Algo tan feo en la vida de una señora bien, de Marvel Moreno
Laura de Urueta terminó de tomarse el último Librium y alargando el brazo encendió el aparato de aire acondicionado. En el cuarto se insinuaba una leve oscuridad, rezago del tiempo de agua que había estado amenazando toda la tarde sin transformarse en lluvia; se oía el zumbido de una mosca y de abajo, confusamente, venían los ruidos que el nuevo chofer hacía al cerrar la puerta del garaje. Todos se habían ido ya, Eucaris, la cocinera. Así pues, estaba sola.
Por primera vez en mucho tiempo, recordó Laura de Urueta abandonando el cigarrillo en un cenicero de cristal. Sola en aquella casa demasiado grande, donde había vivido desde su matrimonio sin haber podido nunca sentirla suya. El cuarto, su cuarto, era distinto: le pertenecía, lo había arreglado a su gusto poniendo cosas que hacían sonreír a Ernesto, un diván de líneas simples que con frecuencia le servía de cama, el viejo escritorio de su padre y cojines, multitud de cojines regados por el suelo, amontonados bajo la lámpara con sus colores vivos y aquellas figuras que ella misma dibujaba en papel pergamino antes de pasarlas a la tela de bordar. Ernesto sólo subía allí para darle las buenas noches cuando ella se retiraba temprano pretextando una jaqueca. No le gustaban los afiches que cubrían las paredes, decía, pero sobre todo, así lo creía ella, no le gustaba encontrar sus cuadros; las cuatro acuarelas que había logrado terminar alguna vez, el día que quiso volver a la pintura recordando que en La Enseñanza la madre Ana María alababa sus dibujos, y aprovechando un viaje de Ernesto había comprado cartones y pinceles y trabajado semanas enteras, sin descanso, locamente, hasta que él regresó y con una frase, una sola, no recordaba cuál, la había hecho sentir ridícula, vagamente absurda. En cierta forma tenía razón. Nadie pinta si sus cuadros no han de ser nunca vistos y la ciudad se habría caído de espaldas si un buen día se hubiera anunciado la exposición de la esposa de Ernesto Urueta, expresidente del Country y del Rotario, el eminente hombre de empresa, como lo llamaban los periódicos, en todo caso una persona discreta que prefería mantenerse al margen de cualquier publicidad y ni siquiera había permitido a su hija participar en concursos de belleza ni reinados de carnaval. Algo de eso había dicho aquella vez mirando fríamente sus acuarelas. Pero, a pesar de concederle razón, ella, para sus adentros, se había sentido humillada. Porque en ningún momento había tenido el propósito de exhibirse en público, por arte de magia no se convierte una en pintora a los cuarenta años. En el rechazo de Ernesto había habido ciertamente un proceso de intención, una manifestación más de su hiriente y eterna desconfianza. Desde entonces, hacía ya tres años, sólo pintaba para hacer bordados sobre los cojines. No es que le importara demasiado, no le había importado mayormente si bien recordaba; sin embargo, aquellos cuadros se habían vuelto un símbolo, no sabía muy bien de qué. Lo había descubierto cuando resolvió tomar aquel cuarto para ella y se sorprendió clavándolos con una emoción extraña en la pared: allí estaban todavía así no los viera nadie, así Ernesto fingiera ignorarlos cada vez que entraba a preguntarle por sus jaquecas. Igual le daba: al fin y al cabo eran suyos, expresaban, si algo expresaban, un sentimiento no definido, no razonado, eso que sin palabras le trajinaba la cabeza día y noche, que aparecía claramente en sus sueños y al despertarse olvidaba con una impresión de cansancio, de cansancio asociado a figuras gris y malva. Había empezado a dibujar aquellas figuras, explicó una vez a su hija, para ver si así sus sueños le resultaban más coherentes, o quizás (eso no se lo dijo), porque creía que el simple hecho de recrearlas con colores y pinceles podía liberarla de la angustia inexplicable que la anudaba cuando volvía de esas pesadillas sin sentido y sin memoria. Pero sólo había logrado inquietar a Lilian. Espero que se te pase, le había dicho por todo comentario mirándola con un cierto recelo. Y ella, aunque más o menos resentida, había comprendido su temor. Lo había compartido, incluso. Hablar de esas cosas podía ser el primer paso de ponerse al desnudo, de contarse a sí misma, y nada la crispaba tanto como las personas que se abrían a los demás con el aire de estar abrumadas por dudas insondables, por penas metafísicas.
Sonriendo de lo que acababa de pensar, Laura de Urueta miró a su alrededor. Allí seguían las acuarelas, sí, y la mosca volvía a zumbar entre la ventana y la cortina. El sueño, la paz que había buscado al tomar el puñado de tranquilizantes tardaba en venir. Esperaría media hora más antes de comenzar con los somníferos. De todos modos era preferible estar despierta cuando Ernesto la llamara de Nueva York; lo haría sin lugar a dudas, como siempre que partía de viaje. Una llamada telefónica cada tres días, de Miami, Nueva York o Chicago, donde lo llevara la necesidad de negociar patentes, contratar un nuevo técnico o comprar repuestos para la maquinaria de la fábrica. Era tan gentil al ocuparse así de ella, siempre interesado en su salud, en sus pequeños problemas. Por fortuna no estaría allí su madre pendiente de lo que hablara por teléfono. La actitud complaciente de su madre, sus frases convencionales, eso sí que no lo podía tolerar. No soportaba esa manera que tenía de inmiscuirse en su vida, de recordarle a cada instante la suerte que había tenido al encontrar a Ernesto. Desde que había venido a vivir con ella, dos años antes, tenía que hacer un esfuerzo continuo para no estallar en su presencia. Y sin embargo la quería, le daba lástima verla tan vieja y fatigada, una persona que jamás había conocido el cansancio ni la enfermedad, que había trabajado toda su vida duramente, por ella, por conservarle, repetía entonces, la posición social a la que su apellido le daba derecho. Lo había logrado, era verdad; a costa de sacrificios había mantenido las apariencias y ella había podido ir a un buen colegio, y frecuentar el Country, y disponer siempre de una casa presentable para recibir a sus amigas, aunque de la vieja casa de Olaya Herrera prefería no acordarse. Mejor que la hubieran echado abajo, que sobre sus ruinas se alzara un edificio. Ernesto había conseguido venderla bien y con el dinero recibido su madre le había regalado a Lilian la cuota inicial del apartamento, ese había sido su regalo de matrimonio. Era de esperarse, su madre adoraba a Lilian. Viéndolas juntas, advirtiendo lo mucho que se parecían, ella tenía a veces la impresión de no ser más que un eslabón entre dos generaciones, alguien que había existido solamente para que su madre se reconociera en su hija, para que la casa de una se convirtiera en el apartamento de otra, sin que ni una ni otra tuvieran particularmente necesidad de ella.
Ahora el sol empezaba a brillar. El cuarto se había llenado de repente de una luz rosada tan intensa que el gris y el malva de las acuarelas parecía haberse diluido. La mosca danzaba, dando topetazos contra el vidrio de la ventana y ningún ruido llegaba de la casa desierta. Qué difícil realmente quedarse sola, reflexionó Laura de Urueta. Era increíble todo lo que había tenido que intrigar y planear para conseguirlo: darle al servicio los cuatro días del carnaval, convencer a su madre de que fuera a pasar una semana con Lilian y su marido a Santa Marta. Pero, ¿quién te va a acompañar?, las sirvientas, mamá, no te preocupes, y, ¿quién se va a quedar con usted?, mamá piensa regresar mañana, Eucaris, salga a divertirse. Cualquiera diría una inválida, un recién nacido. La gente tendía siempre a protegerla, y no era que su comportamiento despertara esa actitud, por lo menos así lo creía. Sólo que su madre y Ernesto la habían considerado toda la vida incapaz, incapaz y frágil; las sirvientas, claro, no hacían más que seguir la pauta. En el fondo no le había dado nunca ni frío ni calor la debilidad que le atribuían, le servía para escurrirse, para resguardarse de ellos; si no estaba de acuerdo con sus opiniones, se callaba, no se sorprendían de su silencio; si querían que los acompañara aquí o allá, no podía, estaba indispuesta; si sentía que no llegaba a aguantarlos más, la jaqueca le permitía encerrarse en su cuarto. Qué buena idea haber conseguido aquel cuarto, aislarse en él, hacerlo suyo. Y ver simultáneamente dos o tres médicos sin que nadie lo supiera. De ese modo podía comprar todos los tranquilizantes y somníferos que deseaba y morirse de risa de la depresión. Porque ahora sabía que esa total falta de ánimo, ese deseo de no moverse, de dormir, de hundirse en el vacío, se llamaba depresión. Y era tan intolerable, tan intolerable tener que levantarse de la cama a afrontar la rutina de cada día, y encontrar a Ernesto y su madre comentando las noticias de El Heraldo, y asistir a la reunión de las Damas Rosadas, las Azules, las Católicas, que resultaba un verdadero alivio saber que por lo menos pondría fin al día con cuatro, cinco somníferos, para de un golpe ir hasta el fondo de la nada, a la blanca región donde todo dejaba de existir y el sueño se convertía en un denso, profundo olvido. Qué alegría, qué placer sentirse libre, disponer de sí misma a su antojo, no ver, no escuchar a nadie. El recuerdo de las cajas y frascos escondidos en su cuarto la hacía más tolerante, menos vulnerable; un Librium, un Tranxene, un Valium, todos juntos al desayuno y la vida era una fiesta. Lástima no haberlo descubierto antes.
Pensar que había pasado un año completo desde el matrimonio de Lilian, sí, un año, embrutecida por el insomnio y la tristeza, llorando a escondidas, llevando a toda hora lentes negros, no fuera a ser que Ernesto advirtiera su estado de ánimo y empezara a abrumarla con la lógica que le servía para comprenderlo todo menos a ella. El matrimonio de Lilian había sido un detonador, el despertar. De casos así está lleno el mundo: una se deja envolver por la rutina, se somete a un marido anulándose hasta perder cualquier asomo de personalidad, hasta desarticularse, extraviarse en el personaje que él le impone; hace eso, sí, sin darse cuenta, porque es más fácil y la facilidad produce una especie de somnolencia; mientras tanto el tiempo pasa, el tiempo y la posibilidad de construirse una vida más conforme consigo misma, de ser lo que alguna vez quiso, vagamente, confusamente ser. Y he aquí que de repente alguien se casa, alguien se muere. O no ocurre nada grave, sino que salen las primeras canas, o se lee un libro, o se formula una pregunta cuya respuesta no es posible eludir más. Entonces hay un crujido y en la perfecta estructura algo falla, algo se viene al suelo.
Eso había sentido con el matrimonio de Lilian, que se quebraba, que se rompía el mecanismo que hasta entonces le había permitido evadir la realidad engañándose a sí misma. Qué más engaño que imaginar a Lilian capaz de escoger una vida diferente a la suya. Lilian tratando siempre de mimetizarse, pendiente siempre del qué dirán. Como ella, al fin y al cabo. Sólo que ella había cargado toda su infancia la vergüenza de ser la hija de un hombre indigno, ¿no lo llamaba así su madre?, ¿no se lo repetía una y mil veces? Además Lilian, y eso era importante, no tenía nada de qué arrepentirse, no había cometido su error. Error, divertido. ¿Qué diría su madre si supiera que ahora reducía a error lo que ella había calificado siempre de infamia? En fin, ni valía la pena pensar en ello.
Laura de Urueta encendió un cigarrillo y cerrando los ojos buscó a tientas un cojín por el suelo. Empezaba a sentirse adormecida y tenía ganas de reír, unas ganas locas de echarse a reír. Infame, hágame el favor, y sólo contaba diez y ocho años. Cierto era que para su madre no había términos medios, ni matices, ni límites; nada frenaba su crítica, su horrible necesidad de abrir la boca y ponerse a calificar lo habido y lo por haber, sin humor, sin compasión alguna. Ella, al menos, se había abstenido siempre de criticar a los demás. Porque no tienes derecho, le había dicho su madre no hacía mucho tiempo, a raíz de ya no sabía qué discusión; algo a propósito de tía Edith, la detestada tía Edith. Ah, sí, a propósito de aquella historia que toda la vida había oído referir sin comentar nada, tía Edith que había matado al hermano de su madre porque lo obligaba a hacer cada noche el amor. De pronto había sentido deseos de abofetear la cara seca de su madre, su boca sin labios, sus ojos sufridos, que se callara de una vez por todas, que dejara en paz a la única mujer normal de la familia. No había dicho mayor cosa, apenas comenzaba a hablar, recordaba, cuando su madre soltó aquello. Triunfante, excitada, dispuesta otra vez a hundirla bajo el peso de su virtud, de su vida ejemplar. A punto había estado de decirle cuán ridícula le parecía su vida, o algo más hiriente aún, decirle, por ejemplo, que le fastidiaba ser insultada en su propia casa. Lo peor con su madre era que la hacía volverse innoble. Había gente así, que lo llenaba a uno de vergüenza por los sentimientos que en uno despertaba. Y eso era lo más difícil de perdonar.
Laura de Urueta pensó que algún día tendría que poner en claro las cosas con su madre: explicarse, hablarle objetivamente. Pero algo le decía que no había vueltas que darle, frente a ella llevaría siempre las de perder. El problema del servicio, sin ir más lejos: apenas instalada en la casa, su madre había comenzado a pelearse con el mundo entero y desde entonces cambiaban de cocinera y de chofer cada dos meses. ¿Qué decirle? ¿Que ella se las había arreglado muy bien sola durante veintiún años?, ¿que su manera de tratar a las sirvientas resultaba humillante? ¿Decirle eso para que adoptara su actitud de reina ofendida y pasara una semana sin pronunciar una palabra en la mesa? Y luego, Ernesto le daba razón, decía que nunca la casa había estado mejor atendida, que al fin las sirvientas marchaban al paso. Lo mismo había ocurrido con Maritza; tanto había insistido su madre en que no debía verla, tanto había hablado de su vida disipada en Nueva York, que Ernesto había tomado cartas en el asunto y se puso a hacer averiguaciones por su cuenta hasta descubrir la verdad y pedirle que no volviera a recibirla. Ella, claro, la había seguido viendo a escondidas, faltaba más. Pero a su edad era ridículo.
Cómo sentía que Maritza no estuviera ahora allí; la llamaría por teléfono, se sentarían en el salón y hablarían sin parar durante horas; era la única persona que realmente la divertía, la única que la hacía reír. A lo mejor se le ocurría alguna extravagancia, que se fueran, por ejemplo, de capuchones a recorrer los bailes. Eso sí que sería muy propio de ella. Maritza, increíble, no había cambiado, ni siquiera físicamente; seguía siendo la misma, larga, flaca, un flequillo en la frente y dos ojos admirables. Había regresado de Nueva York y desde el aeropuerto la había telefoneado, que si podía verla, qué pregunta. Pero en el acto, le había dicho casi ahogada por la alegría. Había sentido ganas de correr, de saltar, de contarle a todo el mundo que Maritza estaba allí. Sólo entonces había comprendido cuánto la quería; tenían tantas cosas en común, tantos recuerdos. Recuerdos, mejor dicho, porque en común, poco tenían. Ya habría querido ella parecerse a Maritza, importarle un comino la gente, ser consecuente con sus ideas. Maritza había triunfado, aunque para los otros su vida fuera un fracaso; aunque hubiera llegado a los cuarenta años sin lugar alguno donde caerse muerta, como había dicho riendo, mirando el salón que Ernesto se había obstinado en arreglar con sofás de cuero y tapices persas (si no marchaba el aire acondicionado se ahogaba uno literalmente). Amigos, viajes, un hijo de quince años, me entiendo con él de maravillas. Eso y el trabajo, una esclavitud, te lo acepto, pero el único modo de mantenerse libre.
Libre lo era, lo había sido siempre; fue lo primero que la sorprendió al conocerla. En el bus del colegio, se acordaba, con un maletín cubierto de calcomanías. Las monjas se lo van a quitar, había pensado. Pero no se lo quitaron. Y después de las calcomanías fueron los llaveros, los cuadernos adornados, los mapas en papel pergamino. Desde entonces la había copiado con una admiración ofuscada, sin condiciones. Desde entonces, también, su madre le había puesto el ojo. Qué de discusiones, Dios mío; por primera vez se había atrevido a llevarle la contraria, sin írsele de frente, claro, no quería que en un estallido de autoridad le prohibiera rotundamente volver a verla. Pero ella se había mantenido en sus trece (el único acto de afirmación que recordaba) y Maritza había seguido yendo a su casa todos los sábados por la tarde. Jugaban ludo, estudiaban comiendo mango verde con sal. Su madre no hacía más que vigilarlas; entraba una y otra vez al cuarto, llegaba a la terraza que si a regar los helechos, que si a ofrecerles helado. Inútil: Maritza y ella habían aprendido a entenderse por señas, tenían un verdadero código secreto que les permitía eludir sus preguntas insidiosas o cambiar de tema apenas la adivinaban escuchando sigilosamente tras una puerta.
Qué años aquellos, pensó Laura de Urueta llenando de humo a la mosca que volaba frente a ella, los mejores de su vida, lo comprendía ahora. Con Maritza se atrevía a cualquier locura; con ella había fumado el primer cigarrillo, había robado fotografías de actores en el Metro, había visto todas las películas que su madre le prohibía aprovechando que tía Edith trabajaba en la alcaldía y les daba cada año su tarjeta para entrar gratis en los cines.
Fue así como pudo respirar un poco, escapar a la asfixiante centinela de su madre, le había dicho a Maritza la vez que se quedaron hablando toda la tarde frente a la piscina del Hotel del Prado. No se había caído todavía el gran Pivijay y era diciembre; sentía las manos frías y una vaga nostalgia. De pronto Maritza le preguntó por Horacio. Me cansé de esperarlos en Miami, dijo. Y repentinamente ella, que se creía ya al margen de todo, había tenido que sacar un kleenex de la cartera. Después de veinticuatro años, parecía mentira. Pero lo había olvidado, le dijo a Maritza, créeme, lo había olvidado por completo. Y ninguna razón tenía para llorar. La vida había sido generosa con ella, dijo. Le había dado todo cuanto una mujer podía desear, un marido que la quería, una hija adorable, una casa maravillosa. ¿No era eso lo que soñaban de adolescentes? No, no era eso, Maritza se lo recordaba sin decir una palabra. ¿Entonces, qué era? ¿Es que habían buscado algo concreto? En aquellos días su rebeldía no expresaba más que rechazo: no ser como sus madres, no aceptar sus prejuicios, no envejecer jugando bridge en el Country. Muy bonito, sí. Siempre y cuando se tuviera el coraje de Maritza para irse de allí y mandarlo todo al diablo. ¿Pero, y si una se quedaba, qué salida había? ¿Iba a hundirse en el aburrimiento de la clase media? ¿Matarse trabajando de sol a sol? ¿Ser otra tía Edith a la que sus amantes trataban públicamente de puta? Ah, no; tal vez en otra época la vida ofreciera otras alternativas. O las ofrecía a personas diferentes a ella, menos ineptas, menos cobardes.
Tembló la mosca en la cortina, se dividió en dos, se deshizo. Afiches y acuarelas parecieron borrones desleídos sobre un fondo agua. Laura de Urueta se había puesto a llorar. Qué idiotez, Dios mío, ¿por qué lloraba? Buscó la caja de kleenex bajo los cojines. Por pensar tonterías, sólo por eso. Lástima que Maritza no estuviera allí. Aquella tarde, frente a la piscina, le había levantado el ánimo, le había concedido razón en todo. Como siempre, debía admitirlo, Maritza siempre había aceptado su debilidad. La conocía mejor que nadie, tanto, que aunque su madre no lo creyera se había opuesto a sus relaciones con Horacio. Te vas a meter en un lío, le había dicho la misma noche que lo encontraron. Tú no estás preparada, no lo vas a resistir. ¿Resistir? Claro que hubiera resistido lo que fuera: una fuerza insólita le había llegado de repente, una fuerza que la hacía sentirse capaz de afrontarlo todo, de desafiarlo todo. Y que así como había venido, se fue apenas vio a su madre aparecer con los dos policías en el muelle. Después, sí, había vuelto a ser la misma; se había tirado a morir en una cama; se había negado a comer y un día, se había tomado un frasco entero de calmante para las neuralgias; tuvieron que llevarla a la clínica del Prado a hacerle transfusiones. Eso por lo menos, la ambulancia, los reproches de los médicos, había callado a su madre. Porque desde el momento en que su madre la encontró en el muelle y la llevó a la fuerza a la casa, y en la casa la abofeteó y cogiéndola del pelo le dio en la cabeza contra la pared hasta hacérsela sangrar, desde ese momento, sí, no había cesado de insultarla. Y había seguido insultándola en la cama sin importarle que no comiera y sólo se levantara para ir al baño. Días y días, incluso cuando ya no se levantaba y apenas si oía su voz perdida en un letargo algodonoso y blanco. De no haber llegado por casualidad tía Edith, justo el día que tomó el calmante, se hubiera muerto a lo mejor. Eso dijeron los médicos a su madre. Más habría valido así, no exageraba. Haber amado, haber conocido aquella sensación de plenitud, haber descubierto la importancia de que el cielo sea azul, de que el aire huela a mar, de que haya cangrejos en la playa, conocer todo eso para perderlo de golpe, para nunca más encontrarlo, hacía de la vida sí, algo sin sentido, algo irrisorio.
¿Pero, realmente, lo había amado? ¿Había amado a aquel hombre cuya cara ni siquiera recordaba? Jamás había vuelto a pensar en él, le dijo a Maritza, y era verdad. Desde que se despertó en la clínica con tubos por todas partes y un terrible dolor en el brazo, había tomado la decisión de no pensar más en él. O después, quizás, porque lo primero que sintió al despertar fue rabia, una rabia sorda de ser arrojada otra vez a la vida. Cuando sólo briznas de recuerdos quedaban en su mente, cuando en un viaje vertiginoso descendía a lo más profundo de su infancia, verse bruscamente regresar a la sonrisa de los médicos, al odio contenido de su madre. ¿Odio? No, era injusta con su madre. Nunca había entendido muy bien sus sentimientos, pero no debía juzgarla así; fue la decepción lo que la llevó a reaccionar con tanta dureza, eso había sido. Para una mujer que había perdido a sus padres, que en cinco años de matrimonio había visto a su marido dilapidar su herencia montándole apartamentos a sus queridas; era normal que desconfiara de los hombres y considerara el sexo un elemento destructor, negativo; normal que al quedar viuda lo apostara todo sobre su hija. Y he aquí que la hija seguía los pasos del padre, que de repente tiraba por la borda sus años de lucha, sus últimos sueños.
¿Pero, por qué?, preguntaba Maritza. ¿Por qué siempre te metes en la piel de los demás? ¿Y tú no cuentas? Difícil de responder, más difícil ahora que los años la hacían mirar las cosas de otro modo. No, no se trataba de generosidad, sino de, reconocimiento, tal vez. Sí, eso era. Finalmente no vivíamos en el aire, había un contexto, personas que nos querían. Incluso, si en lo más profundo de cada sentimiento humano asomaba sus orejas el egoísmo, ese egoísmo nos ayudaba, en algún momento nos había servido. Cuántas veces, de niña, había buscado refugio en las piernas de su madre, y había encontrado su apoyo, su ternura. Después, sí, su madre había cambiado, apenas ella empezó a acercarse a la adolescencia. Se había vuelto amenazante, desconfiada; la enfurecía cualquier tentativa de independencia, cualquier gesto que insinuara su feminidad: allí habían comenzado los problemas, ¿pero, qué podía esperarse de una buena señora que todavía, antes de ir al cine, llamaba por teléfono a su confesor para preguntarle en qué categoría clasificaba la película?
El campanario de La Inmaculada tocó pausadamente las seis de la tarde. Laura de Urueta se estiró sobre los cojines. En algún lugar del cuarto la mosca había cesado de revolotear; a lo mejor, pegada a un vidrio, intentaba salir al jardín. Por lo general les abría la ventana (que se fueran a buscar a otras moscas) llevada por el viejo impulso de su infancia que la hacía juntar los objetos temiendo que sufrieran de estar separados. Pero esa noche la mosca dormiría con ella, se sentía incapaz de levantarse del suelo. Incapaz de hacer otra cosa que girar entre recuerdos y frases, y la quieta modorra que le cerraba los párpados. Bien pronto estaría durmiendo, y no como todos los días, sino como lo había hecho durante el último viaje de Ernesto. Veinte píldoras bien escogidas (ahí las veía alineadas junto a la jarra de agua) y otra vez, lentamente volvería a deslizarse en una sensación que era, ¿que era qué? Alegría, aunque dicho así parecía banal. ¿Pero, de qué otro modo llamar esa oleada de gozo, esa impresión de flotar entre nubes? Veinte y estaba liberada, treinta y era el fin. Bobadas, ninguna razón tenía para suicidarse. Ni problemas, ni temores, ni sentimiento alguno de culpabilidad. Gracias a Dios había aprendido a ir por el mundo sin pisarle los pies a nadie. Su matrimonio con Ernesto, un libro abierto. ¿Su madre?, hasta donde pudo la había resarcido. Allí estaba, viviendo en su casa, imponiendo sus opiniones (ni de lejos ni de cerca sabía lo que pasaba por su mente). Contenta, más o menos, sintiendo acabar sus días con la satisfacción del deber cumplido, decía. Sus angustias habían terminado cuando ella conoció a Ernesto, el hombre que te conviene, había dicho de inmediato. Y tres meses después ella estaba casada a aquel industrial de ojos tranquilos, que había calculado su matrimonio con la misma perspicacia que le servía para comprar negocios en quiebra y en un año sacarlos a flote. Ernesto, si lo sabría ella, no se equivocaba nunca; en veinte años de vida en común, no le había visto jamás cometer un error. Su habilidad principal consistía en detectar la posibilidad de éxito, justamente donde los otros sólo imaginaban el fracaso. ¿Quién, por ejemplo, en aquella ciudad, se hubiera casado con ella?, ¿después de aquel escándalo? Nadie. Y eso que nadie sabía la verdad. Porque los médicos y tía Edith habían sido como tumbas. Y si alguien habló de una ambulancia, lo único que se supo a ciencia cierta fue que había intentado fugarse con un desconocido. Por fortuna, tocaba madera, hasta el día de hoy se había ignorado la identidad del desconocido; su identidad y su oficio, a Dios gracias. Pero la gente se olía las cosas y nadie puso en duda que habiendo clínica de por medio había perdido la virginidad. Eso bastó; ni más amigas, ni más invitaciones; y los muchachos, hasta entonces correctos con ella, comenzaron a tratarla como un numerito. Tuvo que quedarse encerrada en la casa de Olaya Herrera, cuatro años; sin salir a ninguna parte; absteniéndose incluso de contestar al teléfono por miedo a los anónimos. De aquel encierro, Ernesto la sacó. Y en menos de nada la había llevado al Country, a casa de sus padres, adonde todo el mundo pudiera verlos. La gente había cambiado, claro; en un abrir y cerrar los ojos sus antiguas amigas resucitaron y para su matrimonio le ofrecieron más de veinte despedidas de soltera. Radiante, maravillada, su madre hablaba de milagro, naciste con suerte, decía. Ella se dejaba llevar por la corriente, también sorprendida, era verdad, dichosa de arreglar su vida, de volver a ser como las otras. Y sin embargo inquieta. Una inquietud a la que no quiso hacerle frente durante el noviazgo temiendo que su inconsciente (su tendencia autodestructiva, decía) le jugara una mala pasada. Ya me equivoqué una vez, pensaba, ya bastante es que quiera casarse conmigo. Y por eso, porque Ernesto parecía perdonar su pobreza, su mala fama, porque se había mostrado tan indulgente el día que le habló de Horacio (pintándoselo con los peores colores, como su madre le aconsejó), no hizo caso de la alerta que en algún lugar de su cuerpo sonaba; de su cuerpo, no de su mente; no tenía entonces suficiente experiencia para saber que la debilidad de la gente, su vergüenza, puede ser utilizada; ni siquiera era capaz de imaginarlo. Y luego, Ernesto, ¿qué reproche podía hacerle? El mejor de los novios; discreto, afable. La llamaba a las doce, a las ocho iba a visitarla; le consiguió a su madre un préstamo en el banco (que después él mismo pagó) para que preparara el ajuar y la boda. El novio ideal, sí; sólo que ella lo encontraba a veces hiriente, un poco esquivo. Había descubierto ya que si estaba en desacuerdo con sus ideas, despertaba en él una agresividad que le enfriaba el alma. No debía contradecirlo, ni mostrarse demasiado, demasiado ¿qué?, excesiva, decía él alejándola suavemente de sus brazos. Nada de besos prolongados, de caricias en la oscuridad del automóvil. Tú no eres una aventurera, le había dicho una tarde. En la playa. No la larga y desierta playa de Salgar, donde tantas veces había ido con Horacio, sino otra, ¿la de Sabanilla?, ya no se acordaba. Se acordaba, sí, de que descalza, mirando la arena chupar la espuma de las olas, lo había deseado por primera vez, había querido que la tomara, que la cubriera con su cuerpo. Y él había dicho, tú no eres una aventurera. Ni siquiera fue tanto lo que dijo, sino la forma en que la miró. Eso, el disgusto que encontró en sus ojos la había dejado helada. Sin embargo se había casado; quizás pensando que Ernesto cambiaría una vez ella fuera su esposa; porque era joven, y se sabía bonita, y todavía le gustaba mirarse desnuda en el espejo del baño. Mentira, porque estaba dispuesta a pagar lo que fuera con tal de casarse. Y Ernesto lo sabía. Él mejor que nadie sabía que ella iba a someterse a sus ideas, a su ritmo de vida, a su apatía sexual. ¿Apatía?, mejor llamarlo de otro modo, egoísmo. Egoísmo y miedo. Ese miedo ancestral al sexo que domina y desintegra, a la mujer que puede controlarlo. Ernesto la había despojado de todo, incluso del poder que a pesar de sí misma iba a ejercer sobre él por el simple hecho de ser mujer. Y cuando lo logró, cuando la convirtió en el receptáculo donde él se masturbaba respetablemente, ella lo había odiado. En cierta forma lo odiaba aún: jamás llegaría a perdonarle que hubiera usado su cuerpo de aquel modo, ignorando, destruyendo su feminidad. Pero durante años, durante todos los años que él se había acostado junto a ella, y de pronto se había volteado, y dándole besos de niño en la mejilla había obtenido a solas su placer, ella se había negado a formular la rabia que sentía. Y era como si no existiera porque no la nombraba. Pero existía más allá del silencio, en el fastidio que le daba oír sus pasos por el cuarto, su voz en la oscuridad; en la contracción que cerraba su cuerpo cuando la tocaba y en, ¿qué?, ¿qué era esa idea que ahora le venía? La mirada, sí, el arma de los débiles. Ella miraba a Ernesto. Mientras él se vestía y comía y hablaba, mientras interpretaba el personaje que le permitía sentirse seguro y orgulloso de sí mismo, ella lo estaba analizando implacablemente, sin ternura alguna, sin el menor asomo de piedad. Y eso, él no lo sabía.
¿Pero, importaba acaso? ¿Le importaba a Ernesto saber lo que ella sentía? Ah, esos pensamientos de animal en jaula, qué inútiles, qué inofensivos. Bien podía pensar lo que quisiera, a Ernesto le tenía sin cuidado. Para él sólo contaban las apariencias, que fuera a misa aunque no creyera en nada, que lo acompañara a las fiestas así se aburriera a muerte. Tan seguro estaría de su docilidad que ni siquiera se tomaba el trabajo de concederle compensaciones a otros niveles. Porque ella, habría sido más fácil engañarla, mejor dicho, mantenerla en el limbo, si por ejemplo pudiera tener, no sabía qué, una forma cualquiera de autonomía. Decidir de qué manera vestirse, elegir libremente a sus amigas. O haber podido arreglar la casa a su modo. O comprar una porcelana, un cenicero, sin que Ernesto lo mirara con un aire reprobador. Ni una sola vez, con todo el tiempo que llevaban de casados, le había preguntado a qué película quería ir. Evidentemente se tenía la culpa, pero, ¿por qué sentía ese temor de contrariarlo? Era así con todo el mundo. Ernesto, su madre, el que fuera. No se atrevía a agredir, a imponerse; se metía en su cascarón a la menor ofensa. Claro que a veces resultaba imposible anular la mala voluntad de los otros, su madre nunca le perdonaría aquella historia, por ejemplo, y nada habría hecho salir a Ernesto de sus trece. Con él había ensayado, al principio de su matrimonio, se esforzaba por reír y mostrarse desenvuelta tratando de romper su distancia. Venciendo no sólo el pudor, sino también la inquietud de que fuera a considerarla demasiado audaz por haber tenido otra experiencia. Pero él la había eludido pasando por alto sus insinuaciones. Y una vez que ella había ido un poco más lejos, una noche que tomando su mano la acercó a sus piernas, él había dicho asqueado, eso es anormal. Fue el fin, peor que si la hubiera abofeteado. A partir de esa noche se había alejado tanto de él, que por momentos lo creía un fantasma; le oía hablar sin escucharlo, lo sentía hacer el amor imaginándose a sí misma en otro lugar, en otro tiempo. Parecía una broma, pero aquel juego le había permitido evadir a Ernesto hasta un punto tal, que si sumaba las horas vividas realmente a su lado no llegaría a contar más de dos años.
En fin, tampoco había que darle tanta importancia, la tierra no iba a dejar de girar por eso. Además, cualquier mujer, cualquiera de sus amigas, al menos, podía contar mal que bien lo mismo. Hacía ya su tiempo, en casa de las Góngora, aquel almuerzo en que sus amigas se habían emborrachado tirándose vestidas a la piscina. Con coco-gins habían olvidado el orgullo, la falsa dignidad del no me importa. Ella, que no bebía, había guardado silencio. Pero oyéndolas descubrió, no que su caso nada tenía de especial, eso ya lo imaginaba, sino que era diferente en la medida en que ella contaba con un punto de referencia. Y comprendió entonces que negándose por escrúpulo a hacer comparaciones, fiel a su promesa de no pensar más en el pasado, el recuerdo de Horacio la había perseguido sin embargo toda la vida; como un espectro se había deslizado cada noche en su cuarto y burlonamente le había señalado los temores de Ernesto, su torpeza. Qué evidente le había parecido aquella tarde, mientras sus amigas reían pringándola de agua con el vestido pegado al cuerpo. A la callada solidaridad, se había sucedido de repente para ella un extraño sentimiento de liberación. Había sentido su vergüenza volar en pedazos y por primera vez, en lugar de sufrir su pasado, pudo asumirlo. Con contradicciones, por supuesto: todavía hoy en día le producía horror que Ernesto llegara a saber quién era Horacio. Pero no le importaba ya haberlo amado. Más aún, había comenzado a mirar a la gente de otra manera diciéndose que por mucho poder o dinero que tuvieran, ella les llevaría siempre la ventaja de haber conocido el amor a los diez y ocho años. Después era demasiado tarde, la experiencia nos volvía astutos, escépticos, nos impedía entrar ciegamente en el juego: a esa edad, en cambio, todo era posible, hasta enamorarse de un hombre como Horacio. Y ya podían sus amigas reaccionarias santiguarse, y las que teorizaban sobre la revolución alzarse de hombros, y las hermanas de su madre llevar un registro donde anotaban malévolamente las fechas de matrimonio y del primer nacimiento con el fin de compararlas; ella las metía a todas en el mismo saco, le parecía que ya fuese en nombre de lo blanco o de lo negro, todas eran víctimas de una misma maquinación. Porque allí o en cualquier parte estarían en desventaja, mientras tuvieran que avergonzarse de algo que formaba parte de ellas, como la calidad del pelo o el color de la piel. Ahora todo eso le resultaba claro, tan claro como la luz del día, sin embargo, qué de años le había llevado comprenderlo.
Los pasos del chofer sonaron por el sardinel del patio. Un segundo después, el golpe seco de la puerta del servicio anunció que había partido. Laura de Urueta apenas si lo advirtió. Había empezado a adormecerse y luchando contra el sueño trataba de concentrarse en una idea que se abría paso en su mente con la misma parsimonia que la mosca recorría el borde de la cortina. Pensaba que siempre llegaba a la comprensión de las cosas demasiado tarde. Porque incluso sabiendo algo, no era capaz de formularlo; y entonces daba igual saberlo o no. Y así como uno va mil veces a la misma playa y se baña en el mismo mar sin advertir la palmera que está junto a la roca, y de repente un día la ve y comprende hasta qué punto su visión del paisaje había estado siempre disminuida, así le ocurría de deslizarse entre ideas cuyo verdadero sentido no podía precisar durante años; que la guiaban, sí, pero confusamente, sin permitirle actuar con determinación. Y cuando al fin lograba captar lo que expresaban, ya el tiempo había pasado, ya nada había que hacer. Sólo le quedaba por delante la conciencia de su error, las mil preguntas del remordimiento. No se creía masoquista, como la llamaba riendo Maritza, pero realmente, había cosas que no podía dejar de lado. ¿Cómo olvidar su fracaso con Lilian?, ¿todos los planes que tenía para ella? Nada definido, no pretendía dirigirla, simplemente intentaba, bueno, permitirle escoger una vida diferente a la suya; que pudiera decidir, pero en libertad, anulando en lo posible las presiones del medio. Desde que nació se había dicho, saldrá adelante. Sin saber muy bien cómo, pensando, será una buena alumna, irá a la universidad, y luego, que haga su vida. Todo lo que quería era poder llevar a Lilian hasta una edad en la que fuera capaz de elegir como un adulto. Que después escogiera casarse o meterse a monja, no importaba, sería su problema, no el suyo. Eso se decía mirando crecer a Lilian, tratando de convertirse no en su guía, sino en la persona que estaba allí para servirle de apoyo y enseñarle a, en fin, a reírse un poco de la gente, de las cosas, banalizando sus pequeños dramas, sugiriéndole que, por mucho que contara el medio, una parte de su destino se jugaría en sus manos. Y Lilian parecía seguirle, de niña, al menos, y no había creído ni en niño Dios ni en cigüeñas, y más tarde se había interesado en los libros que ella le prestaba. Hasta que Ernesto empezó a encontrarla demasiado independiente y resolvió cambiarla de colegio, hacerla ir donde las monjas. Ella se había opuesto alegando que Lilian no estaba acostumbrada a la disciplina de la educación religiosa ni a la rigidez de sus conceptos. En vano, Ernesto no quiso aceptar razones. Y poco a poco, Lilian cambió. Al principio casi no lo notaba, pero al cabo de un año apenas si podía reconocer en aquella criatura acomplejada que regresaba a la casa llorando porque sus condiscípulas le sacaban el cuerpo (me encuentran diferente, decía), a la niña que con tanto amor sentaba en sus rodillas, que tan respetuosamente había tratado. No quiso disputársela a Ernesto. Con el corazón oprimido por una tristeza que todavía le anudaba la garganta, se dijo que más valía evitarle esa elección a Lilian. Había cedido, y por ceder, perdió la partida. Por segunda vez había perdido la partida. Absurdo o no, criticable, incluso, se había identificado con su hija. No para vivir a través de ella, sino que, proyectada en Lilian, quería darle a esa réplica de sí misma las oportunidades que nunca había tenido. ¿La comprendía Lilian? No, todavía no a pesar de todo. Algún día, quizás cuando la noria hubiera dado la vuelta. Entonces sabría cuán desolador era ver a una criatura, su propia hija, cometer error tras error comprometiendo definitivamente su destino: comprendería lo que ella había sentido cuando abandonó sus estudios para seguir aquellos ridículos cursos de puericultura y cocina que daban las Gómez. Qué tontería, aún ahora le daban ganas de llorar de sólo recordarlo. Lilian ranchada, volviéndose contra ella con la complicidad de Ernesto. Había preferido, callarse, callarse, sí. Y tampoco había dicho una palabra más tarde, cuando Lilian se enamoró de Felipe. Nunca había visto a Ernesto tan enervado, le prohibió a Lilian que saliera, la acompañaba a todas partes. Y mientras Lilian, furiosa, se quedaba en la casa pegada horas enteras al teléfono o se encerraba a soñar en su cuarto, Felipe dejaba de ser el muchacho con el que a lo sumo deseaba acostarse, para convertirse en el gran amor de su vida. Ella, de inmediato, había presentido el peligro. Porque aún entonces guardaba en secreto la esperanza de que Lilian, aburrida de pasarse la vida en fiestas y juegos de canasta, volviera a sus estudios. Y algo le decía confusamente que si con tal de encontrarle una salida a su deseo tenía que pasar por el matrimonio, casarse sería a partir de aquel momento su único objetivo. No se equivocaba, tampoco Ernesto. ¿Hilaba demasiado fino? No; desde el comienzo Ernesto había comprendido la situación mejor que nadie, Lilian le pertenecía, lo mismo que ella, y así como había hecho de ella una señora bien (eso dijo en aquella horrible disputa), no iba a permitir que su hija lo avergonzara. Fueron sus palabras textuales. Lo que convenía realmente a Lilian, eso parecía tenerle sin cuidado siempre y cuando su reputación quedara a salvo. Pero ella, ¿por qué fue tan ciega? ¿Por qué no darse cuenta desde el principio de que todo podía resolverse diciéndole a Lilian, acuéstate con Felipe y olvida a tu padre? Ni siquiera la vez que discutió con Ernesto (por primera y por última, a Dios gracias) fue capaz de encontrar un argumento, capaz de sostener su punto de vista; sólo tenía impresiones, ideas difusas, volvía a las mismas frases reconociendo en el fondo de sí misma que las razones de Ernesto parecían más coherentes que las suyas. Y cuando de repente, en plena discusión, con una súbita lucidez comprendió que Ernesto había frustrado a Lilian en su deseo sólo para obligarla a casarse, y buscando el mejor modo de expresarlo se lo dijo, Ernesto había estallado: todo lo que hasta ese día se había reducido a insinuaciones soterradas y actitudes desdeñosas, salió a luz: ella era esencialmente corrompida, una mala madre que quería colocar a su hija en la humillante situación en que él la conoció, sin contar, dijo, con que a lo mejor Lilian no encontraría después un hombre dispuesto a perdonarle su deshonra. Deshonra, sí, ni más ni menos. Ernesto no se había equivocado al elegir el insulto. Con tres frases la había puesto en fuga haciéndola replegarse como un animal herido: odiándolo, pero incapaz ya de hablarle a Lilian; diciéndose que se case y así al menos no tendrá que agradecerle nada a nadie. Qué tonta, qué débil había sido. Nunca se arrepentiría lo suficiente de haberse callado, de no haber comprendido a tiempo. En silencio, anulada, vencida, había observado los preparativos de aquel matrimonio que de repente Ernesto resolvió celebrar a toda prisa. Abandonando la marihuana y el blue jean, Felipe comenzó a trabajar en la fábrica y a la nada hablaba de rentabilidad con la seriedad de un ejecutivo que lleva el pelo corto y usa zapatos negros. Tres meses le bastaron a Ernesto para hacerlo a su imagen y semejanza; hasta el punto de que el día de su matrimonio Lilian le dijo: tengo la impresión de casarme con un desconocido. ¿Cómo explicarle que un desconocido se volvía cualquier hombre que entrara a jugar el papel de marido? ¿Que por una misteriosa razón ella no sería nunca más Lilian sino su esposa? A aquellas alturas no valía la pena decírselo, Lilian lo aprendería por su cuenta. Y bien pronto que lo aprendió, por desdicha: apenas regresó de su luna de miel había ido a contarle lo que ella ya se imaginaba, utilizando casi las mismas palabras que también ella alguna vez había empleado para explicarse aquella decepción asombrada y muda, y más tarde, rencorosamente inhibida, relegada al sótano a donde van a parar los sentimientos que mejor se olvidan, que mejor se callan. Se había limitado a vivir ciegamente las manías engendradas por su situación, pasando de la obsesión por la limpieza a los celos con Felipe, de comprar cuanta cosa veía a atormentar a las sirvientas, y ahora, convertida en la primera mujer que iba a dar a luz, preparaba el ajuar del hijo que esperaba y que nacería, así fuera tan sólo para que un círculo se abriera cuando otro se cerraba.
Laura de Urueta miró la ventana. Incierto, fugaz, un crepúsculo estallaba en azul y lila y casi al instante comenzaba a morir. Entrecerrando los ojos intentó localizar a la mosca que hacía rato había cesado de volar. La mosca o lo que fuera con tal de distraerse. No más volver a esas cosas, no más amargarse con el recuerdo de Lilian. Hiciste lo que estaba en tus manos, había dicho Maritza. Para animarla seguramente, porque el día que le habló de Lilian a duras penas podía contener las lágrimas. Era raro, sólo ahora se daba cuenta, aquella fue la última vez que había llorado hablando del matrimonio de su hija. Como si la presencia de Maritza hubiera exorcizado no ya la tristeza, sino cierta manera de afrontarla. Maritza le había hablado con una simpatía que la había dejado tranquila, y al mismo tiempo, infinitamente apenada. Quizás porque a su lado había podido mirar su vida desde otra perspectiva, descubriendo su terrible banalidad. O tal vez, porque estaban allí, en aquella playa de Salgar donde de repente había querido volver arrastrando a Maritza que se mostraba reacia a acompañarla, deja en paz el pasado, decía. Pero ella había insistido, mira que si no es contigo no la veré nunca más. Y era cierto, no habría osado ir sola. Temiendo, absurdo, sí, que alguien fuera a reconocerla, diciéndose que a lo mejor ya había cambiado. Como si pudiera cambiar el mar cruzado de gaviotas, el promontorio, el viejo y olvidado castillo de Salgar. Habían subido a lo más alto de las rocas y de espaldas al castillo se habían sentado a contemplar la puesta de sol. Qué lejano parecía todo, qué perdido en el tiempo. Le sorprendió no sentir la menor emoción. Recordaba, vagamente, como ahora, no a Horacio, no su cara, ni siquiera a ella misma, sino la silueta de dos adolescentes que cogidos de la mano saltaban por las rocas y corrían hacia el mar. Recordaba una blusa blanca abombada por el viento, una mano acercándose a la suya, la conciencia de un olor de hombre mezclado al del yodo y de las algas. Imágenes ligeras, imprecisas, como vistas en un sueño o seguidas por el ojo de una cámara lenta, ¿era ella esa muchacha con los zapatos en la mano?, las gaviotas volando a ras del mar. Horacio, su sombra, cargándola en sus brazos para saltar la oxidada línea del tren que antes llevaba a Puerto Colombia porque a ella le daban miedo las arañas. Casi no recuerdo nada, le había dicho a Maritza riendo; no podía ni siquiera acordarse de la forma en que se vestía Horacio, del color de sus ojos, si tenía o no una sonrisa. Veía su pelo, negro, ondulado, sus manos largas, eso era todo. No, veía también su cuerpo, ahora, exigente, ansioso sobre el suyo. Cómo le gustaba su calor, ese olor que tenía bajo las axilas. Y hundirse en él, perderse, confundirse con la arena de la playa. Podían hacer mil veces el amor, Horacio inventaba siempre pretextos para retenerla un momento más; buscaban escondites; habían descubierto una cueva que el mar cubría apenas subía la marea; allí se quedaban toda la tarde, qué locos, qué absurdos eran.
Se amaban, al menos lo parecía. Ella lo había amado sin condiciones, maravillada desde el primer día cuando lo vio aparecer entre los aplausos de la gente y él, eligiéndola, le había tendido una rosa blanca que llevaba en las manos; enervada por la intensidad de su mirada, sorprendida de su aplomo, de su manera de controlar al público. Casi al instante él le había hecho llegar un billete pidiéndole que se encontraran al final del espectáculo. Vamos, le había dicho Maritza sonriendo, a lo mejor es el hombre de tu vida. Pero ella no quería, le parecía que sería un acto indebido. Y entonces, cuando daba la vuelta para salir, lo había encontrado frente a ella mirándola con aquella vehemencia apasionada que ya había sorprendido antes en sus ojos. Habían ido a la Heladería Americana y ella había pedido un Frozomalt que dejó intacto. Maritza sonreía burlona y él no dejaba de mirarla. Se mostraba tierno, solícito, le había ofrecido la cereza de su helado y al acercarla a su boca, le había acariciado suavemente la mejilla.
Laura de Urueta se echó a reír, la cereza de su helado, qué cursi. Pero tenía una voz extraordinaria y hablaba de su vida con ligereza y una áspera amargura. Conocía cada rincón de la América del Sur, decía, había hecho todos los oficios. De niño, en Buenos Aires, había vendido periódicos y más tarde, había ganado un concurso de tangos en Radio Belgrano. Eso le había permitido convertirse en locutor, sólo que él no estaba hecho para la rutina, qué querés che, le gustaban la aventura, los viajes, encontrar gente diferente. A veces se quedaba sin trabajo y entonces cantaba tangos en cualquier bar de barriada o servía de camarero. Una existencia dura, che, azarosa, tanto mejor. Así había aprendido a hacerse hombre y salir adelante como fuera. Ella apenas se atrevía a alzar los ojos del Frozomalt pensando, mientras él hablaba con aquel acento arrastrado y dulzón, qué bello es, qué vida tan formidable la suya. Bello, sí, a pesar de haber olvidado su cara recordaba que Horacio era el hombre más guapo que había conocido. ¿Su vida?, espulgando por aquí y por allá quedaba reducida a la de un pobre diablo sin mayor consistencia. Pero, ¿quién hablaba?, ¿la mujer o la niña que entonces lo escuchaba deseando ya hacerle olvidar tanta miseria, temblando de emoción porque su pierna se había puesto a presionar la suya?
Extraño Horacio, indefinible: un charlatán y al mismo tiempo un hombre que conocía como nadie los gestos del amor, su ritmo y sus secretos. Sabía sacar a una mujer de la indiferencia y conducirla hasta donde ni ella misma, en sus sueños más audaces, se había atrevido a llegar. Un cuerpo en sus manos, bajo el apremio de su voz, de su mirada, abandonaba cualquier forma de recelo y sin vergüenza alguna se aceptaba, se descubría. Había sido una verdadera suerte vivir por primera vez el amor con él. Lo pensaba incluso ahora, sabiendo ya lo que sabía. Lo que él le había insinuado la noche que iban a escaparse juntos, cuando cerrando su maleta había dicho: ¿suerte?, a lo mejor, fijate che, sea tu desdicha. Mucho después, después de haber conocido a Ernesto y de haberse casado, después del nacimiento de Lilian y de su matrimonio, había seguido pensando que al decir aquello Horacio se refería a toda la pobreza que irían a afrontar juntos, los viajes en tercera clase, los hoteluchos de mala muerte. Y durante años, cada vez que la frase volvía a su memoria, le daba la misma interpretación sin poder admitir que al hablarle de ese modo, Horacio había intentado prevenirla de que de allí en adelante encontraría difícilmente un hombre capaz de amarla como él lo había hecho. Porque aceptar eso habría sido reconocer lo que su madre le había revelado hacía una semana, cuando ella se quejó de que Felipe hubiera olvidado el aniversario de Lilian, y colérica, en un repentino, inexplicable estallido de furia, su madre le había descubierto que fue el propio Horacio el que la había telefoneado para avisarle su intención de escaparse juntos y el sitio donde podía encontrarlos. Pero tú, a lo mejor preferirías para tu hija un miserable como ese hombre, dijo. Y los ojos de su madre eran fríos, no malévolos, sino fríos. Y al advertir su estupor había balbuceado algo así como lo siento, Laura, no sé qué me pasó, había jurado que nunca te lo diría.
Una música se oyó a lo lejos, un tambor sonaba entre la queja alegre de las gaitas. Laura de Urueta recordó que era sábado de carnaval. Aquella música, sin embargo, la sorprendió; ya las danzas no subían hasta el Prado y a la hora que era debían de estar todas en pleno Paseo Bolívar acompañando la carroza de la reina. Poco importaba finalmente, pero resultaba insólito, aquellos tambores resonando como si una danza estuviera acercándose a la casa. De pronto se detuvieron: el teléfono sonaba a su lado. Oyó la voz de Ernesto preguntándole si se encontraba bien: en plena forma, le contestó encendiendo un cigarrillo. Ernesto estaba contento, quería saber si deseaba que le llevara algo. Sí, dijo, un amuleto de coral. ¿Qué?, ¿estaba loca? Es para un regalo que pienso hacerle al hijo de Lilian, le explicó. Dos frases más y pudo al fin colgar el teléfono. Entonces sintió que la paz le invadía el corazón. Sirvió el agua de la jarra en un vaso, reunió en el hueco de su mano las veinte pastillas que tenía preparadas y las bebió en tres sorbos. Ahora sí reposaría hasta el día siguiente, tranquila, sin inquietarse más de nada. Cerró los ojos buscando las imágenes que la ayudaban a dormir. ¿Dónde estaban los tambores? Ya no se oían, pero la mosca había comenzado otra vez a zumbar. Pobre mosca, quizás tenía frío, hacía frío en el cuarto. Pensó que debía levantarse a buscar la manta mexicana del diván. Pensó también que nunca se sentaba en el escritorio de su padre. Había estado guardado durante años en el garaje de la casa de Olaya Herrera llenándose de arañas y comején. Lo había limpiado, lo había hecho traer, pero no lo usaba. Su padre, un hombre indigno. Una vez alguien le había contado, ¿quién?, alguien, ah, sí, aquel hombre que se había pasado toda su vida leyendo al Dante, hágame el favor, se lo sabía de memoria. Maritza y ella lo habían encontrado en la parada del autobús y él se había puesto a contarle que de joven salía a cazar con su padre, un excelente cazador, dijo. Un día le disparó a una mica que estaba con su bebé en la rama de un árbol. Nunca supo por qué. Pero mató al miquito y la madre empezó a seguirlo quejándose y mostrándole al miquito muerto. Desde esa vez, aseguró el hombre, tu padre no quiso volver a cazar, lo vendió todo, su fusil, sus escopetas. Sin embargo era indigno. Tenía queridas, repetía su madre, que lo engañaban y lo ponían en ridículo. Y ella, ¿qué había sido su padre para ella? Salía a pasear con él al anochecer; la llevaba al parque Washington y cuando ella caía dando vueltas por la loma la recogía en sus brazos. La loma, aquella impresión de vértigo, volvía a sentirla. Como si de la mano de su padre se hundiera en el mar, el mar, Horacio, ¿por qué no recordaba su cara? En el castillo de Salgar había niños, huérfanos, les llevaban colombinas, yo también perdí a mis padres, decía Horacio, sí que se apiadaba de sí mismo. Horacio farsante, ¿cuántas veces habría repetido toda aquella comedia? Decía que la amaba, locamente, fijate che, nunca me había ocurrido. Hablaba de los astros y llevaba un amuleto de coral colgado al cuello. Mejor intentar dormirse, la manta, qué frío hacía. Un cangrejo aparecía entre las rocas, ¿de nuevo llorando, Laura?, caminas para atrás como el cangrejo, no llores más, te digo que tu padre se fue para siempre. Sus piernas, las había perdido, iba a quedarse inmóvil, no, sólo dormía. ¿Y si tomaba las otras diez? El suicidio es una venganza, ¿dónde lo había leído? Una venganza, pero, ¿y si las tomaba? Trató de abrir los ojos y a duras penas divisó el vaso de agua y el frasco, algunas pastillas rodaron al suelo, bebió las otras. Ahora sí el olvido, no más Ernesto, no más su madre. Dormir, acabarlo todo, ¿qué era esa nube que giraba en la ventana? Alguien intentaba entrar al cuarto, la ventana se abría, no podía creerlo, Horacio. Horacio se acercaba a ella, indiferente a la explosión de risas que desataba su paso bajo la carpa iluminada del circo. Estallaban los cobres de la banda, trararará, trará, pon, poropón, ponpón, y en el aura rosada de los reflectores lo vio al fin, vio sus zapatos de raso negro, vio su traje constelado de piedras brillantes, vio sus ojos quietos y alucinados mirándola intensamente desde aquella cara que regresaba ahora del fondo de los años, injuriada por el olvido y recobrada en el momento mismo en que todo empezaba a ser bruma y silencio, su triste y remota cara: de payaso blanco.