Los soles de la noche, De Eduardo Galeano
El minero es un pájaro de plumas negras que los mineros persiguen y nunca ven. Vuela muy alto y va alborotando con su grito duro las cumbres de las montañas. Se sabe que descansa en las últimas ramas de los cedros y los algarrobos.
Hay otros pájaros, el campanero y la piscua, que también anuncian el escondite de los diamantes. Cuando la piscua está muy alegre y canta piiiiiscua, piiiiiscua, por algo bueno es, pero cuidado con este pajarito manso, de plumas grises, cuando se pone triste y canta bajo, como con rencor: más vale irse. En cambio, cada vez que el minerito arisco grita su único grito, está señalando al diamante que huye, para que los hombres se abalancen sobre la piedra y la levanten en el puño. El minero conduce a los mineros hacia el fondo de la selva del Guaniamo, donde él vive. Cuando sale a la sabana, vuela apenas un rato y se muere, porque le pega en el pecho el aire de los llanos.
El diamante es una piedra que mágicamente aparece en el centro de los cernidores, desprendida de una masa de piedras inútiles y barro, después de ocultarse en los cauces de arena de los ríos o en las profundidades de la tierra, entre los signos que la delatan: cosas que parecen grafito de lápiz, lentejas, mierda de loro, trozos de metal y semillas de fruta bomba. Para encontrar al diamante, ese señor, hay que tener sangre.
El minero es un negro viejo que protesta porque son las tres de la mañana y en la calle de La Salvación ya no se puede beber. Lo mío es mío, grita. Yo tengo reales, no necesito pedirles reales a estos bodegueros. Uno es bueno, pero cuando a uno le da rabia, le da rabia.
Tengo un diamante grande como el África, aquí en el bolsillo, y no me atienden. ¡Que canten las máquinas! ¡Que salgan las mujeres! ¿Creen que Marchán es un perro, en este negocio? No me den nada. Yo tengo más reales, más que esos que tienen negocio y verga, yo tengo reales en el bolsillo y en el banco de Caracas y en todas partes. ¡Aquí estoy con mi burrito y quiero que las mujeres se desnuden y lo bañen con brandy, como a él le gusta! Don Marchán es el hombre más rico de todas las minas de este país, qué carajo, y yo me llamo Dionisio Marchán. El que quiera dormir en este país, que haga casa. Aquí hay mucho palo. ¿Usted me va a hacer callar a mí? Yo no le tengo miedo a usted ni a nadie. Yo lo mando a callar. Yo lo voy a hacer callar a machete. Yo nunca, en ninguna mina, le he pedido limosna a nadie. Y al que me tenga rabia, me mato con él a machete o a bala, como sea. Y el hombre que me salga, que me salga frente a frente, así, porque mamá no me parió sirviente. ¡Yo soy un hombre sin amo! ¡Soy un hombre sin hambre! ¡Un hombre sin miedo! Al tigre más bravo que salga, yo lo he amamantado. Yo soy Marchán. Yo aprendí para saber. Que nadie se meta de enemigo mío. Algunos han querido, pero no han podido. ¡Que salgan las mujeres, todas las mujeres! ¡En cueros, que Marchán paga esta noche la fiesta de la mina! ¡Que salgan la Nena, la Turca y la Rosa! ¡Aquí la máquina tiene que cantar! Sea doctor, sea capitán, sea lo que sea, nadie en La Salvación me va a cerrar la puerta a mí. Porque yo soy Marchán. Ya voy cumpliendo los setenta, pero soy como burro bueno, el brío no lo he perdido, ¡yo conozco la vida!
¡Yo soy un hombre que mata de frente!
Hoy ya no quedan hombres, qué va. Hoy lo que hay son puros habladores de pajas. ¡Que canten las máquinas, he dicho! ¡A romperles el cuello a las botellas! A las mujeres, ¡que bailen! Hoy soy lo que ayer no fui y lo que puedo ser no soy, pues este día de hoy es cuanto digo de mí. Que Dionisio Marchán se murió de viejo.
¡A ese no lo mataron, no! El diamante es una planta que brota en cualquier parte, porque para él estar, no precisa tierra bonita. Pero tiene misterio. Se hace perseguir por los túneles a golpes de lanza y apaga cuando quiere la vela o los pulmones del minero.
El diamante está en la cumbre de un cerro invicto, al que muchos quisieron trepar y rodaron cuesta abajo por los pedregales. El cerro, que se alza en las costas del Caura, muestra, sin embargo, cicatrices de escalas que se pierden de vista muy arriba, y de lo alto se desprende, por las mañanas, una cascada de naranjas muy dulces (en estas tierras donde sólo crecen el caucho y la sarrapia).
El diamante yace en el fondo del lecho arenoso del río Paragua, en el exacto sitio no revelado donde una mujer encontró, cuando la bajante, un cañón de bronce con la cureña rota, un tremendo cañón de aquellos que los conquistadores cargaban por la boca y le daban fuego a mecha. El cañón estaba allí, aunque era imposible que estuviera allí, porque en las cataratas del río hubieran sucumbido los galeones o las corbetas y nadie hubiera podido abrir ninguna pica, desde tan lejos, a través de aquella selva cerrada.
—¡Don Sifonte! Saludos le mandan.
—¿Cómo le ha ido?
—Hasta el presente, no me ha ido.
—¿Cómo está usted?
—Más viejo que ayer, más muriéndome.
—¡Pastelitos calientes! ¡Para viejos que no tienen dientes! Los caraqueños son muy pendejos.
Las luces que nacen del diamante cortan como cuchillos. Los mercaderes los investigan con lupas gruesas. A veces el diamante no es un diamante: es un casi casi.
El minero es un rumor que brota por las noches, mientras todos duermen, y se alza levemente y flota sobre el sueño de todos.
El minero es el murmullo de las surucas en las manos de los fantasmas; la sorda agitación del pedrerío lavándose y filtrándose por los tres cernidores sucesivos; el sonido casi secreto de la arena que, de filtro en filtro, va cayendo.
El minero es el ruido de fierros de las palas y las lanzas que solas se levantan, bailan, se frotan entre sí y se ponen en movimiento hacia los pozos y van penetrando la tierra y cavan los socavones mientras todos duermen.
Y es el elegido que escucha con el rostro crispado y todos los músculos en tensión, hasta que por fin el ruido cesa y huyen los fantasmas para que no los sorprenda y los mate la luz del día. Y entonces, desesperadamente, el elegido se hunde en el socavón donde el diamante lo espera.
El diamante es una presa que se esconde debajo de la lengua de un hombre muy flaco, que tiembla de miedo. Otros hombres lo han desnudado, le han arrancado la ropa a los tirones. «Cinco baldes nos robaste», le dicen. «Te hemos visto.» Hablan con los dientes apretados. «Todos te vieron», dicen.
El hombre muy flaco niega agitando la cabeza y musita algunas palabras sin que se note que tiene el diamante debajo de la lengua.
—¿Nadando, en esta agua inmunda? Ni tú te crees. Estabas robando. Eso es lo que estabas haciendo. Robando. Y eso no se hace. Eso es pecado. Es muy feo, eso.
El hombre muy flaco está rodeado por ellos, un anillo de hombres, de miradas encendidas.
Uno de ellos enhebra cuidadosamente el nudo corredizo de una cuerda larga, larga, que le cuelga de una mano, y cuando arroja la cuerda hacia la rama alta de un árbol, el hombre muy flaco se traga el diamante robado y se condena.
El minero es un hombre con un arco y una flecha tatuados en el pecho.
El minero habla, movimiento del arco en tensión: Barrabás abrió una época. Allá por los años cuarenta, dice, Barrabás encontró en El Polaco un diamante del tamaño de un huevo de paloma, que valía medio millón de dólares.
Esa mañana, dice, los comerciantes le habían negado el desayuno.
Alto vuelo de la flecha en dirección al blanco: el diamante era perfecto, trasparente y con reflejos azulados, aunque tenía los bordes irregulares. Nunca visto.
Alegría de la flecha en el aire: Barrabás le ofrecía banquetes al presidente y daba grandes fiestas en Caracas. Paseaba por las calles y le gustaban las muchachas en los balcones: les compraba una mirada y un vaso de agua por cien bolívares. Se hizo arrancar todos los dientes y se hizo poner una dentadura de oro puro.
Se enamoró de la hija del presidente.
La flecha choca: el minero dice que Barrabás ofreció diez mil bolívares para entrar en los salones del Tamanaco y que no lo dejaron, por negro. Pero el Tamanaco no existía.
La flecha rota: Barrabás languidece, pobre y viejo, en una mina perdida de la frontera.
Aniquilación de la flecha: cuando volvió de Caracas, no le fiaban ni un quilo de arroz. Y ya no puede servirse ni de sí mismo.
El diamante es un espejo profundo donde los muertos de hambre creen que encuentran sus verdaderos rostros.
El diamante es un recién nacido que se ofrenda a las putas colombianas de la zona roja o se evapora en ron o whisky escocés o cae en la emboscada de los naipes marcados en las tiendas de los tahúres. El diamante hace bailar los millones a la luz de la luna y, cuando sale el sol, en el bolsillo no queda ni una moneda con la cual comprar la bala que haría falta.
El diamante espera, dormido, entre las raíces de un mangle que arde, al pie de los ramajes en llamas, en el centro del delirio de un hombre que desesperadamente sabe que no recordará.
El minero es un cuerpo caliente y helado que tiembla en una hamaca, a la intemperie, con los ojos quemados por la fiebre. El minero cree que llueve. Pero la lluvia es una hoja de yagua que un hombre arrastra por un camino polvoriento, recién abierto a machete y ya rajado por el sol, y la hoja avanza y suena como una lluvia que rueda. Si la lluvia cayera, la verdadera lluvia, quizás aliviara los hervores de la fiebre del minero que quisiera salirse de la hamaca y de la fiebre pero está preso, las piernas no contestan, el mentón tiembla, los dientes se han enloquecido y chocan entre sí, ese diamante es mío, una mano en la garganta lo ahoga y le reseca la boca, ese diamante grande como un peñón, necesita vomitar lo que no ha comido ni bebido, lamido por el fuego, yo, yo que me bañé en viernes santo y no me convertí en pescado, adónde me van a llevar, los poros se dilatan, estallan, adónde, la transpiración salta a chorros, si aquí no tenemos ni siquiera cementerio, el diamante reina en el incendio de las raíces espantosas de los mangles y en el incendio de la fiebre en la cabeza del minero, la cabeza se parte, yo que dormí con mujer en viernes santo y no me quedé pegado, adónde van a llevarme, una tenaza caliente que tritura el cráneo y suprime la respiración, me quieren despojar, la transpiración a chorros, abusadores, coños de su madre, la piedra nacida para mí ahí abajo del árbol que arde, la muerte, cuando los que no han volado vuelan, adónde, cuando los que no han corrido corren, las flores replegadas, los pájaros mudos, y bruscamente irrumpe entonces la invasión de las mariposas negras, grandes como buitres, apagan el cielo y cortan los caminos y el minero se siente ir, se abre paso por entre las mariposas a golpes de machete, invencible y veloz, a soplos de puro viento se abre paso, se deja ir rumbo a la piedra que lo llama, fulgurante, desde la hoguera de los mangles al borde del río y desde la terminación de todas las cosas.
El diamante es una piedra maldita. El diamante es una piedra sola. Con sus lenguas de diamante, las antiguas brujas poderosas cortan el hueso y el acero y atraviesan la carne de los planetas.