Alter Ego, de Hugo Correa
—Señor: aquí está su Alter Ego. Tenga la bondad de firmar el comprobante.
Demetrio abrió el estuche y retrocedió maravillado: allí estaba él, los brazos pegados al cuerpo, en la más completa desnudez e inmovilidad. Si la posición erguida no fuese la menos apropiada para un durmiente, lo habría despertado: tan naturales parecían el color de su piel, las arrugas que empezaban a esbozarse alrededor de los ojos, los labios delgados y la despejada frente. El pelo liso, peinado cuidadosamente, como el de su doble humano.
Cogió la caja de control y, guiándose por el catálogo, puso en marcha al títere. Caminaba con soltura y naturalidad, sin los movimientos grotescos que caracterizaban a los autómatas del pasado, como si poseyese huesos, músculos, nervios y los demás órganos de un ser natural. Demetrio lo hizo practicar los actos elementales: sentarse, vestirse, encender un cigarrillo, rascarse una oreja. Si los propietarios de los títeres quieren disfrutar de ellos —decía el manual de instrucciones—, necesitan estudiarse concienzudamente a sí mismos, por lo menos en cuanto a su mímica, gestos, manera de andar, etcétera.
Demetrio, ya perito en la conducción de su doble, se colocó el casco introyectador. Por un instante sus ojos parpadearon en las tinieblas. Pero una vez abierto el interruptor ocular, recuperó la vista: la sala de estar se presentaba tal como si la estuviese observando desde otro ángulo. ¿Qué ocurría? Sencillamente empezaba a ver por los ojos del títere. Alter Ego, parado en el centro de la habitación, vuelto hacia la entrada, pestañeaba con naturalidad: los instrumentos movían sus párpados sintéticos cada vez que Demetrio lo hacía. El hombre presionó una tecla, y el sosia dio media vuelta: pudo verse a sí mismo en el sillón, cubierta la cabeza con la escafandra, los controles sobre las rodillas. Una vez abierto el canal auditivo, no le cupo duda de que se había trasladado al centro de la pieza: escuchaba los ruidos de la ciudad y los producidos por sus cambios de postura en el asiento. Y el olfato. Como respirar a través de Alter Ego. Los odorófonos transmitían las sensaciones del aire aspirado desde otro lugar. Probó la voz de su duplicado: en cuanto Alter Ego abrió la boca, Demetrio se escuchó a sí mismo hablándose desde el medio del cuarto:
—¿Cómo estás, Demetrio? Has nacido de nuevo. ¿Verdad que te sientes como el pez al que se le ha cambiado el agua del acuario?
Demetrio se escuchó complacido. Hizo caminar a Alter Ego por la sala, lo condujo a una ventana y, asomado a ella, contempló la ciudad que fulgía bajo un cielo ardiente, salpicado de helicópteros. Todo parecía más bello que cuando lo miraba con sus propios ojos; más azul y brillante el firmamento; de colores más alegres y definidos los rascacielos. Sí: Alter Ego le mostraba la verdadera realidad de las cosas. Las sensaciones que el sosia le transmitía del mundo lo embargaron de una súbita paz con la humanidad. Revivieron en su imaginación las emociones de juventud, aquellas que los años fueron esfumando hasta convertirlas en tenues imágenes, voluntaria o involuntariamente olvidadas. Pero ahora sentíase poseído de un extraño valor para recordar. Podía mirar con serenidad su vida, rememorar sus pensamientos juveniles; cuánto había ambicionado; cómo poco a poco fue renunciando a lo que más amaba para poder labrarse una situación.
—¿Recuerdas cuando quisiste ser actor y representar al Emperador Jones? ¿Cómo durante meses anduviste obsesionado con los monólogos del negro? ¿Cómo le hacías el amor a Valentina, la chica que asistía contigo a las clases de teatro, y que te estimulaba porque creía en ti?
Alter Ego hablaba con una voz impostada, potente, y su mímica revelaba al hombre poseedor de una cierta experiencia teatral. Encendió un cigarrillo, aspiró una bocanada de humo y la expulsó en un delgado chorro. Se detuvo frente a un retrato donde él, Demetrio, en su escritorio de trabajo, rodeado de propaganda, carteles, panfletos, avisos, sonreía satisfecho.
—Nada de malo tiene vender dentífricos, menos cuando se trata de un buen producto, elaborado a conciencia, y que, después de todo, cumple una función social: ofrecer una dentadura blanca y un aliento perfumado. Aplicaste a tus actividades aquella respuesta dada por Jones a Smither: «¿Acaso el hombre no es grande por las cosas grandes que dice…, siempre que se las haga creer a la gente?». Cosa que lograste como vendedor. Pero lo malo fue que tú nunca creíste en las cosas grandes que decía Demetrio, el exitoso vendedor.
Alter Ego dio una larga chupada y contempló, a través de la nubecilla azul, al hombre que descansaba en la poltrona, oculto el rostro bajo el introyectador. ¡Maravillas de la electrónica! Los papilófonos transmitían el sabor del humo y su leve temperatura.
—Fumar por control remoto… ¡Qué gran ventaja para los hombres prácticos de ahora, que todo lo tratan de hacer sin comprometerse demasiado! Se experimentan las mismas sensaciones del fumador sin correr ninguno de sus riesgos. El principio hedonístico plenamente realizado.
Alter Ego abrió un antiguo armario, y se volvió hacia Demetrio con una sonrisa indefinible.
—Una pieza de museo, al igual que tantos hombres. ¿No son, al fin y al cabo, la mayoría de los hombres de hoy piezas de museo? Para empezar, son incapaces de realizarse a sí mismos. Todos se quedan a medio camino. Y tú no eres la excepción: querías ser actor, pero terminaste vendiendo dentífricos: era más provechoso. Abandonaste a Valentina porque era humilde, sin ambiciones. Tuviste amigos, verdaderos amigos, con los cuales se podía conversar sobre muchas cosas inútiles… ¿Inútiles? Tus nuevos conocidos solamente entienden el lenguaje económico. «¿Eso produce dinero?», te preguntan cuando, ingenuo, tratas de sacarlos de su cómodo carril, mostrándoles tu mundo interior, donde las inquietudes comienzan a enmohecer con la fatal resignación del metal corroído por los óxidos. Aprendiste, sí, a hablar como ellos. ¡No mejor que ellos! En ese mundo no existe la jerarquía.
Alter Ego terminó de fumar: apagó el cigarrillo con un gesto teatral y, enfrentando a Demetrio, lo señaló, acusador.
—Y ahora, ¿te servirá tu doble mecánico para lo que no te atreves a hacer por tus propias manos?
El títere se quedó inmóvil, mirando el casco hermético. Un denso silencio flotaba en la habitación. Brillaron los ojos de cristal. Luego, lentamente, Alter Ego se volvió al estante, que aún permanecía abierto. Su mirada se endureció. Sacó una pistola. La examinó con aire crítico y, avanzando hacia el hombre con curiosa solemnidad, como quien camina por el interior de un templo donde se lleva a cabo la consumación de algún rito, le quitó el seguro al arma.
—El hombre es el supremo inventor. Ha creado estas armas para matar hombres, y a los sosias, para juzgarse a sí mismo. —Agregó secamente, al cabo de una brevísima pausa—: El ciclo se ha cerrado.
Apuntó cuidadosamente a la inmóvil figura del sillón.