Algunas formas de amar, de Charlotte Mew
Las almas son casi impenetrables las unas para las otras, lo que demuestra la cruel vacuidad del amor.
—¿Así que deja que me marche sin una respuesta? —dijo el joven, poniéndose en pie de mala gana y cogiendo los guantes de la mesa, sin dejar de mirar a la pequeña y obstinada dama del sofá, que contemplaba su disgusto con la expresión amable y burlona de sus alegres ojos azules que tanto le trastornaba.
—Le daré una respuesta si lo desea.
—Preferiría mantener la esperanza… ¿me permite usted un rayo de esperanza?
—Sólo un rayo —contestó riendo, con el mismo aire perturbador de indulgencia—. Pero no lo magnifique… tenemos la costumbre de magnificar los «rayos»… y no quiero que regrese, si lo hace, con un sol abrasador.
—Es usted muy sincera, y un poco cruel.
—Me temo que quiero ser… las dos cosas. Es mucho mejor para usted —repuso, girando los anillos alrededor de sus pequeños dedos mientras hablaba, como si estuviera ya un poco cansada de la entrevista.
—Me trata como a un muchacho —exclamó él, con cierta amargura juvenil.
—¡Ah! ¡La peor crueldad que se puede hacer con un muchacho! —respondió la dama, levantando los ojos hacia él y esbozando su irritante y luminosa sonrisa.
Al encontrar la sombría mirada del joven, sin embargo, se detuvo; y abandonó temporalmente el tono banal de sus argumentos.
—Le ruego que me perdone, capitán Henley.
Él escrutó su rostro traicionero para ver si aquella petición, expresada con tanta gravedad, encerraba cierta malicia, pero las palabras que siguieron le tranquilizaron.
—Le hablaré con más seriedad. Verá… sincera, quizá cruelmente… desconozco lo que siente mi corazón —pronunció tan estudiada frase sin titubear, y observó con arrepentimiento el rostro preocupado del joven mientras le asestaba el inocente golpe—. No es usted el primero. Y es posible que no sea… el último.
Le costó decir aquello, a pesar de su aparente ligereza, pero él estaba demasiado absorto en sus pensamientos para percibir los matices más sutiles de su voz.
—No soy tan encantadora como cree —prosiguió ella—, pero era algo inevitable. ¿Diré mejor que no soy tan encantadora como parezco? A los dieciocho años me casé… sin estar enamorada, y no pretendo insinuar que nadie me empujara a hacerlo. Mi matrimonio fue un fracaso, por supuesto. Y no quiero equivocarme de nuevo. Me repugna ayudarle a cometer un error similar. Debe perdonarme, pero confieso que me parece usted… muy joven. Pues los años son algo engañoso… incluso con las mujeres.
Su rostro de muchacho era incapaz de disimular su enojo.
—¡Ah! Intentaba que sonriera, y está usted frunciendo el ceño. No me sentiría humillada si alguien me agraviase con las palabras que a usted tan neciamente le ofenden, pero —por suerte o por desgracia— no soy tan joven como usted. ¡Vamos, sea razonable! —dijo, con voz especialmente dulce y persuasiva—. Si desconozco lo que siente mi corazón, ¿le parece tan extraño que piense que el suyo puede cambiar? Perdóneme de nuevo si me anticipo. He oído en mis tiempos demasiados «nunca» y «para siempre» insustanciales, y ahora los evito. Me muestro más prudente al escucharlos. «Nunca», «para siempre» —repitió, y reflexionó sobre esas palabras—. A veces pienso que sólo pueden pronunciarse con seguridad en el umbral de otra vida. Me gustaría que no los empleáramos ahora. Le ruego que me conceda ese capricho.
—No soy tan poco fiable, indeciso, ni posiblemente tan cínico —empezó a decir, pero ella le interrumpió con un gesto de su mano, pequeña y brillante.
—Justamente! Por ese motivo, quiero prevenirle —prosiguió ella—. Es usted aún más joven de lo que creía. Me alegro… de todo corazón… de que se vaya al frente. Corte en pedazos a todos los rufianes que pueda; con un poco de pelea adquirirá una gran sabiduría, y… ¡oh, sí! ¡Sé que resulto cruel!… le hace muchísima falta. Vuelva dentro de un año con su Cruz de Victoria o sin ella; en cualquier caso, con un poco más de experiencia, y si decide regresar a mi lado —él escuchó con una mueca de dolor la repetición de aquel «si»—, prometo tratarle como a un hombre.
—¿Y me dará una respuesta?
—Sí —contestó ella, con repentina dulzura.
—Y ¿mientras tanto?
—Mientras tanto, administre con prudencia el «rayo» si lo desea, pero no lo engrandezca, recuerde que no nos obliga a nada. Usted… nosotros —se apresuró a corregir— somos libres.
—Usted es libre, por supuesto, lady Hopedene —admitió con la debida solemnidad—. Yo siempre me consideraré comprometido. Me… me gustaría que supiese que no me considero libre.
—Como quiera —cedió ella, mirando con cierto regocijo su melancólico rostro.
—Será mi único consuelo —señaló el joven, con profunda tristeza.
—Que así sea, entonces: de eso no puedo privarle. Pero no olvide que, si la ocasión lo requiere, queda usted eximido de reaparecer ante este tribunal.
Una pequeña inflexión en su voz le recordó que había llegado el momento de despedirse.
—Ahora debemos decirnos adiós.
—Sólo au revoir.
—Se lo toma usted al pie de la letra. Prefiero la vieja expresión.
Y lady Hopedene se puso en pie y cogió su mano, reteniéndola un poco más de lo habitual. El joven la miró muy alterado.
—¿Sólo conservaré de usted ese ceño? —preguntó ella.
—Conserve esto —exclamó él, inclinándose súbitamente para besar los dedos blancos y delicados que tenía en la palma de su mano.
Después se dio la vuelta deprisa, salió y cerró la puerta, dejando tras de sí el peculiar aroma de la presencia de la dama, fresco y penetrante como el aire que sopla en los prados por la mañana, más dulce y delicado que el tenue perfume que envolvía su persona.
Ella se quedó inmóvil, sintiendo la partida del joven: la sonrisa con que le había despedido se había borrado de sus ojos; ahora miraban la puerta carentes de expresión.
«¿Habré hecho lo mejor… para él? —se preguntó—. Puede que… seguro que conoce a otra mujer con menos escrúpulos que yo. Y… ¿es mejor para mí?».
Se dirigió hacia un espejo colocado entre las ventanas, y estudió con aire crítico la imagen que allí se reflejaba. Mostraba un rostro diminuto de tez delicada, bajo unos cabellos rubios e infantiles cuidadosamente ondulados; en aquellos momentos, privado de su aplomo, parecía triste y un poco pálido.
—Puedo permitirme esperar un año —decidió, tras contemplarse con detenimiento unos instantes—, en cualquier caso, he seguido los dictados de mi conciencia. Mi corazón… «desconozco lo que siente mi corazón» —rió toda temblorosa—. ¿Cómo pudo tragarse algo tan absurdo?, debería haber interpretado… ¡bah! —exclamó, haciendo un gesto con las manos que había aprendido en el extranjero, y que a veces repetía con otros ademanes muy poco ingleses—. Es demasiado joven para saber interpretar. No es justo que una mujer se aproveche de la primera fantasía de un muchacho como él. Sin duda he obrado bien.
Lady Hopedene regresó al sofá y apoyó la cabeza en los cojines de vivos colores. Cuando finalmente la levantó, las lágrimas empañaban sus alegres ojos azules.
II
El Nubia navegaba con rumbo a Inglaterra, y sus pasajeros sufrían todas las incomodidades que suelen acompañar a una travesía por el Mar Rojo. De vez en cuando, la pintoresca figura de un marinero hindú pasaba corriendo en medio de la penumbra. Los camareros extendían colchones en la cubierta bajo un cielo estrellado. El capitán y el primer oficial acababan de sorprender un tête-à-tête que se celebraba en un tranquilo rincón del barco, y que despertó su irritación.
—¿Está Henley verdaderamente enamorado de ella? —preguntó el capitán—. Porque es un asunto muy desagradable. ¡Maldita sea! La señorita Playfair está a mi cargo, y no es la primera vez que tengo problemas por una tontería semejante. Los parientes se muestran siempre muy poco razonables… incluso los parientes de los demás… pero, ¡por Júpiter!, creo que los hermosos objetos de sus desvelos son peores.
—Se conocieron en la India, así que supongo que todo estará en orden —respondió secamente el primer oficial, poco dispuesto a hablar de una situación que personalmente le desalentaba.
—Me alegrará ver Plymouth y el final de un cargamento tan embarazoso —exclamó el capitán, dándose media vuelta.
—Moi aussi —dijo entre dientes su joven segundo.
Pero los causantes de aquella breve plática no parecían compartir su sentimiento de alivio ante la perspectiva de llegar a puerto.
—A pesar de este horrible calor, ¡ojalá no acabara nunca la travesía! —exclamó una voz profunda en medio de la oscuridad—. ¡Es perfecta! El mar y el cielo, este maravilloso sentimiento de soledad, como si tú y yo fuéramos los únicos habitantes de la tierra, perdidos en medio de ella. Dime —prosiguió en un tono más bajo— que desearías que no acabara nunca.
—¿Qué sentido tiene que lo desee, cuando insistes en que todo debe terminar cuando desembarquemos?
—Quizá los dioses se compadezcan de nosotros.
—¿Te refieres a que lady Hopedene puede recibirte con… frialdad?
—Ella siempre es fría, un hermoso pedacito de hielo. Jamás le importé un comino, Mildred; de lo contrario, ¿no crees que algún gesto la habría traicionado?
—Supongo que quería ver de qué material estabas hecho. ¿Por qué te dio la oportunidad de echarte atrás?
—Sólo era una forma (sus modales son siempre encantadores) de decirme «No». Las mujeres no hacen experimentos con los hombres que aman —afirmó con enorme seriedad.
—Entonces, si esto es lo que crees, ¿por qué regresas a su lado? Sólo servirá para que te humille… —su voz, normalmente lánguida, se volvió más enérgica.
—Debo hacerlo, querida. Di mi palabra.
—Pero ella insistió en que no te comprometieras.
—Me comprometí.
—Eres demasiado quijotesco. ¿Y si la encuentras con otro hombre?
—Imaginemos eso —repuso él, cogiendo las manos de la joven—, la otra posibilidad me aterra, será mejor que la olvidemos. Esta noche y mañana, todavía mañana… son nuestros. Mildred…
Ella se soltó.
—¿Cómo vamos a olvidarla? Envenena el presente y entorpece el futuro. Convierte todo en… una farsa.
—No debería habértelo contado —exclamó él, arrepentido—. De no haber sido por ese otro joven, habría esperado hasta tener mi libertad. ¿Me perdonas?
—No lo sé.
—Ocurra lo que ocurra, siempre serás la única mujer para mí.
—Es muy posible que hayas pronunciado antes esas palabras…
—No era más que un joven estúpido… y ella me lo dijo. ¡Dios mío! Ahora sé que estaba en lo cierto.
—Paseemos un poco —sugirió Mildred—. Dime, ¿cómo es esa mujer?
—Olvidémonos de ella —le suplicó.
—Quiero saberlo.
—Es muy pequeña y hermosa; extraordinariamente hermosa y ocurrente, y… bueno, no sé cómo expresarlo, muy audaz. Fue esa audacia admirable y nada femenina lo primero que me fascinó de ella. Me impresionó por tratarse de un rasgo muy poco común; si hubiera sido un hombre, habría tenido madera de soldado. Ya ves que no fue amor, querida. Empezó siendo una especie de admiración indefinida, y en eso ha vuelto a convertirse.
—Se casará contigo —fue la conclusión de la joven—. Creo que la comprendo mejor que tú.
—Y ¿odiarás mi recuerdo?
—Sí, durante algún tiempo y luego… supongo que me casaré con otro.
—Si yo estuviera en tu lugar, preferiría pasar mi vida en soledad.
—No es tan fácil para una mujer hablar de soledad o pensar en ella. Pero yo te amo, Alan —exclamó apasionadamente.
Los dos jóvenes, preocupados, se dieron las buenas noches en voz baja.
III
… mientras, en la distancia, las campanas de la parroquia… llenaban el aire de vibraciones dulces, protectoras, consejeras del buen sueño para quienes todavía tienen un mañana…
Lady Hopedene cerró el libro bruscamente, con el pequeño gesto de impaciencia aprendido en el extranjero.
—Debo evitar ver a ese hombre, me resulta muy penoso.
El reloj de porcelana que tenía enfrente dio las cuatro, y el sonido de las campanadas devolvió a su pensamiento la frase que se había negado a aceptar, y que se apresuró a rechazar de nuevo. Para quienes todavía tienen un mañana.
Se frotó los ojos, y empujó los cojines de brillantes colores donde apoyaba intranquila la cabeza. Enmarcaban sus cabellos dorados a la perfección, pero parecían haber arrebatado el delicado rubor, antes dulcemente inalterable, a su semblante infantil. Este se veía pálido y algo demacrado.
La puerta se abrió, y una voz anunció de forma mecánica:
—El capitán Henley.
Lady Hopedene no se levantó, y el joven avanzó hacia ella.
—¡Alan! —el nombre escapó de sus labios de un modo tan intenso y repentino que fue conmovedor, incluso lastimoso oírlo. La larga sucesión de días, de semanas… la interminable espera… parecía claramente arrojada ante él, pintada en el ala de aquel inesperado grito.
Y había algo más: tras él acechaba una nota de angustia, muy débil, que se enfrentaba perceptiblemente a su alegría.
El joven, de manera inconsciente, retrocedió ante aquel nuevo recibimiento. No era propio de ella, ni se parecía a nada que el hubiera oído antes. Pero, en unos instantes, los ojos azules —tan extrañamente iluminados— recuperaron su vieja expresión de burlona bienvenida; y lady Hopedene le ordenó que se acercara, con el famoso gesto de su pequeña mano.
—Venga aquí, maravillosa aparición; quiero asegurar mis sentidos, poner a prueba mi cordura. ¿Se trata realmente de usted?
—Sin duda alguna. He venido en busca de mi respuesta —dijo breve, apresuradamente, consciente de que ella ya se la había dado, antes de pedírsela, al pronunciar su nombre de aquel modo tan sorprendente e involuntario.
—Habla como si estuviera presentando una factura —exclamó ella, riendo—, y la petición suena algo imperiosa, cuando ni siquiera sabía si tendría que contestarle algún día. ¡Oh! Hay esperas muy largas, lo sé —añadió, cogiendo la mano del joven que estaba en pie a su lado—. Siéntese aquí.
Lady Hopedene le hizo sitio, y miró con franqueza y seriedad su rostro algo más maduro.
—¡Vaya! —dijo, echándose hacia atrás como si estuviera asustada—. ¡Es un hombre con quien he de tratar! ¿Puedo contarle un secreto, capitán Henley? —agregó con repentina y encantadora dulzura—. Me siento bastante decepcionada, pues… pues en realidad yo amaba al muchacho.
—Entonces, ¿por qué jugó con él? —preguntó el joven, dominando a duras penas su amargura, y devolviéndole la mirada con decisión—. Su capricho… —le habló sin rodeos, como si no le importara, por el momento, que ella comprendiera el significado de sus palabras—, una respuesta sincera me habría ahorrado el alto precio que he pagado por su capricho.
—Sabiendo tan poco, tiene derecho a reprochármelo. Se lo explicaré —respondió suavemente—. Después de todo, supongo que fue mero egoísmo, porque usted me importaba más que mi propio ser. Su felicidad era, es y siempre será, imagino, más importante que la mía.
Él sintió el impulso de decirle la verdad, de contarle claramente su historia. Pues aquella mujer que había amado seguía inspirándole una sólida confianza. Sabía que era más fuerte e íntegra que las demás mujeres que había conocido, y no podía evitar creer en el alma que brillaba con tanta nitidez, directamente, en el fondo de aquellos ojos azules que le contemplaban. Es posible que hubiera cedido a ese impulso pasajero, si ella no hubiese interrumpido demasiado pronto su pensamiento vacilante.
—Elegí la mentira más eficaz que se me ocurrió aquel día… ¿lo recuerda?… cuando dije que no era usted el primer hombre, ni posiblemente el último. Es usted el primero. —Su mirada se detuvo en el volumen amarillo que, con la llegada del capitán Henley, había resbalado por el sofá hasta caer al suelo—. Y estoy segura de que será el último. Jamás me ha gustado mentir. Le suplico que perdone mi primera y única mentira.
El joven no contestó, pero se puso en pie y permaneció silencioso, incómodo a su lado, resistiéndose a replicar su sinceridad con falsas protestas, sabiendo que debía hablar, buscando dolorosamente las palabras.
Ella se rió, recordando cómo enmudecía a veces en el pasado, y prosiguió con cierta vacilación en su voz.
—Le sorprende mi franqueza, pero mire esto. —Y extendió ante él una mano desnuda y marchita.
—¡Qué desvalida parece! —exclamó el capitán Henley, cogiéndola dulcemente entre las suyas—. ¿Dónde están sus viejos anillos? ¿Por qué se ha desprendido de ellos?
—Son ellos los que se han desprendido de mí —respondió lady Hopedene tristemente—. Quizá se haya dado cuenta usted —añadió, señalando de paso sus mejillas— de que también otros adornos me han traicionado. Antes o después, tendré que decírselo. ¿Por qué no hacerlo ahora? Mis médicos —pronunció estas palabras con fingida solemnidad, y las interrumpió con una pequeña mueca— me dan un año, o tal vez menos, para las pompas y vanidades de este mundo tan encantadoramente perverso. Así que, como ve, por mero respeto, las pompas y vanidades van retirándose poco a poco a fin de preparar su salida definitiva.
Abandonó su tono jocoso, y empezó a acariciar presurosa e inquieta la mano del capitán Henley. El joven agarró sus muñecas y le dirigió una mirada incrédula.
—Se trata de una horrible broma. No creo que hable en serio.
—Jamás hablé tan en serio como ahora.
—No pretenderá decir… —incapaz de preguntar una obviedad, continuó sujetando con fuerza los pequeños dedos, balbuceante, reducido al silencio.
—Sí, es cierto, tengo órdenes de partir, pero me conceden una prórroga. Un año para la conversación, la locura, la sensatez… si no fuera tan aburrida… y un año, tesoro mío, para el amor.
—¡Santo D…! —gritó—. Me dejas anonadado. Estás aquí, puedo verte y oír tus palabras, pero no logro entenderlas. Parece una pesadilla. No puede ser verdad…
Lady Hopedene soltó su mano y la colocó sobre el brazo del joven y, esbozando una sonrisa para que recobrara el dominio de sí mismo, protestó:
—No te enfrentas al enemigo como un soldado.
—Me falta tu sangre fría —repuso él—. Seguramente otro hombre te daría tiempo o esperanzas.
Ella movió la cabeza y empezó a recitar:
—«Morir hoy o morir mañana, ¿acaso tenemos elección? Ningún hombre puede decir nada, una vez que los hados han hablado.»
Sus ojos invitaban al capitán a mostrar valor.
—Amabas tu vida mucho más que la mayoría de nosotros —dijo él, arrepintiéndose en seguida de sus palabras.
—La adoraba… la adoro. No me relegues tan pronto a un tiempo pasado. No tendremos futuro ni subjuntivo, sólo presente e imperativo: Je t’aime… aime toi, par example.
—Por Dios —exclamó el joven—, un poco de seriedad. Ignoro cuánto tiempo hace que conoces la noticia, pero recuerda que es nueva para mí.
—También es relativamente nueva para mí. —Sus valientes ojos azules le dirigieron una rápida mirada de censura—. ¿Acaso quieres que interprete el papel de cobarde?
—No podrías —afirmó él en tono angustiado—. ¡Qué gran soldado habrías sido!
—Es el cumplido más bonito, aunque también el más torpe, que me has dedicado jamás.
—No es eso —respondió el joven, casi con brusquedad—. Haces que me avergüence con toda el alma, me siento como un desertor.
—Los desertores están cortados por otro patrón —señaló lady Hopedene, con dulce determinación—. Nosotros no hemos nacido para volver las espaldas al destino o poner mala cara a un enemigo. Durante este año interminable (además de tedioso, he de confesar), nunca se me ocurrió pensar que me fallarías. Pensé que era posible… pero jamás temí que lo hicieras. De haber sido así, me habría enfrentado a tu deslealtad, aunque hubiera sido más difícil de arrostrar que la propia muerte.
—Nunca te fallaré —declaró él con aire decidido, y cuando el «nunca» salió de sus labios, recordó las palabras de lady Hopedene sobre el empleo de un vocablo tan trascendental; que sólo podía pronunciarse con seguridad, había afirmado ella, tal como lo había pronunciado ahora, en el umbral de la tumba. Y luego se dio cuenta, súbitamente, de que aquella conversación había sido un extraño anuncio de esta. Entonces, entre risas, habían mencionado la muerte, esperando, asimismo, que un año transcurriera pronto. Había llegado el fin de aquel sueño tan irreal. Pero él no quería contemplar su materia vacía, ella no pasaría sus últimas horas recogiendo los pétalos de un amor perdido—. No te fallaré —dijo nuevamente con vehemencia.
Lady Hopedene escuchó con cierto asombro la frase que él repetía.
—No dudo de tus palabras, amor mío.
—No he dicho aún lo que he venido a decirte. ¿Quieres ser mi esposa?
Formuló la pregunta adivinando sus consecuencias, aunque empujado por algo más grave y profundo que la compasión. Durante unos instantes, ella guardó silencio. Había estado en pie junto al capitán Henley, pero entonces se sentó y empezó a acariciar distraídamente un cojín bordado mientras meditaba su respuesta. Finalmente contestó, pero muy lentamente, sin su celeridad acostumbrada.
—El amor —exclamó—, aunque no lo recordemos a menudo, tiene un extenso vestuario. No todo el mundo puede llevar sus más ricos atavíos… y tú y yo no podemos. Alegrémonos de que nos ofrezca alguno de sus ropajes, pues, sin su caridad, iríamos desnudos. Tú y yo podemos ser compañeros, sólo eso. Es lo más sensato, el mejor pacto posible, pues los amantes terminan como jamás lo haremos nosotros. Tú vigilarás conmigo como si fuéramos dos buenos amigos, dos buenos soldados, hasta que el enemigo ataque, y sabes que atacará.
—Será una fría guardia nocturna —se obligó a decir, recordando el grito con que le había recibido, y preguntándose cómo podía dominar de aquel modo sus sentimientos.
—Suficientemente cálida —señaló lady Hopedene—, mucho más cálida que el amanecer que señalará su fin. ¿Te quedarás a hacer la guardia conmigo?
—Haré cualquier cosa que me pidas.
—Entonces te pido que aprendas a sonreír al mal tiempo, y que no tiembles todavía.
Ella cogió su mano de nuevo y le llevó a la ventana; estaban encendiendo las farolas junto a la verja del parque.
—Ahí fuera ha llegado la primavera. Esta mañana he visto los brotes de los árboles. Los hados no han sido demasiado crueles. Nos han dejado todas las estaciones; el verano, mi estación preferida, no tardará en llegar… y tú… has venido.
Él se inclinó y besó los pequeños dedos que agarraban sin fuerza los suyos.
—Tu último beso ha encontrado un amigo —susurró ella—, ha pasado tanto tiempo solo en este lugar.
—Dame tus anillos —dijo el capitán Henley—, haré que los adapten. Quiero que los lleves.
—Sí —contestó lady Hopedene—, es estúpido renunciar a ellos. Enviaré a alguien… no, los traeré yo, si me disculpas un momento. Soltando su mano, atravesó la cada vez más oscura estancia y lo dejó solo, enfrentándose al primer gran problema de su vida.
IV
Mildred Playfair abandonó su asiento junto a la ventana para acercarse al fuego. Estaba renovando su relación con una primavera inglesa, sin demasiadas muestras de alegría. Henley se hallaba a un paso de la repisa de la chimenea, y el movimiento de la joven los colocó frente a frente. Ella levantó sus ojos oscuros hacia él y, con esa lánguida entonación que le caracterizaba, comentó:
—No parece haber nada más que decir. Apenas comprendo por qué has venido.
—Porque me pediste que lo hiciera. Te he contado todo… te he expuesto cómo están las cosas, al menos para mí. Tal vez haya sido mejor decírtelo personalmente.
—No tenías que haber esperado a que te llamara.
—Quería escribirte. Pensé que sería menos doloroso para ambos. Pero no era un asunto fácil. Estaba tratando de redactar una torpe explicación cuando recibí tu carta.
—¿La explicación de que ibas a renunciar a mí por una ilusión poética y casi femenina?
—No tenía elección.
—No sabía que los hombres tomaran parte en esta clase de cosas. Creía que eran más… firmes y categóricos.
—Hace un mes me habría creído incapaz de hacerlo, pero a veces una mujer… una mujer noble… puede transformar a un hombre, y mostrarle lo que es capaz o no de hacer.
Mildred había estado calentándose las manos cerca del fuego, pero entonces se volvió, cogió de la mesa un abrecartas de la India y empezó a separar las páginas de una revista.
—El hecho es que todavía amas a esa mujer.
Él vaciló, sintiendo un deseo casi puritano de decir la verdad.
—No del modo que insinúas. Esta semana he aprendido que existen muchas formas de amar.
—Y, ¿es algo que has descubierto tú? —preguntó la joven, recorriendo con un dedo la hoja del abrecartas que tenía en la mano—. ¿Estás seguro de que no estás repitiendo una frase de ella?
—Quizá —exclamó—. Mildred, me haces las cosas más difíciles de lo que son. Si pudieras ver en mi interior, sabrías que no he sido desleal… al menos contigo.
Tampoco tenía la sensación de haber traicionado a la otra mujer.
—Se me escapan tus complicaciones. Reconozco que no entiendo tu forma… tus «formas».
—No digas eso después de haberte explicado todo. Te he pedido que me esperes, aunque tal vez no debería haberlo hecho; jamás hubiera pronunciado esas palabras si no te quisiera tanto y no tuviera tanto miedo de perderte.
—Tendrías que haber sabido que nunca consentiría que fueras, tácitamente, el amante de otra mujer.
—No soy su amante —señaló brevemente.
—Otra sutil distinción que soy incapaz de captar.
—Si pudieras ver en mi interior… —empezó a decir de nuevo, pero ella le interrumpió.
—Veo lo suficiente para saber que tu corazón no es completamente mío.
—¿Quieres que diga lo contrario? —preguntó Henley duramente, aunque sin amargura—. ¿Cómo puedo hacerlo ahora, después de tu negativa… sin la menor esperanza ante mí, sin otras palabras que no sean de adiós?
—¡Si yo te importara, no hablarías así!
—No tengo elección —repitió él.
—Porque ya has elegido.
—En mi corazón, en mi alma, eres la elegida.
—Y, sin embargo, vuelves con la otra…
—Durante un año, y posiblemente menos. ¿Por qué no puedes entenderlo? Tú y yo tenemos toda la vida por delante, pero he visto la muerte reflejada en sus ojos… y en sus labios. Una tumba se interpone entre nosotros —insistió, y terminó la frase con un matiz de tristeza en su voz—. ¿No te parece suficiente?
—Es invisible —replicó la joven—, así que no me culpes si no puedo verla. Lo único que puedo ver es que una mujer, o su sombra, se interpone entre nosotros.
—¿Son estas tus últimas palabras? —preguntó él, deseando casi que lo fueran, consciente de lo poco que habían servido las anteriores… que no habían aclarado nada ni les habían brindado el menor alivio.
—No —le interrumpió bruscamente Mildred, despojándose malhumorada de su frialdad y de su calma, como si fueran prendas de vestir que le pesaran demasiado—, mis últimas palabras son que te quiero, Alan, y que, como tú mismo has reconocido, me perteneces. —La joven cruzó la habitación y se arrojó en sus brazos—. No puedo dejar que te marches y voy a impedirlo.
Él la acogió con una breve y familiar exclamación de bienvenida, y la estrechó contra su pecho unos segundos. Después la soltó, y apoyó una de sus manos en los cabellos oscuros y ligeramente despeinados de la muchacha.
—Me esperarás, ¿verdad?
El capitán Henley dijo sencillamente lo primero que pensó, pero, al escuchar sus palabras, Mildred se alejó de un salto.
—No, eso no… eso no.
—Entonces ¿qué? —preguntó desconcertado—. ¿No vas a confiar en mí?
—Esa mujer confió en ti —exclamó la joven, dejando escapar a través de sus labios, en aquel momento de confusión, el recuerdo que se había cernido sobre ellos en un par de ocasiones—. Esa mujer te dejó marchar y, aunque no lo sepa, tú le has fallado, o al menos eso dices. Lo cierto es que no sé qué creer de ti.
—Tienes razón —respondió él—. Dios sabe que le he fallado, tienes razón.
—Hazme una promesa en señal de que no me fallarás.
—¿Qué promesa? —inquirió, antes de añadir con vehemencia—: Cualquiera, cualquiera que yo pueda hacer…
—La única creíble —afirmó—, quédate conmigo.
Él se detuvo… perplejo, vacilante, herido; sopesando una segunda elección. ¿A cuál de las dos mujeres debía más? Mientras seguía allí indeciso, las veía ante sí pidiéndole que no les fallara. Una de ellas más lejana, diminuta y frágil, una imagen llena de belleza que se desvanecía como si la vida se le escapara; la otra, a su lado, fuerte, hermosa, nítida y querida, pisando con firmeza los peldaños de la juventud. El contraste físico le causó una profunda impresión, aunque no fue eso lo que hizo que sus pensamientos en pugna se decidieran. Fue una frase, pronunciada dulcemente por una animosa voz que salía de una estancia mucho más difusa para él que aquella en la que se encontraba: «Nosotros no hemos nacido para volver las espaldas al destino o poner mala cara a un enemigo».
Con estas palabras resonando en sus oídos, se enfrentó al enemigo que tenía ante él, llenándole silenciosamente de reproches.
—¿No vas a confiar en mí? —preguntó de nuevo, con una humildad que no habría pasado desapercibida a un corazón menos joven.
—No puedo —repuso Mildred, con obstinación.
Él miró sus ojos oscuros e inflexibles, y percibió en ellos una realidad implacable.
La mujer que había impuesto esa realidad no pudo oír su respuesta; ella la habría entendido.
—Y yo —se limitó a decir, con un dolor que trascendía la exaltación del momento—, no puedo quedarme.