel mecanismo estaba hecho de madera, poleas, cuerdas y engranajes, mientras que don Juan poseía uno particular al hombre, llamado corazón. Para no arriesgarse a perder el misterioso licor, el escéptico don Juan volvió a colocarlo en el cajón de la mesita gótica. En tan solemne momento oyó un tumulto sordo en la galería: eran voces confusas, risas ahogadas, pasos ligeros, el roce de las sedas, el ruido en fin de un alegre grupo que se recoge. La puerta se abrió y el príncipe, los amigos de don Juan, las siete cortesanas y las cantantes aparecieron en el extraño desorden en que se encuentran las bailarinas sorprendidas por la luz de la mañana, cuando el sol lucha con el fuego palideciente de las velas. Todos iban a darle al joven heredero el pésame de costumbre.
—¡Oh, oh!, ¿se habrá tomado el pobre don Juan esta muerte en serio? —dijo el príncipe al oído de la de Brambilla.
—Su padre era un buen hombre —le respondió ella.
Sin embargo, las meditaciones nocturnas de don Juan habían imprimido a sus rasgos una expresión tan extraña que impuso silencio a semejante grupo. Los hombres permanecieron inmóviles. Las mujeres, que tenían los labios secos por el vino y las mejillas cárdenas por los besos, se arrodillaron y comenzaron a rezar. Don Juan no pudo evitar estremecerse viendo cómo el esplendor, las alegrías, las risas, los cantos, la juventud, la belleza, el poder, todo lo que es vida, se postraba así ante la muerte. Pero, en aquella adorable Italia la vida disoluta y la religión se acoplaban por entonces tan bien, que la religión era un exceso, y los excesos una religión. El príncipe estrechó afectuosamente la mano de don Juan, y después todos los rostros adoptaron simultáneamente el mismo gesto, mitad de tristeza mitad de indiferencia, y aquella fantasmagoría desapareció, dejando la sala vacía. Ciertamente era una imagen de la vida. Mientras bajaban las escaleras le dijo el príncipe a la Rivabarella:
—Y bien, ¿quién habría creído a don Juan un fanfarrón impío? ¡Ama a su padre!
—¿Se han fijado en el perro negro? —preguntó la Brambilla.
—Ya es inmensamente rico —dijo suspirando Blanca Cavatolino.
—¡Y eso qué importa! —exclamó la orgullosa baronesa, aquella que había roto la bombonera.
—¿Cómo que qué importa? —exclamó el duque—. ¡Con sus escudos él es tan príncipe como yo!
Don Juan, en un principio asediado por mil pensamientos, dudaba ante varias decisiones. Después de haber examinado el tesoro amasado por su padre, volvió a la cámara mortuoria con el alma llena de un tremendo egoísmo. Encontró allí a toda la servidumbre ocupada en adornar el lecho fúnebre en el cual iba a ser expuesto al día siguiente el difunto señor, en medio de una soberbia capilla ardiente, curioso espectáculo que toda Ferrara vendría a admirar. Don Juan hizo un gesto y sus gentes se detuvieron, sobrecogidos, temblorosos.
—Déjenme solo aquí —dijo con voz alterada— y no entren hasta que yo salga.
Cuando los pasos del anciano sirviente que salió el último sólo sonaron débilmente en las losas, cerró don Juan precipitadamente la puerta, y seguro de su soledad exclamó:
—¡Veamos!
El cuerpo de Bartolomé estaba acostado en una larga mesa. Con el fin de evitar a los ojos de todos el horrible espectáculo de un cadáver al que una decrepitud extrema y la debilidad asemejaban a un esqueleto, los embalsamadores habían colocado una sábana sobre el cuerpo, envolviéndole todo menos la cabeza. Aquella especie de momia yacía en el centro de la habitación, y la sábana, amplia, dibujaba vagamente las formas, aun así duras, rígidas y heladas. El rostro tenía ya amplias marcas violeta que mostraban la necesidad de terminar el embalsamamiento. A pesar del escepticismo que lo acompañaba, don Juan tembló al destapar el mágico frasco de cristal. Cuando se acercó a la cabecera un temblor estuvo a punto de obligarlo a detenerse. Pero aquel joven había sido sabiamente corrompido, desde muy pronto, por las costumbres de una corte disoluta; un pensamiento digno del duque de Urbino le otorgó el valor que aguijoneaba su viva curiosidad; pareció como si el diablo le hubiera susurrado estas palabras que resonaron en su corazón: «¡Impregna un ojo!». Tomó un paño y, después de haberlo empapado con parsimonia en el precioso licor, lo pasó lentamente sobre el párpado derecho del cadáver. El ojo se abrió.
—¡Ah! —dijo don Juan, apretando el frasco en su mano como se agarra en sueños la rama de la que colgamos sobre un precipicio.
Veía un ojo lleno de vida, un ojo de niño en una cabeza de muerto, donde la luz temblaba en un joven fluido, y, protegida por hermosas pestañas negras, brillaba como ese único resplandor que el viajero percibe en un campo desierto en las noches de invierno. Aquel ojo resplandeciente parecía querer arrojarse sobre don Juan, pensaba, acusaba, condenaba, amenazaba, juzgaba, hablaba, gritaba, mordía. Todas las pasiones humanas se agitaban en él. Eran las más tiernas súplicas: la cólera de un rey, luego, el amor de una joven pidiendo gracia a sus verdugos; la mirada que lanza un hombre a los hombres al subir el último escalón del patíbulo. Tanta vida estallaba en aquel fragmento de vida, que don Juan retrocedió espantado, paseó por la habitación sin atreverse a mirar aquel ojo, que veía de nuevo en el suelo, en los tapices. La estancia estaba sembrada de puntos llenos de fuego, de vida, de inteligencia. Por todas partes brillaban ojos que ladraban a su alrededor
—¡Bien podría haber vivido cien años! —exclamó sin querer cuando, llevado ante su padre por una fuerza diabólica, contemplaba aquella chispa luminosa.
De repente, aquel párpado inteligente se cerró y volvió a abrirse bruscamente, como el de una mujer que consiente. Si una voz hubiera gritado: «¡Sí!», don Juan no se hubiera asustado más.
«¿Qué hacer?», pensaba. Tuvo el valor de intentar cerrar aquel párpado blanco. Sus esfuerzos fueron vanos.
—¿Reventarlo? ¿Sería acaso un parricidio? —se preguntaba.
—Sí —dijo el ojo con un guiño de una sorprendente ironía.
—¡Ja! Ja! ¡Aquí hay brujería! —exclamó don Juan, y se acercó al ojo para reventarlo. Una lágrima rodó por las mejillas hundidas del cadáver, y cayó en la mano de Belvidero—. ¡Está ardiendo! —gritó sentándose.
Aquella lucha lo había fatigado como si hubiera combatido contra un ángel, como Jacob.
Finalmente se levantó diciendo para sí:
«¡Mientras no haya sangre…!». Luego, reuniendo todo el valor necesario para ser cobarde, reventó el ojo aplastándolo con un paño, pero sin mirar. Un gemido inesperado, pero terrible, se hizo oír. El pobre perro de aguas expiró aullando.
«¿Sabría él el secreto?», se preguntó don Juan mirando al fiel animal.
Don Juan Belvidero pasó por un hijo piadoso. Levantó sobre la tumba de su padre un monumento y confió la realización de las figuras a los artistas más célebres de su tiempo. Sólo estuvo completamente tranquilo el día en que la estatua paterna, arrodillada ante la religión, impuso su enorme peso sobre aquella fosa, en el fondo de la cual enterró el único remordimiento que hubiera rozado su corazón en los momentos de cansancio físico. Haciendo inventario de las inmensas riquezas amasadas por el viejo orientalista, don Juan se hizo avaro. ¿Acaso no tenía dos vidas humanas para proveer de dinero? Su mirada, profunda y escrutadora, penetró en el principio de la vida social y abrazó mejor al mundo, puesto que lo veía a través de una tumba. Analizó a los hombres y las cosas para terminar de una vez con el pasado, representado por la historia; con el presente, configurado por la ley; con el futuro, desvelado por las religiones. Tomó el alma y la materia, las arrojó a un crisol, no encontró nada, y desde entonces se convirtió en DON JUAN.
Dueño de las ilusiones de la vida, se lanzó, joven y hermoso, a la vida, despreciando al mundo, pero apoderándose del mundo. Su felicidad no podía ser una felicidad burguesa que se alimenta con un hervido diario, con un agradable calentador de cama en invierno, una lámpara de noche y unas pantuflas nuevas cada trimestre. No. Se asió a la existencia como un mono que coge una nuez y, sin entretenerse largo tiempo, despoja sabiamente las envolturas del fruto, para degustar la sabrosa pulpa. La poesía y los sublimes arrebatos de la pasión humana no le interesaban. No cometió el error de otros hombres poderosos que, imaginando que las almas pequeñas creen en las grandes almas, se dedican a intercambiar los más altos pensamientos del futuro con la moneda de nuestras ideas vitalicias. Bien podía, como ellos, caminar con los pies en la tierra y la cabeza en el cielo; pero prefería sentarse y secar bajo sus besos más de un labio de mujer joven, fresca y perfumada; porque, al igual que la muerte, allí por donde pasaba devoraba todo sin pudor, queriendo un amor posesivo, un amor oriental de placeres largos y fáciles. Amando sólo a la mujer en las mujeres, hizo de la ironía un cariz natural de su alma. Cuando sus amantes se servían de un lecho para subir a los cielos donde iban a perderse en el seno de un éxtasis embriagador, don Juan las seguía, grave, expansivo, sincero, tanto como un estudiante alemán sabe serlo. Pero decía YO cuando su amante, loca, extasiada, decía NOSOTROS. Sabía dejarse llevar por una mujer de forma admirable. Siempre era lo bastante fuerte como para hacerla creer que era un joven colegial que dice a su primera compañera de baile: «¿Te gusta bailar?». También sabía enrojecer a propósito, y sacar su poderosa espada y derribar a los comendadores. Había burla en su simpleza y risa en sus lágrimas, pues siempre supo llorar como una mujer cuando le dice a su marido: «Dame un séquito o me moriré enferma del pecho.»
Para los negociantes, el mundo es un fardo o una mesa de billetes en circulación; para la mayoría de los jóvenes, es una mujer; para algunas mujeres, es un hombre; para ciertos espíritus es un salón, una camarilla, un barrio, una ciudad; para don Juan, el universo era él. Modelo de gracia y de belleza, con un espíritu seductor, amarró su barca en todas las orillas; pero, haciéndose llevar, sólo iba allí adonde quería ser llevado. Cuanto más vivió, más dudó. Examinando a los hombres, adivinó con frecuencia que el valor era temeridad; la prudencia, cobardía; la generosidad, finura; la justicia, un crimen; la delicadeza, una necedad; la honestidad, organización; y, gracias a una fatalidad singular, se dio cuenta de que las gentes honestas, delicadas, justas, generosas, prudentes y valerosas, no obtenían ninguna consideración entre los hombres. «¡Qué broma tan absurda! —se dijo—. No procede de un dios». Y entonces, renunciando a un mundo mejor, jamás se descubrió al oír pronunciar un nombre, y consideró a los santos de piedra de las iglesias como obras de arte. Pero también, comprendiendo el mecanismo de las sociedades humanas, no contradecía en exceso los prejuicios, puesto que no era tan poderoso como el verdugo, pero daba la vuelta a las leyes sociales con la gracia y el ingenio tan bien expresados en su escena con el señor Dimanche. Fue, en efecto, el tipo de don Juan de Molière, del Fausto de Goethe, del Manfred de Byron y del Melmoth de Maturin. Grandes imágenes trazadas por los mayores genios de Europa, y a las que no faltarán quizá ni los acordes de Mozart ni la lira de Rossini. Terribles imágenes que el principio del mal, existente en el hombre, eterniza y del cual se encuentran copias cada siglo: bien porque este tipo entra en conversaciones humanas encarnándose en Mirabeau; bien porque se conforma con actuar en silencio como Bonaparte; o de comprimir el mundo en una ironía como el divino Rabelais; o, incluso, se ría de los seres en lugar de insultar a las cosas como el mariscal de Richelieu; o que se burle a la vez de los hombres y de las cosas como el más célebre de nuestros embajadores.
Pero la profunda jovialidad de don Juan Belvidero precedió a todos ellos. Se rió de todo. Su vida era una burla que abarcaba hombres, cosas, instituciones e ideas. En lo que respecta a la eternidad, había conversado familiarmente media hora con el papa Julio II, y al final de la charla le había dicho riendo:
—Si es absolutamente preciso elegir, prefiero creer en Dios a creer en el diablo; el poder unido a la bondad ofrece siempre más recursos que el genio del mal.
—Sí, pero Dios quiere que se haga penitencia en este mundo.
—¿Siempre piensa en sus indulgencias? —respondió Belvidero—. ¡Pues bien!, tengo reservada toda una existencia para arrepentirme de las faltas de mi primera vida.
—¡Ah!, si es así como entiendes la vejez —exclamó el papa— corres el riesgo de ser canonizado.
—Después de su ascensión al papado, puede creerse todo.
Fueron entonces a ver a los obreros que construían la inmensa basílica consagrada a san Pedro.
—San Pedro es el hombre de genio que dejó constituido nuestro doble poder —dijo el papa a don Juan-, merece este monumento. Pero, a veces, por la noche, pienso que un silencio borrará todo esto y habrá que volver a empezar…
Don Juan y el papa se echaron a reír, se habían entendido bien. Un necio habría ido a la mañana siguiente a divertirse con Julio II a casa de Rafael o a la deliciosa Villa Madame, pero Belvidero acudió a verlo oficiar pontificalmente para convencerse de todas sus dudas. En un momento libertino, la Rovere hubiera podido desdecirse y comentar el Apocalipsis.
Sin embargo, esta leyenda no tiene por objeto el proporcionar material a aquellos que deseen escribir sobre la vida de don Juan, sino que está destinada a probar a las gentes honestas que Belvidero no murió en un duelo con una piedra como algunos litógrafos quieren hacer creer.
Cuando don Juan Belvidero alcanzó la edad de sesenta años, se instaló en España. Allí, ya anciano, se casó con una joven y encantadora andaluza. Pero, tal y como lo había calculado, no fue ni buen padre ni buen esposo. Había observado que no somos tan tiernamente amados como por las mujeres en las que nunca pensamos. Doña Elvira, educada santamente por una anciana tía en lo más profundo de Andalucía, en un castillo a pocas leguas de Sanlúcar, era toda gracia y devoción. Don Juan adivinó que aquella joven sería del tipo de mujer que combate largamente una pasión antes de ceder, y por ello pensó poder conservarla virtuosa hasta su muerte. Fue una broma seria, un jaque que se quiso reservar para jugarlo en sus días de vejez. Fortalecido con los errores cometidos por su padre Bartolomé, don Juan decidió utilizar los actos más insignificantes de su vejez para el éxito del drama que debía consumarse en su lecho de muerte. De este modo, la mayor parte de su riqueza permaneció oculta en los sótanos de su palacio de Ferrara, donde raramente iba. Con la otra mitad de su fortuna estableció una renta vitalicia para que le produjera intereses durante su vida, la de su mujer y la de sus hijos, astucia que su padre debiera haber practicado. Pero semejante maquiavélica especulación no le fue muy necesaria. El joven Felipe Belvidero, su hijo, se convirtió en un español tan concienzudamente religioso como impío era su padre, quizá en virtud del proverbio: a padre avaro, hijo pródigo.
El abad de Sanlúcar fue elegido por don Juan para dirigir la conciencia de la duquesa de Belvidero y de Felipe. Aquel eclesiástico era un hombre santo, admirablemente bien proporcionado, alto, de bellos ojos negros y una cabeza al estilo de Tiberio, cansada por el ayuno, blanca por la mortificación y diariamente tentada como son tentados todos los solitarios. Quizá esperaba el anciano señor matar a algún monje antes de terminar su primer siglo de vida. Pero, bien porque el abad fuera tan fuerte como podía serlo el mismo don Juan, bien porque doña Elvira tuviera más prudencia o virtud de la que España le otorga a las mujeres, don Juan fue obligado a pasar sus últimos días como un viejo cura rural, sin escándalos en su casa. A veces, sentía placer si encontraba a su mujer o a su hijo faltando a sus deberes religiosos, y les exigía realizar todas las obligaciones impuestas a los fieles por el tribunal de Roma. En fin, nunca se sentía tan feliz como cuando oía al galante abad de Sanlúcar, a doña Elvira y a Felipe discutir sobre un caso de conciencia. Sin embargo, a pesar de los cuidados que don Juan Belvidero prodigaba a su persona, llegaron los días de decrepitud; con la edad del dolor llegaron los gritos de impotencia, gritos tanto más desgarradores cuanto más ricos eran los recuerdos de su ardiente juventud y de su voluptuosa madurez. Aquel hombre, cuyo grado más alto de burla era inducir a los otros a creer en las leyes y principios de los que él se mofaba, se dormía por las noches pensando en un quizá. Aquel modelo de elegancia, aquel duque, vigoroso en las orgías, soberbio en la corte, gentil para con las mujeres cuyos corazones había retorcido como un campesino retuerce una vara de mimbre, aquel hombre ingenio, tenía una pituita pertinaz, una molesta ciática y una gota brutal. Veía cómo sus dientes lo abandonaban, al igual que se van, una a una, las más blancas damas, las más engalanadas, dejando el salón desierto. Finalmente, sus atrevidas manos temblaron, sus esbeltas piernas se tambalearon, y una noche la apoplejía aprisionó sus manos corvas y heladas. Desde aquel fatal día se volvió taciturno y duro. Acusaba la dedicación de su mujer y de su hijo, pretendiendo en ocasiones que sus emotivos cuidados y delicadezas le eran así prodigados porque había puesto su fortuna en rentas vitalicias. Elvira y Felipe derramaban entonces lágrimas amargas y doblaban sus caricias al malicioso viejo, cuya voz cascada se volvía afectuosa para decirles: «Queridos míos, querida esposa, ¿me perdonan, verdad? Los atormento un poco. ¡Ay, gran Dios!, ¿cómo te sirves de mí para poner a prueba a estas dos celestes criaturas? Yo, que debiera ser su alegría, soy su calamidad.» De este modo los encadenó a la cabecera de su cama, haciéndoles olvidar meses enteros de impaciencia y crueldad por una hora en que les prodigaba los tesoros, siempre nuevos, de su gracia y de una falsa ternura. Paternal sistema que resultó infinitamente mejor que el que su padre había utilizado en otro tiempo para con él.
Por fin llegó a un grado tal de enfermedad en que, para acostarlo, había que manejarlo como una falúa que entra en un canal peligroso. Luego, llegó el día de la muerte. Aquel brillante y escéptico personaje de quien sólo el entendimiento sobrevivía a la más espantosa de las destrucciones, se vio entre un médico y un confesor, los dos seres que le eran más antipáticos. Pero estuvo jovial con ellos. ¿Acaso no había para él una luz brillante tras el velo del porvenir? Sobre aquella tela, para unos de plomo, diáfana para él, jugaban como sombras las arrebatadoras delicias de la juventud.
Era una hermosa tarde cuando don Juan sintió la proximidad de la muerte. El cielo de España era de una pureza admirable, los naranjos perfumaban el aire, las estrellas destilaban luces vivas y frescas, parecía que la naturaleza le daba pruebas ciertas de su resurrección; un hijo piadoso y obediente lo contemplaba con amor y respeto. Hacia las once, quiso quedarse solo con aquel cándido ser.
—Felipe —le dijo con una voz tan tierna y afectuosa que hizo estremecerse y llorar de felicidad al joven. Jamás había pronunciado así, «Felipe», aquel padre inflexible.
—Escúchame, hijo mío —continuó el moribundo—. Soy un gran pecador. Durante mi vida también he pensado en mi muerte. En otro tiempo fui amigo del gran papa Julio II. El ilustre pontífice temió que la excesiva exaltación de mis sentidos me hiciese cometer algún pecado mortal entre el momento de expirar y de recibir los santos óleos; me regaló un frasco con el agua bendita que mana entre las rocas, en el desierto. He mantenido el secreto de este despilfarro del tesoro de la Iglesia, pero estoy autorizado a revelar el misterio a mi hijo, in articulo mortis. Encontrarás el frasco en el cajón de esa mesa gótica que siempre ha estado en la cabecera de mi cama… El precioso cristal podrá servirte aún, querido Felipe. Júrame, por tu salvación eterna, que ejecutarás puntualmente mis órdenes.
Felipe miró a su padre. Don Juan conocía demasiado la expresión de los sentimientos humanos como para no morir en paz bajo el testimonio de aquella mirada, como su padre había muerto en la desesperanza de su propia mirada.
—Tú merecías otro padre —continuó don Juan—. Me atrevo a confesarte, hijo mío, que en el momento en que el venerable abad de Sanlúcar me administraba el viático, pensaba en la incompatibilidad de los dos poderes, el del diablo y el de Dios.
—¡Oh, padre!
—Y me decía a mí mismo que, cuando Satán haga su paz, tendrá que acordar el perdón de sus partidarios, para no ser un gran miserable. Esta idea me persigue. Iré, pues, al infierno, hijo mío, si no cumples mi voluntad.
—¡Oh, dímela pronto, padre!
—Tan pronto como haya cerrado los ojos —continuó don Juan—, unos minutos después, cogerás mi cuerpo, aún caliente, y lo extenderás sobre una mesa, en medio de la habitación. Después apagarás la luz. El resplandor de las estrellas deberá ser suficiente. Me despojarás de mis ropas, rezarás padrenuestros y avemarías elevando tu alma a Dios y humedecerás cuidadosamente con este agua santa mis ojos, mis labios, toda mi cabeza primero, y luego sucesivamente los miembros y el cuerpo; pero, hijo mío, el poder de Dios es tan grande, que no deberás asombrarte de nada.
Entonces, don Juan, que sintió llegar la muerte, añadió con voz terrible:
—Coge bien el frasco —y expiró dulcemente en los brazos de su hijo, cuyas abundantes lágrimas bañaron su rostro irónico y pálido.
Era cerca de la medianoche cuando don Felipe Belvidero colocó el cadáver de su padre sobre la mesa. Después de haber besado su frente amenazadora y sus grises cabellos, apagó la lámpara. La suave luz producida por la claridad de la luna cuyos extraños reflejos iluminaban el campo, permitió al piadoso Felipe entrever indistintamente el cuerpo de su padre como algo blanco en medio de la sombra. El joven impregnó un paño en el licor que, sumido en la oración, ungió fielmente aquella cabeza sagrada en un profundo silencio. Oía estremecimientos indescriptibles, pero los atribuía a los juegos de la brisa en la cima de los árboles. Cuando humedeció el brazo derecho sintió que un brazo fuerte y vigoroso le cogía el cuello, ¡el brazo de su padre! Profirió un grito desgarrador y dejó caer el frasco, que se rompió. El licor se evaporó. Las gentes del castillo acudieron, provistos de candelabros, como si la trompeta del juicio final hubiera sacudido el universo. En un instante la habitación estuvo llena de gente. La multitud temblorosa vio a don Felipe desvanecido, pero retenido por el poderoso brazo de su padre, que le apretaba el cuello. Después, cosa sobrenatural, los asistentes contemplaron la cabeza de don Juan tan joven y tan bella como la de Antínoo; una cabeza con cabellos negros, ojos brillantes, boca bermeja y que se agitaba de forma escalofriante, sin poder mover el esqueleto al que pertenecía. Un anciano servidor gritó:
—¡Milagro! —y todos los españoles repitieron—: ¡Milagro!
Doña Elvira, demasiado piadosa como para admitir los misterios de la magia, mandó buscar al abad de Sanlúcar. Cuando el prior contempló con sus propios ojos el milagro, decidió aprovecharlo, como hombre inteligente y como abad, para aumentar sus ingresos. Declarando enseguida que don Juan sería canonizado sin ninguna duda, fijó la apoteósica ceremonia en su convento que en lo sucesivo se llamaría, dijo, San Juan-de-Lúcar. Ante estas palabras, la cabeza hizo un gesto jocoso.
El gusto de los españoles por este tipo de solemnidades es tan conocido que no resultan difíciles de creer las hechicerías religiosas con que el abad de Sanlúcar celebró el traslado del bienaventurado don Juan Belvidero a su iglesia. Días después de la muerte del ilustre noble, el milagro de su imperfecta resurrección era tan comentado de un pueblo a otro, en un radio de más de cincuenta leguas alrededor de Sanlúcar, que resultaba cómico ver a los curiosos en los caminos; vinieron de todas partes, engolosinados por un Te Deum con antorchas. La antigua mezquita del convento de Sanlúcar, una maravillosa edificación construida por los moros, cuyas bóvedas escuchaban desde hacía tres siglos el nombre de Jesucristo sustituyendo al de Alá, no pudo contener a la multitud que acudía a ver la ceremonia. Apretados como hormigas, los hidalgos con capas de terciopelo y armados con sus espadas, estaban de pie alrededor de las columnas, sin encontrar sitio para doblar sus rodillas, que sólo se doblaban allí. Encantadoras campesinas, cuyas basquiñas dibujaban las amorosas formas, daban su brazo a ancianos de blancos cabellos. Jóvenes con ojos de fuego se encontraban junto a ancianas mujeres adornadas. Había, además, parejas estremecidas de placer, novias curiosas acompañadas por sus bienamados; recién casados; niños que se cogían de la mano, temerosos. Allí estaba aquella multitud, llena de colorido, brillante en sus contrastes, cargada de flores, formando un suave tumulto en el silencio de la noche. Las amplias puertas de la iglesia se abrieron. Aquellos que, retardados, se quedaron fuera, veían de lejos, por las tres puertas abiertas, una escena tan pavorosa de decoración a la que nuestras modernas óperas sólo podrían aproximarse débilmente. Devotos y pecadores, presurosos por alcanzar la gracia del nuevo santo, encendieron en su honor millares de velas en aquella amplia iglesia, resplandores interesados que concedieron un mágico aspecto al monumento. Las negras arcadas, las columnas y sus capiteles, las capillas profundas y brillantes de oro y plata, las galerías, las figuras sarracenas recortadas, los más delicados trazos de tan delicada escultura se dibujaban en aquella luz excesiva, como caprichosas figuras que se forman en un brasero al rojo.
Era un océano de fuego, dominado al fondo de la iglesia por un coro dorado, donde se levantaba el altar mayor, cuya gloria habría podido rivalizar con la de un sol naciente. En efecto, el esplendor de las lámparas de oro, de los candelabros de plata, de los estandartes, de las borlas, de los santos y de los exvotos palidecía ante el relicario en que se encontraba don Juan. El cuerpo del impío resplandecía de pedrería, de flores, cristales, diamantes, oro y plumas tan blancas como las alas de un serafín, y sustituía en el altar a un retablo de Cristo. A su alrededor brillaban numerosos cirios que lanzaban al aire ondas llameantes. El abad de Sanlúcar, adornado con los hábitos pontificios, con su mitra enriquecida de piedras preciosas, su roqueta, su báculo de oro, estaba sentado, rey del coro, en un sillón de lujo imperial, en medio del clero compuesto por impasibles ancianos de cabellos plateados, revestidos de albas finas y que lo rodeaban semejantes a los santos confesores que los pintores agrupan alrededor del Eterno. El gran chantre y los dignatarios del cabildo, adornados con las brillantes insignias de sus vanidades eclesiásticas, iban y venían en el seno de las nubes formadas por el incienso, semejantes a los astros que ruedan en el firmamento. Cuando llegó la hora del triunfo, las campanas despertaron los ecos del campo, y aquella inmensa asamblea lanzó a Dios el primer grito de alabanza con que comienza el Te Deum. ¡Sublime grito! Eran voces puras y ligeras, voces de mujeres en éxtasis unidas a las voces graves y fuertes de los hombres, de millares de voces tan poderosas, que el órgano no dominó el conjunto, a pesar del mugir de sus tubos. Sólo las agudas notas de la voz joven de los niños del coro y los amplios acentos de algunos bajos, suscitaron ideas graciosas, dibujaron la infancia y la fuerza en este arrebatador concierto de voces humanas confundidas en un sentimiento de amor.
—¡Te Deum laudamus!
Aquel canto salía del seno de la catedral negra de mujeres y hombres arrodillados, semejante a una luz que brilla de pronto en la noche; y se rompió el silencio como por el estallido de un trueno. Las voces ascendieron con nubes de incienso que arrojaban entonces velos diáfanos y azulados sobre las fantasías maravillosas de la arquitectura. Todo era riqueza, perfume, luz y melodía. En el instante en que aquella música de amor y de reconocimiento se concentró en el altar, don Juan, demasiado educado como para no dar las gracias, demasiado espiritual, por no decir burlón, respondió con una espantosa carcajada y se acomodó en su relicario. Pero el diablo le hizo pensar en el riesgo que corría de ser tomado por un hombre ordinario, un santo, un Bonifacio, un Pantaleón. Turbó aquella melodía de amor con un aullido al que se unieron las mil voces del inferno. La tierra bendecía, el cielo maldecía. La iglesia tembló en sus antiguos cimientos.
—¡Te Deum laudamus! —decía la asamblea.
—¡Al diablo todos!, ¡son unas bestias! ¡Dios! ¡Dios!, ¡carajos, demonios!, ¡animales, son unos estúpidos con su viejo Dios!
Y un torrente de imprecaciones discurrió como un río de lava ardiente en una erupción del Vesubio.
—¡Deus sabaoth, sabaoth! —gritaron los cristianos.
—¡Insultan la majestad del infierno! —contestó don Juan con un rechinar de dientes.
Pronto pudo el brazo viviente salir por encima del relicario y amenazó a la asamblea con gestos de desesperación e ironía.
—El santo nos bendice —dijeron las viejas mujeres, los niños y los novios, gentes crédulas.
Así somos frecuentemente engañados en nuestras adoraciones. El hombre superior se burla de los que lo elogian y elogia en ocasiones a aquellos de los que se burla en el fondo de su corazón.
Cuando el abad, arrodillado ante el altar cantaba: Sancte Johannes ora pro nobis, entendió claramente: ¡Oh, coglione!
—¿Qué pasa ahí arriba? —exclamó el deán al ver moverse el relicario.
—El santo hace diabluras —respondió el abad.
Entonces, aquella cabeza viviente se separó violentamente del cuerpo que ya no vivía y cayó sobre el cráneo amarillo del oficiante.
—¡Acuérdate de doña Elvira! —gritó la cabeza devorando la del abad.
Este profirió un horrible grito que turbó la ceremonia. Todos los sacerdotes corrieron y rodearon a su soberano.
—¡Imbécil!, ¿y dices que hay un Dios? —gritó la voz en el momento en que el abad, mordido en su cerebro, expiraba.